Divina

Divina

domingo, 8 de noviembre de 2015

After Capítulo 95


—¡Cómo me gusta llegar a casa! — proclamo al entrar en el apartamento. Y entonces me doy cuenta de que hace un frío que pela—. Excepto cuando no dejas la calefacción encendida. —Castañeteo con los dientes y Pedro se ríe.

—Todavía no sé cómo funciona. Es tecnología punta.

—Iré a por unas mantas —digo mientras él se pelea con el termostato.
Cojo una de la cama y dos del armario y las dejo en el sofá. Luego vuelvo al dormitorio a cambiarme.

—¡ Pedro!

—¡Voy!

—¿Puedes bajarme la cremallera? —le pido cuando entra.

Su momento manitas parece haberlo dejado frustrado. Tiene los dedos congelados, y tiemblo cuando me rozan la piel desnuda. Se disculpa, termina de bajarme la cremallera y el vestido cae al suelo. Me quito los zapatos. El suelo de hormigón impreso parece de hielo. Corro a buscar el pijama más calentito que tengo.

—Ten, esto abriga más —dice sacando del armario una sudadera gris con capucha.

—Gracias. —Sonrío.

No sé por qué me gusta tanto ponerme la ropa de Pedro, es como si eso nos uniera más aún.
Nunca lo había hecho con Noah, sólo una vez, cuando fuimos de acampada con su familia y tuvo que prestarme una sudadera.
Y a Pedro parece que le gusta que lo haga. Me observa mientras me pongo la sudadera con una mirada cargada de deseo. Le cuesta quitarse la corbata y me acerco de puntillas a echarle una mano.

Permanece en silencio y le quito la tira de tela y la dejo a un lado. Luego saco un par de calcetines largos, gordos y violeta que mi madre me regaló las Navidades pasadas.

Me recuerdan que sólo faltan tres semanas para Navidad, y me pregunto si mi madre todavía querrá que la pase con ella. No he vuelto a casa desde que empecé la universidad.

—¿Eso qué es? — Pedro se troncha de la risa y tira de los pompones que adornan mis tobillos.

—Unos calcetines. Unos calcetines calentitos, para ser exactos. —Le saco la lengua.

—Muy bonitos —se mofa. Se pone un pantalón de chándal y una sudadera.
Para cuando volvemos a la sala de estar, el apartamento se ha calentado un poco. Pedro enciende el televisor y se tumba en el sofá. Me acurruca contra su pecho y nos tapa con las mantas.

—¿Qué planes tienes para las fiestas? —le pregunto nerviosa.

No sé por qué me da apuro preguntarle qué va a hacer en Navidad si estamos viviendo juntos.

—Pues pensaba esperar hasta la semana que viene para decírtelo porque estos días han sido una locura, pero ahora que lo mencionas... —Sonríe y parece estar tan nervioso como yo—. Me voy a casa por Navidad, y me gustaría que vinieras conmigo.

—¿A casa? —pregunto con voz aguda.

—A Inglaterra..., a casa de mi madre. — Me mira con ojos de cordero—. Si no quieres venir, lo entenderé. Sé que es mucho pedir y que ya te has venido a vivir conmigo.

—No, no es que no quiera, es que... No sé...

La idea de viajar al extranjero con Pedro es emocionante y aterradora. Nunca he salido de Washington.

—No tienes que darme una respuesta esta noche, pero dímelo en cuanto puedas, ¿vale? Yo me voy el día 20.

—Es justo el día después de mi cumpleaños —le digo.
Rápidamente cambia de postura y me levanta la cabeza:

—¿Tu cumpleaños? ¿Por qué no me habías dicho que estaba a la vuelta de la esquina?
Me encojo de hombros.

—No lo sé. No lo había pensado. Los cumpleaños no significan gran cosa para mí. Mi madre solía celebrarlos por todo lo alto y procuraba que todos fueran especiales, pero dejó de hacerlo estos últimos años.

—¿Qué quieres hacer por tu cumpleaños?

—Nada. ¿Tal vez podríamos salir a cenar?
No quiero una fiesta por todo lo alto, no es para tanto.

—Una cena... No sé yo —se burla—. ¿No te parece un pelín extravagante?

Me río y me besa en la frente. Lo obligo a ver un nuevo episodio de «Pequeñas mentirosas» y acabamos quedándonos dormidos en el sofá.
Me despierto bañada en sudor en mitad de la noche. Me separo de Pedro, me quito la sudadera y voy a apagar la calefacción cuando una lucecita azul que parpadea en el móvil de Pedro despierta mi curiosidad. Cojo el teléfono y desbloqueo la pantalla con los dedos. Tiene tres nuevos mensajes.
«Deja el móvil, Pau...»

No tengo por qué curiosearle el teléfono, es de locos. Lo dejo de nuevo en su sitio y echo a andar hacia el sofá, pero el móvil vibra con la llegada de otro mensaje de texto.
«Sólo uno. Sólo voy a leer uno. Eso no es tan terrible, ¿verdad?»
Sé que no está nada bien, pero no puedo evitar leerlo:

Llámame, capullo.

