Paula
estaba en la mesa del pequeño comedor cuando él bajo las escaleras después de
deshacer el petate. Ella estaba sacando folios de la bolsa que había traído del
colegio y los distribuía en montones cuidadosamente ordenados sobre la mesa.
Al
oírlo llegar, Paula levantó la vista y le ofreció una sonrisa impersonal.
—Hora
de corregir exámenes de matemáticas.
Pedro
cruzó la sala de estar hasta donde ella estaba y miró los papeles extendidos
delante de ella.
—¿Haces
esto con frecuencia?
—Casi
todos los días —dijo ella, con una irónica sonrisa—. Los chavales se quejan
cuando les mando trabajos, pero en realidad la que debería quejarse soy yo.
Cada trabajo que les mando multiplica mi trabajo por veinticuatro, el número de
alumnos de la clase —le explicó encogiéndose de hombros mientras se sentaba en
la silla—. Y será mucho más interesante a partir de enero. Me voy a matricular
en una asignatura de literatura infantil.
—Creía
que ya habías terminado la carrera.
—Sí
—dijo ella, y sacó un sello con una cara sonriente en él—. Pero para mantener
mi certificado de enseñanza necesito continuar haciendo cursos de formación
para hacer el doctorado. Cada estado tiene su propia normativa, pero en general
el concepto es el mismo. Probablemente tú tendrás que hacer lo mismo para
mantener tus conocimientos actualizados, supongo.
—Sí.
Sólo que ahora, si me quedo en el ejército, me darán un trabajo de despacho. Y
la capacidad para dar a un blanco cincuenta veces seguidas ya no es tan
importante.
Paula
se mordió el labio cuando se dio cuenta de que le acababa de recordar la
necesidad de cambiar de profesión. Sin embargo, continúo mirándolo con
expresión preocupada.
—¿Me
contarás qué fue lo que pasó?
Los
músculos del rostro masculino se tensaron en un esfuerzo para mantener una
expresión despreocupada.
—Tengo
un trozo de metralla en la pierna. Sólo se podría quitar con una operación muy
arriesgada —explicó, e intentó sonreír—. Se lo hago pasar fatal a los de
seguridad de los aeropuertos.
Paula
no sonrió.
—Me
refería a cómo sucedió.
Pedro
le dio la espalda y se dirigió hacia el salón, donde había dejado el libro y
las gafas de leer.
—Uno
de mis compañeros pisó una mina.
Paula
se estremeció.
—¿Lo
viste?
Pedro
asintió. Un duro nudo en la garganta le impidió hablar.
—Lo
siento —dijo ella, suavemente.
Él
logró asentir con la cabeza una vez más.
—Sí,
yo también.
—Tú
siempre quisiste ser soldado, ¿verdad? —una fuga sonrisa cruzó el rostro
femenino—. Me acuerdo cuando Mel y yo teníamos ocho años, los hermanos Paylen y
tú nos reclutasteis para ser el enemigo.
El
nudo en la garganta masculina se disolvió a medida que el recuerdo volvía a su
mente, y con él el irresistible impulso de reír.
—Sólo
que no duró mucho. Hasta que mi padre se enteró de que os estábamos tirando
piedras con una catapulta casera —recordó él, sacudiendo la cabeza—.
Siempre
tuvo ojos detrás de la cabeza.
Paula
frunció el ceño.
—De
eso nada. Melanie fue quien se lo dijo.
—Qué
chivata —dijo él, en un tono cargado de afecto—. Tenía que haberme dado cuenta.
Ella se fue y te dejó allí sola. Tú te pusiste a recoger las piedras y a
lanzárnoslas de nuevo. Nunca pensé que una niña tan pequeña como tú pudiera
lanzarlas tan fuerte. Ella sonrió.
—Eso
me decían las jugadoras de béisbol cuando jugaba en el equipo del instituto —
recordó.
Recuerdos
de Paula de niña, y de él mismo en aquellos años felices antes de que el mundo
reclamara su precio, lo hicieron sonreír.
—Tenemos
suerte de tener unos recuerdos tan maravillosos, ¿no crees? Me gustaría volver
a tener esa edad.
Para
su sorpresa, la sonrisa de Paula se desvaneció.
—A mí
no. Por nada del mundo volvería a vivir mi infancia otra vez.
Había
un tono lúgubre y sombrío en su voz que Pedro no había escuchado nunca en ella,
y que sin duda significaba algo.
Su
interés despertó de inmediato.
—Eso
me sorprende —dijo él.
—Crecer
sin padre no siempre es fácil.
Ahora
que lo pensaba, Pedro recordaba algunos comentarios desagradables sobre el
nacimiento ilegítimo de las gemelas. Pero...
—Mel
y tú siempre me parecíais muy alegres y felices.
El
rostro femenino se suavizó, y la línea de la boca se relajó, esbozando una
ligera sonrisa.
—Lo
éramos —le aseguró ella.
Pedro
soltó una risita. Quería hacerle bajar la guardia.
—Y
más cuando atormentabas a los pobres chavales del vecindario que se peleaban
por ti.
—Me
estás confundiendo con mi hermana. Yo nunca he atormentado a nadie. Todos los
chicos que yo conocía estaban locos por Melanie.
—No
todos —dijo él.
En
aquel instante, el ambiente cambió y una fuerte corriente eléctrica pareció
crearse entre ellos cuando sus ojos se encontraron.
Pero
Paula apartó la vista inmediatamente.
—Tú
también —dijo ella, en un tono que quería mantener el desenfado de la
situación—. Cuando estábamos en el último año del instituto, ella te persiguió
hasta conquistarte, ¿te acuerdas?
Él
sonrió.
—Claro
que me acuerdo. ¿Me lo vas a reprochar eternamente? Era un adolescente. Y Dios
sabe que a esa edad los chicos no pueden hacer nada contra una guapa mujer tan
decidida como Melanie.
