Pau
La parte microscópica de mi cerebro que alberga el
sentido común está intentando enviar señales de alerta al resto de mi cerebro,
que está ocupado por Pedro y todo lo relacionado con él. La parte sensata, o lo
que queda de ella, me dice que necesito hacer preguntas, que no puedo pasar
esto por alto. Ya hago la vista gorda bastante a menudo.
Ésa es la parte microscópica. La parte más grande
gana. Porque, ¿de verdad quiero discutir con él por lo que seguro que no es más
que un malentendido? A lo mejor sólo estaba enfadado con Steph por haber
invitado a Molly. No he podido escuchar bien la conversación, es posible que me
estuviera defendiendo. Ha sido muy sincero acerca de haberme mentido sobre su
expulsión, ¿por qué iba a mentirme ahora?
Pedro se sienta en la cama, me coge ambas manos y
tira de mí para que me siente en su pierna.
—Bueno, ya no nos quedan temas serios de
conversación y tu padre está durmiendo. Tendremos que encontrar otra forma de
pasar el rato... —Tiene una sonrisa ridícula pero contagiosa.
—¿No estarás pensando en sexo? —contesto, y lo
empujo con picardía.
Se tumba en la cama, con una mano en mi nuca y la
otra en mi muslo, y tira de mí hasta que me tiene encima. Lo monto a
horcajadas, con sus piernas entre mis muslos, y me acerca a él hasta que nuestras
caras casi se rozan.
—No, tenía otras cosas en mente. Por ejemplo, piensa
en esos labios rodeándome la...
Me acaricia la boca con la suya. Su aliento sabe a
menta. La presión es lo bastante fuerte para enviar una oleada de electricidad
por todo mi cuerpo pero lo bastante delicada como para dejarme con ganas de más.
—Piensa en mi cara entre tus muslos mientras te...
—empieza a decir, pero le tapo la boca con la mano. El modo en que su lengua
lame mi mano me obliga a retirarla rápidamente.
—Puaj —digo arrugando la nariz y limpiándome la mano
en su camiseta negra.
—No haré ruido —asegura en voz baja mientras levanta
las caderas del colchón para que lo note de cerca—. Aunque no sé si puedo decir
lo mismo de ti.
—Mi padre... —le recuerdo con mucha menos convicción
que antes.
—Y ¿a quién le importa? Es nuestra casa y, si no le
gusta, que se pire.
Lo miro medio en serio.
—No seas maleducado.
—No lo soy, pero te deseo y debería poder tenerte
siempre que quiera —dice, y pongo los ojos en blanco.
—Yo también tengo voz y voto, estás hablando de mi
cuerpo. —Finjo que no tengo el corazón desbocado y que no le tengo ganas.
—Evidentemente. Pero sé que si hago esto... —Mete la
mano entre nuestros cuerpos y baja la cinturilla de mis pantalones y de mis
bragas—. ¿Lo ves? Sabía que estarías lista en cuanto he mencionado que te iba a
comer...
Le tapo esa boca tan sucia que tiene con los labios.
Traga saliva, gime y sus dedos rozan mi clítoris.
Apenas me está tocando porque lo que quiere es
torturarme.
—Por favor —siseo, y aplica un poco más de presión.
Me mete un dedo húmedo.
—Ya lo sabía yo.
Me castiga y mete y saca el dedo muy despacio.
Deja de moverlo demasiado pronto y me tumba a su
lado. Antes de que pueda protestar, se incorpora y coge la cinturilla de mis
pantalones, esa parte que parece fascinarlo tanto, y me los baja por los muslos.
Levanto las caderas para ayudarlo y aprovecha para bajarme también las bragas.
Sin decir nada, me indica que me coloque en lo alto
de la cama. Me deslizo sobre los codos hasta que tengo la espalda apoyada en la
cabecera. Se tumba boca abajo, delante de mí, y sus manos se aferran a mis
caderas. Me abre de piernas.
Sonríe burlón.
—Al menos intenta no hacer ruido.
Me dispongo a poner los ojos en blanco pero entonces
siento su aliento cálido. Suave primero y más fuerte poco a poco, a medida que
se va acercando más y más. Sin avisar, su lengua me recorre de abajo arriba y
agarro un cojín, uno amarillo al que Pedro le tiene especial manía. Me tapo la
cara con él para amortiguar los gemidos involuntarios que manan de mi boca
mientras su lengua se mueve cada vez más rápido.
De repente me quita el cojín de la cara.
—No, nena. Quiero que me veas —me ordena, y asiento
muy despacio.
