Divina

Divina

martes, 12 de enero de 2016

After 0 Pedraula

Pedraula…


Pascua

—Pedro, Ciro se ha despertado. —La voz de Pau traspasa las nubes de mi sueño—. Tenemos que despertar a Olivia para que busquen sus cestas de Pascua.

Me sacude del hombro, suplicándome que me levante.

—Venga, Pedro —dice en voz baja, pero la emoción contenida resuena en sus susurros.

Seré el hombre más afortunado del mundo si me despiertan así todas las mañanas de mi vida.

Gruño y, sin apenas abrir los ojos, la estrecho contra mi pecho.

—¿A qué viene tanto jaleo? —pregunto mientras le beso la sien.

Su pelo se me pega a la cara y aparto los mechones de un soplido. No lleva camisón, y noto sus suaves tetas contra mi costado.

Suspira y entrelaza una pierna sin afeitar con las mías. Pongo cara de que raspa y ella me da un empujón.

—Los niños tienen que encontrar sus cestas y yo he de ponerme con el desayuno. Tienes que levantarte.

Como si nada, como si no me estuviera poniendo como una moto, se aparta de mi cuerpo, rueda por la cama y se levanta.

—Nena, vuelve aquí —protesto. Echo de menos el calor de su piel.

Abre la cómoda y contemplo su torso desnudo. Un quejido escapa de mi garganta. Ojalá me hubiera despertado antes para tenerla un rato más en la cama conmigo. Ya estaría dentro de ella, enterrado en sus profundidades, en su cálido y húmedo... Una almohada me golpea la cara.

—¡Levanta! Hoy tenemos mucho que hacer.

Suspiro, salgo de nuestra cama de matrimonio y a continuación me pongo una camiseta antes de que me tire otra cosa a la cara. Se ha pasado meses redecorando el apartamento, seguro que no le apetece mucho romper ninguna de las exquisitas piezas que compró con el decorador demente que ella me convenció que nos hacía falta contratar. El tío estaba fatal de lo suyo. Pintó todo el salón de rosa salmón y una semana después volvió a pintarlo de un color menos nauseabundo.

—Lo sé, cielo. Cestas, conejos, huevos y toda esa mierda.

Me miro en el espejo que cuelga de la pared y me peino con los dedos. Me recojo el pelo con la goma que llevo en la muñeca y le lanzo a Pau miradas asesinas de reojo. Intenta no sonreír, pero sé que le está costando.

—Sí, y toda esa mierda. —No aguanta más y se echa a reír. Coge el cepillo del pelo—. Tenemos que estar en casa de Landon a las dos. Karen y Ken ya han llegado y todavía no he preparado la ensalada de patata que íbamos a llevar.

Termina de peinarse la melena y me pasa el cepillo con una sonrisa burlona.
No lo necesito. Prefiero hacerlo con los dedos.

—Haré las patatas mientras tú te arreglas —ofrezco—. Vamos a ver cómo los niños buscan sus cestas.

Hace una mueca y se plantea si es una buena oferta porque no sabe si soy capaz de preparar las patatas. La cocina se me da de maravilla... Excepto cuando quemé el pollo las Navidades pasadas. Pau va vestida con un pantalón blanco de algodón y una camiseta azul marino. Se ha puesto un poco morena gracias al tiempo que pasa en el patio cuidando de su pequeño jardín. Le encanta tener un jardín en Brooklyn. Es lo que más le gusta de la casa que le he comprado para celebrar la venta de mi última novela.

En el pasillo, se detiene ante la habitación de Olivia.

—Despiértala y nos vemos en el salón —dice. Me da un beso en la mejilla y grita el nombre de nuestro hijo. Le doy un azote en el culo y ella me pone los ojos en blanco. Lo de siempre. Cuando entro en el cuarto de Olivia, me la encuentro durmiendo con la mitad del cuerpo fuera de la cama. Tiene las piernas destapadas, colgando del borde del colchón, lejos de su edredón de Disney.

—Em... —La sacudo del brazo con delicadeza.

Se mueve, aunque no abre los ojos.
Vuelvo a intentarlo, pero protesta:

—Noooo.

Se da la vuelta y hunde la cabeza en la almohada. Me ha salido teatrera.

—Cariño, es hora de levantarse. Ciro se va a comer todos los dulces de Pascua si no...

Y de un brinco está fuera de la cama, el pelo hecho una maraña rubia. Lo tiene ondulado como yo y denso como su madre.

—¡No se atreverá! —proclama poniéndose las zapatillas de andar por casa antes de salir disparada de la habitación.

Cuando la alcanzo, está abriendo todos los armarios de la cocina.

—¡¿Dónde está mi cesta?! —chilla.

Pau se ríe y Ciro desenvuelve con dedos torpes un huevo de chocolate, que se mete entero en la boca. Mastica un instante y luego la abre del todo.

Pau se acerca y le quita un pequeño trozo de papel de aluminio de la lengua. Él sonríe, desdentado y lleno de chocolate. Se le cayó un incisivo la semana pasada y está para comérselo con patatas. Me burlo de su ceceo, es una de las ventajas de ser padre: puedo meterme con mis hijos todo lo que me apetezca. Es un rito de iniciación.

—¡Mamá! —lloriquea Olivia desde el armario del pasillo—. Papá ha escondido mi cesta, ¿verdad? ¡Por eso no consigo encontrarla!

Me río de lo exagerada que es.

—Sí, la he escondido yo.

Es una niña muy dulce, pero también muy insolente y con opiniones para todo a la tierna edad de once años. Por eso no tiene muchos amigos.

Olivia sigue rebuscando por la casa mientras Ciro devora la mitad de su cesta de dulces y esparce briznas de césped artificial por el suelo.

