—¡Cómo me gusta llegar a casa! — proclamo al entrar en el apartamento. Y
entonces me doy cuenta de que hace un frío que pela—. Excepto cuando no dejas
la calefacción encendida. —Castañeteo con los dientes y Pedro se ríe.
—Todavía no sé cómo funciona. Es tecnología punta.
—Iré a por unas mantas —digo mientras él se pelea con el termostato.
Cojo una de la cama y dos del armario y las dejo en el sofá. Luego vuelvo
al dormitorio a cambiarme.
—¡ Pedro!
—¡Voy!
—¿Puedes bajarme la cremallera? —le pido cuando entra.
Su momento manitas parece haberlo dejado frustrado. Tiene los dedos
congelados, y tiemblo cuando me rozan la piel desnuda. Se disculpa, termina de
bajarme la cremallera y el vestido cae al suelo. Me quito los zapatos. El suelo
de hormigón impreso parece de hielo. Corro a buscar el pijama más calentito que
tengo.
—Ten, esto abriga más —dice sacando del armario una sudadera gris con capucha.
—Gracias. —Sonrío.
No sé por qué me gusta tanto ponerme la ropa de Pedro, es como si eso nos
uniera más aún.
Nunca lo había hecho con Noah, sólo una vez, cuando fuimos de acampada con
su familia y tuvo que prestarme una sudadera.
Y a Pedro parece que le gusta que lo haga. Me observa mientras me pongo la
sudadera con una mirada cargada de deseo. Le cuesta quitarse la corbata y me
acerco de puntillas a echarle una mano.
Permanece en silencio y le quito la tira de tela y la dejo a un lado. Luego
saco un par de calcetines largos, gordos y violeta que mi madre me regaló las
Navidades pasadas.
Me recuerdan que sólo faltan tres semanas para Navidad, y me pregunto si mi
madre todavía querrá que la pase con ella. No he vuelto a casa desde que empecé
la universidad.
—¿Eso qué es? — Pedro se troncha de la risa y tira de los pompones que adornan mis
tobillos.
—Unos calcetines. Unos calcetines calentitos, para ser exactos. —Le saco la
lengua.
—Muy bonitos —se mofa. Se pone un pantalón de chándal y una sudadera.
Para cuando volvemos a la sala de estar, el apartamento se ha calentado un
poco. Pedro enciende el televisor y se tumba en el sofá. Me acurruca contra su
pecho y nos tapa con las mantas.
—¿Qué planes tienes para las fiestas? —le pregunto nerviosa.
No sé por qué me da apuro preguntarle qué va a hacer en Navidad si estamos
viviendo juntos.
—Pues pensaba esperar hasta la semana que viene para decírtelo porque estos
días han sido una locura, pero ahora que lo mencionas... —Sonríe y parece estar
tan nervioso como yo—. Me voy a casa por Navidad, y me gustaría que vinieras
conmigo.
—¿A casa? —pregunto con voz aguda.
—A Inglaterra..., a casa de mi madre. — Me mira con ojos de cordero—. Si no
quieres venir, lo entenderé. Sé que es mucho pedir y que ya te has venido a
vivir conmigo.
—No, no es que no quiera, es que... No sé...
La idea de viajar al extranjero con Pedro es emocionante y aterradora.
Nunca he salido de Washington.
—No tienes que darme una respuesta esta noche, pero dímelo en cuanto puedas,
¿vale? Yo me voy el día 20.
—Es justo el día después de mi cumpleaños —le digo.
Rápidamente cambia de postura y me levanta la cabeza:
—¿Tu cumpleaños? ¿Por qué no me habías dicho que estaba a la vuelta de la
esquina?
Me encojo de hombros.
—No lo sé. No lo había pensado. Los cumpleaños no significan gran cosa para
mí. Mi madre solía celebrarlos por todo lo alto y procuraba que todos fueran
especiales, pero dejó de hacerlo estos últimos años.
