Divina

Divina

lunes, 27 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 13



Viernes 3 pm


PEDRO

Desperté entre las cajas y canastos de una empresa mudadora. Faltaban
algunas semanas para la mudanza pero como Laura siempre fue muy
precavida, había aprovechado mi ausencia para embalar el ochenta por
ciento de la casa.

Digamos que mi vuelta al hogar todavía no se había producido. Había
regresado a un departamento desmantelado e incómodo. Los chicos
estaban inquietos y nerviosos ante tanto movimiento y yo me sentía
extranjero en mi propia familia.

Laura estaba atendiendo a su paciente desengañada mientras yo
desayunaba con Ana y Alejo. Me gustaba compartir el desayuno con ellos,
untar las tostadas. En esas acciones cotidianas sentía que todo había vuelto
a la normalidad. Miré la hora, eran las nueve de la mañana. A las diez
quería estar en la oficina, resolver algunas cosas, responder mails,
mostrarme ocupado y salir tarde a almorzar diciendo que ya no volvería
hasta el lunes.

No me preocupaba ninguna cuestión logística. No me preocupaba
Laura. No me preocupaba que no me preocupase mi mujer. Me sentía
físicamente dividido pero no existía conflicto. Ni interno, ni externo.

Ansiedad, sí. Ansiedad existía. Ganas de verla también.
Faltaban seis horas que se pasarían en cámara lenta. Pero no importaba.
Estaba encendido, de buen humor. Despertar sabiendo que había llegado
ese viernes. Ese día. El día de nuestro encuentro, me llenaba de ánimo.

Laura entró a la cocina puteando por lo bajo, entre dientes. Venía del
consultorio. No entendí qué le pasaba ni contra quién puteaba. Me asusté.

—¿Pasó algo?

—Somos tan obvias las mujeres a veces. “No puedo tirar veinticinco
años de casada a la basura.”

—¿Eso dijo tu paciente crónica?

—Eso es lo normal. Es lógico. Casi ninguna esposa se separa por haber
descubierto una infidelidad. Pero lo tremendo es que dejen terapia. De
manual. Decide seguir, negar, y prefiere no hablar más del tema, ¡ni con su
analista! Justo cuando más necesita hacer terapia. Anuncian tormenta, llevá
paraguas.

La miré en silencio. Se sirvió una taza de café. Laura tenía la capacidad
de hablar de sexo, cuernos, muertes, depresiones y en la misma frase
meterte un “llevá paraguas”.

Aproveché que ella ya estaba libre de pacientes. Despedí a los chicos.
Agarré el piloto, y me fui. Sin paraguas.

En la oficina no hice mucho más que mirar esa frazadita que seguía ahí.
En ese estante. Como sabiéndolo todo. Y pensé en lo loco que era todo. No
controlamos nada. Te casás, tenés hijos, te comprás la casa que soñaste
para tu familia, y en un segundo, ¡zaz! A la mierda.

Me sentía seguro, calmo, valiente. Ya había decidido no dar marcha
atrás. En nada. La mudanza se iba a producir. Mi encuentro con Paula
también se iba a producir, ¿y después? Que la vida decidiera. Como había
decidido hasta ahí.

Al mediodía partí hacia la Costanera Sur. Caminé por Puerto Madero, vi
varias parejas almorzando, y pensé en cuáles de todas ellas serían
legítimas. De repente, me sentí integrado a una realidad paralela que antes
me pasaba frente a los ojos sin ser capaz de percibirla.

Imaginé que lo mismo pasaría con las drogas. Tomás merca en un baño
y a partir de ahí ves que la mayoría de los hombres con los que compartís
negocios, reuniones, almuerzos, hacen lo mismo. Recordé eso que
siempre decía Tincho. Él tenía un radar. Se pasaba la vida mirando los 360
grados que lo rodeaban. Esa es yiro. Esos están en una primera cita. Mirá
ese levante. Mirá el viejo con la pendeja, se nota que están de trampa,
decía.

Yo nunca había prestado atención, pero de pronto, me descubría ahí, a la
luz del día. De ese día nublado. Cubierto. Queriendo develar los misterios
que el sexo trama cada día en una ciudad tan grande.

Sexo. Aventura. Adrenalina. Son tantas las vidas que uno puede vivir al
mismo tiempo en una ciudad con tanta gente. Mi teléfono sonó, era
Tincho, el doctorado en trampas.

—¿Necesitás que te haga la segunda con Laura? Mandame mensaje si se
te hace tarde.
—Dale, te aviso.

—En serio. Invento lo que sea.

—Tranquilo, no sé qué puede llegar a pasar.

—Te falta mucha imaginación a vos.

—Te llamo.

Tincho seguía culposo por aquel exabrupto telefónico pero ya me había
aceptado en su logia de piratas expertos y prolijos. Habíamos salido a
tomar algo la noche anterior. Fue como un bautismo, una iniciación. Hasta
me había confesado que se estaba cogiendo a mi secretaria el hijo de puta,
¡con razón entraba y salía de mi oficina como si fuera suya!

—El amor conyugal se alimenta con canitas al aire, primo.

Ese fue su consejo, me dio una palmada en la espalda y brindamos con
un Johnny Walker platino. Le prometí uno azul si todo salía bien.

—Estás liberado —me dijo cuando terminé el tercer farol.

Dejé de pensar en la noche anterior y me vi ahí, clandestino, sigiloso.
Atravesé Puerto Madero y llegué a la glorieta frente al río. Esa era la
indicación que le había dejado escrita a Paula. No podía perderse, era la
única glorieta y yo me había encargado de estar ahí una hora antes para
reservarla.

Me senté, miré al cielo. Estaba denso y cargado, a punto de explotar en
una tormenta de esas violentas que cada tanto hacen colapsar a Buenos
Aires.

Volví a pensar en Tincho. Me vi ahí sentado, nervioso, ansioso,
esperando. Paula no era una canita al aire.



PAULA

Dejé a Bauti en el jardín y partí a la casa de Sofía. Hacía tiempo que no la
visitaba en su departamento. Ese departamento que durante tantos años
compartimos. Con el mismo futón en el que había dormido con mis
novios esporádicos y amantes fluctuantes. La misma mesita de pino
pintada por mí. Las lámparas de papel. Un dos ambientes luminoso y sin
pretensiones que ahora me resultaba algo vintage. Los azulejos celestes
del baño. Los muebles de fórmica de la cocina integrada. Quedaba en
Beruti y Austria, en pleno Palermo interior. Así le decíamos nosotras y
continuaba siendo la zona predilecta de jóvenes del interior que venían a
buscarse un destino a la Capital.

Recordé que los miércoles íbamos a un bar con pool que quedaba ahí,
en la otra cuadra de casa. Y los jueves era el día del boliche de unos
misioneros. Los viernes íbamos a uno frente a la facultad de ingeniería.
Esos eran los puntos de encuentro con otros exiliados.
Sofía y yo nos conocimos en la escuela de vuelo. Ella también estaba
recién llegada. Había llegado un día antes desde su pueblo natal, Coronel
Suárez. Vivíamos en residencias para mujeres cuando decidimos buscar
un departamento para compartir.

La primera vez que vi a Bruno había sido en la puerta de ese mismo
edificio. Él era el encargado de mostrarnos el departamento. Era un
sábado de verano. Horrible, agobiante. Sofía siempre dijo que Bruno se
enamoró de mí en ese mismo momento. De hecho aceptó que no
tuviésemos garantía de Capital. ¿Quién puede aceptarte en Buenos Aires
una garantía de Cipolletti?, repetía Sofía, sospechando de su generosidad.

Lo cierto era que habían pasado muchos años, muchas renovaciones de
contratos, hasta que por fin le acepté una salida a Bruno. La inmobiliaria
era de su padre y ese departamento había sido de su mamá. Era una de las
tantas propiedades familiares que Bruno administraba.

Y yo ahí. En el departamento de mi suegra. En mi hogar de soltera, con
mi amiga y hermana de la vida, decidiendo si ir o no a encontrarme con
mi amante.

—Yo lo retiro a Bauti. Llamá al jardín y avisá.

—¿Y si Bruno se entera?

—No tiene por qué enterarse. Lo llevo a una plaza y cuando terminás,
me llamás.

—Se está por largar a llover, ¿qué plaza?

—Lo traigo para acá. Me tomo un remís.

—Le tendría que pedir a él que lo busque.

—¿A qué hora deberías estar en el lugar?

—En dos horas. ¿Qué hago? ¿Voy? ¿Y si él no va?

Sofía vino desde la kitchenette con una bandeja de madera verde
manzana, también pintada por nosotras.

—¿Qué más puso en el papelito?

—Viernes 3 pm. Costanera Sur. Glorieta. Te espero.

—¡Tiene que ir!

Sofía posó la bandeja con la tetera humeante en la mesita ratona y el
aroma del té me invadió por completo.

—¡Es de menta! Me traje una bolsita de Tánger, no puedo parar de
tomarlo.

La menta no olía igual en Buenos Aires. O, por lo menos, no me
causaba el mismo efecto. Un sudor frío comenzó a recorrer mi frente.

Sentí las manos heladas. El ambiente se llenó de luciérnagas. Me desvanecí
pero esta vez no era de placer.

Me estiré hacia atrás en el futón, con los ojos cerrados. Sofía se puso
como loca, me levantó las piernas y empezó a los gritos.

—¡No te vas a desmayar ahora! ¡Algo dulce!