—También te han puesto un tambor —le digo.

Él asiente con la boca llena de caramelos. No parece que le interese nada que no esté hecho de chocolate.

—Papá. —Olivia entra en la cocina con las manos vacías—. Por favor, ¿podrías decirme dónde has escondido mi cesta? Me lo has puesto muy difícil, mucho más que el año pasado.

Se acerca al taburete en el que estoy sentado y se abraza a mi cintura. Es muy alta para su edad, y me toma por tonto.

—Por favor... —me suplica.

—No engañas a nadie, jovencita. Te daré una pista, pero que sepas que un abrazo y una voz dulce no bastan para sobornarme. Tienes que trabajar para ganarte las cosas, ¿recuerdas?

Hace un mohín y me abraza con más fuerza.

—Ya lo sé, papá —dice contra mi pecho.

Sonrío ante la nueva táctica y miro a Pau, que observa a Olivia con recelo.

—Está en un sitio al que nunca nunca vas. A donde va la ropa que siempre te niegas a ayudarnos a doblar. —Le acaricio la espalda y ella se suelta de mi cuello.

—¡La lavadora! —grita Ciro, y Olivia chilla de emoción. Corre junto a su hermano y le acaricia el pelo.

Él sonríe, feliz como un perrito, por el gesto cariñoso de su hermana mayor.

Antes de un minuto, Olivia vuelve corriendo a la cocina con su cesta, de la que caen pequeños huevos de chocolate. No les hace ni caso, está muy ocupada hurgando dentro. Pau se levanta para recogerlos y Olivia no parece muy interesada en ayudar a su madre. 

Mi hija se sienta en el suelo, con las piernas cruzadas y la cesta en el regazo, y se echa a la boca un puñado de gominolas de colores. Me vuelvo hacia Pau y Ciro. Su madre lo ha cogido en brazos, parece casi tan grande como ella. Los años han pasado volando y no sé cómo yo, un gamberro de medio pelo, he traído al mundo dos niños tan empáticos y tranquilos.

Bueno, Olivia tiene sus rabietas. Como cuando arrojó una planta contra la pared. Pero no fue una situación difícil de resolver: le quité la puerta de su habitación. Yo no juego a la chorrada esa del niño mimado enfadado con todo. No hay razones por las que deba estar enfadada con tan sólo once años, no ha tenido la vida que tuve yo. Tiene unos padres que la adoran y que siempre están cuando los necesita.

Mis hijos son maravillosos.

Pau y yo siempre estamos ahí para ellos. No han vivido un solo día sin un beso, un abrazo y al menos dos «te quiero» bien cursis. Olivia tiene algunas de las cosas que se ponen de moda entre los niños populares del colegio. No quiero que mis hijos sean como yo, el niño con los zapatos llenos de agujeros. Quiero que sepan qué se siente al desear cosas como juguetes y demás, y luego enseñarles el modo de ganárselas haciendo gestos sencillos, como dar besos en la mejilla, abrazos y regalar palabras amables. De eso nunca falta en esta casa. Cuando nacieron decidimos que no iba a ser como mi padre, como ninguno de mis padres. Mis hijos iban a saberse queridos, jamás iban a pensar que estaban solos en el mundo. El mundo es demasiado grande para estar solo, especialmente para dos pequeños Alfonso.

He puesto fin a la saga de padres penosos para no arruinar dos pequeñas vidas.

Antes de una hora, Olivia está K.O. en el sofá, con una pierna en el respaldo y un brazo colgando del asiento. Ciro está en su sofá favorito. Se supone que es una «miniatura», aunque ocupa mucho espacio. Pero aun así Pau insistió en quedárselo e hizo oídos sordos a mis protestas. El sofá tenía una otomana carísima a juego, que también ocupa demasiado espacio para el tamaño del que goza una sala de estar en Brooklyn. No tuve ni voz ni voto con los muebles, así que, aquí estoy, contemplando a mi pequeño de seis años, comatoso de tanto comer dulces, con la barbilla manchada de chocolate. Se parece mucho más a mí que a su madre.

—Mira qué monos son —dice Pau detrás de mí. Parece agotada, con la mirada apagada y la tez pálida.

Le rozo la mejilla con los labios, esperando devolverle el color a besos. Suspira, me abraza y sus manos se cierran en mi vientre.

—¿Qué planes tienes para la siesta? —pregunto. Siempre se las apaña para aprovechar hasta el último minuto de las siestas (cada vez más cortas) de los niños para hacer cosas productivas. Está demasiado ocupada y no me hace ni caso, así que no hay nada que hacer. Sé que mentalmente está tachando elementos de la lista de tareas pendientes.

—Bueno... —dice con lentitud, y luego suelta a chorro—, llamar a Fee por lo de la tarta, decirle a Posey que compruebe los ramos... —y más cosas que no escucho porque le estoy metiendo la mano en los pantalones. Ella me mira con atención mientras deshago el nudo del cordel que los mantiene en su sitio y hundo los dedos en sus bragas. —No me distraigas —protesta, pero su cuerpo se pega al mío para sentir más presión.

—Trabajas demasiado —le digo por enésima vez esta semana.

Ella pone los ojos en blanco por enésima vez también. Luego me coge por la muñeca y se lleva la mano al pecho.

—Dice el hombre que se pasa días enteros sin dormir cuando tiene una fecha de entrega.

Hoy parece receptiva a que la distraiga, no es lo normal, pero por mí estupendo. Le sobo las tetas, que suben y bajan en su pecho. Gime, quiere más de mí. Y se lo voy a dar.

La cojo de la mano y entonces la llevo al pasillo. Camina deprisa, ansiosa por llegar a nuestro dormitorio. En el momento en que cruzamos el umbral, cierra la puerta maciza con tanta fuerza que casi se cae el gigantesco retrato de los niños que cuelga de la pared. 

