Divina

Divina

martes, 30 de junio de 2015

Seducción total Capítulo 11


Paula estaba en la mesa del pequeño comedor cuando él bajo las escaleras después de deshacer el petate. Ella estaba sacando folios de la bolsa que había traído del colegio y los distribuía en montones cuidadosamente ordenados sobre la mesa.
Al oírlo llegar, Paula levantó la vista y le ofreció una sonrisa impersonal.


—Hora de corregir exámenes de matemáticas.

Pedro cruzó la sala de estar hasta donde ella estaba y miró los papeles extendidos delante de ella.


—¿Haces esto con frecuencia?


—Casi todos los días —dijo ella, con una irónica sonrisa—. Los chavales se quejan cuando les mando trabajos, pero en realidad la que debería quejarse soy yo. Cada trabajo que les mando multiplica mi trabajo por veinticuatro, el número de alumnos de la clase —le explicó encogiéndose de hombros mientras se sentaba en la silla—. Y será mucho más interesante a partir de enero. Me voy a matricular en una asignatura de literatura infantil.


—Creía que ya habías terminado la carrera.


—Sí —dijo ella, y sacó un sello con una cara sonriente en él—. Pero para mantener mi certificado de enseñanza necesito continuar haciendo cursos de formación para hacer el doctorado. Cada estado tiene su propia normativa, pero en general el concepto es el mismo. Probablemente tú tendrás que hacer lo mismo para mantener tus conocimientos actualizados, supongo.


—Sí. Sólo que ahora, si me quedo en el ejército, me darán un trabajo de despacho. Y la capacidad para dar a un blanco cincuenta veces seguidas ya no es tan importante.

Paula se mordió el labio cuando se dio cuenta de que le acababa de recordar la necesidad de cambiar de profesión. Sin embargo, continúo mirándolo con expresión preocupada.


—¿Me contarás qué fue lo que pasó?

Los músculos del rostro masculino se tensaron en un esfuerzo para mantener una expresión despreocupada.


—Tengo un trozo de metralla en la pierna. Sólo se podría quitar con una operación muy arriesgada —explicó, e intentó sonreír—. Se lo hago pasar fatal a los de seguridad de los aeropuertos.
Paula no sonrió.


—Me refería a cómo sucedió.

Pedro le dio la espalda y se dirigió hacia el salón, donde había dejado el libro y las gafas de leer.


—Uno de mis compañeros pisó una mina.
Paula se estremeció.


—¿Lo viste?

Pedro asintió. Un duro nudo en la garganta le impidió hablar.


—Lo siento —dijo ella, suavemente.
Él logró asentir con la cabeza una vez más.


—Sí, yo también.


—Tú siempre quisiste ser soldado, ¿verdad? —una fuga sonrisa cruzó el rostro femenino—. Me acuerdo cuando Mel y yo teníamos ocho años, los hermanos Paylen y tú nos reclutasteis para ser el enemigo.

El nudo en la garganta masculina se disolvió a medida que el recuerdo volvía a su mente, y con él el irresistible impulso de reír.


—Sólo que no duró mucho. Hasta que mi padre se enteró de que os estábamos tirando piedras con una catapulta casera —recordó él, sacudiendo la cabeza—.
Siempre tuvo ojos detrás de la cabeza.
Paula frunció el ceño.


—De eso nada. Melanie fue quien se lo dijo.


—Qué chivata —dijo él, en un tono cargado de afecto—. Tenía que haberme dado cuenta. Ella se fue y te dejó allí sola. Tú te pusiste a recoger las piedras y a lanzárnoslas de nuevo. Nunca pensé que una niña tan pequeña como tú pudiera lanzarlas tan fuerte. Ella sonrió.


—Eso me decían las jugadoras de béisbol cuando jugaba en el equipo del instituto — recordó.
Recuerdos de Paula de niña, y de él mismo en aquellos años felices antes de que el mundo reclamara su precio, lo hicieron sonreír.


—Tenemos suerte de tener unos recuerdos tan maravillosos, ¿no crees? Me gustaría volver a tener esa edad.
Para su sorpresa, la sonrisa de Paula se desvaneció.


—A mí no. Por nada del mundo volvería a vivir mi infancia otra vez.
Había un tono lúgubre y sombrío en su voz que Pedro no había escuchado nunca en ella, y que sin duda significaba algo.
Su interés despertó de inmediato.


—Eso me sorprende —dijo él.


—Crecer sin padre no siempre es fácil.

Ahora que lo pensaba, Pedro recordaba algunos comentarios desagradables sobre el nacimiento ilegítimo de las gemelas. Pero...


—Mel y tú siempre me parecíais muy alegres y felices.
El rostro femenino se suavizó, y la línea de la boca se relajó, esbozando una ligera sonrisa.


—Lo éramos —le aseguró ella.
Pedro soltó una risita. Quería hacerle bajar la guardia.


—Y más cuando atormentabas a los pobres chavales del vecindario que se peleaban por ti.


—Me estás confundiendo con mi hermana. Yo nunca he atormentado a nadie. Todos los chicos que yo conocía estaban locos por Melanie.


—No todos —dijo él.
En aquel instante, el ambiente cambió y una fuerte corriente eléctrica pareció crearse entre ellos cuando sus ojos se encontraron.
Pero Paula apartó la vista inmediatamente.


—Tú también —dijo ella, en un tono que quería mantener el desenfado de la situación—. Cuando estábamos en el último año del instituto, ella te persiguió hasta conquistarte, ¿te acuerdas?
Él sonrió.


