Viernes 3 pm
PEDRO
Desperté entre las cajas y canastos de una empresa mudadora.
Faltaban
algunas semanas para la mudanza pero como Laura siempre fue
muy
precavida, había aprovechado mi ausencia para embalar el
ochenta por
ciento de la casa.
Digamos que mi vuelta al hogar todavía no se había
producido. Había
regresado a un departamento desmantelado e incómodo. Los
chicos
estaban inquietos y nerviosos ante tanto movimiento y yo me
sentía
extranjero en mi propia familia.
Laura estaba atendiendo a su paciente desengañada mientras
yo
desayunaba con Ana y Alejo. Me gustaba compartir el desayuno
con ellos,
untar las tostadas. En esas acciones cotidianas sentía que
todo había vuelto
a la normalidad. Miré la hora, eran las nueve de la mañana.
A las diez
quería estar en la oficina, resolver algunas cosas,
responder mails,
mostrarme ocupado y salir tarde a almorzar diciendo que ya
no volvería
hasta el lunes.
No me preocupaba ninguna cuestión logística. No me
preocupaba
Laura. No me preocupaba que no me preocupase mi mujer. Me
sentía
físicamente dividido pero no existía conflicto. Ni interno,
ni externo.
Ansiedad, sí. Ansiedad existía. Ganas de verla también.
Faltaban seis horas que se pasarían en cámara lenta. Pero no
importaba.
Estaba encendido, de buen humor. Despertar sabiendo que
había llegado
ese viernes. Ese día. El día de nuestro encuentro, me
llenaba de ánimo.
Laura entró a la cocina puteando por lo bajo, entre dientes.
Venía del
consultorio. No entendí qué le pasaba ni contra quién
puteaba. Me asusté.
—¿Pasó algo?
—Somos tan obvias las mujeres a veces. “No puedo tirar
veinticinco
años de casada a la basura.”
—¿Eso dijo tu paciente crónica?
—Eso es lo normal. Es lógico. Casi ninguna esposa se separa
por haber
descubierto una infidelidad. Pero lo tremendo es que dejen
terapia. De
manual. Decide seguir, negar, y prefiere no hablar más del
tema, ¡ni con su
analista! Justo cuando más necesita hacer terapia. Anuncian
tormenta, llevá
paraguas.
La miré en silencio. Se sirvió una taza de café. Laura tenía
la capacidad
de hablar de sexo, cuernos, muertes, depresiones y en la
misma frase
meterte un “llevá paraguas”.
Aproveché que ella ya estaba libre de pacientes. Despedí a
los chicos.
Agarré el piloto, y me fui. Sin paraguas.
En la oficina no hice mucho más que mirar esa frazadita que
seguía ahí.
En ese estante. Como sabiéndolo todo. Y pensé en lo loco que
era todo. No
controlamos nada. Te casás, tenés hijos, te comprás la casa
que soñaste
para tu familia, y en un segundo, ¡zaz! A la mierda.
Me sentía seguro, calmo, valiente. Ya había decidido no dar
marcha
atrás. En nada. La mudanza se iba a producir. Mi encuentro
con Paula
también se iba a producir, ¿y después? Que la vida
decidiera. Como había
decidido hasta ahí.
Al mediodía partí hacia la Costanera Sur. Caminé por Puerto
Madero, vi
varias parejas almorzando, y pensé en cuáles de todas ellas
serían
legítimas. De repente, me sentí integrado a una realidad
paralela que antes
me pasaba frente a los ojos sin ser capaz de percibirla.
Imaginé que lo mismo pasaría con las drogas. Tomás merca en
un baño
y a partir de ahí ves que la mayoría de los hombres con los
que compartís
negocios, reuniones, almuerzos, hacen lo mismo. Recordé eso
que
siempre decía Tincho. Él tenía un radar. Se pasaba la vida
mirando los 360
grados que lo rodeaban. Esa es yiro. Esos están en una
primera cita. Mirá
ese levante. Mirá el viejo con la pendeja, se nota que están
de trampa,
decía.