Ella estaba a dieta y no tenía ningún tipo de harinas ni azúcares en los
casi cuarenta metros cuadrados del departamento.

—¿Edulcorante sirve?

Le señalé mi cartera. Solía tener alguna golosina para Bauti. Sofía
revolvió y tomó el sobre de azúcar que yo había guardado en esa misma
cartera, antes de nuestro viaje a Tánger. Me lo vació completo en la boca.
Tomé un sorbo de té de menta intentando reponerme. La menta me
transportaba directamente a todas esas sensaciones que había vivido en
aquel extraño continente. Mi cuerpo se descompensó luchando contra mi
mente que intentaba anular cualquier tipo de recuerdo. Mi cuerpo se
resistía a olvidar. Se desvaneció luchando para revivir sensaciones.

—¿Estás bien? Es la presión, ¿no?

Ya estaba mejor. Abrí los ojos y traté de sentarme para que Sofía se
tranquilizara.

—“Hay siempre en el alma humana una pasión por ir a la caza de algo”
—leyó la frase del sobrecito y sonrió resignada—. ¿Te das cuenta? ¡Nunca
vamos a tener paz!

—Me voy a casa.

—¡Te acompaño! ¡No podés manejar así!

—No. Necesito estar un segundo sola, escucharme. Pensar.

—¡Pensar no, decidir!

Me paré con cuidado. Estaba débil, movilizada. Sofía me miró fijo. Ella
y yo sabíamos que mi cuerpo solía ser muy claro conmigo, muy sincero.
Sofi me dejó ir, pero antes buscó un papelito que tenía cerca de su
computadora, y me lo dio.

—Por si no llegás. Es el nombre completo de Pedro . Lo busqué en la

lista. Pasillo 18. Si hoy no vas, podés googlearlo.


Tomé el papel. Por primera vez vi su nombre junto a su apellido. 
Pedro Alfonso Zolezzi. Me reí, sus iniciales parecían una ocurrencia digna de un
escritor de telenovelas. P.A.Z.

Me fui lo más rápido que pude. Podría haber ido directo a la cita, pero
dudé. Me senté al volante y arranqué. Sin decidir a dónde ir. Me dejé llevar
por la intuición y el andar de la camioneta que me llevó hacia el bajo, ahí
fue cuando me choqué con la encrucijada: ¿Costanera Sur o General Paz?

Doblé hacia mi casa. Hacia el norte. Mi norte. No quería mentirme, no
podía hacerlo. Sabía que no era ni el deseo ni la intuición lo que me estaba
guiando. Era el miedo. Temblaba de miedo mientras veía el tatuaje en mi
muñeca que me pedía desear. El tatuaje del deseo parecía borrarse frente a
mi decisión. Obligué al deseo a desaparecer. Fijé la mirada en el
parabrisas y seguí la ruta que me llevaría a casa.

Un millón de fotos de Pedro  se me pasaron por la cabeza. Un millón de
fotos de mí misma rompiendo todas las promesas que alguna vez me hice.

Traicionando todos mis juramentos. Bloqueando mis instintos. Llegué a
mi habitación, me miré al espejo y me di vergüenza. Vi una adolescente
asustada, reprimida, inexperta. ¿A qué le tenés tanto miedo, Paula?, me
pregunté. ¿A que Bruno no sea el hombre de tu vida? ¿A dejarte llevar por
una calentura que arruine la vida que armaste? ¿Y te pensás quedar con la
duda?

Si Bruno no era el hombre de mi vida, tarde o temprano lo iba a saber.
Y si Pedro  era la persona que aparecía en mi camino para reconfirmar la
vida que había elegido, o cambiarme el rumbo, no podía dejarlo plantado.

Esos impulsos eran insoportables. ¿Para qué carajo volví?, me dije. Yo
tenía la capacidad de cambiar de parecer en un segundo, de jugar con los
opuestos como si estuviera montada arriba de un sube y baja.

Me cambié de ropa. Estaba lloviendo. Necesitaba sentirme cómoda.
Nueva. Dejar el miedo atrás. Me puse un vestidido, botas de goma y un
piloto que había comprado en una oferta justamente en alguno de esos
viajes a Nueva York.

Me maquillé para ocultar mi cara de pánico. Tomé aire. Necesitaba
verlo. Necesitaba enfrentar la situación. Bajar a tierra, tomar las riendas.

En menos de quince minutos estaba lista para salir. Le envié un mensaje
de texto a Bruno pidiéndole que retirara a Bauti del jardín. Le dije que
estaba con Sofía y no iba a llegar. OK amor, respondió sin ningún tipo de
consulta o cuestionamiento.

Ya eran casi las 3 pm. Supuse que si Pedro  había acudido a la cita,
estaría dispuesto a esperar. La Panamericana estaba más fluida que nunca.

Era una buena señal. Tomé Lugones y miré la hora, eran las 15 en punto,
no estaba mal. Me llené de coraje. Me sentí orgullosa.

Me imaginé cogiendo con él en algún telo del centro. Vi esa imagen y
me sentí peligrosa. Impredecible. Un auto con balizas en medio de la
avenida detuvo el tránsito. El carril se volvió angosto y comenzamos a
circular a paso de hombre. No quise estresarme. Respiré hondo. Ya no
pensé en un telo. Respiré y solté el volante. Los autos estaban detenidos
por completo. Quizás era lo mejor que pudiera pasarme. Confié en que
estaba ocurriendo todo, absolutamente todo, lo que tenía que suceder.

Miré mi celular. Pensé en que quizás estaba bien enviarle un mensaje a
Pedro . Dudé. No tenía su teléfono. Pero tenía su nombre y su apellido en
ese papelito que acababa de darme Sofía, y que como buena amateur había
dejado en el tablero de mi camioneta. Abollé el papel y me lo guardé en el
bolsillo. Entré a Facebook desde mi teléfono y lo busqué. Mi corazón
empezó a galopar una vez más. Sabía que estaba abriendo una puerta hacia
lo desconocido. Hacia el espacio más temido: su vida privada.

Pedro Alfonso Zolezzi. La portada de su página se desplegó ante mí
como un pasacalle. Vi su sonrisa enorme. En la foto aparecía junto a una
nena que soplaba una velita con el número 4 y sostenía a otro nene, más o
menos de la edad de Bauti, en sus brazos.

Del otro lado aparecía ella, una sonriente mujer que completaba la foto.
En la información decía con letras claras: Casado con María Laura
Martínez Alfonso. Un nudo me estranguló el estómago. Los dos sorbos de
té de menta que había tomado en casa de Sofía se me subieron hasta la
garganta. Y no pude dejar de mirarlos. En detalle. A los cuatro. Eran una
familia feliz y hermosa como todas las familias que viven dentro de
Facebook.

No pude interpretar mi malestar. Que él estuviese casado no era una
sorpresa. Ni que tuviera hijos. Pero las imágenes perturban, y mucho.
Ese era él. El hombre que me había hecho gozar como nadie en un baño
público. En un hotel. En un desierto. Ese era el hombre, esos eran sus
hijos, y esa era la mujer que dormía con él desde hacía tiempo.

Todo era un espanto. Oscuro. Sórdido. Imaginé la escena invertida.
Imaginé mi propia portada de Facebook y mis fotos con Bruno y Bauti.
Repulsivo, hipócrita, berreta. Aproveché el tapón en el tránsito y bajé de la
camioneta. Quisé tomar un poco de aire pero fui directo a vomitar en la
banquina. Como una borracha queriendo expulsar el veneno de la noche
anterior.

Uno de los policías que organizaba el tránsito vino por mí, atento. Le
dije que estaba bien. No quería la compasión de nadie. Ni la atención.
Quería desaparecer. Quería que la lluvia cayera sobre la foto más patética
de mí misma ¡y me borrara del mapa!

Me subí a la camioneta, di un portazo y retomé mi camino sin desviar el
rumbo. El limpiaparabrisas barría furioso el agua que caía sobre el vidrio,
yo deseaba que me barriera por dentro. Todo era tan confuso, tan desesperante. 
Odiaba sentirme fuera de eje y a esa altura ya no sabía ni por qué
estaba camino a esa puta glorieta en la Costanera Sur.

Llegué al lugar y sin bajarme del vehículo empecé a buscarlo. Vi la
glorieta y vi a un hombre sentado ahí. Sin paraguas. Empapado y calmo.

Inmutable como el ojo de una tormenta. Estacioné, bajé, y sin que me
viera, caminé hasta sentarme en un banquito de cemento.

Mis pies se clavaron en el suelo. Entendí que no tenía que acercarme.
Distancia, mantené la distancia, me dije.
Lo vi esperando, en paz. Recién ahí supe qué sería lo mejor: dejarlo así.
En paz.

Mi teléfono sonó y casi grité del terror. Era Sofía.

—¡Amiga! ¿Qué hacés? ¿Dónde estás?

—Acá.

Y lloré. En silencio. Sofía se emocionó del otro lado. Pude sentir que su
esperanza moría junto a la mía. No pude decirle mi verdad.

—No vino.

—¿Qué? ¡No te puedo creer! Capaz se le complicó.

Las dos hicimos un silencio. Esa era mi amiga. La que sabía callarse
sólo en esos momentos. La que lloraba mi dolor.

—Todo bien. Mejor.

—Seguro. Sí. Mejor.