—Claro que me acuerdo. ¿Me lo vas a reprochar eternamente? Era un adolescente. Y Dios sabe que a esa edad los chicos no pueden hacer nada contra una guapa mujer tan decidida como Melanie.
Paula sonrió, y eso lo sorprendió.


—Era decidida, cierto, y cuando quería algo no cejaba en su empeño. Aquel verano no paró de hablar de ti. Qué ropa ponerse para que te fijaras en ella, dónde colocarse para que la vieras al ir a algún sitio. Una vez le dijiste que el rosa le quedaba muy bien, y pasó los tres meses siguientes comprándoselo todo de color rosa. ¿Tienes idea de lo difícil que es encontrar un tono de rosa que quede bien a una pelirroja? — Paula sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír—. Lo pasó fatal.

Él también lo estaba pasando fatal ahora. ¿Es que no era consciente de lo deseable que era? Con la expresión suave y soñadora, el cuerpo relajado e inclinado ligeramente hacia él, los labios carnosos y tentadores al recordar aquellos momentos felices de la infancia...

Porque eran carnosos y tentadores. Todo su cuerpo se tensó de nuevo al recordar el beso de aquella tarde. Sólo quería hundirse en su dulzura y hacer realidad el sueño que había mantenido sus esperanzas en aquellos aterradores momentos de estar escondido, agazapado en un lugar desconocido, seguro de que iba a ser descubierto en cualquier momento.

Y hacer el amor con ella de verdad, no sólo en su imaginación, como tantas veces había soñado en el hospital del ejército norteamericano en Alemania. La deseó con tanta intensidad que casi se olvidó de la niña que dormía arriba en su cuna.

Y cuando lo recordó, necesitó hasta el último gramo de autocontrol para centrar su atención en lo que decía.


—¿De verdad es una idea tan mala?
El tono tímido de la voz femenina lo sacó de sus pensamientos.


—¿Qué?
Paula lo miraba con cierta curiosidad.


—¿En qué estabas pensando? He dicho que si quieres puedes invitar a tu padre a que venga a pasar unas semanas con nosotros. Seguro que le gustara conocer a Olivia.


—¿Qué? —preguntó él de nuevo.


—He dicho...


—Sé lo que has dicho. Pero es que... la invitación me sorprende. ¿Estás segura de que quieres tener aquí a mi padre tanto tiempo?
Paula sonrió.


—Tu padre siempre me ha caído bien. A menos que se convierta en hombre lobo cuando hay luna llena, o tenga algunos hábitos muy raros que desconozco, por mí sería estupendo.


—O podríamos llevar a Olivia a California y quedarnos en su casa —propuso él—. Mi padre ya no es joven, y nunca ha subido en un avión.
Una fugaz expresión cruzó el rostro femenino, pero fue tan rápida que Pedro no pudo decir si era real o imaginada. ¿Era de pánico? ¿O desesperación?


—Podrías ir a buscarlo y hacer el viaje con él en avión —sugirió ella—. Para que no tenga que hacer el vuelo solo.


—Podría.

Pedro habló despacio, sin dejar de observarla. Los dedos alargados y esbeltos de Paula se retorcían con nerviosismo. ¿Qué demonios la estaba poniendo tan tensa y tan nerviosa?


—¿No quieres venir a casa? ¿Ver nuestro antiguo barrio? Podríamos hacerlo un fin de semana largo, un puente. ¿No podrías?
Paula tenía los dedos prácticamente agarrotados.


—Supongo... supongo que sí. Fue una respuesta tan reticente que Pedro estuvo a punto de dejarlo. Pero sentía curiosidad. Paula parecía no querer volver nunca a California. ¿Por qué no? Se había criado allí; su familia estaba enterrada allí.


—Podemos ir a ver las tumbas de Melanie y de tu madre, y yo te enseñaré dónde está enterrada mi madre.


—De acuerdo —accedió ella, por fin—. Miraré para ver en qué fecha podremos ir.

¿Había accedido de verdad a volver a California con Pedro? Paula sentía ganas de abofetearse. Pedro apenas llevaba dos días en su vida y ya estaba poniendo su mundo patas arriba. Lo mejor sería echarlo de su casa. Y de su vida.

Pero sabía que no podía. Mantener la existencia de Olivia en secreto fue un gran error, prácticamente un delito, y ella se merecía su irritación. Actuar como una vestruz, escondiendo la cabeza en la arena, no era una buena decisión, pero entonces fue mucho más sencillo romper todo tipo de vínculos con su vida anterior.

Si por lo menos se lo hubiera contado a los padres de Pedro cuando supo que estaba embarazada, o incluso después, cuando creyó que él había muerto.
Pero tarde o temprano la gente se habría enterado. Incluso ahora los podía oír.

«Igual que su madre».

«Al menos ella sabe quién es el padre. Su pobre hermana y ella nunca lo supieron».

Oh, sí. Paula sabía bien cómo eran las ciudades pequeñas. Al menos, la ciudad donde ella se había criado. Con un montón de cotillas crueles. No todo el mundo, por supuesto. También había conocido a gente maravillosa, pero había conocido más de los que no querían que sus hijas jugarán con Paula y Melanie.

Como si ser hija ilegítima fuera una enfermedad contagiosa.
Si estaba agradecida por algo, era por el hecho de que el mundo había cambiado mucho desde su infancia. Hoy en día había familias de todo tipo, y los hijos de madres solteras no eran tratados de manera diferente a los niños con dos madres, o al niño que dividía su tiempo entre la casa de su padre y la de su madre.

Paula suspiró mientras miraba el calendario. Tenía dos días libres en octubre, y si pedía un par de días personales, podrían pasar tres o cuatro días en California, con lo que el viaje merecería la pena. No estaba segura de estar preparada para llevar al padre de Pedro una nieta de la que no conocía su existencia, pero sabía que Pedro no aceptaría una negativa.