Yo nunca había prestado atención, pero de pronto, me
descubría ahí, a la
luz del día. De ese día nublado. Cubierto. Queriendo develar
los misterios
que el sexo trama cada día en una ciudad tan grande.
Sexo. Aventura. Adrenalina. Son tantas las vidas que uno
puede vivir al
mismo tiempo en una ciudad con tanta gente. Mi teléfono
sonó, era
Tincho, el doctorado en trampas.
—¿Necesitás que te haga la segunda con Laura? Mandame
mensaje si se
te hace tarde.
—Dale, te aviso.
—En serio. Invento lo que sea.
—Tranquilo, no sé qué puede llegar a pasar.
—Te falta mucha imaginación a vos.
—Te llamo.
Tincho seguía culposo por aquel exabrupto telefónico pero ya
me había
aceptado en su logia de piratas expertos y prolijos.
Habíamos salido a
tomar algo la noche anterior. Fue como un bautismo, una
iniciación. Hasta
me había confesado que se estaba cogiendo a mi secretaria el
hijo de puta,
¡con razón entraba y salía de mi oficina como si fuera suya!
—El amor conyugal se alimenta con canitas al aire, primo.
Ese fue su consejo, me dio una palmada en la espalda y
brindamos con
un Johnny Walker platino. Le prometí uno azul si todo salía
bien.
—Estás liberado —me dijo cuando terminé el tercer farol.
Dejé de pensar en la noche anterior y me vi ahí, clandestino,
sigiloso.
Atravesé Puerto Madero y llegué a la glorieta frente al río.
Esa era la
indicación que le había dejado escrita a Paula. No podía
perderse, era la
única glorieta y yo me había encargado de estar ahí una hora
antes para
reservarla.
Me senté, miré al cielo. Estaba denso y cargado, a punto de
explotar en
una tormenta de esas violentas que cada tanto hacen colapsar
a Buenos
Aires.
Volví a pensar en Tincho. Me vi ahí sentado, nervioso,
ansioso,
esperando. Paula no era una canita al aire.
PAULA
Dejé a Bauti en el jardín y partí a la casa de Sofía. Hacía
tiempo que no la
visitaba en su departamento. Ese departamento que durante
tantos años
compartimos. Con el mismo futón en el que había dormido con
mis
novios esporádicos y amantes fluctuantes. La misma mesita de
pino
pintada por mí. Las lámparas de papel. Un dos ambientes
luminoso y sin
pretensiones que ahora me resultaba algo vintage. Los
azulejos celestes
del baño. Los muebles de fórmica de la cocina integrada.
Quedaba en
Beruti y Austria, en pleno Palermo interior. Así le decíamos
nosotras y
continuaba siendo la zona predilecta de jóvenes del interior
que venían a
buscarse un destino a la Capital.
Recordé que los miércoles íbamos a un bar con pool que
quedaba ahí,
en la otra cuadra de casa. Y los jueves era el día del
boliche de unos
misioneros. Los viernes íbamos a uno frente a la facultad de
ingeniería.
Esos eran los puntos de encuentro con otros exiliados.
Sofía y yo nos conocimos en la escuela de vuelo. Ella
también estaba
recién llegada. Había llegado un día antes desde su pueblo
natal, Coronel
Suárez. Vivíamos en residencias para mujeres cuando
decidimos buscar
un departamento para compartir.
La primera vez que vi a Bruno había sido en la puerta de ese
mismo
edificio. Él era el encargado de mostrarnos el departamento.
Era un
sábado de verano. Horrible, agobiante. Sofía siempre dijo
que Bruno se
enamoró de mí en ese mismo momento. De hecho aceptó que no
tuviésemos garantía de Capital. ¿Quién puede aceptarte en
Buenos Aires
una garantía de Cipolletti?, repetía Sofía, sospechando de
su generosidad.
Lo cierto era que habían pasado muchos años, muchas
renovaciones de
contratos, hasta que por fin le acepté una salida a Bruno.
La inmobiliaria
era de su padre y ese departamento había sido de su mamá.
Era una de las
tantas propiedades familiares que Bruno administraba.
