Divina

Divina

viernes, 27 de noviembre de 2015

After 3 Capítulo 4



Pau

—Apágala —gruñe Pedro cuando la alarma resuena por la habitación.

Cojo el móvil con dedos torpes y, con el pulgar, toco la pantalla y el desagradable sonido cesa. Me pesan los hombros cuando me siento en el borde de la cama. Las tensiones de hoy amenazan con tumbarme de espaldas: la decisión de la universidad acerca de si expulsar o no a Pedro; la posibilidad de que Zed presente cargos contra él y, por último, su posible reacción cuando le cuente que voy a seguir a la editorial Vance a Seattle, y que quiero que venga conmigo a pesar de que ha dicho que detesta la ciudad.

No sé cuál me da más miedo. Para cuando enciendo la luz del cuarto de baño y me lavo la cara con agua fría, me doy cuenta de que los cargos por agresión son lo que más me aterra. Si Pedro va a la cárcel, no sé qué voy a hacer, o qué hará él. Me pongo mala sólo de imaginarlo. De repente me acuerdo de que Zed quería quedar hoy conmigo y no paro de pensar acerca de qué querrá hablar, sobre todo porque la última vez que lo vi me dio a entender que se había enamorado de mí.

Inspiro y exhalo en la suave toalla que cuelga de la pared. ¿Debería responder al mensaje de Zed y ver qué tiene que contarme? Puede que me explique por qué le dijo a Tristan una cosa y a mí otra sobre lo de presentar cargos. Me siento culpable por pedirle que no los presente, y más después de que Pedro lo enviara al hospital, pero amo a Pedro y, al principio, las intenciones de Zed eran idénticas a las suyas: ganar la apuesta. Ninguno de los dos es un angelito.

Antes de que le dé demasiadas vueltas o me ponga a pensar en las consecuencias, le escribo a Zed. Sólo estoy intentando ayudar a Pedro. Me lo repito una y otra vez después de enviar el mensaje y obsesionarme con mi pelo y el maquillaje.

Cuando veo que la manta está doblada y colocada con esmero en el reposabrazos del sofá, se me cae el alma a los pies. ¿Se ha ido? ¿Cómo voy a contactar con él?

El sonido de un armario de la cocina al cerrarse me sube la moral. Entro en la oscura estancia, enciendo la luz y, del susto, a mi padre se le cae una cuchara al suelo de hormigón.

—Perdona, he intentado no hacer ruido —dice mientras se apresura a recoger el cubierto.

—Tranquilo, ya estaba despierta. Podrías haber encendido la luz. —Me río suavemente.

—No era mi intención despertar a nadie. Sólo quería preparar unos cereales, espero que no te importe.

—Por supuesto que no. —Pongo en marcha la cafetera y miro el reloj. Tengo que despertar a Pedro dentro de quince minutos.

—¿Qué planes tienes para hoy? —me pregunta con la boca llena de los cereales favoritos de Pedro.

—Yo tengo clase, y Pedro tiene una reunión con la Dirección de Ordenación Académica de la universidad.

—¿La dirección de la universidad? Parece muy serio...

Miro a mi padre y me pregunto si debería contárselo. Pero tengo que empezar por alguna parte, así que le digo:

—Se metió en una pelea en el campus.

—Y ¿por eso va a tener que hablar ante la dirección? En mis tiempos, te daban un azote y a correr.

—Destrozó un montón de enseres, cosas caras, y le rompió la nariz al otro chico.

Suspiro y remuevo una cucharilla de azúcar en mi café. Hoy necesito la energía extra.

—Muy bonito. Y ¿cuál fue el motivo de la pelea?

—Yo, más o menos. Era algo que venía de tiempo atrás, hasta que al final... explotó.

—Hoy ya me cae mejor que anoche. —Sonríe.

Me alegro de que le guste mi novio, pero no por esa razón. No quiero que se hagan amigos por su pasión por la violencia. Meneo la cabeza y me bebo la mitad de mi café, dejando que el líquido caliente me calme los nervios desbocados.

—¿De dónde es? —Parece muy interesado en saber más sobre Pedro.

—Es inglés.

—Eso pensaba, por el acento. Aunque a veces no lo distingo del acento australiano. ¿Su familia sigue allí?

—Su madre, sí. Su padre vive aquí. Es el rector de la WCU.

Los ojos marrones le brillan de curiosidad.

—Qué ironía que vayan a expulsarlo.

—Tremenda —suspiro.

—¿Tu madre lo conoce? —pregunta llevándose a la boca una enorme cucharada de cereales.

—Sí, y lo odia —repongo frunciendo el ceño.

—Odiar es una palabra muy fuerte.

—Créeme, en este caso, se queda corta.