Cuando dijo que deberíamos hacerlo me pareció un poco fuera de lugar, pero a Pau le encantaba la idea de tener una imagen de nuestros hijos aquí del tamaño de un cartel publicitario. Al menos me hizo caso en una cosa: lo colgó en la pared opuesta a la cama. 

Ni de coña voy a estar mirando una versión abstracta en colores neón de mis hijos mientras me follo a mi mujer. Ni hablar.

—Ven aquí —le digo atrayéndola a mi regazo.

Estoy sentado en el borde de nuestra cama de matrimonio. En los últimos meses la hemos tenido que compartir de vez en cuando con nuestros hijos. Ciro atravesó una etapa en la que tenía pesadillas y yo me pasaba las noches en vela preguntándome si lo había heredado de mí. Más tarde le tocó a Olivia, que sintió celos de su hermano y comenzó a venir pidiendo en voz baja que la protegiéramos de los «sueños feos», aunque yo sabía que era mentira. Hasta se frotaba los ojos igual que cuando tenía seis años y todo.
Les gustaba dormir con mamá a un lado y papá al otro. Era la leche, en serio.

—¿Pedro? —La voz de Pau es dulce y grave, y sus ojos me miran fijamente—. ¿En qué estás pensando? —pregunta. Sus dedos suben y bajan por mi abdomen y me araña un poco.

—En los niños, en cuando venían a dormir con nosotros. —Me encojo de hombros y sonrío.

—Eso es un poco raro —dice meneando la cabeza. Pero sus labios sonríen.

—Sólo porque esta vez el que está distraído soy yo, mi vida.

Le muerdo los pezones como piedras, y gime. Le quito la blusa. La prenda cae al suelo y ella se aparta el pelo de la cara con un movimiento de la cabeza. Parece una salvaje con las mejillas encendidas y los labios de color rosa, la melena rubia y la mirada hambrienta. Recorro el encaje de su sujetador negro con los dedos. Esta mujer siempre lleva los sostenes de encaje más sexis del planeta. Meto un dedo bajo la copa y le pellizco un pezón.

—Acuéstate, nena —le ordeno.

Ella se quita los pantalones y las bragas, los deja en el suelo y se tumba en la cama. Coge una almohada y se la pone debajo de la cabeza. Sus ojos me dicen lo que quiere con exactitud. Quiere que se lo coma. Últimamente es lo que más le gusta.

Está cansada, agotada y le duelen los pies, así que sólo quiere que la mimen. Por supuesto, siempre me corresponde. Mi mujer me devuelve el favor metiéndose mi polla hasta las amígdalas cuando los niños nos dejan dormir hasta pasadas las siete de la mañana. Pau levanta las piernas, las flexiona y las abre. Tengo sus muslos justo enfrente. Me muerdo el labio inferior, intentando sofocar un jadeo.

Está empapada, brillante bajo la luz del dormitorio, y cuando se trata de ella no tengo autocontrol. Casi me abalanzo con la boca abierta sobre su piel suave y húmeda. Mi lengua dibuja una línea recta de abajo arriba al tiempo que mis labios succionan con suavidad.

Pau mueve las caderas, las aprieta contra mi boca. Meto los brazos por debajo de sus muslos y tiro de ella hacia el borde de la cama. Grita, un adorable sonido de sorpresa mezclada con excitación. La levanto por las nalgas con las manos mientras mi boca la devora y ella gime mi nombre, alternándolo con «sí», «no» y «Ay, Dios» más otras muchas guarradas.

Me chiflan sus exclamaciones y que me dé ánimos. Tienen el efecto de conseguir que le tiemblen las piernas, que se agarre a las sábanas. Ahora me está tirando del pelo. Cómo me pone.

—Pe-dro... —Se le quiebra la voz y añado un dedo a la ecuación.

Se lo meto hasta el fondo y la vuelvo loca. Trazo círculos con la lengua en su clítoris, sin parar de chupar, sin parar de chupar. Saboreo su corrida, es lo más dulce del mundo.

Levanto la cabeza para coger aire y la apoyo en su vientre mientras ella recobra el aliento. Me da pequeños tirones del pelo para que ascienda por su cuerpo. Todavía la tengo dura cuando me tumbo encima de ella. Ahora mismo, lo único que falta por tachar de mi lista de deseos y necesidades es sexo. Pau lo sabe, por eso se levanta de la cama y se restriega contra mí.

—¿Quieres que te folle? ¿No has tenido suficiente? —pregunto frotando la polla contra su entrepierna.

—Nunca tendré suficiente... —gimotea, y yo jadeo cuando me la agarra y se la mete dentro. La penetro muy despacio y contemplo el placer que reflejan sus facciones. Sus tetas están pegadas a mi pecho y sus muslos rodean mi cintura.

—Más —suplica; quiere que me mueva dentro de ella.

No hay problema, lo hago a buen ritmo. Me clava las uñas de una mano en la espalda y con la otra me tira del pelo.

No voy a durar mucho.

Nada.

Noto que se le tensan los muslos y yo voy a llegar al mismo tiempo que ella. Un par de embestidas más y nos derretimos juntos. Pau sigue con los ojos cerrados y yo me desplomo sobre su cuerpo.

Mientras mi corazón recupera su ritmo normal, contemplo a Pau. Tiene los ojos grises cerrados, la boca entreabierta, y me parece tan hermosa como el primer día que la vi.

Apenas recuerdo el muchacho que era cuando la conocí, pero todos los detalles de nuestra vida juntos me corren por las venas como una canción.