Y yo ahí. En el departamento de mi suegra. En mi hogar de
soltera, con
mi amiga y hermana de la vida, decidiendo si ir o no a
encontrarme con
mi amante.
—Yo lo retiro a Bauti. Llamá al jardín y avisá.
—¿Y si Bruno se entera?
—No tiene por qué enterarse. Lo llevo a una plaza y cuando
terminás,
me llamás.
—Se está por largar a llover, ¿qué plaza?
—Lo traigo para acá. Me tomo un remís.
—Le tendría que pedir a él que lo busque.
—¿A qué hora deberías estar en el lugar?
—En dos horas. ¿Qué hago? ¿Voy? ¿Y si él no va?
Sofía vino desde la kitchenette con una bandeja de madera
verde
manzana, también pintada por nosotras.
—¿Qué más puso en el papelito?
—Viernes 3 pm. Costanera Sur. Glorieta. Te espero.
—¡Tiene que ir!
Sofía posó la bandeja con la tetera humeante en la mesita
ratona y el
aroma del té me invadió por completo.
—¡Es de menta! Me traje una bolsita de Tánger, no puedo
parar de
tomarlo.
La menta no olía igual en Buenos Aires. O, por lo menos, no
me
causaba el mismo efecto. Un sudor frío comenzó a recorrer mi
frente.
Sentí las manos heladas. El ambiente se llenó de
luciérnagas. Me desvanecí
pero esta vez no era de placer.
Me estiré hacia atrás en el futón, con los ojos cerrados.
Sofía se puso
como loca, me levantó las piernas y empezó a los gritos.
—¡No te vas a desmayar ahora! ¡Algo dulce!
Ella estaba a dieta y no tenía ningún tipo de harinas ni
azúcares en los
casi cuarenta metros cuadrados del departamento.
—¿Edulcorante sirve?
Le señalé mi cartera. Solía tener alguna golosina para
Bauti. Sofía
revolvió y tomó el sobre de azúcar que yo había guardado en
esa misma
cartera, antes de nuestro viaje a Tánger. Me lo vació
completo en la boca.
Tomé un sorbo de té de menta intentando reponerme. La menta
me
transportaba directamente a todas esas sensaciones que había
vivido en
aquel extraño continente. Mi cuerpo se descompensó luchando
contra mi
mente que intentaba anular cualquier tipo de recuerdo. Mi
cuerpo se
resistía a olvidar. Se desvaneció luchando para revivir
sensaciones.
—¿Estás bien? Es la presión, ¿no?
Ya estaba mejor. Abrí los ojos y traté de sentarme para que
Sofía se
tranquilizara.
—“Hay siempre en el alma humana una pasión por ir a la caza
de algo”
—leyó la frase del sobrecito y sonrió resignada—. ¿Te das
cuenta? ¡Nunca
vamos a tener paz!
—Me voy a casa.
—¡Te acompaño! ¡No podés manejar así!
—No. Necesito estar un segundo sola, escucharme. Pensar.
—¡Pensar no, decidir!
Me paré con cuidado. Estaba débil, movilizada. Sofía me miró
fijo. Ella
y yo sabíamos que mi cuerpo solía ser muy claro conmigo, muy
sincero.
Sofi me dejó ir, pero antes buscó un papelito que tenía
cerca de su
computadora, y me lo dio.
—Por si no llegás. Es el nombre completo de Pedro . Lo busqué
en la
lista. Pasillo 18. Si hoy no vas, podés googlearlo.
Tomé el papel. Por primera vez vi su nombre junto a su
apellido.
Pedro Alfonso Zolezzi. Me reí, sus iniciales parecían una ocurrencia
digna de un
escritor de telenovelas. P.A.Z.
Me fui lo más rápido que pude. Podría haber ido directo a la
cita, pero
dudé. Me senté al volante y arranqué. Sin decidir a dónde
ir. Me dejé llevar
por la intuición y el andar de la camioneta que me llevó
hacia el bajo, ahí
fue cuando me choqué con la encrucijada: ¿Costanera Sur o
General Paz?