El dolor de haber perdido la relación con mi madre es mucho menos intenso que antes. No sé si eso es bueno o no.
Mi padre deja la cuchara en el cuenco y asiente muchas veces.

—Puede ser muy testaruda, pero sólo se preocupa por ti.

—No tiene por qué preocuparse, estoy bien.

—Deja que se le pase. No deberías tener que elegir a uno o a otra. —Sonríe—. A tu abuela yo tampoco le gustaba, seguro que me está lanzando miradas asesinas desde la tumba.

Esto es muy raro. Después de todos estos años, estoy en la cocina con mi padre, charlando tan contentos con una taza de café y un cuenco de cereales.

—Es muy duro porque siempre hemos estado muy unidas... —digo—. Todo lo unidas que ella es capaz de estar, claro.

—Siempre ha querido que fueses como ella, se aseguró de que así fuera desde que naciste. No es mala persona, Pauli. Sólo está asustada.

Lo miro inquisitiva.

—¿De qué?

—De todo. La asusta perder el control. Estoy seguro de que le entró el pánico cuando te vio con Pedro y se dio cuenta de que había perdido el control sobre ti.

Miro mi taza vacía.

—¿Por eso te marchaste? ¿Porque quería controlarlo todo?

Mi padre suspira, es un sonido ambiguo.

—No. Me marché porque tengo mis problemas y no éramos buenos el uno para el otro. No te preocupes por nosotros. —Se ríe—. Preocúpate de ti y del follonero de tu novio.
No me imagino al hombre que tengo delante y a mi madre manteniendo una conversación: parecen la noche y el día. Miro el reloj, son las ocho pasadas.

Me levanto y meto mi taza en el lavavajillas.

—He de despertar a Pedro. Anoche metí tu ropa en la lavadora. Voy a vestirme y te la traigo.

Entro en el dormitorio y veo que Pedro ya está despierto. Lo observo ponerse la camiseta negra y sugiero:

—Tal vez sea mejor que hoy te pongas algo más formal.

—¿Por?

—Porque van a decidir el futuro de tu educación, y una camiseta negra no demuestra que te interese lo más mínimo. Puedes cambiarte en cuanto termine, pero de verdad creo que deberías arreglarte un poco.

—Mieeeeeerda —dice exagerando la entonación y echando la cabeza atrás.

Paso junto a él y saco del armario la camisa negra y los pantalones de vestir.

—No, el traje de los domingos, no, joder.

Le paso los pantalones.

—Sólo será un ratito.

Coge los pantalones como si fueran un desecho radiactivo, o un dispositivo extraterrestre.

—Si me pongo esta mierda y me echan, arderá el campus.

—Eres tan melodramático... —Pongo los ojos en blanco pero no parece que le haga gracia ponerse los pantalones negros de vestir.

—¿Seguimos teniendo un albergue para los sin techo en casa?

Dejo caer la camisa sobre la cama, con percha y todo, y me voy dando zancadas hacia la puerta.
Se pasa los dedos frenético por el pelo.

—Joder, Pau. Perdona. Me estoy poniendo nervioso, y ni siquiera puedo echarte un polvo para tranquilizarme porque tu padre está en nuestro sofá.

Sus palabras vulgares me revuelven las hormonas, pero tiene razón: que mi padre esté en la habitación contigua es un gran impedimento. Me acerco a Pedro, que tiene problemas para abrocharse la camisa, y le aparto las manos.

—Ya lo hago yo —me ofrezco.

Su mirada se suaviza pero sé que le está entrando el pánico. Odio verlo así, es muy raro. Suele mantener las emociones bajo control, nada parece importarle gran cosa. Excepto yo, e incluso entonces sabe esconder muy bien sus sentimientos.

—Todo saldrá bien, nene. Se arreglará.

—¿Nene? —Su sonrisa es instantánea, igual que el rubor de mis mejillas.

—Sí..., nene. —Le arreglo el cuello de la camisa y me besa en la punta de la nariz.

—Tienes razón. En el peor de los casos, nos iremos a Inglaterra.

No hago comentarios y vuelvo al armario a por mi ropa del día.

—¿Crees que me dejarán entrar contigo? —le pregunto sin saber qué ponerme.

—¿Quieres entrar?

—Si me lo permiten... —Cojo el vestido morado que tenía pensado ponerme para ir a Vance mañana. Me desnudo y me visto lo más rápido posible. Me pongo unos zapatos negros de tacón y me aparto del armario sujetándome el delantero del vestido—. ¿Me ayudas? —le pregunto volviéndome de espaldas.

—Me estás torturando a propósito.

Las puntas de sus dedos recorren mis hombros desnudos y bajan por mi espalda. Se me pone la carne de gallina.