Paula
sonrió, y eso lo sorprendió.
—Era
decidida, cierto, y cuando quería algo no cejaba en su empeño. Aquel verano no
paró de hablar de ti. Qué ropa ponerse para que te fijaras en ella, dónde
colocarse para que la vieras al ir a algún sitio. Una vez le dijiste que el
rosa le quedaba muy bien, y pasó los tres meses siguientes comprándoselo todo
de color rosa. ¿Tienes idea de lo difícil que es encontrar un tono de rosa que
quede bien a una pelirroja? — Paula sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír—.
Lo pasó fatal.
Él
también lo estaba pasando fatal ahora. ¿Es que no era consciente de lo deseable
que era? Con la expresión suave y soñadora, el cuerpo relajado e inclinado
ligeramente hacia él, los labios carnosos y tentadores al recordar aquellos
momentos felices de la infancia...
Porque
eran carnosos y tentadores. Todo su cuerpo se tensó de nuevo al recordar el
beso de aquella tarde. Sólo quería hundirse en su dulzura y hacer realidad el
sueño que había mantenido sus esperanzas en aquellos aterradores momentos de
estar escondido, agazapado en un lugar desconocido, seguro de que iba a ser
descubierto en cualquier momento.
Y
hacer el amor con ella de verdad, no sólo en su imaginación, como tantas veces
había soñado en el hospital del ejército norteamericano en Alemania. La deseó
con tanta intensidad que casi se olvidó de la niña que dormía arriba en su
cuna.
Y
cuando lo recordó, necesitó hasta el último gramo de autocontrol para centrar
su atención en lo que decía.
—¿De
verdad es una idea tan mala?
El
tono tímido de la voz femenina lo sacó de sus pensamientos.
—¿Qué?
Paula
lo miraba con cierta curiosidad.
—¿En
qué estabas pensando? He dicho que si quieres puedes invitar a tu padre a que
venga a pasar unas semanas con nosotros. Seguro que le gustara conocer a Olivia.
—¿Qué?
—preguntó él de nuevo.
—He
dicho...
—Sé
lo que has dicho. Pero es que... la invitación me sorprende. ¿Estás segura de
que quieres tener aquí a mi padre tanto tiempo?
Paula
sonrió.
—Tu
padre siempre me ha caído bien. A menos que se convierta en hombre lobo cuando
hay luna llena, o tenga algunos hábitos muy raros que desconozco, por mí sería
estupendo.
—O
podríamos llevar a Olivia a California y quedarnos en su casa —propuso él—. Mi
padre ya no es joven, y nunca ha subido en un avión.
Una
fugaz expresión cruzó el rostro femenino, pero fue tan rápida que Pedro no pudo
decir si era real o imaginada. ¿Era de pánico? ¿O desesperación?
—Podrías
ir a buscarlo y hacer el viaje con él en avión —sugirió ella—. Para que no
tenga que hacer el vuelo solo.
—Podría.
Pedro
habló despacio, sin dejar de observarla. Los dedos alargados y esbeltos de Paula
se retorcían con nerviosismo. ¿Qué demonios la estaba poniendo tan tensa y tan
nerviosa?
—¿No
quieres venir a casa? ¿Ver nuestro antiguo barrio? Podríamos hacerlo un fin de
semana largo, un puente. ¿No podrías?
Paula
tenía los dedos prácticamente agarrotados.
—Supongo...
supongo que sí. Fue una respuesta tan reticente que Pedro estuvo a punto de
dejarlo. Pero sentía curiosidad. Paula parecía no querer volver nunca a
California. ¿Por qué no? Se había criado allí; su familia estaba enterrada
allí.
—Podemos
ir a ver las tumbas de Melanie y de tu madre, y yo te enseñaré dónde está
enterrada mi madre.
—De
acuerdo —accedió ella, por fin—. Miraré para ver en qué fecha podremos ir.
¿Había
accedido de verdad a volver a California con Pedro? Paula sentía ganas de
abofetearse. Pedro apenas llevaba dos días en su vida y ya estaba poniendo su
mundo patas arriba. Lo mejor sería echarlo de su casa. Y de su vida.
Pero
sabía que no podía. Mantener la existencia de Olivia en secreto fue un gran
error, prácticamente un delito, y ella se merecía su irritación. Actuar como una
vestruz, escondiendo la cabeza en la arena, no era una buena decisión, pero
entonces fue mucho más sencillo romper todo tipo de vínculos con su vida
anterior.
Si
por lo menos se lo hubiera contado a los padres de Pedro cuando supo que estaba
embarazada, o incluso después, cuando creyó que él había muerto.
Pero
tarde o temprano la gente se habría enterado. Incluso ahora los podía oír.
«Igual
que su madre».
«Al
menos ella sabe quién es el padre. Su pobre hermana y ella nunca lo supieron».
Oh,
sí. Paula sabía bien cómo eran las ciudades pequeñas. Al menos, la ciudad donde
ella se había criado. Con un montón de cotillas crueles. No todo el mundo, por
supuesto. También había conocido a gente maravillosa, pero había conocido más
de los que no querían que sus hijas jugarán con Paula y Melanie.
Como
si ser hija ilegítima fuera una enfermedad contagiosa.
Si
estaba agradecida por algo, era por el hecho de que el mundo había cambiado
mucho desde su infancia. Hoy en día había familias de todo tipo, y los hijos de
madres solteras no eran tratados de manera diferente a los niños con dos
madres, o al niño que dividía su tiempo entre la casa de su padre y la de su
madre.
Paula
suspiró mientras miraba el calendario. Tenía dos días libres en octubre, y si
pedía un par de días personales, podrían pasar tres o cuatro días en
California, con lo que el viaje merecería la pena. No estaba segura de estar
preparada para llevar al padre de Pedro una nieta de la que no conocía su
existencia, pero sabía que Pedro no aceptaría una negativa.