—¿Seguro que estarás bien? Angie vive a una manzana de aquí, si la necesitas —le dijo Paula por enésima vez el lunes por la mañana.


—Estaremos bien —respondió Pedro. Otra vez—. Llamaré a Angie si necesitamos algo. Y si ocurre algo, te llamaré a ti inmediatamente.


—Está bien. Entonces supongo que nos veremos esta tarde.


—Adiós —Pedro sujetó la puerta de la calle—. No te preocupes.

Paula se detuvo antes de empezar a bajar las escaleras del porche y lo miró por última vez, con una irónica expresión en el rostro.


—Soy madre. Está en la descripción del trabajo.


Después suspiró y se dirigió hacia el coche. Pedro cerró la puerta de la casa tras ella.

Seducción total Capítulo 10


La niña era una polvorilla. Sentado en el suelo del dormitorio de su hija poco después, Pedro escuchaba los progresos del baño de la pequeña y se preguntó cuál de las dos estaría más empapada, Paula o Olivia. Olivia no paraba de hacer ruido, con risas, chillidos y algún que otro grito. Las continuas salpicaduras de agua indicaban que el baño todavía no había terminado.

Momentos después oyó los pasos de Paula en el pasillo y la vio detenerse en la puerta del dormitorio con la niña en brazos.
Olivia iba envuelta en una toalla blanca con capucha y al verlo le dedicó una resplandeciente sonrisa. Paula la dejó junto a el en la moqueta e inmediatamente la niña empezó a sacudir los bracitos, abriendo y cerrando los dedos, y balbuceando cada vez más hasta que Paula buscó un libro y se lo puso en las manos. Olivia soltó un grito de felicidad, tan agudo que Pedro hizo una mueca.

Sí, sin duda era una auténtica polvorilla.


—Hora de ponerte el pijama, señorita —dijo Paula arrodillándose junto a ellos dos con un pijamita rosa—. Toma —dijo a Pedro—. Si quieres ocuparte de ella la semana que viene, más vale que empieces a practicar con los cambios de ropa. A veces me da la sensación de que los fabricantes se sientan a discurrir formas de confundir a los padres. Eh, pequeñaja, ven aquí —dijo a su hija que se había alejado un poco.

Con la destreza propia de una madre la sujetó.


—No, no. Tú no vas a ninguna parte. Es hora de dormir.

Hora de dormir.

Si dos días antes alguien le hubiera dicho a Pedro que dormiría bajo el mismo techo que Paula, le habría dicho que estaba loco.
Hora de dormir. Paula.

¿Cómo iba a poder conciliar el sueño sabiendo que ella estaba en la habitación de al lado?

La niña gritó cuando Paula la dejó delante de él otra vez.


—Venga, hazlo —le dijo, sonriendo.


—Piensas disfrutar del espectáculo, ¿verdad?


—Ya lo creo que sí —exclamó Paula, con una risita—. Yo también tuve que aprender, así que es justo que pases por la misma experiencia.


—Gracias.

Pedro tomó el pijama, que tenía botones en lugares donde ni siquiera se había imaginado que se podían poner. Además, sus manos eran casi el doble de grandes que la prenda. Iba a ser interesante. Aliviado, vio que Paula volvía al vestidor de donde había sacado el pijama y empezaba a guardar la ropa doblada que había en un cesto encima.

Veinte minutos más tarde dejó escapar un suspiro de alivio.


—Creo que ya está.
Paula se arrodilló a su lado para ver, y después lo miró y asintió.


—Bien hecho. Has aprobado la asignatura Vestir a un Bebé, Primera Parte.


—¿Cuál es la segunda?


—La segunda es la de aprender las Leyes de Murphy de la Crianza. Como por ejemplo «un niño no tiene que tener ganas de ir al baño después de abrocharle todas las cremalleras y botones del anorak de cuerpo entero».


—Parece que tú ya las conoces.


—Dar clases me ha enseñado al menos tanto como yo he enseñado a mis alumnos. Lo que me recuerda, mañana no hay colegio. Es sábado —dijo Paula—. A Olivia no le gusta mucho dormir tarde, así que supongo que tendremos que levantarnos sobre las seis o seis y media.


—¡Las seis! ¡Me tomas el pelo! Yo estoy de permiso.
Paula sacudió la cabeza.


—Cuando eres padre eso no existe.


—Yo me levantaré con ella si quieres dormir un poco más.
Paula lo miró como si hubiera hablado en chino.


—¿Lo harías?


—Claro. Debe ser duro estar de guardia las veinticuatro horas de todos los días del año.


—No está tan mal —dijo ella, tensa, como si la hubiera ofendido—. Si quieres puedes levantarte con nosotras —continuó—, pero hasta que conozcas nuestras costumbres matinales, es mejor que yo también me levante contigo.


—Paula —Pedro se levantó y la detuvo poniéndole una mano en el brazo cuando pasó a su lado—. No quiero quitarte nada, ni tampoco quería ofenderte. Sólo quiero aprender todo lo relativo a Olivia.
Ella asintió, aunque no lo miró.


—Siento estar tan susceptible —dijo ella, hundiendo los hombros con un suspiro—. Voy a necesitar un tiempo para adaptarme a esto.

Eso era cierto. Pedro la observó cuando se inclinó para recoger un zapato y un calcetín del suelo. Paula había cambiado la falda y la blusa que había llevado aquel día al colegio por un par de pantalones vaqueros desteñidos y una camiseta, aunque se había metido la camiseta por dentro del pantalón y había añadido un cinturón. Probablemente su versión de ropa vieja para estar por casa.