—Perdona. —Tengo la boca seca.

Me sube la cremallera muy despacio y me estremezco cuando sus labios rozan la piel sensible de mi nuca.

—Tenemos que irnos ya —le digo.

Él gruñe y me clava los dedos en las caderas.

—Voy a llamar a mi padre por el camino. ¿Vamos a dejar al tuyo... en algún sitio?

—Ahora se lo pregunto. ¿Te importa coger mi bolso? —le digo, y él asiente.

—¿Pau? —me llama en cuanto cojo el pomo de la puerta—. Me gusta ese vestido. Y tú. Bueno, a ti te quiero... y a tu nuevo vestido —divaga—. Os quiero a ti y a tu ropa pija.

Hago una reverencia y me doy la vuelta para que me vea bien. Por mucho que deteste ver a Pedro tan nervioso, me resulta a la vez muy atractivo porque me recuerda que no es tan duro como parece.

En la sala de estar, mi padre está dormido sentado en el sofá. No sé si debería despertarlo o simplemente dejarlo descansar hasta que volvamos del campus.

—Déjalo dormir. — Pedro me ha leído el pensamiento y responde por mí.

Le escribo una nota rápida para decirle a qué hora volveremos y añado nuestros números de teléfono. No creo que tenga móvil, pero se los dejo por si acaso.
El trayecto a la universidad se hace corto, demasiado corto, y Pedro parece que va a empezar a gritar o a pegar puñetazos en cualquier momento. Cuando llegamos, busca con la mirada el coche de Ken en el aparcamiento.

—Ha pedido que lo espere aquí —explica comprobando la pantalla de su móvil por quinta vez en cinco minutos.

—Ahí está —digo señalando el coche plateado que acaba de entrar.

—Por fin. ¿Por qué coño habrá tardado tanto?

—Sé amable con él, está haciendo esto por ti. Por favor, sé amable con él —le suplico, y suspira frustrado pero asiente.

Ken ha venido con su mujer, Karen, y con Landon, el hermanastro de Pedro. A él le sorprende, pero a mí me hace sonreír. Los adoro por ofrecerle su apoyo incluso cuando Pedro actúa como si no quisiera su ayuda.

—¿No tienes nada mejor que hacer? —le espeta Pedro a Landon.

—¿Y tú? —contraataca Landon.

Pedro se ríe.
Al oírlos, Karen sonríe con una felicidad que contrasta con la expresión que tenía al salir del coche de Ken.

—Espero que no se alargue mucho —dice Ken de camino al edificio de administración—. He llamado a todo el mundo y he removido cielo y tierra. Rezo para que todo se resuelva. 
—Se detiene un momento y se vuelve hacia Pedro —: Deja que hable yo, lo digo en serio.

Aguarda la respuesta de su hijo, espera que esté de acuerdo.

—Vale, bien —contesta Pedro sin rechistar.

Ken asiente, abre las enormes puertas de madera y espera a que entremos todos. Luego, sin mirarme, dice en tono autoritario:

—Pau, lo siento mucho, pero no puedes entrar con nosotros. No he querido insistir. Puedes esperarnos fuera si te apetece. —Se vuelve y me mira comprensivo.

Pero Pedro enloquece al instante.

—¿Cómo que no puede entrar? ¡La necesito a mi lado!

—Lo sé, y lo siento, pero sólo puede acompañarte la familia —le explica su padre mientras nos guía por el largo pasillo—. A menos que hubiera sido testigo pero, aun así, supondría un enorme conflicto de intereses.

Ken se detiene entonces ante una sala de reuniones y musita:

—Claro que no es como si para mí, que soy el rector, esto no fuera un conflicto de intereses. No obstante, eres mi hijo, y creo que hoy con un conflicto nos basta.

Me vuelvo hacia Pedro.

—Tiene razón, es lo mejor. No pasa nada —le aseguro.

Me suelta la mano y asiente. Mira a su padre y le lanza cuchillos con los ojos. Ken suspira y dice: 

Pedro, por favor, procura...

Él levanta una mano.

—Lo haré, lo haré —dice, y me besa en la frente.

Entran los cuatro en la sala. Quiero pedirle a Landon que espere conmigo, pero sé que Pedro lo necesita dentro, lo admita o no. Me siento una inútil, esperando aquí sentada mientras un grupo de estirados con traje y corbata deciden el futuro académico de mi chico. Aunque, a lo mejor, hay un modo de ayudarlo...

Saco el móvil y le envío un mensaje a Zed:

Estoy en el edificio de administración. ¿Puedes venir?

Me quedo mirando la pantalla, esperando una respuesta. Se enciende en menos de un minuto.

Sí, voy para allá.