—¿Qué quieres hacer por tu cumpleaños?
—Nada. ¿Tal vez podríamos salir a cenar?
No quiero una fiesta por todo lo alto, no es para tanto.
—Una cena... No sé yo —se burla—. ¿No te parece un pelín extravagante?
Me río y me besa en la frente. Lo obligo a ver un nuevo episodio de
«Pequeñas mentirosas» y acabamos quedándonos dormidos en el sofá.
Me despierto bañada en sudor en mitad de la noche. Me separo de Pedro, me
quito la sudadera y voy a apagar la calefacción cuando una lucecita azul que
parpadea en el móvil de Pedro despierta mi curiosidad. Cojo el teléfono y
desbloqueo la pantalla con los dedos. Tiene tres nuevos mensajes.
«Deja el móvil, Pau...»
No tengo por qué curiosearle el teléfono, es de locos. Lo dejo de nuevo en
su sitio y echo a andar hacia el sofá, pero el móvil vibra con la llegada de
otro mensaje de texto.
«Sólo uno. Sólo voy a leer uno. Eso no es tan terrible, ¿verdad?»
Sé que no está nada bien, pero no puedo evitar leerlo:
Llámame, capullo.
El nombre de Jace aparece en la parte superior de la pequeña pantalla.
Sí, ha sido una pésima idea. No he llegado a nada y ahora me siento
culpable por ser la loca que le espía el móvil a su novio... Pero ¿qué hace
Jace mandándole mensajes a Pedro?
—¿Pau? —dice Pedro con voz soñolienta.
Me sobresalto y se me cae el teléfono al suelo con un estrépito tremendo.
—¿Qué ha sido eso? ¿Qué estás haciendo? —pregunta en la habitación a
oscuras, iluminada únicamente por la televisión.
—Tú móvil ha sonado... y lo he cogido. —Es una verdad a medias. Me agacho a
recogerlo del suelo. Una grieta cruza el lateral de la pantalla—. Y te he agrietado
la pantalla —añado.
Gruñe hastiado.
—Vuelve aquí.
Dejo el móvil y me tumbo de nuevo en el sofá con él, pero tardo mucho en
dormirme.
A la mañana siguiente Pedro me despierta al intentar salir de debajo de mí.
Me aparto y me acuesto boca arriba en el sofá para que pueda levantarse. Coge
el móvil de la encimera y se va al cuarto de baño. Espero que no esté muy
cabreado por haberle roto la pantalla. Nada de esto habría ocurrido si yo no
hubiera sido tan metomentodo. Me levanto del sofá y preparo el café.
Sigo dándole vueltas a la propuesta de Pedro de que me vaya a Inglaterra
con él. Nuestra relación va muy deprisa, nos hemos ido a vivir juntos muy
jóvenes. Aun así, me encantaría conocer a su madre y ver Inglaterra con él.
—¿Sumida en tus pensamientos? —La voz de Pedro interrumpe mis divagaciones
cuando entra en la cocina.
—No... Bueno, más o menos. —Me río.
—¿En qué estabas pensando?
—En las Navidades.
—¿Qué pasa?, ¿que no sabes qué regalarme?
—Creo que voy a llamar a mi madre para ver si tenía pensado invitarme a pasar
las Navidades con ella. Me sentiría fatal si no la llamo antes de decidir nada.
Va a pasarlas sola en casa.
No parece que lo emocione la idea, pero mantiene la calma.
—Lo entiendo.
—Perdona por lo de tu móvil.
—No pasa nada —dice, y se sienta a la mesa.
Pero entonces lo suelto:
—Leí el mensaje de Jace. —No quiero tener que ocultarle nada, por muy
avergonzada que me sienta.
—¿Qué?
—Vibraba y lo miré. ¿Por qué te estaba escribiendo a esas horas?
—¿Qué has leído? —me pregunta ignorando lo que he dicho.