Corté y lo miré por última vez. Di media vuelta, y me alejé.
Caminé sola. Dándole la espalda. Le di la espalda a todo lo que hubiera
podido pasar si nos hubiésemos visto una vez más.
Avancé bajo la lluvia a paso lento. Si Pedro  y yo estábamos destinados a
encontrarnos, él hubiera podido alcanzarme. Me hubiese visto. Quizás
gritaba mi nombre a lo lejos. Quizás llegaba hasta mí y me tomaba del
hombro. Y me convencía. Y los dos nos convencíamos de algo. Pero no.
Sólo lluvia y distancia. Una distancia tan sana como abismal. Nada más.

El abismo de nuevo. Sin ningún hilo rojo imaginario que pudiera
unirnos. O mejor dicho, intentando cortar cualquier tipo de hilo que
quisiera insistir en reencontrarnos.


Ya está, Paula. Ya está, susurré.


FIN!!

---------------------------------------------------------
LO ADMITO YO TAMPOCO QUERIA Q TERMINARAN ASI .. PERO BUEH !! 

El Hilo Rojo Capitulo 12



La tierra prometida


PAULA

Lloré desde La Tangerina hasta el aeropuerto. Una vez arriba del avión
me concentré en mis tareas prácticas. Precisas. Chequear cinturones.

Levantar bandejas. Empujar el carro. Sonreír. Indicar salidas de
emergencia. El mundo de lo concreto era mi único sostén.

Sofía entendió que no era momento de hablar. Ya tendríamos tiempo.
Sus ojos brillaban de curiosidad y me pedían detalles a los gritos. Ningún
detalle que yo pudiera describir. Ningún relato, por más minucioso que
fuera, iba a estar a la altura de esa última noche en el desierto.

Llegamos a Buenos Aires. Un charter nos llevó del aeropuerto a casa,
no pronuncié ni una sola palabra en el viaje. No me alcanzaba todo el aire
de alrededor para oxigenarme. Respiré queriendo llenarme y vaciarme a
la vez. Necesitaba limpiar todo vestigio. Algo se me quedaba atrapado en
el pecho. Sentí taquicardia. Respiré como pude y recordé el viento
patagónico de la infancia. Ese aire que te ahogaba. Te asfixiaba por su
exceso.

Llegamos a la garita de seguridad de mi barrio y el corazón me
estallaba. El trayecto hasta la puerta de casa fue agonizante. Sofía me tomó
fuerte de la mano. El temblor la contagió. La puerta de la trafic se abrió y
vi el triciclo rojo de Bauti en el deck de la entrada. Las rodillas se me
aflojaron. Bajé lo más rápido que pude.

—¿Me llamás cualquier cosa?

El chofer cerró la puerta corrediza antes de que yo pudiera responderle
a mi amiga. Cuando giré vi a Bruno con Bauti en brazos. Mi hijo estiraba
sus manitos, feliz, sonriente.
Corrí a ellos. Tomé a mi hijo fuerte entre mis brazos y lo apreté,
suplicando que me salvara.
—¡Cómo te extrañé! ¡Ya está! ¡Ya volvió mamá!

Lo apreté bien fuerte y me quebré. Alcé la vista y vi cómo Bruno me
sonreía mientras nos abrazaba a los dos. Le di un beso sincero, pero
breve.

—Bienvenida.

—¿Me extrañaron?

—Más de lo soportable. Creo que no hubiéramos resistido un día más,
¿no, Bauti?

Los abracé a los dos agradeciendo que existieran. Y entramos a casa. De
a poco mi cuerpo volvía a ponerse en su lugar. La respiración comenzaba
a fluir. Volver a casa tenía algo de enloquecedor. Tan enloquecedor como
lo cotidiano en la vida de una azafata.

Una podía sentir que nunca se había ido, que todo lo que había ocurrido
en ese otro lugar no era más que un sueño, ¿cómo se podía pasar tan
rápido de un escenario a otro? ¿O era eso lo que tanto extrañaba de mi
vida de viajera? Eso era lo más adictivo, atrapante. Vivir varias vidas en
una misma semana.

Bruno miró a Bauti con complicidad. Tenían una sorpresa para mí.
Pensé que quizás me habían cocinado una chocotorta. Mi postre favorito.
Me entregué al juego. Bruno me pidió que cerrara los ojos. Bauti me tomó
de la mano. Y así, entre los dos, me guiaron hasta llegar a nuestra
habitación.

—¡Ahora sí! Podés abrir.

Abrí los ojos y pude ver un estuche sobre mi almohada. Era un corazón
de terciopelo rojo. Los miré a ambos. Bauti me sonreía por detrás de su
chupete y me tiraba de la mano, ansioso por que lo abriera.

—Dios mío, ¿qué es?

Sonreí intentando parecer intrigada. Lo cierto era que me moría de
miedo. Me senté en la cama. Mi corazón estaba más rojo que el estuche. Ya
no sabía ni cómo latir el pobre. Abrí el estuche y ahí estaban ellos, los
anillos, dos.

Sí, un par de alianzas modernas, de diseño. Eran de oro blanco, o de
acero, chatas, pero eran alianzas.

—¡Leé la tarjeta!

Me sudaban las manos. Un frío me recorría los brazos. Como si se me
aflojaran los codos.

¿Te querés casar con nosotros? B y B.

Bruno y Bauti me miraron con más amor del que una persona pudiera
tolerar. Bruno sonreía emocionado. Con sus ojos vidriosos, húmedos y su
sonrisa franca, ¿y yo? ¿Podía ser más ingrata? ¿Podía atentar tanto contra
nuestra propia felicidad? Me quebré en un llanto desconsolado.

Los abracé a los dos y comencé a besarlos con desesperación. Quería
borrar todo lo que me había sucedido. Mi vida estaba en manos de ellos
dos. Mi mundo. Mi corazón. Mi todo. Ellos eran mi todo. No existía amor

más verdadero. Los tres. Nosotros tres.

El Hilo Rojo Capítulo 11



El desierto


PAULA

Me entregué a lo que Pedro había planeado para sorprenderme.
Llegamos en una camionetita hasta donde nos esperaba un hombre con
camellos. De ahí seguimos, acompañados por un guía. Avanzamos
montando a camello. Estábamos en medio del desierto. O en medio de la
nada. O en medio de una película. Todo era tan raro, tan distinto. Lo
diferente ayudaba a despegarnos de la realidad. Estábamos viajando por
una especie de vida pasada.

Anduvimos hasta llegar a una carpa blanca. Ahí nos esperaba un
beduino muy concentrado, cocinando. Su fuego iluminaba el espacio.
Había velas. Muchas velas, almohadones, mantas... ¡Y músicos! Pensé que
era un restaurante perdido en el desierto, pero no. Era una celebración
contratada especialmente por Pedro , sólo para nosotros dos.

—El servicio incluye pernocte.

—Mi avión sale temprano.

—Todo calculado.

Me quedé sin palabras. El desierto infinito, y nosotros ahí. La música,
los aromas que rodeaban al chef. Los colores. Lamenté haber usado la
palabra magia para describir otros momentos. Ningún momento, ningún
lugar, ninguna noche, antes, había sido mágica.

El sonido de una botella descorchándose me hizo volver la vista a
Pedro . Me sonrió llenando una copa con Impuro. Ni sé de dónde lo había
sacado. Había pensado en todo, no podía faltar su propio vino. Me sirvió y
brindamos.

Lo miré de otra manera. Estaba preocupada. Estábamos atravesando un
límite. Ya no era una cuestión de atracción física. Algo, en nuestras
profundidades, empezaba a desear que esa noche no terminara nunca.

Tomé la primera copa de un solo trago y Pedro  lanzó una risa fuerte.
—Es el desierto. Me da sed.

Me vi ahí con ese vestido puesto. No quería información urbana. Mi
atuendo me descolocaba. Me hacía viajar a otra dimensión. A una
dimensión que permanecía intacta, pero en una línea paralela. Líneas que
no debían cruzarse en ese instante.

Tomé algunos trapos anaranjados que decoraban la carpa. La Haima, así
se llamaban esas tiendas en pleno desierto. Me diseñé un vestido con nudos
y drapeados. Pedro  me miró fascinado. Lo invité a camuflarse conmigo y
le armé un pantalón rodeando sus caderas con un pañuelo que anudé en su
cintura.

La música y el vino empezaron a relacionarse de una manera perfecta.
El sonido de la percusión agudizaba los efectos del alcohol y me hacían
vibrar. Empecé a moverme. Por dentro y por fuera. La vibración crecía y
me hacía danzar.

Los músicos eran dos. Uno tocaba una guitarra y el otro un instrumento
de percusión. Comencé a seguir el golpeteo de la percusión con mis
caderas y la melodía de la guitarra con mis manos. Como disociada.
Como dos partes de lo mismo. Así era yo, era una y la otra. Mi ser
encontraba la certeza en el punto más íntimo de mi contradicción.

—En otra vida quizás fuiste Cleopatra.

—Todas fueron Cleopatra. Yo sólo fui a tres clases de danza árabe. Me
arrastró Sofía. No era lo mío pero algo me acuerdo.

—La memoria del cuerpo.

Bailé unos segundos más. Esa última frase de Pedro  quedó resonando
en mi cabeza. Paré para tomar un trago más de vino.

—La memoria del cuerpo.