—¿Seguro
que estarás bien? Angie vive a una manzana de aquí, si la necesitas —le dijo Paula
por enésima vez el lunes por la mañana.
—Estaremos
bien —respondió Pedro. Otra vez—. Llamaré a Angie si necesitamos algo. Y si
ocurre algo, te llamaré a ti inmediatamente.
—Está
bien. Entonces supongo que nos veremos esta tarde.
—Adiós
—Pedro sujetó la puerta de la calle—. No te preocupes.
Paula
se detuvo antes de empezar a bajar las escaleras del porche y lo miró por
última vez, con una irónica expresión en el rostro.
—Soy
madre. Está en la descripción del trabajo.
Después
suspiró y se dirigió hacia el coche. Pedro cerró la puerta de la casa tras
ella.
La
niña era una polvorilla. Sentado en el suelo del dormitorio de su hija poco
después, Pedro escuchaba los progresos del baño de la pequeña y se preguntó
cuál de las dos estaría más empapada, Paula o Olivia. Olivia no paraba de hacer
ruido, con risas, chillidos y algún que otro grito. Las continuas salpicaduras
de agua indicaban que el baño todavía no había terminado.
Momentos
después oyó los pasos de Paula en el pasillo y la vio detenerse en la puerta
del dormitorio con la niña en brazos.
Olivia
iba envuelta en una toalla blanca con capucha y al verlo le dedicó una
resplandeciente sonrisa. Paula la dejó junto a el en la moqueta e
inmediatamente la niña empezó a sacudir los bracitos, abriendo y cerrando los
dedos, y balbuceando cada vez más hasta que Paula buscó un libro y se lo puso
en las manos. Olivia soltó un grito de felicidad, tan agudo que Pedro hizo una
mueca.
Sí,
sin duda era una auténtica polvorilla.
—Hora
de ponerte el pijama, señorita —dijo Paula arrodillándose junto a ellos dos con
un pijamita rosa—. Toma —dijo a Pedro—. Si quieres ocuparte de ella la semana
que viene, más vale que empieces a practicar con los cambios de ropa. A veces
me da la sensación de que los fabricantes se sientan a discurrir formas de
confundir a los padres. Eh, pequeñaja, ven aquí —dijo a su hija que se había
alejado un poco.
Con
la destreza propia de una madre la sujetó.
—No,
no. Tú no vas a ninguna parte. Es hora de dormir.
Hora
de dormir.
Si
dos días antes alguien le hubiera dicho a Pedro que dormiría bajo el mismo
techo que Paula, le habría dicho que estaba loco.
Hora
de dormir. Paula.
¿Cómo
iba a poder conciliar el sueño sabiendo que ella estaba en la habitación de al
lado?
La
niña gritó cuando Paula la dejó delante de él otra vez.
—Venga,
hazlo —le dijo, sonriendo.
—Piensas
disfrutar del espectáculo, ¿verdad?
—Ya
lo creo que sí —exclamó Paula, con una risita—. Yo también tuve que aprender,
así que es justo que pases por la misma experiencia.
—Gracias.
Pedro
tomó el pijama, que tenía botones en lugares donde ni siquiera se había
imaginado que se podían poner. Además, sus manos eran casi el doble de grandes
que la prenda. Iba a ser interesante. Aliviado, vio que Paula volvía al
vestidor de donde había sacado el pijama y empezaba a guardar la ropa doblada
que había en un cesto encima.
Veinte
minutos más tarde dejó escapar un suspiro de alivio.
—Creo
que ya está.
Paula
se arrodilló a su lado para ver, y después lo miró y asintió.
—Bien
hecho. Has aprobado la asignatura Vestir a un Bebé, Primera Parte.
—¿Cuál
es la segunda?
—La
segunda es la de aprender las Leyes de Murphy de la Crianza. Como por ejemplo
«un niño no tiene que tener ganas de ir al baño después de abrocharle todas las
cremalleras y botones del anorak de cuerpo entero».
—Parece
que tú ya las conoces.
—Dar
clases me ha enseñado al menos tanto como yo he enseñado a mis alumnos. Lo que
me recuerda, mañana no hay colegio. Es sábado —dijo Paula—. A Olivia no le
gusta mucho dormir tarde, así que supongo que tendremos que levantarnos sobre
las seis o seis y media.
—¡Las
seis! ¡Me tomas el pelo! Yo estoy de permiso.
Paula
sacudió la cabeza.
—Cuando
eres padre eso no existe.
—Yo
me levantaré con ella si quieres dormir un poco más.
Paula
lo miró como si hubiera hablado en chino.
—¿Lo
harías?
—Claro.
Debe ser duro estar de guardia las veinticuatro horas de todos los días del
año.
—No
está tan mal —dijo ella, tensa, como si la hubiera ofendido—. Si quieres puedes
levantarte con nosotras —continuó—, pero hasta que conozcas nuestras costumbres
matinales, es mejor que yo también me levante contigo.
—Paula
—Pedro se levantó y la detuvo poniéndole una mano en el brazo cuando pasó a su
lado—. No quiero quitarte nada, ni tampoco quería ofenderte. Sólo quiero
aprender todo lo relativo a Olivia.
Ella
asintió, aunque no lo miró.
—Siento
estar tan susceptible —dijo ella, hundiendo los hombros con un suspiro—. Voy a
necesitar un tiempo para adaptarme a esto.
Eso
era cierto. Pedro la observó cuando se inclinó para recoger un zapato y un
calcetín del suelo. Paula había cambiado la falda y la blusa que había llevado
aquel día al colegio por un par de pantalones vaqueros desteñidos y una
camiseta, aunque se había metido la camiseta por dentro del pantalón y había
añadido un cinturón. Probablemente su versión de ropa vieja para estar por
casa.