Esta mujer terca como una mula se niega a casarse legalmente conmigo, pero es mi mujer a todos los efectos y la madre de mis preciosos hijos. Queremos tener al menos uno más, cuando su trabajo lo permita.

Me pone un poco nervioso traer otro hijo al mundo. Siempre me preocupo cuando se queda embarazada.

La responsabilidad de criar un ser humano bueno y decente es algo que me tomo muy en serio, pero Pau carga con la mitad y me asegura que somos unos padres fantásticos. No soy como mi padre. Lo hago a mi manera. No cabe duda de que he cometido errores, pero he cumplido mi condena y he sido perdonado. Aunque no soy un hombre religioso, sé que tiene que haber algo más grande que Pau y que yo. Mi mundo pasó de nada a todo y estoy orgulloso de quien soy ahora. Me veo en los ojos de mis hijos y oigo mi felicidad en sus risas.

Me siento orgulloso de poder ayudar a los adolescentes con problemas que viven en mi barrio recaudando fondos para el centro social. He conocido a miles de personas que se sintieron conmovidas al leer mis palabras impresas. Luché durante muchos años para guardármelo todo dentro, sin embargo, cuando lo dejé salir, mi corazón se abrió. Habría sido muy egoísta por mi parte no compartir mis vivencias, no ayudar a otros adolescentes víctimas de adicciones y con problemas psicológicos. Con los años he aprendido a no vivir en el pasado, sino a mirar siempre hacia el futuro. Soy consciente de lo manido y de lo ñoño que parezco, pero es mi verdad.

He vivido durante tanto tiempo en la oscuridad que quiero ayudar a otros a encontrar la luz. He sido bendecido con una familia que ni siquiera me habría atrevido a soñar, y mis hijos serán mucho mejores de lo que lo fui yo.

La cabeza de Pau cae hacia un lado y, sin despertarla, le aparto el pelo de la cara. Ha sido mi paz, mi fuego, mi aliento, mi dolor y, a pesar de todo, cada segundo ha merecido la pena para conseguir la vida que tenemos ahora. Nos hice pasar a Pau y a mí un infierno, pero vivimos para contarlo. Después de todo, hemos encontrado nuestra propia versión del cielo.


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final de After (gracias por acompañarme siempre) hasta siempre After.



(si quieren volver a revivir les dejo los link)

After 1 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2015/10/prologo-de-after.html 


After 2 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2015/11/after-2-prologo.html

After 3 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2015/11/after-3-prologo.html

After 4 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2015/12/after-4-prologo.html

After 0 http://yaninapaz.blogspot.com.ar/2016/01/after-0-prologo.html





After 0 Pedraula

Pedraula

Nueva York está pasando uno de los veranos más calurosos de la historia cuando Pau tiene a Ciro. Es martes, el día en que sale a la venta mi última novela, y Pau y yo estamos tirados en la alfombra, mirando el ventilador de techo que instalamos la semana pasada.
No hacemos más que redecorar nuestro pequeño apartamento como locos. Sabemos que no vamos a vivir aquí siempre, y aun así no paramos de invertir en él. Por impulso, decidimos redecorar por completo la habitación del niño cuando éste sólo tenía ocho semanas, y ha resultado ser una tarea mucho más compleja de lo que creíamos. Por culpa de la renovación, la cuna de Ciro está en nuestro dormitorio, a los pies de la cama. Lo encuentro abarrotado y feo, como si fuéramos refugiados en un barco enano que han decidido cederle a su hija de cinco años, Olivia, el camarote principal mientras ellos se instalan en el bote salvavidas.

A Pau le encanta.

Hay noches en las que se queda dormida con los pies en la cabecera, cogida de la mano del bebé mientras ambos duermen. La mitad de las veces le muerdo la oreja o le doy un masaje en los hombros para que se despierte y se acueste en la posición correcta. Las demás noches me abrazo a sus piernas y dormimos así. Pero tengo que tocarla. Por las mañanas siempre se despierta a mi lado y me muerde la oreja o me frota las lumbares.

Me siento como un anciano. Me duele la espalda porque escribo con muy mala postura: sentado en el sofá o a lo indio en el suelo, con el portátil sobre el regazo.
Pau señala el ventilador de techo.

—Está torcido. Deberíamos volver a pintar.

En este momento, la habitación del bebé está pintada de amarillo pastel, un tono neutro para chico o para chica. Queríamos que fuera un color claro, hemos aprendido que es un error (y un tostón) dar por sentado que a las niñas les gusta el rosa algodón de azúcar. De ese color pintamos su habitación antes de que naciera nuestra hija, pero en cuanto Olivia descubrió que no le gustaba el rosa nos costó tres tardes, y tres capas de pintura verde, cubrirlo. Aprendimos la lección, y Pau aprendió de mí un par de tacos nuevos. El amarillo pastel era el color de moda, y todos sabemos que he de seguir las últimas tendencias y complacer a mi señora. También es porque resultará fácil pintar encima de ese color el día que Ciro empiece a expresar sus preferencias.

La habitación del bebé contiene distintos tonos de amarillo. No sabía que hubiera tantos tonos de amarillo o que pudieran llevarse tan mal. Todos proceden de las visitas de Pau a IKEA y a Pottery Barn. Juro que va por lo menos tres veces a la semana. Encuentra toda clase de tonterías que adora y las abraza contra su pecho y exclama: «Esta almohada decorativa es taaaaaaaan suave...» o «¡Es tan mono que me lo comería!». Y luego mete dicha tontería debajo de un cojín del sofá o de cualquier otro rincón de la habitación del bebé que no haya llenado ya.

El cuarto ha acabado siendo como una enorme bola de ondulantes rayos de sol en la que Pau no aguanta ni diez minutos sin marearse. Me hizo prometer que nunca más la dejaría volver a decorar una habitación, especialmente una de bebé. Y ahora quiere que vuelva a pintarla.