Doblé hacia mi casa. Hacia el norte. Mi norte. No quería
mentirme, no
podía hacerlo. Sabía que no era ni el deseo ni la intuición
lo que me estaba
guiando. Era el miedo. Temblaba de miedo mientras veía el
tatuaje en mi
muñeca que me pedía desear. El tatuaje del deseo parecía
borrarse frente a
mi decisión. Obligué al deseo a desaparecer. Fijé la mirada
en el
parabrisas y seguí la ruta que me llevaría a casa.
Un millón de fotos de Pedro
se me pasaron por la cabeza. Un millón de
fotos de mí misma rompiendo todas las promesas que alguna
vez me hice.
Traicionando todos mis juramentos. Bloqueando mis instintos.
Llegué a
mi habitación, me miré al espejo y me di vergüenza. Vi una
adolescente
asustada, reprimida, inexperta. ¿A qué le tenés tanto miedo,
Paula?, me
pregunté. ¿A que Bruno no sea el hombre de tu vida? ¿A
dejarte llevar por
una calentura que arruine la vida que armaste? ¿Y te pensás
quedar con la
duda?
Si Bruno no era el hombre de mi vida, tarde o temprano lo
iba a saber.
Y si Pedro era la
persona que aparecía en mi camino para reconfirmar la
vida que había elegido, o cambiarme el rumbo, no podía
dejarlo plantado.
Esos impulsos eran insoportables. ¿Para qué carajo volví?,
me dije. Yo
tenía la capacidad de cambiar de parecer en un segundo, de
jugar con los
opuestos como si estuviera montada arriba de un sube y baja.
Me cambié de ropa. Estaba lloviendo. Necesitaba sentirme
cómoda.
Nueva. Dejar el miedo atrás. Me puse un vestidido, botas de
goma y un
piloto que había comprado en una oferta justamente en alguno
de esos
viajes a Nueva York.
Me maquillé para ocultar mi cara de pánico. Tomé aire.
Necesitaba
verlo. Necesitaba enfrentar la situación. Bajar a tierra,
tomar las riendas.
En menos de quince minutos estaba lista para salir. Le envié
un mensaje
de texto a Bruno pidiéndole que retirara a Bauti del jardín.
Le dije que
estaba con Sofía y no iba a llegar. OK amor,
respondió sin ningún tipo de
consulta o cuestionamiento.
Ya eran casi las 3 pm. Supuse que si Pedro había acudido a la cita,
estaría dispuesto a esperar. La Panamericana estaba más
fluida que nunca.
Era una buena señal. Tomé Lugones y miré la hora, eran las
15 en punto,
no estaba mal. Me llené de coraje. Me sentí orgullosa.
Me imaginé cogiendo con él en algún telo del centro. Vi esa
imagen y
me sentí peligrosa. Impredecible. Un auto con balizas en
medio de la
avenida detuvo el tránsito. El carril se volvió angosto y
comenzamos a
circular a paso de hombre. No quise estresarme. Respiré
hondo. Ya no
pensé en un telo. Respiré y solté el volante. Los autos
estaban detenidos
por completo. Quizás era lo mejor que pudiera pasarme.
Confié en que
estaba ocurriendo todo, absolutamente todo, lo que tenía que
suceder.
Miré mi celular. Pensé en que quizás estaba bien enviarle un
mensaje a
Pedro . Dudé. No tenía su teléfono. Pero tenía su nombre y
su apellido en
ese papelito que acababa de darme Sofía, y que como buena
amateur había
dejado en el tablero de mi camioneta. Abollé el papel y me
lo guardé en el
bolsillo. Entré a Facebook desde mi teléfono y lo busqué. Mi
corazón
empezó a galopar una vez más. Sabía que estaba abriendo una
puerta hacia
lo desconocido. Hacia el espacio más temido: su vida
privada.
Pedro Alfonso Zolezzi. La portada de su página se desplegó
ante mí
como un pasacalle. Vi su sonrisa enorme. En la foto aparecía
junto a una
nena que soplaba una velita con el número 4 y sostenía a
otro nene, más o
menos de la edad de Bauti, en sus brazos.
Del otro lado aparecía ella, una sonriente mujer que
completaba la foto.
