Divina

Divina

viernes, 27 de noviembre de 2015

After 3 Capítulo 5


Pedro

Cuando salgo afuera, el viento me azota la cara y trae consigo el sonido de la única voz que no esperaba oír en este momento. Acabo de tener que soportar a un montón de gente hablando fatal de mí mientras yo tenía que morderme la lengua. Y, después de eso, lo único que quería oír era la voz de mi chica, de mi ángel.

Y ahí estaba su voz. Pero también estaba la de él. Doblo la esquina y lo veo. Ahí están. Pau y Zed.

Mi primer pensamiento es: «¿Qué coño hace él aquí? ¿Qué hace Pau aquí fuera hablando con él? ¿Qué parte de “No te acerques a él” no ha entendido?».

Cuando ese cabrón le levanta la voz, echo a andar hacia ellos. Nadie tiene derecho a gritarle así, nadie. Pero cuando menciona Seattle... Freno en seco.

«¿Pau está planeando marcharse a Seattle? Y ¿cómo es que Zed lo sabía y yo no?...»

No puede estar pasando. Esto no puede estar pasando. Ella nunca planearía mudarse sin contármelo...

La mirada enloquecida de Zed y su sonrisa de comemierda se burlan de mí mientras intento ordenar mi revoltijo de ideas. Cuando Pau se vuelve en mi dirección, es como si lo hiciera a cámara lenta.
Tiene los ojos grises muy abiertos y las pupilas dilatadas por la sorpresa que se ha llevado al verme.

Pedro... —Veo que sigue hablando pero su voz es demasiado débil y se pierde en el viento.

No sé qué decir y me quedo de pie con la boca abierta. La cierro. La vuelvo a abrir y sigo repitiendo los mismos gestos una y otra vez, hasta que al fin mis labios consiguen articular las palabras.

—¿Conque ése era tu plan? —consigo decir.

Se aparta el pelo de la cara, frunce los labios y se frota los antebrazos con las manos, que tiene cruzadas sobre el pecho.

—¡No! ¡No es lo que crees, Pedro, yo...!

—Vaya par de conspiradores. Tú... —digo señalando al maldito bastardo— te dedicas a maquinar y a intrigar a mis espaldas e intentas robarme a mi chica una y otra y otra vez. Da igual lo que haga o las veces que te parta la puta cara, vuelves arrastrándote como una maldita cucaracha. Es sorprendente. Se atreve a hablar:

—Ella...

—Y tú... —Señalo a la chica rubia que tiene mi mundo bajo la suela de sus tacones negros—. Tú... no haces más que jugar conmigo. ¡Actúas como si te importara cuando en realidad has estado planeando dejarme todo el tiempo! Sabes que no voy a irme a Seattle, y aun así has estado planeando mudarte ¡sin decirme nada!

Tiene los ojos llorosos, y me suplica:

—¡Por eso no te lo había contado todavía, Pedro, porque...!

—Cállate —le digo, y se lleva la mano al pecho, como si mis palabras la hubieran herido.
Puede que así sea. Puede que eso sea lo que quiero, para que se sienta como yo.
¿Cómo ha podido humillarme de este modo delante de Zed?

—¿Qué pinta él aquí? —le pregunto.

No hay ni rastro de su sonrisa de satisfacción cuando ella se vuelve para mirarlo antes de mirarme a mí.

—Yo le he pedido que viniera.

Doy un paso atrás fingiendo sorpresa. O puede que me haya sorprendido de verdad. No sé muy bien qué es lo que siento, porque paso demasiado rápido de un sentimiento a otro.

—¡Ahí lo tenemos! Está claro que lo vuestro es muy especial.

—Sólo quería hablar con él sobre lo de presentar cargos. Estoy intentando ayudarte, Pedro. Escúchame, por favor. —Pau da un paso hacia mí, apartándose de nuevo el pelo de la cara.

Niego con la cabeza.

—¡Y una mierda! He escuchado toda la conversación. Si no lo quieres, díselo ahora mismo, delante de mí.

Sus ojos llorosos me ruegan en silencio que ceda y que no la obligue a humillarlo en mi presencia, pero no me conmueve.

—O se lo dices, o tú y yo hemos terminado. —Mis palabras me queman la lengua como si fueran ácido.

—No te quiero, Zed —dice mirándome a mí. Lo dice precipitadamente, asustada, y sé que le duele decirlo.

—¿Ni un poco? —pregunto copiándole a Zed su sonrisa de satisfacción de antes.

—Ni un poco. —Pau frunce el ceño, y él se pasa la mano por el pelo.

—No quieres volver a verlo —la instruyo—. Date la vuelta y díselo.

Pero es Zed el que habla.

Pedro, déjalo. Ya está. Lo he pillado. No tengo por qué aguantar estos jueguecitos, Pau. Mensaje recibido —dice. Es patético, como un niño triste.

—Pau... —empiezo a decir, pero cuando me mira, lo que veo en sus ojos casi me pone de rodillas. Asco. Le doy asco.

Da un paso hacia mí.

—No, Pedro. No pienso hacerlo. No porque quiera estar con él, porque no quiero, te quiero a ti y sólo a ti, sino porque sólo lo haces por fastidiar y está mal y es cruel y no pienso ayudarte. —Se muerde un carrillo intentando no llorar. «¿Qué coño estoy haciendo?» Como una fiera, me dice:

—Me voy a casa. Cuando quieras hablar de Seattle, allí estaré.