Repetí sus palabras y me quedé viéndolo. El vino me acababa de activar
un déjà vu. Mi cabeza parecía un librito de esos diseñados para pasar las
hojas muy rápido y formar una secuencia con movimiento. Me veía a mí y
a él en un millón de fotitos tomadas en Nueva York. Después en Buenos
Aires. Cada uno siguiendo con su vida. Y después en ese avión. Y en
Tánger. Y quería preguntarle tantas cosas, ¿y si realmente el puto hilo rojo
existía?

—Te propongo algo. No nos quedemos con ganas de nada.

Pedro  lo dijo adivinando mi mar de dudas en medio de ese desierto
musical.

—¿Por qué nunca me buscaste?
Mi pregunta fue una flecha que se clavó en medio de los dos. Y nos
quedamos mudos. Su desconcierto me angustió, pero tenía que seguir.
Acababa de dar el primer paso en una barranca resbaladiza. No era
momento de detenerme. Tenía que seguir. Hasta el final. Sin estrategias,
sin orgullos.

—¿Vos de verdad pensaste que lo que pasó era algo habitual para mí?
—Mi garganta se estranguló—. ¿Que suelo tener sexo en baños con
pasajeros que ni siquiera conozco?

—¿Esperabas que te buscara? ¿Lo pensaste? ¿Tuviste ganas de volver a
verme?

Mi silencio respondió todas sus preguntas. Me sentí estúpida. Una ilusa.
No soportaba mostrarme frágil, vulnerable. Y con un solo silencio estaba
exhibiendo, ante sus ojos, un corazón roto que nunca había parado de
sangrar.

—Era chica. Supongo que me dejé atrapar por la historia.

—Nunca te pregunté la edad.

—En ese momento tenía veintiocho. Según Sofía estaba en pleno
tránsito de Saturno. Parece que es fuerte eso. Que te cambia la vida o algo
así, ¿vos?

—Cinco años más. Así que ahora tenés la edad que tenía yo en ese
momento, ¿treinta y tres?

—Sos bueno para los números.

Esa pregunta frívola y estereotipada me había ayudado a rearmarme un
poco. Me puse fría, distante. Tomé más vino esquivando su mirada. Él me
tomó la cara con sus dos manos, me dio un beso suave y me miró a los
ojos. Como queriendo que le viera el alma.

—No te imaginás las veces que fantaseé con buscarte.

Su confesión cayó sobre mí como un yunque pesado, de esos que
aparecían de pronto en todos los dibujitos animados de mi infancia. La
palabra “fantaseé” me dejaba absolutamente fuera de juego.

—¿Te acordás la frazadita del avión?

—¿La que te robaste?

—La guardé. La tengo doblada en un estante de mi oficina.

Pedro  me estaba vendiendo que nuestro encuentro había sido
importante. Que había dejado huellas. Que hasta había atesorado la famosa
mantita. ¡Y POR QU É CARAJO NO ME BU SCASTE!, grité para mis adentros. Cobarde e indignada por su cobardía y su pelotudez. Espantada por el gesto imbécil de
guardarse una mantita de avión para recordar una cogida inconclusa.

Ahogué todos mis pensamientos en forma de aullidos internos. Trate de
sostener una conversación medida, tibia y social.

—¿Le contaste a alguien lo que pasó?

—A Tincho, mi primo. Me decía que parecía un bebé guardando la
mantita.

—¿Tuviste bebés?

Era hora de encender la lámpara de la verdad. Mi pregunta fue como un
tubo fluorescente que se prendía en medio de las velas del desierto y nos
encontraba in fraganti. Se quedó mudo, preferí alivianarlo y compartir el
peso.

—Yo también.

Me alivió que supiera que era madre. Eso era yo. Madre. Mujer y madre.
No era lo mismo que sólo mujer.

—Supongo que no me animé a hacer nada...

—A buscarme.

—Sí. A buscarte. Porque creí que todo era una fantasía hermosa. Y que
lo mejor era dejarla así...

—Somos increíbles.

—¿Nosotros?

—Todos. Las personas... “Nos separamos para mantener viva la
fantasía de estar juntos”. ¡Brillante! ¿No sería más fácil juntarse?

—Pensé que lo que había pasado era un poco irreal.

—Incluyendo el atentado.

—Igual me encantaba recordarlo. Revivirlo. Pensarlo... Pensarte.

—¿Estabas solo? En ese momento, ¿estabas solo o...?

Levantó rápido las cejas y quiso manotear alguna excusa, pero ya no
importaba. No me podía mentir. Tampoco lo podía aceptar. Ahí entendí
todo. Fui la aventura de un tipo comprometido. Eso explicaba su
desaparición. Su cobardía.
El chef nos interrumpió con su degustación de manjares recién
preparados. Era una especie de Francis Mallmann moro. Un Francis más
bronceado, más silencioso, más rellenito. El blanco de sus ojos brillaba en
la noche.

Cenamos en silencio, disfrutando de la música. Intenté no imaginar lo
que él estaría pensando en ese momento. Me concentré en la comida. En el
vino.

—Claramente en esta copa está tu futuro.

—Creo que este viaje me sirvió para confirmarlo.

—¿Confirmar que tu vino es la perdición para cualquier abstemio?

—Confirmar que tengo que pegar un salto. Arriesgar.

—Suena bien.

—Siempre fui más de dejarme llevar. La bodega es una bendición por
un lado...

—... y una cárcel por otro.

—Exacto. Cada tanto está bueno verle la cara al abismo.

—Fui muy adicta al abismo, siempre.

—Sos azafata. Te gustan los despegues.

—La primera vez que me subí a un avión era chiquita. Sentí ese agujero
que se te hace en la panza, que te da risa.

—Vértigo.

—Vacío me dijo mi mamá que se llamaba. Me encantó. Quiero sentirlo
de nuevo, pensé.

—¿Alguna vez pensaste en cuáles son las cinco cosas que te hacen feliz?

—Creo que no.

Nos quedamos callados. Pensé en los abrazos de Bauti. Pensé en la
sensación que tengo cada vez que un avión despega. Pensé en el sexo, en el
poder que recupero con cada orgasmo. Pensé en dormir cucharita con
Bruno. Pensé en la comida y el buen vino. Pensé en las culturas diferentes,
los viajes.

Brindamos, seguramente él había pensado más o menos en las mismas
cosas que yo. Hijos, amor, sexo, viajes, comida, bebida, ¿qué más
podíamos necesitar? Nuestro Francis comenzó a guardar su cocina
ambulante y alistó su camello.

—Voy a despedir a nuestro chef.

—Decile que acaba de entrar en la lista de mi felicidad.

Junto a Francis se fue la música. Ahora sí éramos sólo él y yo en medio
de la inmensidad. Las estrellas brillaban como guirnaldas de lamparitas
colgadas especialmente para nosotros. Nos acostamos juntos y fugamos
nuestras mentes hacia las estrellas. El silencio era provocador. La noche.
La arena. Estábamos solos en medio de la nada. No existía nada más en el
mundo. En ninguno de nuestros mundos.

—No nos puede volver a pasar.

—¿Qué cosa?

—No vernos más.

Lo miré con precaución. Cualquier cosa que pudiéramos decidir esa
noche, me daba terror.

—Esto ya no es una fantasía.

—En cierto punto, sí.

—Vivimos en la misma ciudad.

Los dos supimos que la decisión de mantener esa relación sólo
dependía de nosotros. Pedro  me miró esperando una respuesta, una señal.
Respiré hondo, me tiré hacia atrás y abrí grandes mis brazos. Quería
abrazar ese cielo oscuro pero lleno de destellos. Así era mi vida. Respiré
profundo y me liberé dando un respingo de descarga. Solté el nudo del
pañuelo que me había puesto de top y quedé desnuda. Desnuda en el medio
de la nada. Me subí sobre Pedro  de un salto. Había decidido una sola cosa:
disfrutar de esa noche sin pensar en nada más. Sin hablar.

Empezamos a hacer el amor, suave, conectados. Tiernos. Con ritmo. Lo
cabalgué como en cámara lenta. Quería sentirlo en detalle. Sentía cada
dedo de él recorriendo mi cuerpo. Entramos en un trance profundo.

Ninguno quería acabar. Ninguno quería que esa noche acabase. Contuve
cada orgasmo. Los sostuve como guardándolos.

De pronto el mundo giraba alrededor nuestro. Las estrellas empezaban
a irse. De a una. El sol asomaba agazapado, espiándonos. El cielo se
iluminó por completo y nosotros seguíamos ahí, haciendo el amor.

Liberamos todos los orgasmos posibles en un solo gemido desgarrador.
Me desvanecí sobre su pecho. Respiramos profundo. Pedro  seguía
dentro de mí. Ya no nos cogíamos. Eso sí que era más peligroso.

Habíamos estado toda la noche haciendo el amor. Sin parar. Sin dormir.
Sin despegarnos. Despidiéndonos o fundiéndonos, el uno en el otro, para
siempre.

Cuando el guía beduino apareció ya estábamos con nuestras ropas
occidentales listos para volver a la vida real. A partir de ese momento todo
fue bastante práctico y urgente.

Me daba terror demorarme, retrasar a la tripulación. Quizás exageré.
Todos mis conductos se cerraron. Me puse fría, pragmática. El estrés se
apoderó de mí. Por suerte. A veces el estrés es una buena manera de
escapar. De soltar. Sirve para saturarse, para hartarse de una situación y
empujarte a dar un salto violento.

