Pau
El camino de vuelta al coche después de yoga se me hace más largo que de costumbre. La expulsión de Pedro y el traslado a Seattle se me han olvidado durante la meditación, pero ahora, lejos de la clase, vuelvo a cargar con ese peso en las espaldas, multiplicado por diez.
En cuanto salgo de la plaza de aparcamiento el móvil vibra en el asiento del acompañante.
« Pedro.»
—¿Diga? —Cambio de marcha.
Pero es una voz de mujer la que ladra al otro lado, y se me para el corazón.
—¿Eres Pau?
—¿Sí?
—Vale. Tengo a tu padre y a...
—Su novio —gruñe Pedro de fondo.
—Sí, a tu novio —dice con socarronería—. Necesito que vengas a recogerlos antes de que alguien llame a la policía.
—¿A la policía? ¿Dónde están? —Vuelvo a cambiar de marcha.
—En Dizzy’s, en la avenida Lamar; ¿conoces el sitio?
—No, pero lo buscaré en Google.
—Ya, claro.
Paso de su actitud. Cuelgo y busco la dirección del bar.
«¿Qué demonios hacen Pedro y mi padre en un bar a las tres de la tarde? Y ¿cómo es que están juntos?»
No tiene sentido. Y ¿qué pinta la policía en todo esto? ¿Qué han hecho? Debería habérselo preguntado a la mujer del teléfono. Sólo espero que no se hayan peleado el uno con el otro. Es lo último que necesitamos.
Para cuando me acerco al bar, me he puesto en lo peor y he llegado a la conclusión de que Pedro ha asesinado a mi padre o viceversa. No hay policías en la puerta del pequeño bar, buena señal. Supongo. Aparco directamente delante del edificio y me apresuro a entrar. Desearía llevar una sudadera y no una mísera camiseta.
—¡Ahí está! —exclama mi padre visiblemente contento.
Se tambalea hacia mí. Va pedo.
—¡Deberías haberlo visto, Pauli! —Aplaude—. ¡ Pedro sabe patear un culo!
—¿Dónde está...? —empiezo a decir, pero entonces se abre la puerta del servicio y sale Pedro, limpiándose las manos ensangrentadas en una toalla de papel manchada de rojo. —¡¿Qué ha pasado?! —le grito desde la otra punta del bar.
—Nada... Tranquilízate.
Abro una boca de palmo y me acerco a él.
—¿Estás borracho? —pregunto, y me aproximo más para mirarlo bien a los ojos: los tiene rojos. Desvía la mirada.
—Puede.
—¡Esto es increíble! —Cruzo los brazos cuando intenta cogerme de la mano.
—Oye, deberías darme las gracias por haber cuidado de tu padre. Ahora mismo estaría rodando por el suelo de no haber sido por mí. —Señala a un hombre que está sentado en el suelo sujetándose una bolsa de hielo contra la mejilla.
—No tengo que agradecerte nada, ¡estás borracho a media tarde! Y te has emborrachado nada menos que con mi padre. Pero ¿a ti qué coño te pasa?
Me aparto de él de dos zancadas y vuelvo a la barra, donde mi padre espera sentado.
—No te enfades con él, Pauli, te quiere —lo defiende mi padre.
«Pero ¿qué demonios pasa aquí?»
Pedro se acerca, cierro los puños, bajo los brazos y grito:
—¡¿Qué pasa? ¿Os habéis puesto pedo juntos y ahora sois amigos del alma?! ¡Ninguno de los dos debería beber!
—Nena... —me dice Pedro al oído intentando rodearme con el brazo.
—Oye —avisa la mujer que hay detrás de la barra mientras la golpea para llamar mi atención—. Sácalos de aquí.
Asiento y les lanzo miradas asesinas a los dos borrachos idiotas que me han tocado en suerte. Mi padre tiene las mejillas sonrosadas, como si le hubieran pegado, y a Pedro ya se le están hinchando las manos.
—Puedes venir a casa a dormir la mona, pero este comportamiento es inaceptable. —Quiero echarles la bronca a los dos por comportarse como unos críos—. Debería daros vergüenza.
Salgo del pequeño y pestilente lugar y estoy en el coche antes de que ellos hayan conseguido llegar a la puerta. Pedro mira mal a mi padre cuando el hombre intenta apoyarse en su hombro. Me meto en el coche asqueada.
La embriaguez de Pedro me pone de los nervios, sé cómo se pone cuando está borracho y no sé si lo he visto alguna vez tan bebido, ni siquiera el día que destrozó la porcelana de casa de su padre. Añoro los días en los que sólo bebía agua en las fiestas. Tenemos bastantes problemas entre manos, y que vuelva a beber no hace más que echar leña al
fuego.
Por lo visto, mi padre ha pasado de ser un borracho con muy mala leche a ser uno de esos borrachos que cuentan chistes interminables de mal gusto y sin ninguna gracia. Se pasa el trayecto a casa riéndose a carcajadas de sus propias palabras, con Pedro uniéndose a la fiesta de vez en cuando. No me imaginaba que el día fuera a ser así. No sé cómo es que Pedro se ha encariñado con él, pero ahora que los veo a los dos borrachos a plena luz del día, su «amistad» no me gusta un pelo.