En la información decía con letras claras: Casado con María
Laura
Martínez Alfonso. Un nudo me estranguló el estómago. Los dos
sorbos de
té de menta que había tomado en casa de Sofía se me subieron
hasta la
garganta. Y no pude dejar de mirarlos. En detalle. A los
cuatro. Eran una
familia feliz y hermosa como todas las familias que viven
dentro de
Facebook.
No pude interpretar mi malestar. Que él estuviese casado no
era una
sorpresa. Ni que tuviera hijos. Pero las imágenes perturban,
y mucho.
Ese era él. El hombre que me había hecho gozar como nadie en
un baño
público. En un hotel. En un desierto. Ese era el hombre,
esos eran sus
hijos, y esa era la mujer que dormía con él desde hacía
tiempo.
Todo era un espanto. Oscuro. Sórdido. Imaginé la escena
invertida.
Imaginé mi propia portada de Facebook y mis fotos con Bruno
y Bauti.
Repulsivo, hipócrita, berreta. Aproveché el tapón en el
tránsito y bajé de la
camioneta. Quisé tomar un poco de aire pero fui directo a
vomitar en la
banquina. Como una borracha queriendo expulsar el veneno de
la noche
anterior.
Uno de los policías que organizaba el tránsito vino por mí,
atento. Le
dije que estaba bien. No quería la compasión de nadie. Ni la
atención.
Quería desaparecer. Quería que la lluvia cayera sobre la
foto más patética
de mí misma ¡y me borrara del mapa!
Me subí a la camioneta, di un portazo y retomé mi camino sin
desviar el
rumbo. El limpiaparabrisas barría furioso el agua que caía
sobre el vidrio,
yo deseaba que me barriera por dentro. Todo era tan confuso,
tan desesperante.
Odiaba sentirme fuera de eje y a esa altura ya no sabía ni
por qué
estaba camino a esa puta glorieta en la Costanera Sur.
Llegué al lugar y sin bajarme del vehículo empecé a
buscarlo. Vi la
glorieta y vi a un hombre sentado ahí. Sin paraguas.
Empapado y calmo.
Inmutable como el ojo de una tormenta. Estacioné, bajé, y
sin que me
viera, caminé hasta sentarme en un banquito de cemento.
Mis pies se clavaron en el suelo. Entendí que no tenía que
acercarme.
Distancia, mantené la distancia, me dije.
Lo vi esperando, en paz. Recién ahí supe qué sería lo mejor:
dejarlo así.
En paz.
Mi teléfono sonó y casi grité del terror. Era Sofía.
—¡Amiga! ¿Qué hacés? ¿Dónde estás?
—Acá.
Y lloré. En silencio. Sofía se emocionó del otro lado. Pude
sentir que su
esperanza moría junto a la mía. No pude decirle mi verdad.
—No vino.
—¿Qué? ¡No te puedo creer! Capaz se le complicó.
Las dos hicimos un silencio. Esa era mi amiga. La que sabía
callarse
sólo en esos momentos. La que lloraba mi dolor.
—Todo bien. Mejor.
—Seguro. Sí. Mejor.
Corté y lo miré por última vez. Di media vuelta, y me alejé.
Caminé sola. Dándole la espalda. Le di la espalda a todo lo
que hubiera
podido pasar si nos hubiésemos visto una vez más.
Avancé bajo la lluvia a paso lento. Si Pedro y yo estábamos destinados a
encontrarnos, él hubiera podido alcanzarme. Me hubiese
visto. Quizás
gritaba mi nombre a lo lejos. Quizás llegaba hasta mí y me
tomaba del
hombro. Y me convencía. Y los dos nos convencíamos de algo.
Pero no.
Sólo lluvia y distancia. Una distancia tan sana como
abismal. Nada más.
El abismo de nuevo. Sin ningún hilo rojo imaginario que
pudiera
unirnos. O mejor dicho, intentando cortar cualquier tipo de
hilo que
quisiera insistir en reencontrarnos.
Ya está, Paula. Ya está, susurré.
FIN!!
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LO ADMITO YO TAMPOCO QUERIA Q TERMINARAN ASI .. PERO BUEH !!