Echo un último vistazo a la puerta y salgo al exterior. Hace frío, demasiado para aguardar en la calle con un vestido que me llega por las rodillas, pero no tengo otra elección.

Después de esperar un buen rato, decido volver a entrar y justo en ese momento aparece la vieja camioneta de Zed en el aparcamiento. Sale vestido con una sudadera negra y vaqueros oscuros lavados a la piedra. El cardenal que le cubre la cara me deja petrificada, a pesar de que ya lo había visto. Se mete las manos en el bolsillo de la sudadera.

—Hola.

—Hola. Gracias por venir.

—Fue idea mía, ¿recuerdas? —Me sonríe, y me siento un poco mejor. Le devuelvo la sonrisa.

—Tienes razón.

—Quiero hablar contigo de lo que me dijiste en el hospital —me dice. De eso precisamente era de lo que yo quería hablar.

—Yo también —contesto.

—Tú primero.

—Steph dice que le dijiste a Tristan que ibas a presentar cargos contra Pedro. —Intento no mirarlo a los ojos morados e inyectados en sangre.

—Es verdad.

—Pero a mí me dijiste que no ibas a hacerlo. ¿Por qué me mentiste?

—No te mentí. Ésa era mi intención cuando te lo dije.

Doy un paso hacia él.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

Se encoge de hombros.

—Muchas cosas. He pensado en todo lo que me ha hecho, y en todo lo que te ha hecho a ti. No se merece irse de rositas. —Se señala la cara—. Joder, mira cómo me dejó, Pau.
No sé qué decirle. Tiene todo el derecho del mundo a estar cabreado con Pedro, pero desearía que no tomara medidas legales contra él.

—Bastante lío tiene ya con la Dirección de Ordenación Académica —digo con la esperanza de hacerle cambiar de opinión.

—No le pasará nada. Steph me ha dicho que su padre es el rector —resopla. «Maldita seas, Steph; ¿por qué has tenido que contárselo?» —Eso no significa que vaya a salir impune.

Sin embargo, mis palabras sólo consiguen exasperarlo.

—Pau, ¿por qué siempre saltas en su defensa? Da igual lo que haga, ¡tú siempre estás ahí para recoger los platos rotos!

—No es verdad —miento.

—¡Lo es! —Levanta las manos al cielo sin poder creérselo—. ¡Y lo sabes! Me dijiste que ibas a considerar la idea de dejarlo, y a los dos días te veo en una tienda de tatuajes con él. No tiene sentido.

—Sé que no lo entiendes, pero lo quiero.

—Si tanto lo quieres, ¿cómo es que vas a huir a Seattle?

Sus palabras me desconciertan. Me quedo muda un segundo, pero luego digo:

—No huyo a Seattle, me voy porque me ha surgido una buena oportunidad.

—Él no irá contigo. En nuestro grupo de amigos se habla, ¿sabes? «¿Qué?»

—Estaba pensando en venirse —miento, aunque sé que no engaño a Zed.

Con mirada desafiante, mira a un lado y luego me mira a los ojos.

—Si me dices que no sientes nada por mí, nada en absoluto, retiraré los cargos. En ese momento el aire se hace más frío y el viento sopla con más fuerza.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Dime que te deje en paz y que no vuelva a hablar contigo y lo haré.
Su petición me recuerda a algo que Pedro me dijo hace mucho.

—Pero eso no es lo que quiero. No quiero que no vuelvas a hablarme —confieso.

—Entonces ¿qué quieres? —pregunta con la voz cargada de rabia y de tristeza—. ¡Porque pareces estar tan confusa como yo! Me envías mensajes para que quedemos, me besas, duermes conmigo en la misma cama. ¡Siempre acudes a mí cuando te hace daño! ¿Qué quieres de mí?

Creía haber dejado mis intenciones claras en el hospital.

—No sé lo que quiero de ti, pero lo quiero a él y eso no cambiará nunca. Perdona que te haya dado una falsa impresión, pero...

—¡Dime por qué vas a mudarte a Seattle dentro de poco y aún no se lo has contado! —me grita agitando las manos.

—No lo sé... Se lo contaré cuando tenga la oportunidad de hacerlo.

—No vas a decírselo porque sabes que te dejará —me espeta mirando detrás de mí.

—Él..., bueno... —No sé qué decir. Porque me da miedo que Zed esté en lo cierto.

—Pues adivina qué, Pau. Ya me darás las gracias.

—¿Por?

Sus labios se curvan en una sonrisa maliciosa. Levanta un brazo y señala detrás de mí. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza.

—Por habérselo contado por ti.


Sé que cuando me dé la vuelta me encontraré a Pedro detrás de mí. Juro que puedo oír su respiración entrecortada por encima del fuerte azote del viento.

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