El
cuerpo se marcaba delgado y redondeado bajo los vaqueros. «Contrólate», se dijo
Pedro para sus adentros. Tenía cosas mucho más importantes en qué pensar que el
sexo, y sin embargo cada vez que miraba a Paula perdía todo pensamiento
racional y se convertiría en una gigantesca hormona masculina andante. Olivia
dejó escapar un gritito y él volvió bruscamente a la realidad. Paula tomó a la
niña en brazos.
—¿Qué
te pasa, cielo? —le preguntó—. ¿Quieres que papá te lea un cuento?
La
niña no podía haber respondido de ninguna manera, pero Paula señaló a Pedro la
mecedora para que se sentara y le puso a Olivia en el regazo. La niña lo aceptó
como si lo conociera de toda su corta vida, acomodándose en su regazo y después
metiéndose el dedo pulgar en la boca. Pedro le leyó un cuento pero tras unos
minutos, la cabecita de la pequeña se apoyó en su pecho y el pulgar cayó de los
labios. Pedro se dio cuenta de que se había quedado dormida.
A Pedro
se le hizo un nudo en la garganta y tenía una fuerte presión en el pecho; era
preciosa. Y casi imposible de creer que aquella hermosa criatura fuera su hija.
Sintió
ganas de acurrucaría contra él, pero temió que el movimiento la despertara. Y
así se quedó con Olivia en el regazo hasta que Paula asomó la cabeza por el
marco de la puerta.
—¿Se
ha dormido? —preguntó, en un susurro.
Pedro
asintió.
Paula
entró y se arrodilló a su lado, tomando a la pequeña en brazos. Al hacerlo,
rozó sin querer con el pecho el brazo de Pedro, y la fragancia cálida y
femenina le intoxicó instantáneamente. Y provocó su excitación. Pedro quería
besarla de nuevo. Qué demonios, quería mucho más que eso. En silencio, la
observó levantarse con la niña en brazos. Saber que habían sido los dos quienes
habían creado aquella preciosa criatura resulto, aunque pareciera extraño, un
nuevo tipo de afrodisíaco. Concibieron a su hija aquel día en la cabaña de
caza, un día que no era difícil de recordar, como tampoco la intensa y dulce pasión
que los unió entonces en muchos más sentidos que el meramente físico.
Los
diminutos brazos de Olivia cayeron a ambos lados y su cabeza se apoyó en el
hombro de Paula, mientras ésta la metía en su cuna con cuidado de no
despertarla. Paula depositó un beso sobre los rizos pelirrojos, y Pedro tragó
saliva, otra emoción más que se unió al torrente de sensaciones que corrían
desbordadas por su cuerpo.
¿Cómo
era posible pasar de no conocer la existencia de su hija a amarla más que a
nada del mundo, y todo en un solo día? No la conocía, y sin embargo la sentía
muy cerca. La conocería, se dijo, y en ese momento se dio cuenta de que podía
imaginarse perfectamente cómo sería la niña cinco años más tarde, porque
también había conocido a su madre con aquella edad.
Paula
salió del dormitorio con pasos silenciosos, y lentamente él se puso en pie. Se
acercó hasta la cuna y contempló a su hija durante un largo momento.
«Prometo
ser el mejor padre que pueda», le juró en silencio.
Después
siguió a la madre de su hija. Tenían que hablar sobre los cambios que iba a
haber en sus vidas.
Lo
único que estropeó la interpretación fue todo el alcohol que llevaba en el
cuerpo. Apenas había dado dos o tres pasos en dirección a la puerta, empezó a
tambalearse y hacer eses, chocando contra un grupo de compañeros de clase que
la miraban estupefactos.
—¡Quitaos
de en medio! —les gritó.
Para
entonces, ya había logrado tener las mejillas llenas de lágrimas.
Pedro
se volvió hacia Paula.
—Será
mejor que vayamos con ella. Ha bebido mucho.
—Sí
—Paula asintió—. Menos mal que no tiene coche.
—Ven
conmigo —dijo Pedro, tendiéndole la mano.
Paula
sacudió la cabeza.
—No.
Si me ve se pondrá imposible. Sabes que sólo se calmará si no nos ve juntos.
Pedro
asintió y dejó caer la mano al lado, reconociendo la verdad que encerraban las
palabras.
Paula
se volvió y fue hasta la mesa donde había dejado el bolso.
—Toma
—le entregó las llaves del coche—. Llévala a casa. Yo ya encontraré a alguien
que me lleve más tarde.
Pedro
tomó las llaves. Después le sujetó la mano con su mano libre, y se la llevó un
momento a los labios.
—Te
llamaré —le prometió.
Paula
asintió un nudo en el corazón. ¿Lo diría en serio? ¿Sería aquella noche,
aquellos momentos que habían compartido en la pista de baile, el día que había
soñado desde que tuvo uso de razón y empezó a notar cómo se le aceleraban los
latidos del corazón cada vez que Pedro estaba cerca?
Le
respondió con una temblorosa sonrisa.
—Espero
tu llamada —dijo, guardando la promesa en el corazón.
En
ese momento, oyeron un chirrido de ruedas en el asfalto del aparcamiento.
—¿Qué
demonios...?
Pedro
echó a correr tan deprisa como se lo permitieron las piernas.
Paula
corrió tras él y llegó a la puerta justo a tiempo para ver cómo su coche salía
a toda velocidad del aparcamiento y se alejaba calle abajo. Inmediatamente supo
qué había ocurrido. Melanie sabía que Paula guardaba una llave de recambio en
una caja magnética en el hueco de una de las ruedas. Y se había llevado su
coche.
Paula
apartó la boca de la de Pedro.
—No...
no podemos hacer esto.