El cuerpo se marcaba delgado y redondeado bajo los vaqueros. «Contrólate», se dijo Pedro para sus adentros. Tenía cosas mucho más importantes en qué pensar que el sexo, y sin embargo cada vez que miraba a Paula perdía todo pensamiento racional y se convertiría en una gigantesca hormona masculina andante. Olivia dejó escapar un gritito y él volvió bruscamente a la realidad. Paula tomó a la niña en brazos.


—¿Qué te pasa, cielo? —le preguntó—. ¿Quieres que papá te lea un cuento?

La niña no podía haber respondido de ninguna manera, pero Paula señaló a Pedro la mecedora para que se sentara y le puso a Olivia en el regazo. La niña lo aceptó como si lo conociera de toda su corta vida, acomodándose en su regazo y después metiéndose el dedo pulgar en la boca. Pedro le leyó un cuento pero tras unos minutos, la cabecita de la pequeña se apoyó en su pecho y el pulgar cayó de los labios. Pedro se dio cuenta de que se había quedado dormida.

A Pedro se le hizo un nudo en la garganta y tenía una fuerte presión en el pecho; era preciosa. Y casi imposible de creer que aquella hermosa criatura fuera su hija.

Sintió ganas de acurrucaría contra él, pero temió que el movimiento la despertara. Y así se quedó con Olivia en el regazo hasta que Paula asomó la cabeza por el marco de la puerta.


—¿Se ha dormido? —preguntó, en un susurro.

Pedro asintió.
Paula entró y se arrodilló a su lado, tomando a la pequeña en brazos. Al hacerlo, rozó sin querer con el pecho el brazo de Pedro, y la fragancia cálida y femenina le intoxicó instantáneamente. Y provocó su excitación. Pedro quería besarla de nuevo. Qué demonios, quería mucho más que eso. En silencio, la observó levantarse con la niña en brazos. Saber que habían sido los dos quienes habían creado aquella preciosa criatura resulto, aunque pareciera extraño, un nuevo tipo de afrodisíaco. Concibieron a su hija aquel día en la cabaña de caza, un día que no era difícil de recordar, como tampoco la intensa y dulce pasión que los unió entonces en muchos más sentidos que el meramente físico.

Los diminutos brazos de Olivia cayeron a ambos lados y su cabeza se apoyó en el hombro de Paula, mientras ésta la metía en su cuna con cuidado de no despertarla. Paula depositó un beso sobre los rizos pelirrojos, y Pedro tragó saliva, otra emoción más que se unió al torrente de sensaciones que corrían desbordadas por su cuerpo.

¿Cómo era posible pasar de no conocer la existencia de su hija a amarla más que a nada del mundo, y todo en un solo día? No la conocía, y sin embargo la sentía muy cerca. La conocería, se dijo, y en ese momento se dio cuenta de que podía imaginarse perfectamente cómo sería la niña cinco años más tarde, porque también había conocido a su madre con aquella edad.

Paula salió del dormitorio con pasos silenciosos, y lentamente él se puso en pie. Se acercó hasta la cuna y contempló a su hija durante un largo momento.

«Prometo ser el mejor padre que pueda», le juró en silencio.


Después siguió a la madre de su hija. Tenían que hablar sobre los cambios que iba a haber en sus vidas.

Seducción total Capítulo 9



Lo único que estropeó la interpretación fue todo el alcohol que llevaba en el cuerpo. Apenas había dado dos o tres pasos en dirección a la puerta, empezó a tambalearse y hacer eses, chocando contra un grupo de compañeros de clase que la miraban estupefactos.


—¡Quitaos de en medio! —les gritó.

Para entonces, ya había logrado tener las mejillas llenas de lágrimas.
Pedro se volvió hacia Paula.


—Será mejor que vayamos con ella. Ha bebido mucho.


—Sí —Paula asintió—. Menos mal que no tiene coche.


—Ven conmigo —dijo Pedro, tendiéndole la mano.
Paula sacudió la cabeza.


—No. Si me ve se pondrá imposible. Sabes que sólo se calmará si no nos ve juntos.

Pedro asintió y dejó caer la mano al lado, reconociendo la verdad que encerraban las palabras.
Paula se volvió y fue hasta la mesa donde había dejado el bolso.


—Toma —le entregó las llaves del coche—. Llévala a casa. Yo ya encontraré a alguien que me lleve más tarde.
Pedro tomó las llaves. Después le sujetó la mano con su mano libre, y se la llevó un momento a los labios.


—Te llamaré —le prometió.

Paula asintió un nudo en el corazón. ¿Lo diría en serio? ¿Sería aquella noche, aquellos momentos que habían compartido en la pista de baile, el día que había soñado desde que tuvo uso de razón y empezó a notar cómo se le aceleraban los latidos del corazón cada vez que Pedro estaba cerca?
Le respondió con una temblorosa sonrisa.


—Espero tu llamada —dijo, guardando la promesa en el corazón.
En ese momento, oyeron un chirrido de ruedas en el asfalto del aparcamiento.


—¿Qué demonios...?

Pedro echó a correr tan deprisa como se lo permitieron las piernas.
Paula corrió tras él y llegó a la puerta justo a tiempo para ver cómo su coche salía a toda velocidad del aparcamiento y se alejaba calle abajo. Inmediatamente supo qué había ocurrido. Melanie sabía que Paula guardaba una llave de recambio en una caja magnética en el hueco de una de las ruedas. Y se había llevado su coche.
Paula apartó la boca de la de Pedro.


—No... no podemos hacer esto.