—Un mensaje de Jace —repito.
Aprieta la mandíbula.
—¿Qué decía?
—Que lo llamaras...
¿Por qué se altera tanto? Sabía que no iba a gustarle que husmeara en sus
mensajes, pero creo que está exagerando.
—¿Eso es todo? —salta, y empieza a molestarme.
—Sí, Pedro. ¿Qué más podría haberme encontrado?
—Nada... —Bebe un trago lento de su taza de café, como si de repente no
tuviera importancia—. Sólo es que no me gusta que curiosees mis cosas.
—Vale, no volveré a hacerlo.
—Bien. Tengo cosas que hacer; ¿podrás estar un rato sin mí?
—¿Qué tienes que hacer? —Me arrepiento al instante de habérselo preguntado.
—¡Jesús, Pau! —dice subiendo la voz —. ¿Por qué siempre me buscas las
cosquillas?
—No te busco las cosquillas, sólo quería saber qué ibas a hacer. Esto es
una relación, Pedro, y bastante seria, por cierto. ¿Así que qué te cuesta
decirme lo que vas a hacer hoy?
Aparta la taza de malos modos y se levanta.
—No sabes cuándo dejarlo estar, ése es tu problema. No tengo por qué contártelo
todo, ¡aunque estemos viviendo juntos! De haber sabido que ibas a salirme con
esta mierda, me habría ido antes de que te despertaras.
—Vaya —es todo cuanto consigo decir antes de irme al dormitorio echando pestes.
Pero me pisa los talones.
—Vaya, ¿qué?
—Debería haber sabido que ayer fue demasiado bonito para ser verdad.
—¿Perdona?
—Nos lo pasamos genial y por una vez, por una vez, no te portaste como un
gilipollas, pero hoy te levantas y, ¡zas!, ¡vuelves a ser un auténtico capullo!
Doy vueltas por la habitación recogiendo la ropa sucia de Pedro del suelo.
—Te olvidas de la parte en que me revisas los mensajes del móvil.
—Un mensaje, y lamento mucho haberlo hecho, pero la verdad es que tampoco
es para tanto. ¡Si en el móvil tienes algo que no quieres que vea, entonces sí
que tenemos un problema! —le grito, y echo toda la ropa en el cesto de la
colada.
Me señala furioso.
—No, Pau. Tú eres el problema. ¡Siempre lo sacas todo de quicio!
—¿Por qué te peleaste con Zed? — contraataco.
—Ah, no, ahora no quiero hablar de eso —me dice fríamente.
—Entonces ¿cuándo, Pedro? ¿Por qué no me lo cuentas? ¿Cómo quieres que
confíe en ti si me ocultas cosas? ¿Tiene algo que ver con Jace? —inquiero, y
sus aletas nasales se agitan con rapidez.
Se pasa las manos por la cara y luego por el pelo, que se le queda de
punta.
—No sé por qué no puedes ocuparte de tus asuntos y dejar mi vida en paz —
gruñe, y luego sale de la habitación.
A los pocos segundos la entrada principal se cierra de un portazo y me seco
las lágrimas de enfado. El modo de reaccionar de Pedro cada vez que le pregunto
por Jace me da muy mala espina, y no me quito esa sensación funesta de encima
ni limpiando todo el apartamento. Se ha pasado mucho. Me oculta algo y no
entiendo por qué. Estoy segura de que no tiene que ver conmigo, no tiene sentido
que Pedro se haya puesto así. Desde la primera vez que conocí a Jace supe que
nos iba a traer problemas. Si Pedro no va a darme respuestas, tendré que buscarlas
en otra parte. Miro por la ventana y veo su coche salir del aparcamiento. Cojo
el móvil. Mi nueva fuente de respuestas contesta a la primera.
—¿Zed? Soy Pau.
—Ya... Lo sé.
—Vale... Oye..., ¿puedo
hacerte una pregunta? —digo con una vocecita más insegura de lo que me gustaría.