Cohibida,
se dio cuenta de que estaba prácticamente jadeando. Y entonces se dio cuenta de
que tenía las manos clavadas en los hombros masculinos con gran fuerza. Peor
aún, no había hecho nada para separar sus cuerpos, que continuaban tan pegados
como los dos trozos de pan de los sándwiches de crema de cacahuete que solía
prepararse para almorzar.
Pedro
arqueó las cejas. Había un destello en sus ojos que parecía casi peligroso.
—Acabamos
de hacerlo.
—No
más —dijo ella, bajando las manos y dando un paso atrás, obligándolo a
soltarla.
—¿Nunca
más?
—Nunca
más.
—¿Por
qué?
—Porque
tu vida está en California —dijo ella, abriendo las manos—, o donde sea, y la
mía está aquí, en Nueva York.
—Mi
vida ya no estará donde sea nunca más —le informó él—. Voy a vivir aquí si es
aquí donde vais a vivir las dos. El sitio me gusta.
—En
invierno hace mucho frío.
—No
olvides que he vivido cuatro años en West Point —le recordó él—. Créeme, sé el
frío que hace en invierno.
—Siempre
has dicho que querías vivir donde hiciera calor —le recordó ella.
—Estar
cerca de mi hija es mucho más importante que pensar en el clima. Así que tu
razonamiento no se mantiene. ¿Qué otra cosa te preocupa?
—Bueno...
no es justo que aparezcas de repente en mi vida sin darme la oportunidad de
pensarlo.
«No
puedo liarme con él»
«¿Por
qué no? Te deseaba después del entierro. Y antes, en la fiesta».
«El
deseo no es lo mismo que el amor».
«Es
un comienzo»
«No
te hagas falsas ilusiones», se recordó ella. «En la fiesta, Pedro sólo quería
dar una lección a Mel. Él no tuvo la culpa de que las cosas se tornaran como lo
hicieron. Y en cuanto al funeral, ¿qué hombre rechaza a una mujer que
prácticamente le quita la ropa y se le echa encima?»
—Tómate
todo el tiempo que necesites. Te escucho —dijo él.
Pero
no la estaba escuchando. Sus ojos miraban a Olivia, observando cada movimiento
con una intensidad que resultaba dolorosa. Era evidente que ya se había
olvidado del beso.
Olivia
permanecía felizmente ajena al drama que se desarrollaba junto a ella. Seguía
tendida en el suelo con el juguete que por fin había logrado sujetar. Se había
tumbado de espaldas y lo estaba agitando vigorosamente para que sonara.
—Para
su edad sabe entretenerse muy bien sola.
Paula
miró al reloj, haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz. Le
destrozaba el corazón ver el desesperado interés de Pedro en su hija.
—Pero
en cualquier momento se va a dar cuenta de que es la hora de la merienda.
Ésa
era la solución. Tener una actitud de buena amiga y buena vecina. Si se
concentraba en recordar a Pedro unos años antes, antes de todo lo que había
pasado, podría ignorar el deseo que sentía por él. Entonces habían sido amigos,
y no había ningún motivo para que no pudieran continuar siéndolo ahora.
Pedro
seguía sin mirarla, aunque ella tenía la sensación de que era muy consciente
del motivo que la había llevado a cambiar de conversación.
Pero
no protestó, se limitó a seguirle la corriente.
—¿No
le quitará las ganas de cenar?
—No
si es algo pequeño, como una galleta. Normalmente no cenamos hasta las seis.
Y
entonces se sentarían a cenar juntos, como una familia de verdad.
¿Una
familia de verdad? ¿En qué estaba pensando? No eran una familia. Eran dos
personas que se conocían desde hacía mucho tiempo y que ahora compartían una
hija. Pero no la mayoría de los detalles importantes que comparten los miembros
de una familia de verdad.
Claro
que aunque no lo fueran, sin duda iban a hacer muchas cosas propias de una
familia. Lo mejor que podía hacer, pensó ella, era tratarlo como si fuera un
inquilino. O mejor un huésped.
Pedro
ya había anunciado que iba a instalarse allí, por lo que tendrían que ocuparse
de detalles tipo las comidas o quién compraba el papel higiénico.
Por
otro lado, no habían hablado sobre la custodia, ni los derechos de visita, ni
otros temas más importantes a los que ella no había dejado de dar vueltas
durante todo el día.
—Será
mejor que organice la cena —dijo ella, con tono práctico—. Nada especial. Un
asado que he metido en la olla eléctrica esta mañana.
—Me
encanta la carne roja. No tiene que ser especial —dijo él, con rostro serio y
expresión inocente en los ojos.
¿Era
ella la única que imaginó el doble sentido?
Sintió
el rubor en las mejillas y le dio la espalda antes de que la viera sonrojarse
otra vez.
—Prepararé
la cena si tú te quedas a jugar con Olivia.
—¿Qué
haces con ella cuando estás sola?
—La
llevó a la cocina conmigo. Antes la tumbaba en una hamaca y le cantaba, pero
ahora le pongo la manta en el suelo y la dejó jugar a su aire.
—Se
parece mucho a ti.
Pedro
estaba observando de nuevo a Olivia.
—Hasta
que decide que quiere algo. Cuando quiere algo, aprieta la mandíbula igual que
tú, y se le pone la misma expresión intensa en los ojos que a ti —dijo ella.
—Yo
no aprieto la mandíbula.
Paula
sonrió.
—Vale.
Me lo habré imaginado como un millón de veces en los últimos veinte años.
Pedro
no pudo reprimir una risita.
—Me
conoces muy bien.
Sin
embargo, el brillo divertido de sus ojos pronto se apagó y se puso serio.
—Y
ése es otro motivo por el que necesito estar en la vida de Olivia. Tiene
derecho a saber cómo se conocieron sus padres, y que crecieron juntos.
¿Cómo
se conocieron sus padres? Hablaba como si llevaran años casados. Eso le dolió.