Así volvimos a Tánger, de un salto violento. Mi apuro sirvió para no
mencionar nada sobre nuestros futuros cercanos. La camionetita nos dejó
en la plaza central de Tánger y corrimos hacia La Tangerina, mi hotel.

Entré sola y desesperada. Pedro  venía unos metros más atrás. En el
lobby estaba Sofía junto a todos nuestros compañeros de tripulación.
Estaban nerviosos, alterados.
Tenía que deshacerme rápidamente de Pedro . No podía permitir que lo
vieran. La despedida fue casi tan urgente como aquella en el baño de
Nueva York. Con la diferencia que esta vez Pedro  intentó besarme en la
boca. Le corrí la cara.

—Perdón. No me di cuenta.

—No pasa nada. Me tengo que ir.

Fui hacia Sofía, tomé mi maleta y cuando giré, él seguía ahí. Estaba en
el mostrador anotando algo. Volvió con un bollo de papel apretado en la
palma de su mano, me lo dio con disimulo.

—No te voy a llamar. No quiero tu teléfono.

—No es mi número.

Guardé el papelito y me fui. Los demás ya estaban en la camioneta que
nos llevaría al aeropuerto.

Sofía se me sentó al lado, silenciosa. Me agarró de la mano. No la miré.
Busqué el tatuaje de la muñeca, ahí estaba, confirmando que había
cumplido con mi promesa, que me había dejado llevar por el Deseo. Fue
ahí que me di cuenta de que ya no tenía el cordoncito rojo del centro
cabalístico anudado como pulsera. Habría quedado en el desierto. Esos
cordones, esas cintitas, se gastan. El desierto era un buen lugar donde
quedarse. El verdadero hilo rojo no se gasta, ni se corta, ni se pierde.
Lloré a escondidas hasta llegar al avión. Nadie me vio. Torcí mi cabeza
para que nadie pudiera ver las lágrimas que corrían debajo de las gafas de
sol. Tánger se convirtió de pronto, a través de la ventanilla de esa
camionetita, en un clip borroso. En una película sin terminar. En una
ilusión que ya se había muerto.



PEDRO

Sé que la voy a volver a ver. Esto no puede estar mal. Esto tenía que

pasar, pensé, más seguro que nunca.

El Hilo Rojo Capítulo 10



El día y ¿después?


PAULA

Tercera noche en Tánger. Tercera noche sin dormir. El estado de vigilia
era permanente, constante. La percepción se me había agudizado. Mis
sentidos estaban alterados. Escuchaba el sonido de la ducha de fondo.

Algunas gotas de vapor en el aire brillaban con el sol que se filtraba entre
los tejidos de la cortina. El olor a vino se mezclaba con el olor a sexo
impregnando la habitación. Vi un brillo más allá, en la mesa de luz, como
una aparición iluminada por el día: era su alianza. Más brillante que nunca
la hija de puta. Como si el sol entrara directo a encenderla para que yo
chocara de trompa contra la realidad.

Pedro salió del baño terminando de secarse.

—Ya me voy.

—Desayunemos.

Yo no podía ni moverme. Él fue hasta la puerta, la abrió y alzó una
bandeja de desayuno que esperaba en el suelo. No supe desde cuándo
estaba ahí ni quién la había traído.

Me levanté y agarré un pañuelo bordado que cubría un silloncito
multicolor. Me improvisé un vestido anudando los extremos del pañuelo
por detrás de mi nuca y nos sentamos sobre la alfombra artesanal. La luz
del día nos ponía incómodos pero el ritual del desayuno nos daba una
especie de marco de contención. No hacía falta hablar.

Un hambre voraz me tomó como por asalto. No había registrado el
vacío de mi estómago hasta que me levanté de la cama. Me sonaron las
tripas.

—Parece como si no hubiera comido anoche por el hambre que tengo.

Pedro sirvió el té. La tetera de plata trabajada le daba a todo un toque
ceremonial, sagrado. Una nube de vapor de menta nos abrazó a los dos.

—Voy a extrañar este olor.

—¿Cuándo volvés?

—Mañana.

Nos quedamos en silencio. Él no agregó nada. De pronto pensé que esa
sería nuestra despedida. La idea de no verlo nunca más me aliviaba
bastante pero el corazón se me detuvo de golpe.

—¿Volvemos en el mismo vuelo?

—Me quedan unos días acá.

—Entonces disfrutemos la menta de hoy.

Me hice la superada, la despreocupada, pero me sentí incómoda, falsa,
forzada, tensa. Desayunamos en silencio, pensativos. Sin dudas esa era
nuestra despedida. Sí. Lo era.

Pedro llenó su boca con un gran sorbo de té. Se impregnó de menta, me
miró, me tomó las piernas y se sumergió entre ellas. Cerré los ojos y
respiré profundo. El vapor de menta me embriagaba mientras él se
despedía de mi sexo.

Mi concha jamás se olvidaría de esa lengua. Me chupó con suavidad y
precisión. Recorrió cada pliegue con movimientos envolventes.  Pedro
sabía cómo hacerme sentir rica, irresistible. Y otra vez acabé. Cuando
creía que no quedaban rastros de un orgasmo posible, él había logrado
que mi cuerpo otra vez se abriera y se retorciera y se estremeciera y se
entregara y se dilatara. Tuve un orgasmo suave y fresco. Casi silencioso.
Como un último aliento. Casi un suspiro de menta.

Después de ese orgasmo sentí una profunda necesidad de irme.
Escaparme. No podía quedarme un minuto más. Me daba pánico tener que
hablar de algún tema. Me di una ducha rápida. Pedro se ofreció a
acompañarme. Le dije que no. Lo vi más tenso, activo, concentrado en sus
obligaciones laborales. Eso era mejor para ambos. Era conveniente. Las
obligaciones nos vuelven al rumbo correcto. Nos devuelven verdad.

Llegué a mi hotel. Entré mirando el suelo, con urgencia y mal humor.
No quería cruzarme con mis compañeros de tripulación. No quería
preguntas, ni miradas, ni sospechas.
—¡Pau! ¡Por fin! ¿Me querés matar de un infarto?

Era Sofía desde una mesa de la terraza. Gracias al cielo estaba sola.
Tomaba un té de menta y estrenaba una capelina ridícula, de esas que una
compra cuando está de viaje pero jamás vuelve a usar en su lugar de
procedencia.

—¿Los demás? ¿Alguno preguntó por mí?

—Les dije que te desvelaste y saliste temprano a caminar —me miró
esperando un relato, pero fugué mi mirada hacia el mar—. Ni siquiera me
dijiste en qué hotel se aloja este tipo. No sabía si te había secuestrado,
cambiado por un camello, asesinado.

—¿No será mucho?

—¿Cogieron?

—¡Sofía!

—¿Te sentís bien? ¿Necesitás hablar?

—Necesito ducharme. Cambiarme.

—Parecés recién duchada.

—Necesito ducharme de nuevo.

Sofía me miró esperando alguna pista. Mi cara no reflejaba ni por
asomo el nivel de goce que había experimentado la noche anterior. La dejé
con la intriga y huí hacia la habitación. Necesitaba deshacerme de esa
ropa. Quemar toda evidencia, no dejar rastros.

Volví a bañarme, esta vez más tranquila. No pude evitar llorar. Lloré
como un cocodrilo satisfecho, pero lloré.

Las imágenes de la noche anterior se me clavaban en el medio de la
cabeza. Como hachazos. La piel me ardía. Secuelas del roce, del frote. Una
sutil irritación me recorría todo el cuerpo que latía bajo el vapor de la
ducha. La fricción de su barbilla, su lengua, sus manos me habían dejado
en carne viva.

Salí envuelta en una toalla. Busqué algo que ponerme. Vi toda esa ropa
que Bruno había elegido para mí. Me conecté al skype pero él no aparecía
disponible. Revisé mi celular, no había mensajes. Tenía señal y entonces le
escribí el primer whatsapp de mi estadía: Mi amor, ¿todo bien? Los
extraño.

Me senté en la cama, empapada y desnuda. Necesitaba urgente un
mensaje de respuesta. No podía sacar los ojos de la pantalla del celular. Y
la culpa. Nunca sentí tanta culpa, tanto miedo. Me aterraba pensar que
Bruno pudiera intuir algo. ¡La intuición es femenina, Paula!, me dije.

No nos molestes. Disfrutá. Acá no te extrañamos pero te amamos mucho.

Eran palabras tranquilizadoras pero se me clavaban como una daga en
el centro del pecho, ¿podía sentir tanto alivio y tanto dolor a la vez? La
confianza de Bruno me hacía sentir peor. Qué hija de puta.

Sofía entró al cuarto y me insistió para que saliéramos a pasear. Era
nuestro último día en la posta. Me vestí con esa ropa que mi marido había
metido en mi valija. Todo parecía a propósito, perverso, enroscado. Sobre
la piel que olía todavía al cuerpo de Pedro, me puse el vestido que Bruno
me había regalado para el día de la madre. Era de una tela liviana, tipo
enagua. A Bruno le gustaba adivinar mi silueta debajo de vestidos simples,
suaves. De pocas líneas. El blanco y el azul eran sus colores preferidos
para mí. Podía acordarme perfecto del día que me trajo el vestido de
regalo. Yo había estado llorando. Le había dicho que me sentía un potus.