Cuando llegamos a casa dejo a mi padre en la cocina, comiéndose los cereales de Pedro, y me voy al dormitorio, donde parece que empiezan y acaban todas nuestras discusiones.
—Pau —empieza a decir Pedro en cuanto cierro la puerta.
—No me hables —le digo con frialdad.
—No te enfades conmigo, sólo estábamos echando un trago —dice en tono juguetón. No estoy de humor.
—¿Sólo un trago? ¿Con mi padre, un alcohólico con el que estoy intentando construir una relación, al que quería tratar de convencer de que dejara la bebida? ¿Es con ese hombre con el que sólo te estabas tomando un trago?
—Nena...
Niego con la cabeza.
—Nada de «nena». Me parece fatal.
—No ha pasado nada —me dice enroscando los dedos en mi brazo para atraerme hacia sí pero, cuando lo aparto, trastabilla y cae sobre la cama.
— Pedro, ¡te has metido en una pelea otra vez!
—No ha sido gran cosa. ¿A quién le importa?
—A mí. Me importa a mí.
Me mira desde el borde de la cama, con los ojos verdes veteados de rojo, y dice:
—Si tanto te importo, ¿por qué vas a dejarme?
El alma se me cae un poquito más a los pies, ya toca el suelo.
—No voy a dejarte, te he pedido que te vengas conmigo —suspiro.
—Pero no quiero —gimotea.
—Ya lo sé pero, sin contarte a ti, es lo único que me queda.
—Me casaré contigo. —Busca mi mano, pero retrocedo.
Se me corta la respiración. Estoy segura de que no lo he oído bien.
—¿Cómo dices?
Levanto las manos para que no se me acerque más.
—He dicho que me casaré contigo si me eliges a mí. —Se pone en pie y se me acerca.
Sus palabras me excitan, aunque en el fondo sé que no significan nada por todo el alcohol que fluye por sus venas.
—Estás borracho —le digo.
Sólo se ofrece a casarse conmigo porque está borracho, lo que es mucho peor que no ofrecerse en absoluto.
—¿Y qué? Aun así, va en serio.
—No, no va en serio. —Niego con la cabeza y lo esquivo otra vez.
—Sí, va en serio. Ahora no, claro está... ¿Qué tal dentro de cinco o seis años? —Se rasca la frente con el pulgar, pensativo.
Pongo los ojos en blanco. A pesar de que se me acelera el pulso, este último detalle, la puntilla de que se ofrezca a casarse conmigo dentro de «cinco o seis años» me demuestra que, a pesar de que intenta convencerme de lo contrario en su embriaguez, la realidad vuelve a asentarse en su cabeza.
—Mañana me lo cuentas —le digo a sabiendas de que no se acordará.
—¿Llevarás esos pantalones? —Sus labios dibujan una sonrisa traviesa.
—No, y no empieces a hablar de los puñeteros pantalones.
—Tú eres quien se los pone. Sabes muy bien lo que pienso de ellos. —Se mira la entrepierna, luego se la señala y me observa con las cejas enarcadas.
Juguetón, tentador, borracho... Pedro es adorable, pero no lo bastante como para conseguir que dé mi brazo a torcer.
—Ven aquí —me suplica fingiendo hacer pucheros.
—No. Sigo enfadada contigo.
—Venga, Pauli. No te enfades. —Se echa a reír y se frota los ojos con el dorso de la mano.
—Si cualquiera de los dos vuelve a llamarme así, te juro que...
—Pauli, ¿qué te pasa, Pauli? ¿No te gusta que te llamen Pauli, Pauli?
Sonríe de oreja a oreja y siento que, cuanto más lo miro, más me flaquean las fuerzas.
—¿No vas a dejar que te quite los pantalones?
—No. Tengo muchas cosas que hacer, y que me quites los pantalones no está entre ellas.
Te diría que te vinieras, pero has decidido coger la gran borrachera con mi padre, así que ahora tengo que ir sola.
—¿Vas a salir? —Su voz es aterciopelada pero ronca, grave por el alcohol.
—Sí.
—Pero no vas a ir así vestida.
—Sí, voy a ir así. Puedo vestirme como me dé la real gana. —Cojo una sudadera y las llaves de Pedro, por si intenta conducir—. Volveré luego, no hagas ninguna tontería porque no pienso sacaros ni a ti ni a mi padre de la cárcel.
—Qué atrevida. Me gusta, pero se me ocurren otras cosas para hacer con esa boca tan insolente que tienes. —Cuando paso de su comentario soez, me suplica—: Quédate aquí conmigo.
Salgo rápidamente de la habitación antes de que me convenza para que me quede. Lo oigo llamarme «Pauli» cuando llego a la puerta de entrada y tengo que taparme la boca para disimular la carcajada que se me escapa. Ése es mi problema: cuando se trata de Pedro, mi cerebro no distingue el bien del mal.
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