Tanto que no pudo seguir mirándolo y se alejó hacia la cocina sin volver la
vista atrás. Pero cuando llegó a la puerta de la cocina y volvió la cabeza un
momento para mirarlo, Pedro seguía allí de pie, mirándola fijamente, con una
expresión que por un momento la hizo recelar de sus intenciones.
Era
cierto que le había dicho que no lucharía por la custodia de Olivia, pero
¿podía confiar en él?
Lo
vio acercarse a la niña y sentarse en la manta junto a la pequeña. Olivia se
volvió hacia él con una encantadora sonrisa cuando él la tomó en brazos y la
sentó en su regazo. Inmediatamente la niña le sujetó el dedo y se lo llevó a la
boca.
Pedro
miró a Paula por encima del hombro con expresión incierta, como si no supiera
qué hacer. A ella casi se le escapó una carcajada, pero la reprimió, aunque, no
pudo evitar sonreír y entrar en la cocina. Él era quien quería conocer a su
hija.
Pero
mientras comprobaba el asado, se puso seria. Cielos, ¿qué estaba haciendo? No
podía tirar la toalla y permitir que Pedro viviera en su casa.
Pero
no tenía otra alternativa. Si no le dejaba tener acceso a su hija, se
arriesgaba a que Pedro buscara la ayuda de un abogado.
En lo
más profundo de su corazón sabía que nunca podría oponerse a él. Tenía grandes
remordimientos por haberle ocultado el embarazo, y más aún por no haberle dicho
nada de su hija. Y sabía que si negaba a Pedro un segundo de tiempo junto a su
hija los remordimientos la matarían.
Y
nunca se perdonaría no habérselo dicho a él cuando lo sabía vivo, ni a su
familia cuando lo creyó muerto. Y por haber permitido que su madre muriera sin
saber que tenía una nieta.
Aunque
Pedro hubiera muerto, como ella pensaba, ella debía haber hablado con sus
padres. Lo sabía, y sabía que era parte de la rabia que asomaba a los ojos
masculinos cada vez que Pedro se quitaba la máscara de amabilidad que trataba
de llevar en todo momento.
Paula
se estremeció mientras preparaba los ingredientes para la papilla. Pedro nunca
la perdonaría por eso.
Nunca.
Paula
seguía sentada en la manta a los pies de Pedro, y éste se agachó, la sujetó por
los codos y la levantó.
La
joven le clavó los ojos en la cara y sus manos descansaron un momento sobre el
pecho masculino antes de echarse un poco hacia atrás. Se aclaró la garganta,
buscando algo que decir.
—Me
hago cargo de que te costará un tiempo acostumbrarte a ser padre —le dijo,
indicando a la niña que jugaba a sus pies.
Su
voz era más ronca de lo normal.
El
cuerpo masculino no tenía ningún problema para entender que la mujer
con la que
llevaba meses soñando, o mejor dicho años, estaba prácticamente en sus brazos.
La madre de su hija. Pero esta vez, la rabia que había sentido anteriormente no
se materializó. En lugar de eso, la idea le resultó sorprendentemente
excitante. Allí, delante de ellos, había algo que habían concebido juntos
durante aquellos maravillosos momentos que compartieron en la cabaña.
Pedro
la apretó un poco hasta que ella dejó de poner resistencia y se dejó llevar
hacia adelante.
—Es
alucinante que tú y yo hayamos creado eso —murmuró con admiración.
Ella
asintió, mirando directamente a la garganta masculina en lugar de echar la
cabeza hacia atrás.
—Es
un milagro.
Pedro
le depositó un suave de beso en la sien, y sintió el estremecimiento del cuerpo
femenino.
—Sigo
enfadado contigo —dijo él—, pero gracias.
—Yo...
no creo...
—No
digas nada —dijo él.
Quería
besarla. Lo había soñado tantas veces durante tanto tiempo que apenas podía
creer que estuviera sucediendo de verdad. Le soltó la muñeca, le tomó la
barbilla con un dedo y le alzó la cara hacia él.
—Bésame
—dijo—. Relájate y déjame... Aahh.
Al unísono
un involuntario sonido de placer escapó de sus gargantas cuando los muslos
masculinos se apretaron contra ella, y el cuerpo endurecido rozó la piel suave
entre las piernas femeninas.
Pedro
no pudo esperar más. Bajó la cabeza y le tomó la boca con la suya, besándola
con fuerza, con pasión, con todo el deseo y la frustración del último año y
medio. Sintió las manos femeninas clavadas en los hombros, pero Paula no lo
apartó. Al contrario. La sintió fundirse contra él, y notó los finos dedos de Paula
clavándose en su carne. En ese momento supo que volvería a ser suya otra vez.
Pero esta vez, se prometió, no iba a portarse como un imbécil. No volvería a
alejarse de ella sin una palabra.
Aquello
era un sueño, pensó Paula. Tenía que serlo. Durante el último año había
imaginado tantas veces que Pedro la besaba que no podía creer que estuviera
allí, abrazándola y besándola con tanta intensidad. Los fuertes brazos
masculinos la apretaban contra su cuerpo duro y musculoso, y su estado de
excitación era imposible de ignorar, pegado a ella como estaba.
Y el
recuerdo del pasado se precipitó sobre ella, y la devolvió a la vez que se
habían abrazado de aquella manera.
Se
sentía en el cielo.
Paula
metió la cara en la garganta de Pedro y lo sintió estremecerse mientras bailaban.
Era un sueño. Tenía que serlo. Y qué sueño. Un sueño del que no quería
despertar nunca.
—Eh,
tú.
Sintió
el movimiento de los labios de Pedro en la frente.
Alzó
la cabeza y sonrió a los ojos grises que incluso en la tenue luz de la pista de
baile parecían brillar de calor y deseo. ¿Por ella? Sin lugar a dudas estaba
soñando.