Lo que hago por esta mujer.

Y más que haría. Hago todo lo que puedo.

Una cosa que podría hacer por ella es conseguir que dejara más trabajo en la oficina, aunque para eso tendría que recurrir a la magia. Últimamente está agotada, y eso me pone malo. No quiere bajar el ritmo, pero yo sé lo mucho que le gusta su trabajo. Su carrera es su tercer hijo. Se deja la piel para conseguir las bodas más bonitas que uno pueda imaginar. Acaba de empezar en la industria, pero se le da de cine.

Cuando me habló de cambiar la dirección de su carrera estaba aterrorizada. No paraba de dar vueltas por la diminuta cocina. Yo acababa de poner el lavavajillas y de pintarle las uñas a Olivia. Creía haberlo hecho muy bien, pero Olivia hizo que Pau me despachara cuando declaré con orgullo que la chapuza que le había hecho en sus uñitas estaba bien, que el color rojo le daba un aire de haber matado a alguien.

No sabía que una hija mía pudiera ser tan delicada y tener tan poco sentido del humor.

—Quiero rechazar el ascenso en Vance y retomar los estudios —dijo Pau como si nada. O a mí me pareció que lo decía como si no tuviera importancia.

Olivia estaba sentada y en silencio, sin comprender el impacto que ese tipo de decisiones tienen en las vidas de la gente.

—¿De verdad? —pregunté mientras secaba un plato con un paño de cocina.

Pau se mordió el labio inferior y abrió mucho los ojos.

—Lo he estado pensando y, si no lo hago, me volveré loca.

A mí no hacía falta que me lo explicara. Todos necesitamos un cambio de vez en cuando. Incluso yo me aburro entre libro y libro, y a Pau se le ocurrió que fuera profesor sustituto dos o tres días al mes en Valsar, el colegio donde estudia Olivia y en el que trabaja Landon. Cierto, dimití al cabo de tres días, pero fue una experiencia entretenida y gané puntos con mi chica.

Como siempre, animé a Pau a hacer lo que quería. Deseaba que fuera feliz y no necesitábamos el dinero. Yo acababa de firmar un nuevo contrato con Vance, el tercero en dos años. El dinero de After fue directo a una cuenta para los niños. Bueno, después de comprarle a Pau una pulsera de charms: la antigua no estaba hecha para durar. Se había desgastado con el paso del tiempo, pero Pau conservó los amuletos y le encantó ver que podía colgárselos a la nueva, podía cambiarlos para variar, podía quitar y poner a su gusto. A mí me parecía una chorrada, pero a ella la hacía muy feliz.

A la mañana siguiente Pau se sentó a hablar con Vance y, con mucha educación, rechazó el ascenso. Al volver a casa se pasó una hora llorando. Yo sabía que se sentiría culpable por dejar su empleo, pero se le pasaría pronto. Era consciente de que Kim y Vance la animarían a mantenerse firme en su decisión durante las dos últimas semanas que trabajó en la editorial. Cuando consiguió su primer cliente como organizadora de bodas gritó de felicidad, y la vi más viva que nunca. Aún no sabía por qué la muy loca seguía conmigo pese a todas las gilipolleces que había hecho de joven, pero me alegré mucho de que no me dejara sólo por tener el privilegio de verla tan ilusionada. Por descontado, Pau bordó la primera boda y empezaron a lloverle recomendaciones. A los pocos meses ya tenía dos empleados. Me sentía muy orgulloso de ella y ella estaba muy orgullosa de sí misma. En retrospectiva, no tenía nada de que preocuparse. Pau es una de esas personas repelentes que tocan un montón de mierda y lo convierten en oro.

Es básicamente lo que hizo conmigo.


Trabajaba sin parar y se estaba matando a trabajar otra vez después de dar a luz a Ciro.
Le doy un achuchón.

—Necesitas una noche libre. Te estás quedando dormida delante del ordenador, mirando el ventilador de techo.

Me clava un codo juguetón en la cadera.

—Estoy bien. Tú eres el que apenas duerme de noche —me susurra en el cuello.

Sé que tiene razón, pero tengo fechas de entrega que cumplir y me faltan horas. Además, cuando se me atasca un párrafo, le doy vueltas sin parar y no me deja dormir. Aun así, detesto que se haya dado cuenta de que ando falto de sueño porque siempre se preocupa más por mí que por ella.

—Lo digo en serio. Necesitas descansar. Todavía te estás recuperando de haber traído al mundo a ese monstruito —digo deslizando la mano bajo su blusa y acariciándole el vientre.

Tuerce el gesto.

—Déjame —gruñe intentando zafarse de mis manos.

No me gusta nada lo insegura que se siente desde que tuvo a nuestro hijo. El nacimiento de Ciro fue mucho más duro con su cuerpo que el de Olivia, pero yo la encuentro más sexi que nunca. Odio que mis caricias la incomoden.

—Nena... —Retiro la mano pero sólo para poder apoyarme en el codo. La miro y meneo la cabeza.

Pau me hace callar tapándome la boca con dos dedos y sonríe.

—Me sé esa parte de la novela: es cuando me sueltas el discurso del buen marido acerca de cómo me he ganado mis cicatrices, que me hacen todavía más bonita de lo que ya era —dice con aire teatral.

Siempre ha sido una sabelotodo.

—No, Pau. Es cuando te demuestro cómo me siento cuando te miro.