El nombre de Jace aparece en la parte superior de la pequeña pantalla.
Sí, ha sido una pésima idea. No he llegado a nada y ahora me siento culpable por ser la loca que le espía el móvil a su novio... Pero ¿qué hace Jace mandándole mensajes a Pedro?

—¿Pau? —dice Pedro con voz soñolienta.
Me sobresalto y se me cae el teléfono al suelo con un estrépito tremendo.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué estás haciendo? —pregunta en la habitación a oscuras, iluminada únicamente por la televisión.

—Tú móvil ha sonado... y lo he cogido. —Es una verdad a medias. Me agacho a recogerlo del suelo. Una grieta cruza el lateral de la pantalla—. Y te he agrietado la pantalla —añado.
Gruñe hastiado.

—Vuelve aquí.

Dejo el móvil y me tumbo de nuevo en el sofá con él, pero tardo mucho en dormirme.

A la mañana siguiente Pedro me despierta al intentar salir de debajo de mí. Me aparto y me acuesto boca arriba en el sofá para que pueda levantarse. Coge el móvil de la encimera y se va al cuarto de baño. Espero que no esté muy cabreado por haberle roto la pantalla. Nada de esto habría ocurrido si yo no hubiera sido tan metomentodo. Me levanto del sofá y preparo el café.

Sigo dándole vueltas a la propuesta de Pedro de que me vaya a Inglaterra con él. Nuestra relación va muy deprisa, nos hemos ido a vivir juntos muy jóvenes. Aun así, me encantaría conocer a su madre y ver Inglaterra con él.

—¿Sumida en tus pensamientos? —La voz de Pedro interrumpe mis divagaciones cuando entra en la cocina.

—No... Bueno, más o menos. —Me río.

—¿En qué estabas pensando?

—En las Navidades.

—¿Qué pasa?, ¿que no sabes qué regalarme?

—Creo que voy a llamar a mi madre para ver si tenía pensado invitarme a pasar las Navidades con ella. Me sentiría fatal si no la llamo antes de decidir nada. Va a pasarlas sola en casa.
No parece que lo emocione la idea, pero mantiene la calma.

—Lo entiendo.

—Perdona por lo de tu móvil.

—No pasa nada —dice, y se sienta a la mesa.
Pero entonces lo suelto:

—Leí el mensaje de Jace. —No quiero tener que ocultarle nada, por muy avergonzada que me sienta.

—¿Qué?

—Vibraba y lo miré. ¿Por qué te estaba escribiendo a esas horas?

—¿Qué has leído? —me pregunta ignorando lo que he dicho.

—Un mensaje de Jace —repito.
Aprieta la mandíbula.

—¿Qué decía?

—Que lo llamaras...
¿Por qué se altera tanto? Sabía que no iba a gustarle que husmeara en sus mensajes, pero creo que está exagerando.

—¿Eso es todo? —salta, y empieza a molestarme.

—Sí, Pedro. ¿Qué más podría haberme encontrado?

—Nada... —Bebe un trago lento de su taza de café, como si de repente no tuviera importancia—. Sólo es que no me gusta que curiosees mis cosas.

—Vale, no volveré a hacerlo.

—Bien. Tengo cosas que hacer; ¿podrás estar un rato sin mí?

—¿Qué tienes que hacer? —Me arrepiento al instante de habérselo preguntado.

—¡Jesús, Pau! —dice subiendo la voz —. ¿Por qué siempre me buscas las cosquillas?

—No te busco las cosquillas, sólo quería saber qué ibas a hacer. Esto es una relación, Pedro, y bastante seria, por cierto. ¿Así que qué te cuesta decirme lo que vas a hacer hoy?
Aparta la taza de malos modos y se levanta.

—No sabes cuándo dejarlo estar, ése es tu problema. No tengo por qué contártelo todo, ¡aunque estemos viviendo juntos! De haber sabido que ibas a salirme con esta mierda, me habría ido antes de que te despertaras.

—Vaya —es todo cuanto consigo decir antes de irme al dormitorio echando pestes.
Pero me pisa los talones.

—Vaya, ¿qué?

—Debería haber sabido que ayer fue demasiado bonito para ser verdad.

—¿Perdona?

—Nos lo pasamos genial y por una vez, por una vez, no te portaste como un gilipollas, pero hoy te levantas y, ¡zas!, ¡vuelves a ser un auténtico capullo!
Doy vueltas por la habitación recogiendo la ropa sucia de Pedro del suelo.

—Te olvidas de la parte en que me revisas los mensajes del móvil.

—Un mensaje, y lamento mucho haberlo hecho, pero la verdad es que tampoco es para tanto. ¡Si en el móvil tienes algo que no quieres que vea, entonces sí que tenemos un problema! —le grito, y echo toda la ropa en el cesto de la colada.
Me señala furioso.

—No, Pau. Tú eres el problema. ¡Siempre lo sacas todo de quicio!

—¿Por qué te peleaste con Zed? — contraataco.

—Ah, no, ahora no quiero hablar de eso —me dice fríamente.