Cohibida, se dio cuenta de que estaba prácticamente jadeando. Y entonces se dio cuenta de que tenía las manos clavadas en los hombros masculinos con gran fuerza. Peor aún, no había hecho nada para separar sus cuerpos, que continuaban tan pegados como los dos trozos de pan de los sándwiches de crema de cacahuete que solía prepararse para almorzar.
Pedro arqueó las cejas. Había un destello en sus ojos que parecía casi peligroso.


—Acabamos de hacerlo.


—No más —dijo ella, bajando las manos y dando un paso atrás, obligándolo a soltarla.


—¿Nunca más?


—Nunca más.


—¿Por qué?


—Porque tu vida está en California —dijo ella, abriendo las manos—, o donde sea, y la mía está aquí, en Nueva York.


—Mi vida ya no estará donde sea nunca más —le informó él—. Voy a vivir aquí si es aquí donde vais a vivir las dos. El sitio me gusta.


—En invierno hace mucho frío.


—No olvides que he vivido cuatro años en West Point —le recordó él—. Créeme, sé el frío que hace en invierno.


—Siempre has dicho que querías vivir donde hiciera calor —le recordó ella.


—Estar cerca de mi hija es mucho más importante que pensar en el clima. Así que tu razonamiento no se mantiene. ¿Qué otra cosa te preocupa?


—Bueno... no es justo que aparezcas de repente en mi vida sin darme la oportunidad de pensarlo.

«No puedo liarme con él»

«¿Por qué no? Te deseaba después del entierro. Y antes, en la fiesta».

«El deseo no es lo mismo que el amor».

«Es un comienzo»

«No te hagas falsas ilusiones», se recordó ella. «En la fiesta, Pedro sólo quería dar una lección a Mel. Él no tuvo la culpa de que las cosas se tornaran como lo hicieron. Y en cuanto al funeral, ¿qué hombre rechaza a una mujer que prácticamente le quita la ropa y se le echa encima?»


—Tómate todo el tiempo que necesites. Te escucho —dijo él.

Pero no la estaba escuchando. Sus ojos miraban a Olivia, observando cada movimiento con una intensidad que resultaba dolorosa. Era evidente que ya se había olvidado del beso.
Olivia permanecía felizmente ajena al drama que se desarrollaba junto a ella. Seguía tendida en el suelo con el juguete que por fin había logrado sujetar. Se había tumbado de espaldas y lo estaba agitando vigorosamente para que sonara.


—Para su edad sabe entretenerse muy bien sola.
Paula miró al reloj, haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz. Le destrozaba el corazón ver el desesperado interés de Pedro en su hija.


—Pero en cualquier momento se va a dar cuenta de que es la hora de la merienda.

Ésa era la solución. Tener una actitud de buena amiga y buena vecina. Si se concentraba en recordar a Pedro unos años antes, antes de todo lo que había pasado, podría ignorar el deseo que sentía por él. Entonces habían sido amigos, y no había ningún motivo para que no pudieran continuar siéndolo ahora.

Pedro seguía sin mirarla, aunque ella tenía la sensación de que era muy consciente del motivo que la había llevado a cambiar de conversación.
Pero no protestó, se limitó a seguirle la corriente.


—¿No le quitará las ganas de cenar?


—No si es algo pequeño, como una galleta. Normalmente no cenamos hasta las seis.

Y entonces se sentarían a cenar juntos, como una familia de verdad.
¿Una familia de verdad? ¿En qué estaba pensando? No eran una familia. Eran dos personas que se conocían desde hacía mucho tiempo y que ahora compartían una hija. Pero no la mayoría de los detalles importantes que comparten los miembros de una familia de verdad.
Claro que aunque no lo fueran, sin duda iban a hacer muchas cosas propias de una familia. Lo mejor que podía hacer, pensó ella, era tratarlo como si fuera un inquilino. O mejor un huésped.
Pedro ya había anunciado que iba a instalarse allí, por lo que tendrían que ocuparse de detalles tipo las comidas o quién compraba el papel higiénico.
Por otro lado, no habían hablado sobre la custodia, ni los derechos de visita, ni otros temas más importantes a los que ella no había dejado de dar vueltas durante todo el día.


—Será mejor que organice la cena —dijo ella, con tono práctico—. Nada especial. Un asado que he metido en la olla eléctrica esta mañana.


—Me encanta la carne roja. No tiene que ser especial —dijo él, con rostro serio y expresión inocente en los ojos.

¿Era ella la única que imaginó el doble sentido?
Sintió el rubor en las mejillas y le dio la espalda antes de que la viera sonrojarse otra vez.


—Prepararé la cena si tú te quedas a jugar con Olivia.


—¿Qué haces con ella cuando estás sola?


—La llevó a la cocina conmigo. Antes la tumbaba en una hamaca y le cantaba, pero ahora le pongo la manta en el suelo y la dejó jugar a su aire.


—Se parece mucho a ti.

Pedro estaba observando de nuevo a Olivia.


—Hasta que decide que quiere algo. Cuando quiere algo, aprieta la mandíbula igual que tú, y se le pone la misma expresión intensa en los ojos que a ti —dijo ella.


—Yo no aprieto la mandíbula.
Paula sonrió.


—Vale. Me lo habré imaginado como un millón de veces en los últimos veinte años.

Pedro no pudo reprimir una risita.


—Me conoces muy bien.
Sin embargo, el brillo divertido de sus ojos pronto se apagó y se puso serio.