Le cojo el pecho con la mano y aprieto lo justo para que entre en ignición, para que su cuerpo empiece a precalentar para recibir al mío. Jadea sin darse ni cuenta y gime cuando encuentro un pezón bien duro y lo pellizco por debajo de la ropa. Ha perdido. Yo lo sé y ella también. Acepta su derrota sin condiciones y me apresuro a reaccionar. Rápidamente, mis manos encuentran las perneras de sus pantalones cortos y se cuelan bajo la tela. Como imaginaba, ya ha mojado las bragas. Me encanta notar cómo chorrea, y me muero por saborearla en mi boca. Saco los dedos y me los llevo a los labios. Pau gime, se lleva mi dedo índice a la boca y lo chupa.

Mierda, esta mujer acabará conmigo.

Me mira fijamente a los ojos y mordisquea la punta de mis dedos. Presiono mi cuerpo contra el suyo para que sienta lo dura que me la ha puesto con su pequeño festival del mordisco. A continuación, tiro de la cinturilla de sus pantalones cortos de algodón y se los bajo. Me quiere ya, me necesita ya. Le lamo el cuello y ella me agarra la polla con firmeza. Está tan desesperada como yo, y me desnuda en un abrir y cerrar los ojos. Para cuando se encarama sobre mí, sólo llevo puestos los calcetines. Las inseguridades de Pau parecen desvanecerse cuando deja descender su cuerpo sobre el mío y sus labios húmedos engullen mi piel dura. Su cálida lengua traza círculos en la punta y se gana una gotita. El ritmo de su boca es constante, me devora hasta el fondo y jadeo su nombre. Me tumbo en el suelo y le cojo las tetas. Las tiene enormes de dar el pecho (es el único cambio que le gusta), y yo no voy a quejarme por tener más teta con la que jugar.

—Joder, me encantan tus peras —le digo mientras su boca sube y baja.

Pau me abraza, succiona cada vez más fuerte, y la presión aumenta en mi abdomen. 

Hundo las manos en su pelo y ella me suelta, me mira a los ojos y se relame. Se apoya en los codos y acerca su pecho a mi entrepierna. Jadeo como un perro que espera una caricia de su amo después de haberse pasado todo el día encerrado en una jaula. Pau junta sus hermosos melones y desliza mi polla entre ellos. Basta con que lo haga tres veces para que me corra en su piel. Mientras recobro el aliento, ella se pasa la lengua por los labios y me sonríe tímidamente, con las mejillas ruborizadas por cómo su cuerpo responde a darme placer.

Se levanta, se mira las tetas y dice:

—Necesito darme una ducha.

Jadeante, cojo la camiseta negra y la llevo hasta su pecho, pero ella me aparta la mano, me mira mal y empieza a andar hacia la puerta. Con el paso de los años, cada vez le gusta menos que limpie fluidos corporales con mis camisetas. Por lo visto, no es apropiado y para eso están las toallas, me dice siempre.

La sigo al baño y tomo nota mental de devolverle el favor en la ducha.


Sus tetas están espectaculares contra la mampara de cristal. El espejo de la pared del baño es lo mejor que tiene este apartamento.

After 0 Smith

SMITH

De joven no sabía cómo ser un modelo a seguir. No tenía ni puñetera idea de por qué nadie querría ser como él. Pero eso era lo que quería el pequeño. El crío con hoyuelos lo seguía a todas partes cuando iba de visita y se hacía mayor a medida que él crecía. El pequeño acabó siendo uno de sus mejores amigos y, para cuando fue tan alto como él, ya eran verdaderos hermanos.


Hoy viene Pedro y estoy más emocionado que de costumbre porque hace meses que no lo vemos. Temía que no fuera a volver. Cuando se trasladó, prometió que nos visitaría de vez en cuando, todo lo que pudiera, dijo. Me gusta que, hasta ahora, haya cumplido su promesa.

Estos últimos días mi padre me tiene ocupado para distraerme con cosas como los deberes de matemáticas, sacar los platos del lavavajillas y pasear al perro de Kim. Me gusta pasear a Teddy, es muy bueno y muy pequeño, así que puedo llevarlo en brazos cuando le da pereza caminar. Pero, aun así, estoy en las nubes pensando en la visita de Pedro. Hoy se me ha hecho el día muy largo: colegio, clase de piano, y ahora tengo que hacer los deberes. Kimberly está cantando en otra habitación. Es muy ruidosa. A veces creo que piensa que canta bien, por eso no le digo que lo hace de pena. Cuando llega a una nota alta, el perro a veces se asusta.

Siempre que Pedro viene a casa me trae un libro. Me los leo todos y luego hablamos o nos escribimos para comentarlos. A veces me da libros difíciles escritos de un modo que no entiendo, o libros que mi padre me quita porque dice que soy demasiado joven para leerlos. Con ésos, mi padre siempre le pega a Pedro en la cabeza antes de guardarlo para «cuando tenga edad».

Me da risa siempre que Pedro maldice a mi padre. Normalmente después de recibir uno de esos cachetes.

Pau me ha dicho que Pedro solía enseñarme tacos cuando era pequeño, pero no me acuerdo de eso. Ella siempre me habla de cuando era pequeño. No conozco a nadie que hable tanto como ella, salvo Kimberly. Nadie habla más, ni más alto, que Kim. Aunque Pau tampoco se queda corta. Al pasar junto a la puerta principal, la alarma suena un par de veces y veo que la pantalla de la tele del salón se ha encendido. La cara de Pedro y su napia llenan todo el pequeño rectángulo. Ahora se le ve el cuello, los tatuajes parecen garabatos. Me echo a reír y pulso el botón del altavoz.

—¿Tu padre ha vuelto a cambiar el código? —pregunta. Lo más gracioso es que la pantalla muestra sus labios en movimiento mucho antes de que llegue el sonido por el altavoz. Su voz es casi idéntica a la de mi padre, aunque habla más despacio. Mi abuela y mi abuelo también hablan como ellos, porque nacieron todos en Inglaterra. Mi padre dice que he estado allí cuatro veces, pero yo sólo recuerdo la visita del año pasado, cuando fuimos a la boda de una amiga.

