Pau
—¿Papá?
No es posible que el hombre que tengo delante sea
quien es, por mucho que esos ojos marrones me resulten familiares.
—¿Pauli? —Su voz es más grave que en mis recuerdos
lejanos.
Pedro me mira, con los ojos centelleantes, y luego
mira a mi padre.
Mi padre. Aquí, en este barrio de mala muerte, con
la ropa sucia.
—¿Pauli? ¿De verdad eres tú? —pregunta.
Me quedo helada. No sé qué decirle a este borracho
que tiene la cara de mi padre. Pedro me pone una mano en el hombro para que
reaccione.
—Pau...
Doy un paso hacia el extraño y él sonríe. Su barba
castaña está salpicada de canas, su sonrisa no es blanca y limpia como yo la
recordaba... ¿Cómo ha acabado así? Todas mis esperanzas de que hubiera
enderezado su vida igual que Ken se han esfumado. Me resulta más doloroso de lo
que debería que este hombre sea mi padre.
—Lo sé —dice alguien, y pasado un instante me doy
cuenta de que lo he dicho yo.
Recorre la distancia que nos separa y me rodea con
los brazos.
—¡No me lo creo! ¡Estás aquí de verdad! He
intentado...
Pedro me aparta de él sin dejarlo terminar la frase.
Retrocedo, no sé muy bien cómo comportarme.
El extraño, mi padre, nos mira alerta y asombrado.
Pero, afortunadamente, pronto vuelve a adoptar la postura despreocupada de
antes y a guardar las distancias.
—Llevo meses buscándote —dice pasándose la mano por
la frente, extendiendo así un manchurrón de mugre por la piel.
Pedro se planta delante de mí, listo para lanzarse
al ataque.
—No me he movido de aquí —le contesto con calma,
mirando por encima del hombro de Pedro.
Le estoy agradecida por querer protegerme, y me paro
a pensar que debe de estar de lo más confuso. Mi padre lo mira de arriba abajo.
—Vaya —dice—. Noah ha cambiado mucho.
—No, es Pedro —replico.
Mi padre arrastra los pies un poco y se me acerca
unos centímetros, aunque Pedro se pone tenso al verlo moverse. Está tan cerca
que puedo olerlo.
O bien es el alcohol, o bien es el resultado de haber
abusado tanto de él lo que ha hecho que los confunda: Pedro y Noah son polos
opuestos y es imposible compararlos. Mi padre me rodea con un brazo y Pedro me
lanza una de sus miradas, pero niego ligeramente con la cabeza para que no se
meta.
—¿Quién? —Mi padre no me suelta durante una incómoda
eternidad mientras Pedro se queda ahí parado, mirándonos como si estuviera a
punto de explotar, no de rabia, sino porque no parece tener ni idea de qué
hacer o decir.
Ya somos dos.
—Es mi... Pedro es mi...
—Novio. Soy su novio —dice terminando la frase.
Los iris marrones del hombre se hacen más grandes
cuando por fin asimila el aspecto de Pedro.
—Un placer, Pedro. Yo soy Richard.
Extiende la mano sucia para estrechar la de Pedro.
—Igualmente... —Pedro está muy desconcertado.
—¿Qué hacéis por aquí?
Aprovecho la ocasión para apartarme de él y
colocarme junto a Pedro, que vuelve a ser el de siempre y me estrecha contra su
costado.
—Pedro ha venido a hacerse un tatuaje —contesto como
una autómata. Soy incapaz de procesar lo que está pasando.
—Ah... Qué bien. Yo también he sido cliente aquí
alguna vez.
Imágenes de mi padre tomándose un café antes de
salir de casa por las mañanas para ir a trabajar inundan mi mente. No se
parecía en nada a lo que tengo delante, no hablaba así y, desde luego, por
aquella época no se tatuaba. Entonces yo era una niña.
—Sí, los hace mi amigo Tom.
Se arremanga y nos enseña algo que semeja una
calavera en su antebrazo.
No parece suyo, aunque a medida que lo observo con
más detenimiento, empiezo a ver que le pega.
—Ah... —Es todo cuanto consigo decir.
Esto es muy raro. Este hombre es mi padre, el hombre
que nos dejó a mi madre y a mí solas. Y aquí lo tengo..., borracho. Y no sé qué
pensar.
Una parte de mí está emocionada, una pequeña parte
que, en este momento, no quiero reconocer que existe. En secreto, llevo
esperando volver a verlo desde el día en que mi madre mencionó que había
vuelto. Sé que es una tontería, una estupidez, pero en cierto sentido parece
que está mejor que antes. Está borracho y es posible que ni siquiera tenga
casa, pero lo he echado de menos más de lo que creía y puede que simplemente
haya tenido una mala racha. ¿Quién soy yo para juzgarlo si no sé nada de él?