—Entonces ¿cuándo, Pedro? ¿Por qué no me lo cuentas? ¿Cómo quieres que confíe en ti si me ocultas cosas? ¿Tiene algo que ver con Jace? —inquiero, y sus aletas nasales se agitan con rapidez.
Se pasa las manos por la cara y luego por el pelo, que se le queda de punta.

—No sé por qué no puedes ocuparte de tus asuntos y dejar mi vida en paz — gruñe, y luego sale de la habitación.

A los pocos segundos la entrada principal se cierra de un portazo y me seco las lágrimas de enfado. El modo de reaccionar de Pedro cada vez que le pregunto por Jace me da muy mala espina, y no me quito esa sensación funesta de encima ni limpiando todo el apartamento. Se ha pasado mucho. Me oculta algo y no entiendo por qué. Estoy segura de que no tiene que ver conmigo, no tiene sentido que Pedro se haya puesto así. Desde la primera vez que conocí a Jace supe que nos iba a traer problemas. Si Pedro no va a darme respuestas, tendré que buscarlas en otra parte. Miro por la ventana y veo su coche salir del aparcamiento. Cojo el móvil. Mi nueva fuente de respuestas contesta a la primera.

—¿Zed? Soy Pau.

—Ya... Lo sé.

—Vale... Oye..., ¿puedo hacerte una pregunta? —digo con una vocecita más insegura de lo que me gustaría.

—¿Dónde está Pedro? —me pregunta y, por su tono, sospecho que me guarda rencor por haberlorechazado pese a lo amable que fue conmigo.

No está aquí.

—No creo que sea buena idea que...

—¿Por qué te pegó Pedro? —pregunto sin dejarlo acabar la frase.

—Lo siento, Pau, he de dejarte — dice, y me cuelga.

«Pero ¿qué demonios...?» No estaba segura al cien por cien de que fuera a contármelo, pero tampoco esperaba que reaccionara así. Ahora sí que me muero de curiosidad, y encima estoy cabreadísima.

Intento llamar a Pedro pero, ¿cómo no?, no lo coge. ¿Por qué ha reaccionado 
Zed así? Casi como si tuviera... ¿miedo de decírmelo? Puede que esté equivocada y sí que tenga que ver conmigo.

No sé qué está pasando, pero nada de esto tiene sentido. Me paro a pensarlo detenidamente. ¿Estoy exagerando? Repaso mentalmente la reacción de Pedro cuando le pregunté sobre Jace. No, estoy segura de que no estoy malinterpretando la situación.

Me ducho e intento calmarme los nervios y dejar de darle vueltas al asunto, pero no funciona.

Tengo una sensación rara en el estómago que me obliga a buscar otra opción. Termino de ducharme y me seco el pelo, me visto y decido qué hacer a continuación.

Me siento como la señorita Havisham en Grandes esperanzas, maquinando y confabulando.

Nunca me gustó ese personaje, pero de repente la entiendo. Ahora veo que el amor te empuja a hacer lo que nunca harías, te puede volver obsesiva e incluso un poco loca. Aunque, en realidad, mi plan no es una locura ni tampoco es tan teatral como parece. Lo único que voy a hacer es buscar a Steph y preguntarle si ella sabe por qué se pelearon Pedro y Zed y qué pasa con Jace. Lo único que hace que parezca una locura es que, si Pedro se entera de que he llamado a Zed y he ido a ver a Steph, me la va a liar parda.

Ahora que lo pienso, Pedro no me ha llevado con sus amigos desde que nos vinimos a vivir juntos, y sospecho que es porque ninguno lo sabe todavía.
Para cuando salgo del apartamento no puedo pensar con claridad y olvido el móvil sobre la encimera. Empieza a nevar en cuanto entro en la autopista, por eso tardo más de media hora en llegar a la residencia. Está tal y como la recordaba. Normal, si no hace siquiera una semana que la dejé, aunque parezca que hace mucho más tiempo.

Avanzo por el pasillo a grandes zancadas e ignoro a la rubia de bote que le gritó a Pedro por haberle derramado vodka en la puerta de su cuarto. Ésa fue la primera vez que Pedro se quedó a dormir aquí conmigo, y parece que fue hace mil años. El tiempo no tiene sentido desde que lo conocí.

Cuando llamo a la puerta de mi antigua habitación, no contesta nadie. Normal. Si 
Steph no está nunca aquí, siempre está en casa de Tristan y Nate y no tengo ni idea de dónde es. Y, aunque lo supiera,
¿me atrevería a ir allí?

Vuelvo al coche e intento trazar un nuevo plan de acción mientras doy vueltas por el campus.

Habría sido mucho más fácil si no me hubiera dejado el móvil en casa. Justo cuando estoy a punto de rendirme y volver a buscarlo, paso junto a Blind Bob’s, el bar de moteros al que fui con Steph. Veo el coche de Nate en el parking. Aparco y respiro hondo antes de salir y, cuando lo hago, el aire
helado me quema los pulmones. La mujer de la entrada me sonríe y respiro aliviada al ver el pelo rojo de Steph en la otra punta del bar.


Ojalá hubiera sabido lo que estaba por venir.

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