Mi padre se lastimó durante el viaje. Recuerdo que su pierna parecía carne de ternera picada y lista para guisar. Me recordó a «The Walking Dead» (pero que no se entere de que he encontrado el modo de verla). Ayudé a Kim a cambiarle las vendas. Daba bastante asco, pero le han quedado unas cicatrices muy chulas. Kim tuvo que empujarlo en una silla de ruedas durante un mes. Dice que lo hizo porque lo quiere. Si alguna vez me lastimo y necesito que me empujen en silla de ruedas, seguro que ella lo haría.

Le abro la puerta a Pedro y entro en la cocina en cuanto oigo sus pasos en la sala de estar.

—Smith, cariño —dice Kim entrando a su vez en la cocina—, ¿te apetece comer algo?

Hoy lleva el pelo rizado alrededor de la cara. Se parece a su perro, Teddy, que suelta pelo por todas partes. Niego con la cabeza y entonces aparece Pedro.

—A mí sí —dice—. Tengo hambre.

—A ti no te he preguntado, se lo he preguntado a Smith —replica ella, y se limpia las manos en el vestido azul.

Pedro se echa a reír con una sonora carcajada. Menea la cabeza y me mira:

—¿Ves cómo me trata? Es terrible.

Yo también me río. Kim dice que Pedro se mete con ella. Son muy graciosos. Ella abre la nevera y saca una jarra de zumo.

—Mira quién fue a hablar.

Pedro vuelve a reírse y se sienta a mi lado. Lleva en la mano dos pequeños paquetes envueltos en papel blanco. Sin lazos, sin florituras. Sé que son para mí, pero no quiero ser maleducado.

Me quedo mirándolos e intento leer el título de los libros a través del papel, pero nada. Me vuelvo hacia la ventana y finjo contemplar el paisaje para no parecer un malcriado.
Pedro deja los paquetes en la encimera y Kim me sirve una taza de zumo; luego vuelve al armario a por patatas fritas.

Mi padre siempre le dice que no me deje comer muchas, pero ella no le hace caso. Mi padre dice que nunca le hace caso.
Intento coger la bolsa, pero Pedro se me adelanta y la sostiene por encima de mi cabeza un momento.
Me sonríe:

—Creía que no tenías hambre.

El agujero del labio parece como un punto que alguien le hubiera pintado en la cara. Antes llevaba un piercing, de eso me acuerdo. Siempre le digo que vuelva a ponérselo. Él me dice que no haga caso a Pau.

—Ahora sí. —De un salto, le quito la bolsa de patatas, que crujen con estruendo en mis manos.

Pedro se encoge de hombros, parece feliz. Cree que soy muy gracioso, me lo dice a todas horas.

Cuando abro la bolsa, él coge un puñado de patatas y se las mete en la boca.

—¿No vas a abrir tus regalos antes de pringarte las manos con las patatas fritas? —Escupe migas al hablar, y Kim pone cara de asco.

—¡Christian! —grita ella llamando a mi padre.

Me da la risa y Pedro finge tener miedo.
Aparto la bolsa de patatas.

—Bueno, ya que me lo preguntas, prefiero abrir los libros primero.

Pedro se lleva los dos paquetes al pecho.

—Libros, ¿eh? Y ¿qué te hace pensar que te he traído libros? —dice.

—Porque es lo que haces siempre.

Señalo el más grueso y él lo desliza por la encimera.

— Touché —responde, aunque no sé lo que significa.

Me olvido de mis modales y rasgo el papel hasta que aparece una cubierta muy colorida. Es un chico con sombrero de mago.

— Harry Potter y la cámara secreta. —Leo el título en voz alta. Me va a gustar este libro. Acabo de leerme el anterior.

Cuando miro a Pedro, se está apartando un mechón de la cara. Estoy de acuerdo con mi padre: necesita un corte de pelo. Lo lleva casi tan largo como Kim.

Señala el libro:

—De parte de Landon, como el anterior. Le gusta el pequeño mago.

Mi padre entra entonces en la cocina y suelta una palabrota al ver a Pedro. Éste le da una palmada en el hombro y Kim les dice que son como críos. Asegura que yo me comporto con más madurez que ellos.

—Qué cosas más bonitas me dices —comenta mi padre—. Smith, no te olvides de darle las gracias al amigo de Pau.

Pedro arruga la nariz.

—¿El amigo de Pau? ¡Es mi hermano! —Sonríe y se rasca los tatuajes de los brazos.

Quiero hacerme tatuajes como los suyos cuando sea mayor. Mi padre dice que de eso nada, pero Kim asegura que, una vez me independice, papá no podrá impedírmelo.
Podré hacer lo que me dé la gana cuando sea mayor.

—No es tu hermano de verdad —le digo. Papá me ha contado que Landon y Pedro no llevan la misma sangre.

La sonrisa de Pedro se desvanece y asiente.

—Ya, pero aun así sigue siendo mi hermano.

Mientras pienso qué quiere decir con eso, Kim le pregunta a mi padre si tiene hambre, y Pedro examina la cocina. De repente parece estar triste.

—Tu padre es mi padre. ¿Significa eso que la madre de Landon es también la tuya? —le pregunto. Pedro niega con la cabeza y mi padre le da un beso a Kim en el hombro, cosa que, cómo no, la hace sonreír. Papá tiene ese efecto en ella.

—A veces la gente puede ser familia aunque no tengan los mismos padres.