—Y ése es otro motivo por el que necesito estar en la vida de Olivia. Tiene derecho a saber cómo se conocieron sus padres, y que crecieron juntos.
¿Cómo se conocieron sus padres? Hablaba como si llevaran años casados. Eso le dolió. Tanto que no pudo seguir mirándolo y se alejó hacia la cocina sin volver la vista atrás. Pero cuando llegó a la puerta de la cocina y volvió la cabeza un momento para mirarlo, Pedro seguía allí de pie, mirándola fijamente, con una expresión que por un momento la hizo recelar de sus intenciones.

Era cierto que le había dicho que no lucharía por la custodia de Olivia, pero ¿podía confiar en él?

Lo vio acercarse a la niña y sentarse en la manta junto a la pequeña. Olivia se volvió hacia él con una encantadora sonrisa cuando él la tomó en brazos y la sentó en su regazo. Inmediatamente la niña le sujetó el dedo y se lo llevó a la boca.

Pedro miró a Paula por encima del hombro con expresión incierta, como si no supiera qué hacer. A ella casi se le escapó una carcajada, pero la reprimió, aunque, no pudo evitar sonreír y entrar en la cocina. Él era quien quería conocer a su hija.
Pero mientras comprobaba el asado, se puso seria. Cielos, ¿qué estaba haciendo? No podía tirar la toalla y permitir que Pedro viviera en su casa.
Pero no tenía otra alternativa. Si no le dejaba tener acceso a su hija, se arriesgaba a que Pedro buscara la ayuda de un abogado.
En lo más profundo de su corazón sabía que nunca podría oponerse a él. Tenía grandes remordimientos por haberle ocultado el embarazo, y más aún por no haberle dicho nada de su hija. Y sabía que si negaba a Pedro un segundo de tiempo junto a su hija los remordimientos la matarían.
Y nunca se perdonaría no habérselo dicho a él cuando lo sabía vivo, ni a su familia cuando lo creyó muerto. Y por haber permitido que su madre muriera sin saber que tenía una nieta.

Aunque Pedro hubiera muerto, como ella pensaba, ella debía haber hablado con sus padres. Lo sabía, y sabía que era parte de la rabia que asomaba a los ojos masculinos cada vez que Pedro se quitaba la máscara de amabilidad que trataba de llevar en todo momento.

Paula se estremeció mientras preparaba los ingredientes para la papilla. Pedro nunca la perdonaría por eso. 


Nunca.

Seducción total Capítulo 8


Paula seguía sentada en la manta a los pies de Pedro, y éste se agachó, la sujetó por los codos y la levantó.
La joven le clavó los ojos en la cara y sus manos descansaron un momento sobre el pecho masculino antes de echarse un poco hacia atrás. Se aclaró la garganta, buscando algo que decir.


—Me hago cargo de que te costará un tiempo acostumbrarte a ser padre —le dijo, indicando a la niña que jugaba a sus pies.

Su voz era más ronca de lo normal.

El cuerpo masculino no tenía ningún problema para entender que la mujer 
con la que llevaba meses soñando, o mejor dicho años, estaba prácticamente en sus brazos. La madre de su hija. Pero esta vez, la rabia que había sentido anteriormente no se materializó. En lugar de eso, la idea le resultó sorprendentemente excitante. Allí, delante de ellos, había algo que habían concebido juntos durante aquellos maravillosos momentos que compartieron en la cabaña.
Pedro la apretó un poco hasta que ella dejó de poner resistencia y se dejó llevar hacia adelante.


—Es alucinante que tú y yo hayamos creado eso —murmuró con admiración.
Ella asintió, mirando directamente a la garganta masculina en lugar de echar la cabeza hacia atrás.


—Es un milagro.

Pedro le depositó un suave de beso en la sien, y sintió el estremecimiento del cuerpo femenino.


—Sigo enfadado contigo —dijo él—, pero gracias.


—Yo... no creo...


—No digas nada —dijo él.

Quería besarla. Lo había soñado tantas veces durante tanto tiempo que apenas podía creer que estuviera sucediendo de verdad. Le soltó la muñeca, le tomó la barbilla con un dedo y le alzó la cara hacia él.

—Bésame —dijo—. Relájate y déjame... Aahh.

Al unísono un involuntario sonido de placer escapó de sus gargantas cuando los muslos masculinos se apretaron contra ella, y el cuerpo endurecido rozó la piel suave entre las piernas femeninas.

Pedro no pudo esperar más. Bajó la cabeza y le tomó la boca con la suya, besándola con fuerza, con pasión, con todo el deseo y la frustración del último año y medio. Sintió las manos femeninas clavadas en los hombros, pero Paula no lo apartó. Al contrario. La sintió fundirse contra él, y notó los finos dedos de Paula clavándose en su carne. En ese momento supo que volvería a ser suya otra vez. Pero esta vez, se prometió, no iba a portarse como un imbécil. No volvería a alejarse de ella sin una palabra.

Aquello era un sueño, pensó Paula. Tenía que serlo. Durante el último año había imaginado tantas veces que Pedro la besaba que no podía creer que estuviera allí, abrazándola y besándola con tanta intensidad. Los fuertes brazos masculinos la apretaban contra su cuerpo duro y musculoso, y su estado de excitación era imposible de ignorar, pegado a ella como estaba.
Y el recuerdo del pasado se precipitó sobre ella, y la devolvió a la vez que se habían abrazado de aquella manera.

Se sentía en el cielo.

Paula metió la cara en la garganta de Pedro y lo sintió estremecerse mientras bailaban. Era un sueño. Tenía que serlo. Y qué sueño. Un sueño del que no quería despertar nunca.


—Eh, tú.

Sintió el movimiento de los labios de Pedro en la frente.
Alzó la cabeza y sonrió a los ojos grises que incluso en la tenue luz de la pista de baile parecían brillar de calor y deseo. ¿Por ella? Sin lugar a dudas estaba soñando.