—Esta
noche quiero llevarte a casa —dijo él, con la voz ronca—. Pero no puedo. Tú
tienes el coche.
—Puedes
conducir tú —le ofreció ella—. Prácticamente vamos al mismo sitio.
—Me gustaría
que fuéramos exactamente al mismo sitio —dijo él—. Me gustaría abrazarte toda
la noche.
La
sinceridad de sus palabras la sorprendieron, y sus ojos se abrieron
desmesuradamente.
—No
quiero precipitar nada —se apresuró a decir él—. Soy consciente de que esto es
algo nuevo...
—Para
mí no es nuevo —lo interrumpió ella. Levantó una mano y apoyó la palma en la
mejilla—. —Pedro, ¿no sabes que te —estuvo a punto de decir «te amo»—, deseo
desde hace mucho tiempo?
Pedro
le puso una mano sobre la suya, y la mantuvo allí mientras volvía la cabeza y
depositaba un intenso beso en su palma de la mano. Cerró los ojos un momento.
—Soy
un tonto. Nunca me había dado cuenta...
—Shh,
no importa—. Paula no quería que se sintiera mal por ello—. Empecemos desde
hoy.
—Eso
me parece un plan perfecto —dijo él, y sonrió.
Después
deslizando la mano hacia abajo, le soltó la suya y le tomó la barbilla,
alzándole la cara hacia él.
Paula
contuvo el aliento. Estaba segura de que iba a besarla. Cielos, si la besaba se
derretiría allí mismo.
—¿Qué
está pasando aquí?
La
voz que los interrumpió era estridente, cargada de ira y muy conocida.
Paula
dio un respingo y se apartó de Pedro.
Melanie
estaba delante de ellos, con los puños cerrados apoyados en las caderas.
—Gracias
por cuidar tan bien a mi pareja, querida hermanita —dijo en un tono sarcástico.
—Déjanos
en paz, Mel —la voz de Pedro era fría y autoritaria—. Ni siquiera te has dado
cuenta de que me iba. ¿A qué viene ahora montar esta escena?
—Pedro
—Melanie clavó los luminosos ojos azules en él y en un instante la rabia se
convirtió en lágrimas—. Tú eres mi pareja. ¿Por qué me tratas así?
Pedro
sacudió la cabeza.
—Ahórrate
el teatro para alguien que se lo crea. Lo que Paula y yo estábamos haciendo no
te ha importado...
—Paula
y tú —la rabia desencajó las facciones de Melanie y ésta se echó la larga
melena hacia atrás. Después, clavó los ojos en su hermana—.
Engañándome a mis
espaldas. Mi propia hermana. Mi hermana gemela. Siempre te ha gustado, ¿verdad?
Siempre has estado enamorada de él, pero era mío.
—Ya
basta —dijo Pedro, sujetándola por el codo.
Pero
Melanie se zafó de él. A su alrededor, la gente había dejado de bailar y
observaban la escena con curiosidad.
Paula
sabía que a Melanie le encantaba tener todas las miradas en ella. No había nada
que le gustara más que llamar la atención, y aquella escena era perfecta para
ella.
—No
—dijo Melanie, con voz estridente—. No he terminado, ni mucho menos. Nunca te
per— donaré por esto, Pedro. Ni a ti —añadió, señalando a su hermana con el
índice—. —¡Ojalá no tuviera que volver a verte nunca más!
Y
echándose una vez más los brillantes mechones de pelo hacia atrás, Melanie giró
sobre sus talones y se abrió pasó entre los presentes con pasos dignos y
arrogantes, cargados de cólera.
Pedro
sonrió mientras ella subía las escaleras de dos en dos. Olivia sólo tenía seis
meses. Tenía que estar exagerando un poco...
—¡Ah
bah bah bah bah!
Vaya,
su hija tenía un par de pulmones como los de Pavarotti.
—Olivia.
La
voz de Paula sonó como una cancioncilla infantil por el interfono.
—¿Cómo
está mi niña? —la oyó decir—. ¿Has dormido una buena siesta, cielo?
La
niña soltó un gritito de placer y Pedro casi se llevó las manos a los oídos.
Seguramente el interfono estaba a todo volumen.
—Hola,
cariño, ven.
No,
el interfono no estaba demasiado alto, porque la voz de Paula sonaba normal.
—¿Qué
tal la siesta? Abajo hay alguien que quiere conocerte —la oyó decir
—. Pero primero
más vale que te cambiemos el pañal o el pobre se desmayará del olor.
Pedro
escuchó las palabras y cancioncillas que Paula canturreaba a su hija mientras
la cambiaba, y pensó que Paula siempre había tenido mucha sensibilidad con los
niños. Si alguien le hubiera preguntado años atrás si la imaginaba con hijos,
él no hubiera titubeado ni un momento para responder afirmativamente.
Una
oleada de intensa tristeza se apoderó de él. Ahora Paula era la madre de su
hija. Y si él no se hubiera esforzado en encontrar a la madre, nunca habría
sabido que la pequeña Olivia era suya.
Unos
pasos en la escalera le alertaron de la llegada de madre e hija, y él se
preparó para ver de verdad a su hija por primera vez. La noche anterior apenas
había visto los rizos pelirrojos a la tenue luz de su dormitorio, pero nada
más.
Primero
vio aparecer las piernas de Paula, y después el resto de su cuerpo. Llevaba a
una niña pelirroja en brazos con el pelo en tirabuzones por toda la cabeza.
Incluso a su edad, Paula le había recogido el pelo con una diadema elástica. El
color del pelo era más claro que el de Paula, aunque más fuerte que en el rubio
cobrizo de su gemela Melanie.
El
rostro tenía una graciosa forma ovalada y los ojos que se detuvieron en él eran
azules como el océano. A Pedro se le aceleró el corazón y tuvo que respirar
profundamente. Cielos, la niña era idéntica a Paula.