Pedro me mira como esperando respuesta. No sé qué ha querido decir con eso, pero si desea que Landon también sea su hermano, a mí me parece bien. Landon es muy simpático. Vive en Nueva York, por eso no lo veo mucho. Pau también vive allí. Mi padre tiene una oficina en esa ciudad. Es pequeña y huele como a hospital.
Pedro me acaricia la mano y lo miro.

—Que Landon sea mi hermano no significa que tú dejes de serlo. Lo sabes, ¿no?

Me siento un poco mal porque Kim ha puesto cara de que va a echarse a llorar y mi padre parece asustado.

—Lo sé —le digo, y miro el libro de Harry Potter—. Landon también puede ser mi hermano.

Él parece feliz cuando sonríe y yo alzo la vista para ver si Kim vuelve a poner la cara de antes.

—Claro que puede. — Pedro mira a Kim y dice—: ¡Pare ya, señora! Por cómo se ha puesto, cualquiera diría que esto es un velatorio.

Mi padre insulta a Pedro y Kim se aparta cuando él le tira una manzana a mi padre, que parece un jugador de béisbol por cómo la coge al vuelo... y le da un mordisco. Todos reímos. Pedro desliza el segundo libro por la encimera y lo atrapo. El papel de éste cuesta más de romper, y me hago un corte en el dedo con uno de los bordes. Hago una mueca pero ojalá nadie se dé cuenta. Si lo digo, Kim hará que me lo lave con agua y jabón y me pondrá una tirita. Yo quiero ver qué libro me ha traído.

Cuando cae el último trozo de papel, veo una cruz enorme en la cubierta.

—¿Drácula? —digo en voz alta. He oído hablar de este libro. Es de vampiros.
Mi padre deja a Kim y rodea la encimera.

—¿Drácula? ¿Es una broma? ¡Si sólo tiene nueve años! —Estira el brazo para que le entregue el libro.

Le lanzo a Kim una mirada suplicante. Ella aprieta los labios y le pone mala cara a Pedro.

—Normalmente me pondría de tu parte —dice. Pedro la llama embustera, pero ella sigue hablando—: Pero ¿Drácula? ¿En qué estabas pensando? Harry Potter y Drácula... Menuda combinación.

Mi padre asiente y continúa en la misma posición que antes, como una estatua gigante. Lo hace siempre que quiere demostrar que tiene razón. Transcurren unos instantes y luego Pedro pone los ojos en blanco y le da un tirón al cuello de su camiseta negra.

—Lo siento, amigo. Tu padre es un muermo. Empieza con La cámara secreta y en mi próxima visita te traeré otro...

—Uno en el que no haya violencia —lo interrumpe mi padre.

Pedro suspira.

—Vale, vale. Sin violencia —dice burlándose de él.

Me río. Mi padre sonríe también y Kim lo abraza.

Me pregunto cuándo volveré a ver a Pedro.

—¿Tardarás mucho en regresar? —le pregunto. Él se rasca la barbilla.

—No estoy seguro; ¿un mes, tal vez?

Un mes es mucho tiempo, pero el libro de Harry Potter es bastante largo...
Pedro se me acerca.

—Pero volveré, y siempre que venga te traeré un libro —me susurra.

—¿Como mi padre hacía contigo? —le pregunto, y él mira a mi padre. A nuestro padre. Aunque Pedro no lo llama así. Él lo llama Vance, que es nuestro apellido, pero no el de Pedro. Él se apellida Alfonso. Ése es el apellido de su padre de mentira.

Cuando intenté llamar a mi papá Vance, me dijo que si volvía a hacerlo me castigaría hasta los treinta. No quiero estar castigado tanto tiempo, así que lo llamo papá. Pedro se revuelve en la silla.

—Sí, como él hacía conmigo.

De nuevo se ha puesto triste, creo. Pedro se pone triste, luego se enfada, a continuación se ríe... Así es él.
Más raro que un perro verde.

—Y ¿tú cómo sabes eso, Smith? —pregunta mi padre.

Pedro se ruboriza y con los labios, pero sin hablar, dice: «No se lo digas».
Levanto las manos y cojo más patatas fritas.

Pedro dice que no te lo cuente.

Pedro se da una palmada en la frente y luego me da un cachete. Kim nos sonríe. Se pasa la vida la mar de sonriente. También me gusta cuando se ríe, tiene una risa bonita.
Mi padre se acerca a nosotros.

—Aquí el que manda no es Pedro —dice, y comienza a masajearme los hombros. Me gusta cuando hace eso, es muy agradable—. Dime qué te ha contado Pedro y te llevaré a comer helado y a comprar raíles nuevos para el tren de juguete.

El tren es mi juguete favorito. Mi padre siempre me está comprando raíles, y el mes pasado Kim me ayudó a trasladarlo a una habitación vacía. Ahora tengo un cuarto entero para mis trenes. Pedro está sudando la gota gorda, pero no parece enfadado. Decido que se lo puedo contar a mi padre.

Además, conseguiré más cosas para mi tren.

—Me dijo que le llevabas libros, como hace él. —Levanto los dos pesados libros—. Y que eso lo hacía muy feliz cuando era un niño pequeño como yo.

Pedro vuelve la cabeza y mi padre parece sorprendido al oírlo. Le brillan los ojos y me mira fijamente.

—¿Eso te dijo? —Su voz suena rara.

—Sí —digo asintiendo con la cabeza.

Pedro permanece en silencio, pero me está mirando otra vez. Se ha puesto rojo como un tomate y le brillan los ojos igual que a mi padre. Kim se ha tapado la boca con la mano.

—¿He dicho algo malo? —les pregunto.

Mi padre y Pedro dicen que no a la vez.

—No has dicho nada malo, hombrecito. —Papá pone una mano en mis hombros y la otra en los de Pedro.


Normalmente, cuando intenta hacer eso, él se aparta. Hoy no se mueve.