—¿Dónde está Pedro? —me pregunta y, por su
tono, sospecho que me guarda rencor por haberlorechazado pese a lo amable que
fue conmigo.
—No está aquí.
—No creo que sea buena
idea que...
—¿Por qué te pegó Pedro? —pregunto sin dejarlo
acabar la frase.
—Lo siento, Pau, he de
dejarte — dice, y me cuelga.
«Pero ¿qué demonios...?» No estaba segura al cien por cien de que fuera a
contármelo, pero tampoco esperaba que reaccionara así. Ahora sí que me muero de
curiosidad, y encima estoy cabreadísima.
Intento llamar a Pedro pero, ¿cómo no?, no lo coge. ¿Por qué ha reaccionado
Zed así? Casi como si tuviera... ¿miedo de decírmelo? Puede que esté equivocada
y sí que tenga que ver conmigo.
No sé qué está pasando, pero nada de esto tiene sentido. Me paro a pensarlo
detenidamente. ¿Estoy exagerando? Repaso mentalmente la reacción de Pedro cuando
le pregunté sobre Jace. No, estoy segura de que no estoy malinterpretando la
situación.
Me ducho e intento calmarme los nervios y dejar de darle vueltas al asunto,
pero no funciona.
Tengo una sensación rara en el estómago que me obliga a buscar otra opción.
Termino de ducharme y me seco el pelo, me visto y decido qué hacer a
continuación.
Me siento como la señorita Havisham en Grandes esperanzas, maquinando y
confabulando.
Nunca me gustó ese personaje, pero de repente la entiendo. Ahora veo que el
amor te empuja a hacer lo que nunca harías, te puede volver obsesiva e incluso
un poco loca. Aunque, en realidad, mi plan no es una locura ni tampoco es tan
teatral como parece. Lo único que voy a hacer es buscar a Steph y preguntarle
si ella sabe por qué se pelearon Pedro y Zed y qué pasa con Jace. Lo único que
hace que parezca una locura es que, si Pedro se entera de que he llamado a Zed
y he ido a ver a Steph, me la va a liar parda.
Ahora que lo pienso, Pedro no me ha llevado con sus amigos desde que nos
vinimos a vivir juntos, y sospecho que es porque ninguno lo sabe todavía.
Para cuando salgo del apartamento no puedo pensar con claridad y olvido el
móvil sobre la encimera. Empieza a nevar en cuanto entro en la autopista, por
eso tardo más de media hora en llegar a la residencia. Está tal y como la
recordaba. Normal, si no hace siquiera una semana que la dejé, aunque parezca
que hace mucho más tiempo.
Avanzo por el pasillo a grandes zancadas e ignoro a la rubia de bote que le
gritó a Pedro por haberle derramado vodka en la puerta de su cuarto. Ésa fue la
primera vez que Pedro se quedó a dormir aquí conmigo, y parece que fue hace mil
años. El tiempo no tiene sentido desde que lo conocí.
Cuando llamo a la puerta de mi antigua habitación, no contesta nadie.
Normal. Si
Steph no está nunca aquí, siempre está en casa de Tristan y Nate y
no tengo ni idea de dónde es. Y, aunque lo supiera,
¿me atrevería a ir allí?
Vuelvo al coche e intento trazar un nuevo plan de acción mientras doy
vueltas por el campus.
Habría sido mucho más fácil si no me hubiera dejado el móvil en casa. Justo
cuando estoy a punto de rendirme y volver a buscarlo, paso junto a Blind Bob’s,
el bar de moteros al que fui con Steph. Veo el coche de Nate en el parking.
Aparco y respiro hondo antes de salir y, cuando lo hago, el aire
helado me quema los pulmones. La mujer de la entrada me sonríe y respiro
aliviada al ver el pelo rojo de Steph en la otra punta del bar.
Ojalá hubiera sabido lo que estaba por venir.
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