Cuando lo miro, y miro luego la calle que nos rodea,
se me hace raro que todo transcurra con normalidad. Juraría que el tiempo se ha
detenido cuando mi padre se ha acercado tambaleándose hacia nosotros.
—¿Dónde vives? —le pregunto.
La mirada defensiva de Pedro está fija en él. Lo
mira como si fuera un depredador peligroso.
—Ahora mismo no tengo un sitio fijo. —Se enjuga la
frente con la manga.
—Ah.
—Estaba trabajando en Raymark, pero me despidieron
—me dice.
He oído antes ese nombre, Raymark. Creo que es una
fábrica. ¿Ha estado trabajando de obrero? —¿Qué hay de tu vida? —añade—.
¿Cuánto tiempo hace...? ¿Cinco años? Pedro se tensa a mi lado cuando digo:
—No. Nueve.
—¿Nueve años? Lo siento, Pauli.
Arrastra un poco las palabras. El apelativo cariñoso
me duele en el alma: ese nombre pertenece a los buenos tiempos. A cuando me
levantaba en el aire, me sentaba sobre sus hombros y corría conmigo a cuestas
por nuestro pequeño jardín, antes de que se fuera. No sé qué pensar. Quiero
llorar porque llevaba mucho tiempo sin verlo. Quiero reír porque es irónico
encontrármelo aquí, y quiero chillarle por haberme abandonado. Me confunde
verlo así. Lo recuerdo como a un borracho, pero entonces era un borracho
furibundo, no un borracho sonriente que le estrecha la mano a mi novio y le
enseña sus tatuajes. A lo mejor ha cambiado y ahora es un hombre más amable.
—Tenemos que irnos —dice Pedro mirando a mi padre.
—Lo siento mucho. No fue sólo culpa mía. Ya sabes
cómo es tu madre... —se defiende agitando las manos—. Por favor, Paula dame una oportunidad —me suplica.
—Pau... —me dice Pedro, a mi lado, en tono de
advertencia.
—Danos un minuto —le pido a mi padre.
Cojo a Pedro del brazo y me lo llevo aparte.
—¿Qué demonios estás haciendo? ¿No irás a...?
—empieza a decir.
—Es mi padre, Pedro.
—Es un puto borracho sin techo —me espeta molesto.
Los ojos se me llenan de lágrimas al oír las duras
verdades que ha dicho Pedro.
—Llevo nueve años sin verlo.
—Exacto, porque te abandonó. Es perder el tiempo, Pau.
—Mira por encima de mi hombro, en dirección a mi padre.
—Me da igual. Quiero escuchar lo que tiene que
decirme.
—Ya, me lo imagino. No es que vayas a invitarlo a
quedarse con nosotros en el apartamento. — Menea la cabeza.
—Lo haré si me apetece. Y, si quiere venir, vendrá.
Para eso es también mi casa —salto.
Miro a mi padre. Está ahí de pie, con la ropa sucia
y la cabeza gacha, mirando el asfalto. ¿Cuándo ha sido la última vez que ha
dormido en una cama? ¿Y su última comida caliente? Se me parte el corazón sólo
de pensarlo.
—¿De verdad estás pensando en invitarlo a que venga
a casa con nosotros? —Se pasa la mano por el pelo, un gesto de frustración que
me resulta muy familiar.
—No a que se quede a vivir, sólo a pasar la noche.
Podríamos preparar una bonita cena —me ofrezco.
Mi padre entonces alza la vista y nuestras miradas
se encuentran. Aparto la mía cuando veo que empieza a sonreír.
—¿Una cena? Pau, es un maldito borracho al que no
has visto en casi diez años. Y ¿te estás ofreciendo a prepararle la cena?
Me avergüenza su pataleta. Le tiro de la solapa para
acercarlo más a mí y poder hablar más bajo.
—Pedro, es mi padre y ya no tengo ninguna relación
con mi madre.
—Eso no significa que debas tenerla con ese tipo. No
va a acabar bien, Pau. Eres demasiado buena con todo el mundo y no se lo
merecen.
—Es importante para mí —le digo, y su mirada se
suaviza antes de que pueda señalarle lo irónico de las pegas que me pone.
Suspira y se tira del pelo alborotado con
frustración.
—Mierda, Pau, esto va a acabar fatal.
—Eso no lo sabes, Pedro.