Se lleva el pulgar a la boca y su lengua se desliza
sobre mí. Mueve la mano entre mis muslos y acaricia mi punto más sensible. Se
me tensan las piernas, las caricias sobre mi clítoris son divinas. Con la punta
de un dedo traza círculos lentos sin apenas aplicar presión. Es una tortura.
Lo obedezco y miro entre mis muslos. Tiene el pelo
alborotado y hacia atrás, formando una onda sobre su frente, con un mechón
rebelde que vuelve atrás cada vez que hunde la cabeza. Medio veo, medio imagino
su boca contra mi piel y la sensación aumenta de manera exponencial y sé, sé,
que no voy a poder estarme callada mientras la presión se acumula en mi vientre
esperando poder estallar. Me tapo la boca con una mano y hundo la otra en sus
rizos. Empiezo a mover las caderas para buscar su lengua. Esto es demasiado
bueno.
Le tiro del pelo y lo oigo gemir contra mí. Estoy
cada vez más cerca...
—¿Más fuerte? —jadea.
«¿Qué?»
Coge la mano que tengo enredada en su pelo y coloca
la suya encima para... ¿Quiere que le tire del pelo?
—Hazlo —me dice con mirada de deseo, y empieza a
mover los dedos en círculos rápidos mientras baja la cabeza para que la lengua
contribuya a la sensación.
Le tiro del pelo con fuerza, y me mira con los ojos
entornados. Cuando vuelve a abrirlos los tiene brillantes, como jade ardiente.
Me sostiene la mirada mientras se me nubla la vista y durante unos instantes no
veo nada.
—Vamos, nena —susurra.
Se lleva la mano a su entrepierna y no puedo
aguantarlo más. Lo veo acariciándose la polla dura para correrse conmigo. Nunca
me acostumbraré al efecto que sus actos tienen en mí. El hecho de verlo tocándose,
sentir las bocanadas de su aliento en mi piel mientras su respiración se torna
más y más entrecortada...
—Sabes a gloria, nena —gime contra mí, moviendo rápidamente
la mano que tiene en su entrepierna. Ni siquiera noto que me estoy mordiendo la
mano mientras disfruto de mi subidón y le tiro del pelo.
Parpadeo. Y luego parpadeo un poco más, con pereza.
Recobro la conciencia y noto que se recoloca y que
apoya la cabeza en mi vientre. Abro los ojos y veo que él los tiene cerrados,
su pecho sube y baja, su respiración sigue entrecortada.
Le tiro del hombro para que se levante y poder
moverme entre sus piernas.
Para y me mira.
—Yo... ya he terminado —dice.
Me quedo mirándolo.
—Ya me he corrido... —Tiene la voz ronca de
agotamiento.
—Ah.
Sonríe con pereza, una sonrisa medio borracha, y se
levanta de la cama. Se acerca a la cómoda, abre un cajón y saca unos pantalones
cortos blancos de deporte.
—Tengo que ducharme y cambiarme, como puedes ver.
—Señala la bragueta de sus pantalones, donde, a pesar de que son oscuros, se ve
claramente una mancha.
—¿Como en los viejos tiempos? —Le sonrío, me mira y
me devuelve la sonrisa.
Se acerca y me besa en la frente, luego en los
labios.
—Es bueno saber que no has perdido tu toque —dice
yendo hacia la puerta.
—No ha sido mi toque —le recuerdo.
Menea la cabeza y sale de la habitación.
Busco mi ropa a los pies de la cama y rezo para que
mi padre siga durmiendo en el sofá y para que si, por casualidad se ha
despertado, no pare a Pedro de camino al baño. A los pocos segundos, oigo que la
puerta del cuarto de baño se cierra y me levanto para vestirme.
Cuando termino, reviso mi móvil para ver si tengo
algún mensaje de Sandra, pero nada. Lo que sí hay es un pequeño sobre en la
esquina de mi pantalla que me indica que tengo un nuevo mensaje de texto. A lo
mejor está liada y ha preferido escribirme.
Abro el mensaje y leo:
Tengo
que hablar contigo.
Suspiro al leer el nombre del remitente: Zed.
Borro el mensaje y dejo el teléfono sobre la
mesilla.
Irónicamente, la curiosidad se apodera de mí y busco
el móvil de Pedro. El corazón amenaza con salirse de mi pecho cuando recuerdo
la última vez que le registré el móvil. No acabó nada bien.
Pero esta vez sé que no me está ocultando nada. No
es capaz. Estamos en un punto muy distinto de nuestra relación. Se ha hecho un
tatuaje por mí... Aunque no está dispuesto a mudarse por mí. No tengo nada de
que preocuparme, o eso creo...
