Pedro
Abro un armario de la cocina en busca de comida. Necesito algo que absorba el alcohol que corre por mis venas.
—Está furiosa con nosotros —dice Richard.
—Sí.
No puedo evitar sonreír al recordar sus mejillas encendidas, sus pequeños puños apretados. Estaba que echaba humo.
No tiene gracia. Bueno, sí que la tiene, sólo que no debería.
—¿Mi hija es rencorosa?
Me lo quedo mirando un instante. Es raro que un padre tenga que preguntarle al novio por las costumbres de su hija.
—Es evidente que no. Estás en nuestra cocina comiéndote mis cereales. Agito la caja vacía y sonríe.
—Tienes razón —dice.
—Sí, suelo tenerla. —Nada más lejos de la realidad.
—Debe de ser un asco haber reaparecido cuando sólo faltan unos días para que se traslade —le digo metiendo una fiambrera en el microondas.
No sé muy bien qué contiene, pero me muero de hambre, estoy demasiado borracho para cocinar y Pau no está aquí para prepararme nada. «¿Qué coño voy a hacer cuando me abandone?»
—Lo es —dice haciendo una mueca—. Aunque me alegro de que Seattle no esté muy lejos.
—Pero Inglaterra sí lo está.
Tras una larga pausa, dice:
—No va a irse a Inglaterra.
Lo miro como diciendo «Que te den».
—Y tú ¿qué coño sabes? ¿Cuánto hace que la conoces?, ¿dos días? —Estoy a punto de explayarme cuando el molesto pitido del microondas nos interrumpe.
—Conozco bien a Carol, y ella no se iría a Inglaterra.
Ha vuelto a ser el borracho pesado de ayer.
—Pau no es su madre, yo no soy tú.
—Ya —dice, y se encoge de hombros.
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