Suspiro y miro a mi padre, que se está pasando los
dedos por la barba. Sé que puede que Pedro tenga razón, pero me debo a mí misma
intentar conocer a ese hombre o, como mínimo, escuchar lo que tiene que
decirme.
Vuelvo junto a él y balbuceo con un claro tono de
recelo:
—¿Te gustaría venir a nuestra casa a cenar?
—¿De verdad? —exclama, y la esperanza le ilumina la
cara.
—Sí.
—¡Claro! ¡Claro que sí! —Sonríe, y por un instante
veo al hombre que recordaba, el de antes de que le diera a la botella.
Pedro no dice ni una palabra mientras volvemos al
coche. Sé que está enfadado y lo entiendo. Pero también sé que su padre ha
cambiado para bien (es el rector de nuestra universidad, ahí es nada). ¿Tan
tonta soy por esperar que el mío también cambie a mejor?
Cuando llegamos al coche, mi padre pregunta:
—Caray... ¿Es tuyo? Es un Capri, ¿verdad? De finales
de los setenta.
—Sí. —Pedro se sienta tras el volante.
Mi padre no dice nada al respecto de su respuesta
cortante, y me alegro. La radio suena de fondo y, en cuanto Pedro arranca el
motor, ambos nos lanzamos a subir el volumen con la esperanza de que la música
ahogue el incómodo silencio.
Durante el trayecto me pregunto cómo se lo tomaría
mi madre. Me estremezco al imaginarlo e intento pensar en mi traslado a
Seattle.
No. Eso es casi peor. No sé cómo contárselo a Pedro.
Cierro los ojos y apoyo la cabeza en la ventanilla. La mano cálida de Pedro cubre
la mía y empiezo a calmarme.
—Vayaaa, ¿vives aquí? —Mi padre abre una boca de
palmo desde el asiento de atrás cuando llegamos al edificio de apartamentos.
Pedro me lanza una mirada sutil para indicarme que
está listo, y yo respondo:
—Sí, hace unos meses que vivimos aquí.
En el ascensor, la mirada protectora de Pedro me
hace ruborizar, y le regalo una pequeña sonrisa a ver si se relaja un poco.
Parece que funciona, pero estar en casa con un perfecto desconocido es tan raro
que empiezo a arrepentirme de haberlo invitado. Aunque ahora ya es demasiado
tarde.
Pedro abre la puerta del apartamento, entra sin
mirar atrás y se mete en el dormitorio sin mediar palabra.
—Enseguida vuelvo —le digo a mi padre, y lo dejo
solo en la entrada.
—¿Te importa si voy al baño? —me pregunta.
—Todo tuyo. Está al final del pasillo —digo
señalando la puerta del baño sin mirar.
En el dormitorio, Pedro está en la cama, quitándose
las botas. Mira hacia la puerta y me hace un gesto para que la cierre.
—Sé que estás enfadado conmigo —puntualizo en voz
baja caminando hacia él.
—Lo estoy.
Le cojo la cara entre las manos y con los pulgares
le acaricio las mejillas.
—No te enfades.
Cierra los ojos para disfrutar mi suave caricia y me
rodea la cintura con los brazos.
—Te hará daño, y yo sólo quiero evitarlo.
—No puede hacerme daño. ¿Qué iba a hacerme? ¿Cuánto
hace que no lo veo?
—Seguro que ahora mismo se está llenando los
bolsillos con nuestras pertenencias —resopla, y no puedo evitar reírme—. No
tiene gracia, Pau.
Suspiro e intento levantarle la cara para que me
mire.
—¿Crees que puedes animarte un poco e intentar
pensar en positivo? Todo esto ya me resulta bastante confuso, no necesito
tenerte de morros y añadiendo más presión.
—No estoy de morros. Sólo intento protegerte.
—No hace falta. Es mi padre.
—No es tu padre...
—Por favor... —Le acaricio el labio con el pulgar y
su expresión se suaviza.
Suspira de nuevo y al final contesta.
—De acuerdo, vamos a cenar con el tipo ese. Seguro
que hace mucho que sólo come lo que encuentra en un contenedor.
Mi sonrisa desaparece y empieza a temblarme el
labio. Pedro se da cuenta.
—Perdona. No llores. —Suspira.
No ha dejado de suspirar desde que nos encontramos
con mi padre frente al local de tatuajes. El hecho de ver a Pedro preocupado
(cosa que demuestra enfadándose, como todo lo demás) hace que la situación me
parezca aún más surrealista.