Como no lo veo en el escritorio, lo busco en la
cómoda. Deduzco que se lo ha llevado al baño. Es lo normal, ¿no?
«No tengo de qué preocuparme. Sólo estoy estresada y
paranoica», me digo.
Antes de meterme en un agujero negro de
preocupación, me recuerdo que no debo registrarle el móvil porque, si él me lo
hiciera a mí, me cabrearía muchísimo.
Es probable que me lo registre, sólo que nunca lo he
pillado in fraganti.
Se abre la puerta de la habitación y salto como si
me hubieran pillado haciendo algo que no debía.
Pedro entra dando zancadas, sin camiseta, descalzo,
con los pantalones cortos y el bóxer negro asomando por la cintura.
—¿Estás bien? —pregunta secándose el pelo con una
toalla blanca. Me encanta que su pelo parezca negro cuando está mojado. El
contraste con sus ojos verdes es de ensueño.
—Sí. Te has dado una ducha muy corta. —Me siento en
la silla—. Debería haberte ensuciado más —digo intentando distraerlo para que
no note que me tiembla un poco la voz.
—Tenía prisa por verte —dice, pero no me convence.
Sonrío.
—Tienes hambre, ¿verdad?
—Sí —confiesa con una sonrisa divertida—. Me ha
entrado hambre.
—Eso me parecía.
—Tu padre sigue dormido; ¿va a quedarse cuando nos
vayamos de viaje?
La emoción hace desaparecer todas mis
preocupaciones.
—¿Vas a venir?
—Sí, eso creo. Si es tan aburrido como me parece que
va a ser, sólo me quedaré una noche.
—Vale —digo comprensiva. Pero por dentro estoy
radiante y sé que se quedará hasta el final. Sólo es que tiene que guardar las
apariencias y quejarse de ese tipo de cosas.
Se pasa la lengua por los labios y me acuerdo de
cuando lo tenía entre las piernas.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Sus ojos encuentran los míos y asiente.
—¿Sí?
Se sienta en la cama.
—Cuando... cuando..., ya sabes, ¿ha sido porque te
he tirado del pelo?
—¿Qué? —Se ríe un poco.
—Cuando te he tirado del pelo, ¿te ha gustado? —me
ruborizo.
—Ah. —No me puedo ni imaginar el rojo que cubre mis
mejillas.
»¿Te resulta raro que me guste?
—No, sólo es curiosidad. —Es la verdad.
—Todo el mundo tiene ciertas cosas que le gustan en
la cama, ésa es una de las que me gustan a mí. Aunque hasta ahora no lo sabía. —Sonríe sin
inmutarse porque estemos hablando de sexo.
—¿Ah, sí? —Me emociono al pensar que ha descubierto
algo nuevo estando conmigo.
—Sí —dice—. Quiero decir que me han tirado del pelo
otras chicas, pero contigo es diferente.
—Ah —digo por enésima vez, pero esta vez no siento
ni frío ni calor.
Sin percatarse de mi reacción, Pedro me mira con los
ojos brillantes de curiosidad.
—¿Hay algo que no te haya hecho y que te guste?
—No. Me gusta todo lo que me haces —digo en voz
baja.
—Sí, eso ya lo sé. Pero ¿hay algo que hayas pensado
en hacer alguna vez y que no hayamos hecho?
Niego con la cabeza.
—Que no te dé vergüenza, nena, todo el mundo tiene
fantasías.
—Yo, no.
Al menos, creo que no. No tengo experiencia salvo
con Pedro, y no sé gran cosa aparte de lo que hemos hecho.
—Seguro que sí —dice sonriente—. Sólo tenemos que
descubrirlas.
Tengo mariposas en el estómago y no sé qué decir.
Pero entonces la voz de mi padre interrumpe nuestra
conversación:
—¿Pauli?
Lo primero que pienso es que es un alivio que su voz
provenga de la sala de estar y no del pasillo.
Pedro y yo nos ponemos de pie.
—Voy al baño —digo.
Asiente con una sonrisa pícara y se dirige a la sala
de estar con mi padre.
Cuando entro en el baño, veo que el móvil de Pedro está
en el borde del lavabo.
Sé que no debería hacerlo, pero no puedo contenerme.
De inmediato, miro la lista de llamadas. Está vacía. Las ha borrado todas. No
ha dejado ni una en la memoria. Lo intento de nuevo y paso a los mensajes de
texto.
Nada. Lo ha borrado todo.
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