Que Bauti no me dejaba ni ir al baño. Bauti tenía un año, recién caminaba,
la gente me mandaba saludos por el día de la madre y yo lo único que
quería era agarrar una valija y fugarme a una isla desierta, ¡qué difícil fue
ese primer año! Nadie me había dicho que la maternidad generaba
semejante tsunami emocional. Nadie me contó que la falta de sueño
provocaba una exasperación tan violenta. El llanto de Bauti en medio de la
noche me despertaba instintos asesinos. Me sentí defectuosa. Sentí que no
había nacido para ser mamá. Lloraba de impotencia y me abrazaba a mi
hijo sin dudar del inmenso amor que me albergaba desde el día del parto.

Pero estaba dividida. Me daba fobia sentirme tan indispensable.
Sofía se dio cuenta de que yo estaba perdida en el estampado de mi
vestido, de pie, frente al espejo. Me tiró de la mano y me sacó de ahí,
rescatándome de todos mis pensamientos.

Salimos a la vida. Paseamos por las calles de Tánger para despedirnos
de ese mundo de fantasías. Una parte de mí quería salir corriendo ya
mismo de ese lugar, pero también sabía que, otra porción de mi ser, se
quedaría ahí para siempre.

Sofía respetó mi silencio pero estaba alerta, a la espera de que yo le
diera el pie para comenzar a preguntar.

—¡Es injusto que no me participes! Años te aguanté ilusionada con este
tipo.

—Era distinto en ese momento.

Las extravagancias de Marruecos nos salían al cruce, todo parecía haber
perdido su atractivo. Un encantador de serpientes nos quiso seducir con un
cruel saludo de su culebra. La serpiente parecía más mareada y confundida
que yo.

—¿Cuánto me cobrás por hacer hablar a mi amiga?

—Lo importante ya lo sabés. El resto son detalles. Imaginátelos.

—Mi imaginación puede perjudicarte.

La pitonisa adicta al fucsia me clavó los ojos desde su mesita callejera.
No dejaba de mirarme mientras mezclaba su baraja de tarot con un halo de
misterio y venganza.

—¿La conocés?

—¿Si te sale La Torre es bueno o malo?

—¿Eso te salió a vos? ¿La Torre? ¿O a él le salió?

—¿Qué significa?

—¿Se tiraron el tarot juntos y les salió eso? ¡Se caen todas las
estructuras!

—¿Bueno o malo?

—Si odiás las estructuras, buenísimo. Si querés sostener lo insostenible,
tremendo. ¿Él quiso hacer la consulta? Contame o le pregunto a la señora.

—Calmate, ¿podés ponerte un segundo en mi lugar?

—¡Me encantaría!

—¡Si una torre se te cayera encima a vos, yo no lo festejaría!

—Sé perfectamente lo que sentís, ¡la contradicción absoluta! ¡Sos Tauro
ascendente Escorpio!

—¡Soy madre! ¡Eso soy! Tengo una familia, ¡vos no tenés idea de lo
que significa!

—Claro que no tengo idea. Pero te conozco y lo que te tiene mal no es
haberte acostado con Pasillo 18.

— Pedro se llama.

—Lo que te tiene mal es descubrir cómo te estabas mintiendo.

—Yo a Bruno lo amo. Es el amor de mi vida, ¡no miento!

—No hablo de Bruno, hablo de vos. No te llena de satisfacción ser una
ama de casa joven que logró la familia perfecta, ¡aceptalo!

—Bruno y Bauti son lo mejor que me pasó en la vida.

—¡Pero no te alcanza! ¡Sos infeliz y lo sabés! Ni vos ni yo nacimos para
quedarnos en nuestras casas criando chicos.

—Hay puntos intermedios.

—Aunque te moleste reconocerlo, somos iguales, ¡hola! ¡Somos
azafatas! Nos gustan los cambios de horario, los idiomas, los
encantadores de serpientes, conocer el mundo, no tener rutina, ver para
qué lado gira el agua del inodoro... Y no se trata ni de realidades ni de
circunstancias, ¡se trata de esencia!

Las palabras de Sofía calaron hondo en mí. Me quedé muda. Intenté
articular un argumento. Yo era eso que mi amiga decía. Pero también era
otra persona. Estaba cambiando de piel. Una piel que por momentos me
asfixiaba. Caminé unos pasos más, movilizada. Contuve el llanto. No
estaba dolida ni enojada. Estaba intentando unir mis pedazos. Sofía me
siguió envalentonada.

—Vos nunca aprobaste mi relación con Jorge.

—¿Qué tiene que ver Jorge?

—¡Tiene que ver! ¿Sabés qué hice? No la corté. Preferí ocultártela.
Dejar de compartirla con vos.

Frené de golpe, en shock. Jorge era el mismo Jorge con el que Sofía se
había ido a Punta Cana ese septiembre de 2008. Ese fin de semana que no
voló conmigo a Nueva York. Ese Jorge era el viejo casado por el que
tantas veces discutí con mi amiga intentando que no postergara su vida.

Ese Jorge era un hijo de re mil puta.

—¿Seguís con él?

—¡Sí! Hace diez años que estoy de novia con un casado. ¡Sí! De NOVIA.

—Cómo no me vas a contar que...

—Ahora sos una madre de familia, no me ibas a aprobar algo así.

Leí la ironía en los ojos y en el tono de Sofía. Cierto aire de reproche. Y
me leí a mí. Me vi lejos de mi amiga. Ausente. Sofía era mi hermana.
Compartimos departamento, hambre, banquetes, desengaños. Y de repente
ella había dejado de confiar en mí. Me había ocultado algo tan importante
todo ese tiempo.

La garganta se me cerró. No me pude defender, ni imponer. Empecé a
llorar como una nena. Una nena enojada. El enojo era conmigo. Sin darme
cuenta, enarbolando la bandera de la sagrada familia, había construido una
muralla de principios morales que me separaron de mi mejor amiga. Me
sentí una mediocre, una hipócrita. Me sentí muy parecida a Sonia, mi
hermana mayor.

Sofía me miró con lágrimas en los ojos. Estábamos en pleno acto de
confesión. Sinceras e infelices.

—Reconocelo, Paula. Las dos somos amantes de la adrenalina, lo
prohibido, las sensaciones fuertes. Está en nuestra naturaleza, ¡en contra de
eso no se puede ir!

Me quebré peor y me senté en el cordón de una vereda. Sofía se sentó al
lado. Lloramos, en silencio pero juntas, como tantas otras veces. Como
adolescentes.

—¿Conocés la parábola del escorpión y la tortuga?

Yo sacudí la cabeza diciendo que sí, sabía lo que mi amiga me estaba
queriendo decir.

—Aunque no te guste, aunque no quieras, Bruno es tu tortuga.

Miré al cielo suplicando un milagro. Ya era tarde. Aunque Pedro no
volviera a cruzarse en mi camino, lo que aparecía, desde lo más profundo
de mi ser, era un grito de auxilio. Un grito que no podía dejar de escuchar.



PEDRO

No podía hablar con Laura desde mi habitación. Bajé al bar del hotel.
Necesitaba otro fondo. La habitación revuelta destilaba sexo por donde se
la mirara. Mis ojos estaban rojizos. Sabía que Laura me iba a ver pálido,
demacrado, ojeroso. Intenté no hablar de mí. No dar pie a ningún tema de
conversación que tuviera que ver con mi presente marroquí.

—Anita se despertó a la madrugada llamándote. El Edipo que va a tener
esta chiquita.

Sí. Esa era mi esposa diciéndome que mi hija se había despertado con
pesadillas mientras su padre cogía como un salvaje y le hacía el orto a una
azafata, en su hotel de Tánger.

—Por suerte tiene una analista en casa para que se lo detecte a tiempo.

—¿Qué comiste?

—Nada. Arroz. La primera noche comí unos caracoles en la calle y no
me cayeron bien.
—Estás pálido. Ojeroso.
—Debe ser eso, ¿vos? ¿Seguís con tu paciente crónica?

Laura me miró extrañada. Su ceja se arqueó y mi corazón bombeó más
fuerte. Sentí que se me abrían los orificios de la nariz. Laura era una
experta en lenguaje corporal, ¿por qué mierda activé la cámara?, pensé.

—¿Desde cuándo me preguntás por mis pacientes?

—No sé. Debe ser el aburrimiento, o el mal humor. Estoy podrido de
viajar.

—Paciencia, ya falta poco. Patricia, mi paciente, es un caso de manual:
un marido con la crisis de la mediana edad y una mujer que se lamenta por
no haber sido ella la primera en engañar.

—¿Crisis de la mediana edad?

—Ya te va a tocar. Te comprás zapatillas para correr, vas a tu primer
chequeo de próstata, ¡y te acostás con una pendeja!

Los dos reímos. No sé de qué, pero reímos. No eran muchas las veces
que Laura y yo nos reíamos juntos. De lo mismo. Algo de su practicidad al
hablar de cuernos me calmó. Claramente lo que me estaba pasando no era
ni más ni menos que lo que le pasa a cualquier casado.

Todos necesitamos salir de excursión cada tanto. Probarnos. Cualquier
casado necesita entrar en el cuerpo de una mujer distinta.

Nos interrumpió el sonido del teléfono fijo de casa. Buena oportunidad
para terminar la llamada, pero no. Laura me hizo un gesto con su mano
para que esperara mientras atendía desde el inalámbrico.

—Hola.

Al escuchar la voz del otro lado abrió grandes los ojos. Respondió con
un entusiasmo poco habitual.

—La esposa habla. Lo tengo justo en la otra línea. Perfecto. Vuelve la
semana que viene y pasa por la inmobiliaria.