—Lo he dicho en serio pero intentaré no ser un
capullo. —Se levanta y me da un pico en la comisura del labio. Salimos del
dormitorio y masculla—: Vamos a alimentar al mendigo.
Eso no me ayuda a estar de mejor ánimo.
El hombre en la sala de estar parece un pez fuera
del agua. Mira a un lado y a otro y se percata de que tenemos muchos libros en
las estanterías.
—Voy a preparar la cena. ¿Os quedáis viendo la tele?
—sugiero.
—¿Me dejas que te ayude? —se ofrece.
—Vale.
Medio sonrío y me sigue a la cocina. Pedro se queda
en la sala de estar, guardando las distancias, tal y como imaginaba.
—No me puedo creer que estés hecha toda una mujer y
que te hayas independizado —dice mi padre.
Abro la nevera para sacar un tomate mientras intento
ordenar las ideas.
—Estoy en la universidad, estudio en la WCU. Igual
que Pedro —contesto. Omito su expulsión inminente por razones obvias.
—¿En serio? ¿La WCU? Ostras...
Se sienta a la mesa y veo que se ha lavado las manos
a conciencia. La mugre de la frente también ha desaparecido, y el círculo
húmedo que lleva en el hombro de la camisa me dice que ha intentado lavar una
mancha. Él también está nervioso, y eso me hace sentir un poco mejor.
Estoy a punto de contarle lo de Seattle y el nuevo y
emocionante giro que va a dar mi vida, pero tengo que decírselo primero a Pedro.
La reaparición de mi padre es otro bache en mi camino. No sé con cuántos
problemas voy a ser capaz de lidiar antes de derrumbarme.
—Me habría gustado estar más cerca para ver cómo te
iba la vida. Siempre he sabido que llegarías lejos.
—Pero no estabas —digo cortante.
La culpa me corroe en cuanto las palabras salen de
mi boca, aunque no deseo retirarlas.
—Lo sé —admite—, pero ahora estoy aquí y espero
poder compensártelo.
Y esas sencillas palabras, aunque algo crueles, me
dan esperanzas de que es posible que no sea tan malo y que sólo necesite ayuda
para dejar de beber.
—¿Sigues... sigues bebiendo? —pregunto.
—Sí. —Agacha la cabeza—. Aunque no tanto. Sé que
parece lo contrario, pero es que he tenido unos meses muy duros, eso es todo.
Pedro aparece entonces en el umbral de la cocina e
imagino que está luchando consigo mismo para mantener la boca cerrada. Espero
que lo consiga.
—He visto a tu madre un par de veces —prosigue mi
padre.
—¿Sí?
—Sí. Se ha negado a decirme dónde estabas. Se la ve
bien —comenta.
Esto es muy raro, él hablando de mi madre. La voz de
ella resuena en mi cabeza, recordándome que este hombre nos abandonó. Este
hombre es la razón de que ella sea como es.
—¿Qué pasó... entre vosotros? —inquiero.
Pongo las pechugas de pollo en la sartén, con el
aceite chisporroteando mientras aguardo una respuesta. No quiero darme la
vuelta y verle la cara después de haberle hecho una pregunta tan directa, pero
no puedo evitar que me interese.
—No éramos compatibles. Ella siempre quería más de
lo que yo podía darle, y ya sabes cómo puede ponerse.
Vaya si lo sé, pero que hable de ella de un modo tan
despectivo no me sienta nada bien.
Dejo en paz a mi madre y vuelvo a culparlo a él. Me
doy la vuelta y pregunto rápidamente:
—¿Por qué nunca llamaste?
—Lo hice. Llamé muchas veces. Por tu cumpleaños
siempre te enviaba un regalo. No te lo ha contado, ¿verdad?
—No.
—Pues es la verdad. Te he echado mucho de menos todo
este tiempo. No me puedo creer que ahora estés aquí, conmigo. —Le brillan los
ojos y le tiembla la voz. Se levanta y camina hacia mí.
No sé cómo reaccionar. Ni siquiera conozco a este hombre
ni sé si lo conocí alguna vez.
Pedro entra entonces en la cocina y crea una barrera
entre nosotros. De nuevo, agradezco su intromisión. No sé qué pensar de todo
esto, necesito guardar las distancias físicas con este hombre.
—Sé que no puedes perdonarme —dice casi sollozando,
y se me hace un nudo en el estómago.
—No es eso. Sólo necesito tiempo antes de volver a
tenerte en mi vida. Ni siquiera te conozco —le digo.
Él asiente.
—Lo sé, lo sé.
Se sienta de nuevo a la mesa y me deja que termine
de preparar la cena.
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