—Esta noche quiero llevarte a casa —dijo él, con la voz ronca—. Pero no puedo. Tú tienes el coche.


—Puedes conducir tú —le ofreció ella—. Prácticamente vamos al mismo sitio.


—Me gustaría que fuéramos exactamente al mismo sitio —dijo él—. Me gustaría abrazarte toda la noche.

La sinceridad de sus palabras la sorprendieron, y sus ojos se abrieron desmesuradamente.


—No quiero precipitar nada —se apresuró a decir él—. Soy consciente de que esto es algo nuevo...


—Para mí no es nuevo —lo interrumpió ella. Levantó una mano y apoyó la palma en la mejilla—. —Pedro, ¿no sabes que te —estuvo a punto de decir «te amo»—, deseo desde hace mucho tiempo?

Pedro le puso una mano sobre la suya, y la mantuvo allí mientras volvía la cabeza y depositaba un intenso beso en su palma de la mano. Cerró los ojos un momento.


—Soy un tonto. Nunca me había dado cuenta...


—Shh, no importa—. Paula no quería que se sintiera mal por ello—. Empecemos desde hoy.


—Eso me parece un plan perfecto —dijo él, y sonrió.

Después deslizando la mano hacia abajo, le soltó la suya y le tomó la barbilla, alzándole la cara hacia él.
Paula contuvo el aliento. Estaba segura de que iba a besarla. Cielos, si la besaba se derretiría allí mismo.


—¿Qué está pasando aquí?

La voz que los interrumpió era estridente, cargada de ira y muy conocida.
Paula dio un respingo y se apartó de Pedro.
Melanie estaba delante de ellos, con los puños cerrados apoyados en las caderas.


—Gracias por cuidar tan bien a mi pareja, querida hermanita —dijo en un tono sarcástico.


—Déjanos en paz, Mel —la voz de Pedro era fría y autoritaria—. Ni siquiera te has dado cuenta de que me iba. ¿A qué viene ahora montar esta escena?


—Pedro —Melanie clavó los luminosos ojos azules en él y en un instante la rabia se convirtió en lágrimas—. Tú eres mi pareja. ¿Por qué me tratas así?
Pedro sacudió la cabeza.


—Ahórrate el teatro para alguien que se lo crea. Lo que Paula y yo estábamos haciendo no te ha importado...


—Paula y tú —la rabia desencajó las facciones de Melanie y ésta se echó la larga melena hacia atrás. Después, clavó los ojos en su hermana—. 
Engañándome a mis espaldas. Mi propia hermana. Mi hermana gemela. Siempre te ha gustado, ¿verdad? Siempre has estado enamorada de él, pero era mío.


—Ya basta —dijo Pedro, sujetándola por el codo.

Pero Melanie se zafó de él. A su alrededor, la gente había dejado de bailar y observaban la escena con curiosidad.
Paula sabía que a Melanie le encantaba tener todas las miradas en ella. No había nada que le gustara más que llamar la atención, y aquella escena era perfecta para ella.


—No —dijo Melanie, con voz estridente—. No he terminado, ni mucho menos. Nunca te per— donaré por esto, Pedro. Ni a ti —añadió, señalando a su hermana con el índice—. —¡Ojalá no tuviera que volver a verte nunca más!


Y echándose una vez más los brillantes mechones de pelo hacia atrás, Melanie giró sobre sus talones y se abrió pasó entre los presentes con pasos dignos y arrogantes, cargados de cólera.

Seducción total Capítulo 7



Pedro sonrió mientras ella subía las escaleras de dos en dos. Olivia sólo tenía seis meses. Tenía que estar exagerando un poco...


—¡Ah bah bah bah bah!
Vaya, su hija tenía un par de pulmones como los de Pavarotti.


—Olivia.

La voz de Paula sonó como una cancioncilla infantil por el interfono.


—¿Cómo está mi niña? —la oyó decir—. ¿Has dormido una buena siesta, cielo?

La niña soltó un gritito de placer y Pedro casi se llevó las manos a los oídos. Seguramente el interfono estaba a todo volumen.


—Hola, cariño, ven.

No, el interfono no estaba demasiado alto, porque la voz de Paula sonaba normal.


—¿Qué tal la siesta? Abajo hay alguien que quiere conocerte —la oyó decir
—. Pero primero más vale que te cambiemos el pañal o el pobre se desmayará del olor.

Pedro escuchó las palabras y cancioncillas que Paula canturreaba a su hija mientras la cambiaba, y pensó que Paula siempre había tenido mucha sensibilidad con los niños. Si alguien le hubiera preguntado años atrás si la imaginaba con hijos, él no hubiera titubeado ni un momento para responder afirmativamente.
Una oleada de intensa tristeza se apoderó de él. Ahora Paula era la madre de su hija. Y si él no se hubiera esforzado en encontrar a la madre, nunca habría sabido que la pequeña Olivia era suya.
Unos pasos en la escalera le alertaron de la llegada de madre e hija, y él se preparó para ver de verdad a su hija por primera vez. La noche anterior apenas había visto los rizos pelirrojos a la tenue luz de su dormitorio, pero nada más.
Primero vio aparecer las piernas de Paula, y después el resto de su cuerpo. Llevaba a una niña pelirroja en brazos con el pelo en tirabuzones por toda la cabeza. Incluso a su edad, Paula le había recogido el pelo con una diadema elástica. El color del pelo era más claro que el de Paula, aunque más fuerte que en el rubio cobrizo de su gemela Melanie.
El rostro tenía una graciosa forma ovalada y los ojos que se detuvieron en él eran azules como el océano. A Pedro se le aceleró el corazón y tuvo que respirar profundamente. Cielos, la niña era idéntica a Paula.
Con un nudo en la garganta que le impedía hablar, se quedó de pie mirándolas mientras se acercaban. Paula hablaba a la niña como si ésta la entendiera, explicándole sobre un amigo de mami que venía a quedarse con ellos una temporada.
¿Una temporada? Ja. Quizá Paula prefiriera no aceptarlo, pero él pensaba quedarse para siempre.
Pedro tragó el tenso nudo que tenía en la garganta.