Cortó y estalló en un gritito de festejo. Un estallido contenido,
controlado, casi un fallido.

—¡Aceptaron la oferta! ¡Nos mudamos!

Quedé congelado en una mueca precisa, forzada. Dibujé una sonrisa y
sentí que un frío me corría por la espalda. La vida seguía. Los efectos de
mis acciones seguían allá, en Buenos Aires. Donde la realidad sobrevivía
sin mí. Era una buena noticia. Era una gran noticia. Ver el resultado de mi
acción, de mi decisión, me ponía contento. Aunque debía aceptar que
solito me estaba adentrando en un callejón sin salida. Me estaba
encargando de cerrar cualquier posible vía de escape.

—Genial.

Mi teléfono sonó. Era un asistente del príncipe de la hotelería marroquí.
Le dije a Laura que la llamaba luego. Escapé. El príncipe quería invitarme
a cenar y yo no podía decirle que tenía planes. Estaba allí pura y
exclusivamente para venderle todo lo que pudiese, y más. Recordé mi
aspecto demacrado y continué el relato que había improvisado con mi
mujer. Quizás esto de mentir fuera un vicio sin retorno. El asistente aceptó
mis excusas. Volví a escapar.

Me quedaban varios días en la ciudad. Incluso una suerte de agasajo
organizado por la cámara de comercio de Tánger. Una noche sin negocios
no iban a afectar mi ya provechosa estadía.

Era la última noche de Paula y no podía permitirme que se fuera sin
despedida. Organicé una cena especial. Contraté los servicios. Me sentí
feliz tramando la estrategia para sorprender a una mujer. Y eso me gustó.
El cortejo. Volver a cortejar a alguien.

La esperé en la puerta de su hotel. Nervioso. No podía fallar. Si Paula se
demoraba, mi plan perfecto iba a caer en un derrotero imposible de
reflotar. Miré la hora. Estábamos al límite, y ahí llegó ella. Con su amiga.

No me importó que su amiga me viera, era lógico que sabía todo. ¡Qué
lindo tener una amiga para contarle cómo cogiste la noche anterior!
Todavía me dolía el corte de rostro que me había dedicado mi querido
primo.

—Voy a acostarme un rato —dijo su amiga y desapareció, entrenada en
las artes de la complicidad.

—Hola.

—Hola.

—No te ibas a ir sin despedirnos, ¿no?

—No sé.

—¿Me prestás tu última noche? Te devuelvo temprano.

—Creo que lo mejor...

—No podés irte de Marruecos sin conocer el desierto. Es mi obligación
como guía.

Me miró apagada. Confusa. La tomé de la mano y me la llevé de prepo.
Arrebatándole su última noche en Tánger.

—¡No pienses! ¡Vamos!

Pude leer su agradecimiento en los ojos. Su alma me pedía que
decidiera por ella y así lo hice. Corrimos hasta una camionetita celeste que
nos esperaba especialmente para llevarnos hacia la aventura.

miércoles, 22 de junio de 2016

El Hilo Rojo Capitulo 9




Impuros


PEDRO

Me bañé, me perfumé. Dejé una botella de Impuro a la vista, junto a dos
copas que pedí para mi habitación. Quería seguir manteniendo esa actitud
segura, confiada. Necesitaba sostener esa omnipotencia. Se aconseja una
dosis de prepotencia cada tanto.

Mi vida había sido sobre todo cobarde. Ordenada. Prolija. En el fondo
de mi envidiada estabilidad se escondía un chico con miedo al cambio. A
los ajustes. La adrenalina no era un clásico en mi familia. “Quien de joven
se come la sardina, de viejo caga la espina”, decía mi abuela vasca,
laburante, sufrida.

Tincho tenía razón con la teoría del malbec. Nada puede ser tan puro,
tan perfecto, tan firme. Un poco de cagazo a veces ayuda.

Bajé al restaurante, elegí la mejor mesa. La más retirada, íntima. Pedí
una degustación de chutneys, chapatis. Unos higos. Frutos secos. Arroz,
por supuesto. Pedí la comida como ejercicio de confianza. Necesitaba
avanzar seguro. Paula tenía que venir. Podía fallar, pero necesité probarme
sosteniendo una certeza. Transformar la incertidumbre en certeza era todo
un desafío para mi estructura mental. ¡Y pensar que puteé al gerente y lo
maldije por haberme empernado con este viaje!, pensé. Debería llevarle un
regalo a Alex. Una botella de Impuro aunque sea.

Para un tipo como yo, cambiar de planes a último momento era letal. En
mi Creamfields de los 40 eso iba a cambiar. Estaba seguro. Me faltaban
dos años para cumplir cuarenta pero ya podía sentir un cambio.

Me quité la alianza. Preferí darme el permiso de olvidar a Laura por un
momento. Me propuse volver el tiempo atrás. Estaba ansioso. Llegó el
pedido y una pequeña duda comenzó a asomar. Me imaginé comiendo
todo yo solo. O pidiéndole a los camareros que me lo guardasen para el
otro día. ¡Basta, Pedro! ¡No alimentes el pensamiento del fracaso!, me dije.

Corté la maquinaria mental, y ahí estaba ella. Enfundada en un vestido
rojo. Rojo sangre. Me sentía un pendejo.

—Viniste.

—¿Está mal? Me vuelvo.

Avanzó y le vi las piernas brillantes. El vestido era más corto que el de
la noche anterior. Se había encremado. Se la veía lubricada, resbaladiza,
peligrosa. Miró la comida. Era un buen banquete. Hasta sospechoso.

—¿Esperabas a alguien?

—Sí, a mi iniciada.

—¿Tan seguro estabas de que iba a venir?

—No podía arriesgarme a no esperarte. Ya aprobaste manjares
callejeros. Hoy te toca cocina gourmet.

—Me encantaría estar tan despreocupada como vos.

—No creas que esto es algo cotidiano para mí.

—¿Habitual?

—Para nada habitual. Creo que es lo más extraordinario que me pasó en
cinco años.

—Nunca más extraordinario que escapar en medio de una alarma de
atentado.

—Retomemos. Volvamos a ese momento.

—¿A Nueva York? No me parece...

—Si esa alarma no hubiera sonado, yo te habría invitado a cenar. Esa

misma noche.
—¿Entonces? ¿Decís que esa cena fue impedida por Bush?

Nos miramos de frente. Más sinceros que la noche anterior. Se acercó a
mi oreja y me susurró, intrigante.

—Porque esa alarma de atentado fue un invento de Bush. Estoy segura.

—¡Por supuesto! Y nosotros, pobres sudamericanos, fuimos sus únicas
víctimas.

—La Casa Blanca tendría que devolvernos lo que nos quitó.

—Nosotros mismos tenemos que ocuparnos de recuperar lo que
perdimos. ¡Por eso te traje acá, el mejor restaurante marroquí de
Manhattan! ¡Vamos a devolvernos esa cena!

Brindamos metiéndonos de cabeza en ese juego. Nos animamos a
disfrutar de la comida. Hicimos de cuenta que esos cinco años no habían
pasado. Que aquella alarma nunca había sonado. Seguramente en esa
realidad paralela yo sí había acabado. Entonces podía relajarme y
disfrutar, aunque sea, hasta la próxima cogida.

Ella cerró los ojos comiendo un higo remojado en chutney picante. La
vi abriéndose, entregándose. Nos vi cómodos, familiares. Esa sensación
era casi un acto terrorista.

—Esto es lo bueno de Nueva York. Entrás a un restaurante y parece que
estuvieras en otro país.
—Me encanta la comida marroquí de Nueva York. Probá este cous cous.

—¿Y cuando vas a Marruecos qué comés?

—Hamburguesas.

No parábamos de reírnos, mirarnos, volver a reírnos. Me acordé de que
eso no me pasaba con las mujeres. Reírme con una mujer. Reírme con mi
mujer. Jugar sin que me importara parecer pelotudo. Paula no me
analizaba. Me invitaba a jugar.

—Esta comida es muy Tánger. Los dueños deben ser de allá.

—No. Los dueños son argentinos. Empezaron con un puesto de
choripanes. Después abrieron un parripollo y cuando se dieron cuenta de
que no hay nada mejor que comer con la mano, ¡se entregaron a las
delicias marroquíes!

Le di de probar un langostino en la boca. Ella me chupó los dedos. Sentí
su lengua en mi piel y la miré profundo. Ella me clavó los ojos mientras
masticaba con gusto.

—¡Lo bien que hicieron! Yo también me habría entregado.

—Estás a tiempo. Entregate.

Paula me miró decidida. Es tan exacto el momento en que los hombres
vemos el signo de aprobación. Es una mirada sostenida pero brillante.
Como un destello. Y después una respiración y una sonrisa medio de
costado. Hay un gesto habilitante. Un solo gesto. Mágico. Un ¡cogemeya!
que si no descifrás a tiempo se puede convertir inmediatamente en un
jamás.

La tomé de la mano y me la llevé. Le cubrí los ojos. La música nos
acompañó durante todo el viaje. Del restaurante había que cruzar un patio
andaluz (en realidad era marroquí el patio pero me hacía bien imaginarme
en Andalucía), y de allí pasar por un living. Cada espacio tenía sus olores,
sus colores.