Con
un nudo en la garganta que le impedía hablar, se quedó de pie mirándolas
mientras se acercaban. Paula hablaba a la niña como si ésta la entendiera,
explicándole sobre un amigo de mami que venía a quedarse con ellos una temporada.
¿Una
temporada? Ja. Quizá Paula prefiriera no aceptarlo, pero él pensaba quedarse
para siempre.
Pedro
tragó el tenso nudo que tenía en la garganta.
—Hola,
Olivia.
Estaba
totalmente perdido. ¿Qué se podía decir a alguien tan pequeño?
La
niña sonrió, una sonrisa amplia que fue acompañada de una cascada de babas por
la barbilla y que le mostró dos graciosos dientes blancos en la encía inferior.
Después, la niña giró bruscamente la cabeza y la apoyó en el hombro de su
madre.
Pedro
seguía sin saber qué decir, pero afortunadamente Paula sabía cómo dominar la
situación.
—Papá—
dijo a su hija—. Olivia, éste es tu papá.
La
niña la miró con sus ojos verdes y sonrió antes de volver a esconder la cara en
el hombro materno.
—Coqueta
—dijo Paula.
Cruzó
el salón y con gestos expertos desplegó una manta en el suelo sin soltar a la
niña, que llevaba apoyada en la cadera. Después colocó a la pequeña en medio de
la manta.
Olivia
se balanceó unos momentos hasta que logró encontrar el equilibrio y se sentó
recta.
—Empezó
a sentarse hace dos semanas —le dijo Paula a Pedro por encima del hombro—. ¿Por
qué no te acercas y juegas con nosotras? No es tímida, y creo que se
acostumbrará a ti enseguida.
—Está
bien —dijo él, tratando de hablar en un tono normal aunque sentía que el
corazón se le iba a salir del pecho.
Se
sentó junto a ellas en la manta de colores. Paula empezó a construir una torre
de piezas de colores, y cada vez que conseguía levantar una pila de tres o
cuatro, Olivia estiraba la mano y las tiraba, mientras gritaba y sonreía de
placer.
Una
de las veces, cuando Paula se detuvo un momento, la niña empezó a aplaudir con
las manos y a gritar en un tono que no dejaba dudas sobre lo que quería.
Pedro
rápidamente buscó otra pieza.
—Buena
forma de conseguir lo que quieres —comentó.
Paula
se echó a reír.
—Sabe
perfectamente lo que quiere. Y si no lo consigue, me lo hace saber.
—Me
recuerda a Melanie.
Lo
dijo sin pensar, pero en el momento en que las palabras salieron de su boca
supo que habían sido un error.
El
brillo de felicidad de los ojos de Paula dio paso a una expresión de profunda
tristeza y dolor.
—Sí
—dijo, en voz baja—. Parece que Olivia tiene mucho más carácter del que yo he
tenido nunca.
Pedro
quiso protestar. El carácter de Paula no tenía nada reprochable. El hecho de
que Melanie dijera siempre todo lo que sentía y tuviera una personalidad más arrolladora
no significaba que el carácter de Paula fuera en absoluto desagradable.
Simplemente
era una persona más tranquila y a quien no le gustaba llamar la atención.
Pero
no supo cómo decirlo sin empeorar más la situación. Además, había algo muy
claro: Paula no quería hablar de Melanie.
Pedro
sintió una punzada de remordimiento. Por mucho que reprochara a Paula no
decirle lo de su embarazo, él no podía olvidar que él fue el responsable de la
muerte de Melanie. Por eso no debía extrañarle que ella no le dijera nada.
La
niña había tomado un libro de cartón y estaba ocupada pasando las páginas.
Mientras él la observaba, la pequeña se lo metió en la boca.
—Toma,
cielo —dijo Paula, ofreciéndole un juego de aros de colores a la vez que le
quitaba el libro—. Los libros no se muerden.
Pedro
miró las esquinas deshilachadas del libro que ella tenía.
—Por
lo visto hay gente que lo hace.
Paula
sonrió y al instante la situación entre ellos se relajó.
—Estoy
trabajando en ello —le aseguró ella, sonriendo. Después miró la hora—.
Pronto
será la hora de cenar. ¿Quieres quedarte a cenar con nosotras?
Él
alzó una ceja.
—¿Pensabas
quedarte a dormir aquí esta noche? —pregunto ella, medio extrañada, medio presa
de pánico.
—Efectivamente
—dijo él, poniéndose en pie y cruzando los brazos—. Si este fin de semana me
enseñas a cuidar de Olivia, puedo ocuparme de ella mientras tú vas a trabajar.
—¿Tú
no tienes que trabajar o algo así? —preguntó ella, con exasperación.
—O
algo así —respondió él.
—O
sea que tienes que volver a California.
No
era una pregunta.
—No.
Estoy bastante seguro de que voy a dejar el ejército.
Paula
lo miró sorprendida.
—Pero
eso es lo que siempre has querido ser. Un soldado.
—Mi
condición física ya no está a la altura de lo que el ejército considera
necesario para entrar en combate —explicó él—, y un trabajo de despacho no me
interesa. No quiero pasarme el día mirando a una pantalla de ordenador. Por eso
he decidido retirarme.
—¿Pero
qué vas a hacer?
Pedro
se encogió de hombros.
—Estoy
estudiando una serie de opciones. Una de ellas es con una empresa de seguridad
en Virginia. Para organizar una nueva sucursal en la Costa Oeste.
—O
sea que volverás a California.
—Ése
era el plan —dijo él, encogiéndose de hombros—. Pero ahora todo ha cambiado.
Pedro
miró a su hija, que se había tendido sobre el estómago y estaba arrastrándose
por la manta tratando de alcanzar un juguete.
—Todo.