—Hola, Olivia.

Estaba totalmente perdido. ¿Qué se podía decir a alguien tan pequeño?
La niña sonrió, una sonrisa amplia que fue acompañada de una cascada de babas por la barbilla y que le mostró dos graciosos dientes blancos en la encía inferior. Después, la niña giró bruscamente la cabeza y la apoyó en el hombro de su madre.
Pedro seguía sin saber qué decir, pero afortunadamente Paula sabía cómo dominar la situación.


—Papá— dijo a su hija—. Olivia, éste es tu papá.

La niña la miró con sus ojos verdes y sonrió antes de volver a esconder la cara en el hombro materno.


—Coqueta —dijo Paula.

Cruzó el salón y con gestos expertos desplegó una manta en el suelo sin soltar a la niña, que llevaba apoyada en la cadera. Después colocó a la pequeña en medio de la manta.
Olivia se balanceó unos momentos hasta que logró encontrar el equilibrio y se sentó recta.


—Empezó a sentarse hace dos semanas —le dijo Paula a Pedro por encima del hombro—. ¿Por qué no te acercas y juegas con nosotras? No es tímida, y creo que se acostumbrará a ti enseguida.


—Está bien —dijo él, tratando de hablar en un tono normal aunque sentía que el corazón se le iba a salir del pecho.

Se sentó junto a ellas en la manta de colores. Paula empezó a construir una torre de piezas de colores, y cada vez que conseguía levantar una pila de tres o cuatro, Olivia estiraba la mano y las tiraba, mientras gritaba y sonreía de placer.
Una de las veces, cuando Paula se detuvo un momento, la niña empezó a aplaudir con las manos y a gritar en un tono que no dejaba dudas sobre lo que quería.
Pedro rápidamente buscó otra pieza.


—Buena forma de conseguir lo que quieres —comentó.
Paula se echó a reír.


—Sabe perfectamente lo que quiere. Y si no lo consigue, me lo hace saber.


—Me recuerda a Melanie.

Lo dijo sin pensar, pero en el momento en que las palabras salieron de su boca supo que habían sido un error.
El brillo de felicidad de los ojos de Paula dio paso a una expresión de profunda tristeza y dolor.


—Sí —dijo, en voz baja—. Parece que Olivia tiene mucho más carácter del que yo he tenido nunca.

Pedro quiso protestar. El carácter de Paula no tenía nada reprochable. El hecho de que Melanie dijera siempre todo lo que sentía y tuviera una personalidad más arrolladora no significaba que el carácter de Paula fuera en absoluto desagradable.
Simplemente era una persona más tranquila y a quien no le gustaba llamar la atención.
Pero no supo cómo decirlo sin empeorar más la situación. Además, había algo muy claro: Paula no quería hablar de Melanie.
Pedro sintió una punzada de remordimiento. Por mucho que reprochara a Paula no decirle lo de su embarazo, él no podía olvidar que él fue el responsable de la muerte de Melanie. Por eso no debía extrañarle que ella no le dijera nada.
La niña había tomado un libro de cartón y estaba ocupada pasando las páginas. Mientras él la observaba, la pequeña se lo metió en la boca.


—Toma, cielo —dijo Paula, ofreciéndole un juego de aros de colores a la vez que le quitaba el libro—. Los libros no se muerden.
Pedro miró las esquinas deshilachadas del libro que ella tenía.


—Por lo visto hay gente que lo hace.
Paula sonrió y al instante la situación entre ellos se relajó.


—Estoy trabajando en ello —le aseguró ella, sonriendo. Después miró la hora—.
Pronto será la hora de cenar. ¿Quieres quedarte a cenar con nosotras?
Él alzó una ceja.


—¿Pensabas quedarte a dormir aquí esta noche? —pregunto ella, medio extrañada, medio presa de pánico.


—Efectivamente —dijo él, poniéndose en pie y cruzando los brazos—. Si este fin de semana me enseñas a cuidar de Olivia, puedo ocuparme de ella mientras tú vas a trabajar.


—¿Tú no tienes que trabajar o algo así? —preguntó ella, con exasperación.


—O algo así —respondió él.


—O sea que tienes que volver a California.

No era una pregunta.


—No. Estoy bastante seguro de que voy a dejar el ejército.
Paula lo miró sorprendida.


—Pero eso es lo que siempre has querido ser. Un soldado.


—Mi condición física ya no está a la altura de lo que el ejército considera necesario para entrar en combate —explicó él—, y un trabajo de despacho no me interesa. No quiero pasarme el día mirando a una pantalla de ordenador. Por eso he decidido retirarme.


—¿Pero qué vas a hacer?
Pedro se encogió de hombros.


—Estoy estudiando una serie de opciones. Una de ellas es con una empresa de seguridad en Virginia. Para organizar una nueva sucursal en la Costa Oeste.


—O sea que volverás a California.


—Ése era el plan —dijo él, encogiéndose de hombros—. Pero ahora todo ha cambiado.

Pedro miró a su hija, que se había tendido sobre el estómago y estaba arrastrándose por la manta tratando de alcanzar un juguete.


—Todo.