Paula se dejó llevar. Le divertía el misterio. Avancé llevándola desde
atrás y vi sus pezones erectos. La quería tener desnuda, toda para mí. Ella
sonreía y se apoyaba sobre mí. Yo la abrazaba por detrás. Con un brazo le
rodeaba toda la cintura y con el otro cubría sus ojos. Estábamos pegados y
ella podía sentir lo dura que estaba mi pija. Jugueteaba con eso. Lo
disfrutaba. Se movía frotándola y haciéndola crecer más.

Llegamos a la puerta de la habitación y la abrí de una patada. Nos
desvestimos con torpeza. Sin magia ni romanticismo. Nos arrancábamos
la ropa con bronca. La levanté en brazos y ella se me colgó apretando sus
piernas.

—¡Momento!

Pude entender su lapsus de lucidez y tomé los preservativos que había
dejado en la mesa de luz.

—¡Nunca me imaginé comprando forros en Marruecos!

—Te tenías mucha fe.

—Fe no, ganas. ¿Vos no?

Volvimos a reírnos y la besé con fuerza. Me la comía mientras la
apoyaba contra la pared. Su primer orgasmo fue casi automático. Como el
del baño del aeropuerto. Frené un segundo. Yo no podía acabar tan rápido.

Los varones no nos podemos dar ese lujo. Dejé mi pija adentro de ella y
nos quedamos los dos quietos. Cerré los ojos y me imaginé todos sus
conductos. Podía sentir la suavidad de su piel abrazándome la pija.

Absorbiéndomela. Como si su útero me la estuviese succionando.
Quise metérsela hasta la garganta. La arrojé sobre la cama para
penetrarla con brutalidad. Estábamos los dos furiosos. Fue una cogida
violenta. Una cogida con revancha, con venganza. Con odio por aquel
encuentro inconcluso. Los dos necesitábamos vaciarnos. Exterminar el
deseo. Exprimirnos hasta que no nos quedase una sola gota de semen.

Gritábamos apretando los dientes. Rabiosos. Ella pegó un grito grave, de
dolor. Era como un gemido que le venía desde las entrañas. Y ahí su
segundo orgasmo. Acabó sin dejar de mirarme. Me golpeaba el pecho
mientras acababa. Parecía odiarme y odiarse por gozar tanto. Y al final,
lloró.


PAULA

Me quedé en la cama. En blanco. Pedro fue desnudo hacia una mesita en
la que había dos copas y una botella de vino tinto. Lo miré en silencio.

Dicen que los varones no son bellos cuando se desnudan. No sé quién dijo
eso. A mí me gustaba ver las pieles al descubierto. Miré su espalda. Sus
brazos. Era la primera vez que podía verlo en detalle. Pedro tenía el
cuerpo trabajado en su punto justo. Sutil. Nunca me gustaron los
musculosos.

Ninguno de los dos habló sobre el llanto que le siguió a mi orgasmo.
Pedro había acabado dentro de mí mientras yo lagrimeaba. Por primera
vez lo sentí vaciarse. Intenté no pensar en nada. Me propuse anclarme en
ese instante. Estar presente. Despejé de mi mente toda imagen, todo
pensamiento. Sólo me conecté con mi cuerpo en reposo. Mi cuerpo
descansaba como una fiera luego de saciar su hambre. La calma que
antecede a la tormenta. La siesta que precede al banquete.

Pedro caminó hacia mí. En silencio. Lo miré desde la cama. Le miré los
muslos firmes. Su pija que descansaba despreocupada pero atenta. Sus
abdominales tersos, apenas marcados. Sus pectorales casi no tenían vello,
pero no era femenino. Eran pectorales fuertes, como sus brazos. Sus
manos eran fibrosas. Me sentía sostenida y dominada por ese cuerpo.

Llegué a los ojos. Me sonrió ofreciéndome una copa. Bebí sin dejar de
mirarlo.

Había algo animal en nosotros. Algo profundamente natural, primitivo.
Él me miraba mientras yo degustaba el vino. Mi cuerpo vaciado,
permeable, se dejó impregnar por esos taninos.

—¿Qué palabra se te viene a la mente?

—Éxtasis.

—Impuro se llama. Es un sueño que tenemos con mi primo enólogo.

—No parece un sueño. En mi boca lo siento bastante real.

—Nos gustaría abrirnos de la bodega y lanzarnos con este vino.
 Nuestro propio vino.

—No entiendo qué esperan. Es adictivo. Impuro. Bien pensado,
¿malbec?

Pedro miró su copa, hizo girar el vino adentro. Experto. Y bebió ritual.
Parecía un vampiro sediento disfrutando de la sangre más rica.

—Tiene un toque de cabernet. Por eso su impureza. El placer, o el
éxtasis, nunca puede ser perfecto.

Asentí cómplice. Ese momento era tan imperfecto y fascinante como su
vino. Su pija creció de golpe. La vi engrosarse y apuntarme, amenazante.

Dejó su copa ya vacía y se abalanzó para quitarme la mía. Encendido
por aquel elixir sangriento. Sus manos fuertes me tomaron de las muñecas
reduciéndome. Necesité oponer mis fuerzas. Resistirme. Sentir su poder.
Me sostuvo más fuerte para penetrarme, dominante.

Una fuerza brutal me capturó, íntegra. Logré girar sobre él y someterlo,
estaba posesa. Me gustaba descubrir mi propio poder. Medir mi fuerza
contra la suya. Pedro se entregó a mi dominio y lo cabalgué vengativa.

Necesitaba que esa misma noche extirpáramos cualquier resto de deseo
que hubiese podido quedar entre nosotros.

Él me tomó de la cintura y ejerció una fuerte presión. Fue subiendo sus
manos por mi torso. Presionándome los lados de la columna. Un poco
más debajo de los omóplatos se detuvo y presionó más fuerte. Sentí un
dolor punzante seguido de una descarga eléctrica que subió desde mi sexo
por la línea de la columna. Nunca alguien me había apretado ese punto.

Nunca antes había sentido ese conducto que unía el sacro con la punta de la
cabeza. Me ericé por completo. Sentí el estremecimiento que me recorría
desde la punta de los pies hasta la nuca. Un cosquilleo rápido que me
invadía y me cortaba la respiración. Y ahí llegó el orgasmo más poderoso
que tuve en mi vida. Como un estallido. Cargado, potente, sagrado,
ancestral.

Grité desarmándome. El cosquilleo creció de golpe, hasta el clímax.
Cerré los ojos y vi colores. Rosado y ámbar. Todo era lisérgico,
enloquecedor. Grité deshaciéndome de esa electricidad. Fue como una
descarga que se fue de golpe y me dejó rendida. Casi en shock. Como si
todas mis pulsiones vitales se hubiesen ido en ese orgasmo. Como si toda
la energía sexual de mi vida hubiese estado ahí, condensada, al acecho,
esperando para explotar en ese momento.

Caí sin fuerzas junto a él. Perdí mi vista en los dibujos que formaban
los mosaicos del techo. Sin dudas estábamos en un lugar extraño,
diferente. Tonalidades, texturas, diseños que conspiraban para potenciar el
colorido infierno en el que nos sentíamos presos. Nos quedamos mudos.

—Esto no puede estar mal.

Lo dijo casi inaudible. Su mirada también se perdía en ese
caleidoscopio que veíamos desde la cama. Lo miré conmovida y me miró.
Más suave, más tierno. Nos miramos y volvimos a ser humanos. Humanos
indefensos y perdidos. Pedro recorrió el contorno de mi rostro, como
dibujándolo con sus dedos. Y siguió por el cuello hasta mi hombro. No sé
si quería dibujarme en detalle o borrarme para siempre.

—Esta línea. Nada me excita más. El camino que lleva desde el mentón
hasta el hombro. Sos perfecta.

—No. Somos imperfectos. Los dos.

Pedro bebió más vino. Lo dejó en su boca para luego dibujar con su
lengua roja esa línea que tanto le gustaba. Me lamió el cuello como
bebiendo de ahí ese malbec impuro. Y siguió. Me giró en la cama y
comenzó a salpicar gotas de vino sobre mi espalda. Me dejé saborear.

Sentí sus dedos húmedos en mi clítoris. Los sentí más húmedos
abriéndome las nalgas y lubricándome. Me puse tensa al sentir su saliva
entre mis glúteos. No estaba dispuesta a una penetración anal. Pero él me
mojó más y más y mi cuerpo cedió ante él. Se abrió. Pedro era mi amo.

Era como esos encantadores de serpientes que había visto en la plaza.
Cerré los ojos dejando que mi cuerpo decidiera por mí.
Sentí el vino que corría por mi cintura. Pedro siguió lamiéndome.
Preparándome. Lubricándome. Se subió arriba dejándome sentir su pija
más erecta que nunca rozando mis piernas. Y entró de una manera
elegante. Lenta pero decidida. Su pija más gruesa que nunca. Me dolió al
principio hasta que la sentí toda adentro y el dolor se convirtió en placer.

Sentí el contacto directo con su piel, sin forro, y no me importó. No
pensé en nada más que ese bombeo que me contraía el abdomen. Un leve
calambre crecía desde la planta de mis pies. Esa electricidad era distinta.

Eran descargas, como golpes que me contraían y relajaban. Apreté mis
dientes y mis párpados. Él lanzó un gemido contenido, brusco. Y sentí el
desborde de su leche tibia. Abundante. Espesa. Que entró en mi cuerpo
arrasándolo.


---------------------------------------------------------------------------------------
solo 4 capitulos mas y termina