Y con eso da media vuelta y se marcha.

—¡No tienes forma de llegar a casa! —le grito.

Zed levanta la mano y señala hacia Pedro.

—Yo la llevaré —dice.

Algo se rompe en mi interior.

—Si no fuera porque ya estoy de mierda hasta el cuello por tu culpa, te mataría ahora mismo. Y no me refiero a romperte un hueso, sino a partirte el cráneo contra el cemento y a quedarme mirando mientras te desangras vivo sobre él...

—¡Para! —me grita Pau, ocultando las lágrimas.

—Pau, si... —dice Zed en voz baja.

—Zed, te agradezco todo lo que has hecho por mí, pero necesito que pares, por favor. —Trata de parecer serena, aunque fracasa miserablemente.

Con un último suspiro, da media vuelta y echa a andar.

Voy hacia el coche y, en cuanto lo tengo delante, aparecen Landon y mi padre. Cómo no. Oigo el taconeo de Pau detrás de mí.

—Nos vamos —les digo antes de que puedan abrir la boca.

—Ahora te llamo —le informa Pau a Landon.

—¿Sigue en pie lo del miércoles? —le contesta Landon.

Ella le sonríe, una sonrisa falsa para enmascarar el pánico que brilla en sus ojos.

—Sí, por supuesto.

Landon me lanza una mirada asesina, ha notado la tensión que hay entre nosotros. 

«¿Estará al tanto de sus planes? Seguro, es probable que hasta la haya ayudado a organizarlos.» Me meto en el coche sin intentar ocultar mi falta de paciencia.

—Luego te llamo —vuelve a decirle a Landon, y se despide con la mano de mi padre antes de subir al coche.

Apago la música en cuanto se abrocha el cinturón.

—Adelante —invita sin emoción.

—¿Qué?

—Adelante, grítame. Sé que vas a gritarme.

Su suposición me deja mudo. Pues sí, tenía pensado gritarle, pero que lo tuviera tan claro me ha pillado por sorpresa.
Aunque es normal que se lo espere, es lo que sucede siempre. Lo que hago siempre.

—¿Y bien? —Aprieta los labios en una fina línea.

—No voy a gritarte.

Me mira un instante antes de centrarse en un punto lejano más allá del parabrisas.

—No sé qué hacer, aparte de gritarte... Ése es el problema. —Suspiro derrotado con la frente contra el volante.

—No estaba haciendo planes a tus espaldas, Pedro, al menos, no a propósito.

—Pues es lo que parece.

—Yo nunca te haría eso. Te quiero. Lo entenderás cuando lo superemos.

Sus palabras me rebotan en cuanto la ira se apodera de mí.

—Lo que entiendo es que vas a mudarte... y en breve. Ni siquiera sé cuándo..., y eso que vivimos juntos, Pau. Compartimos la puta cama, y ¿tú ibas a dejarme sin más? Siempre supe que lo harías.

La oigo desabrocharse el cinturón de seguridad. Me pone las manos en los hombros, me empuja hacia atrás y en cuestión de segundos está sentada a horcajadas encima de mí, rodeándome el cuello con los brazos fríos y su rostro bañado en lágrimas hundido contra mi pecho.

—Aparta —le digo intentando que me suelte.

—¿Por qué siempre piensas que voy a dejarte? —Me abraza con más fuerza.

—Porque lo harás.

—No me voy a Seattle para dejarte. Me voy por mí y por mi carrera. Siempre he planeado irme a vivir allí y es una oportunidad increíble. Se lo pedí al señor Vance mientras decidíamos qué íbamos a hacer, y he estado a punto de contártelo muchas veces, pero o bien me cortabas o bien no querías hablar de nada serio en ese momento.

Sólo puedo pensar en ella haciendo las maletas y dejándome sin nada más que una nota de mierda en la encimera.

—No te atrevas a intentar culparme a mí. —Mi voz no suena con la convicción que me gustaría.

—No te estoy echando la culpa, pero sabía que no ibas a apoyarme. Sabes que es muy importante para mí.

—Entonces ¿qué vas a hacer? Si te marchas, no podré estar contigo. Te quiero, Pau, pero no voy a irme a vivir a Seattle.

—¿Por? Ni siquiera sabes si te va a gustar o no. Al menos podríamos intentarlo y, si lo odias, podríamos marcharnos a Inglaterra... tal vez —dice sollozando.

—Tú tampoco sabes si te va a gustar Seattle. —La miro impasible—. Lo siento, pero vas a tener que elegir: Seattle o yo.

Levanta la vista un instante, luego vuelve a sentarse en el asiento del acompañante sin decir una palabra.

—No tienes que decidir nada ahora mismo, pero el tiempo se acaba. —Pongo el coche en automático y salgo del aparcamiento.

—No me puedo creer que me obligues a elegir —replica sin mirarme siquiera.

—Sabes lo que opino de Seattle. Tienes suerte de que haya mantenido la calma cuando te he visto con Zed.

—¿Tengo suerte? —resopla.

—Ha sido un día de mierda y sólo acaba de empezar. No discutamos sobre eso. Necesito una respuesta para el viernes, a menos que ya te hayas ido para entonces. —Sólo de pensarlo me dan escalofríos.

Sé que va a elegirme a mí, tiene que hacerlo. Podríamos irnos a Inglaterra, lejos de toda esta mierda. No ha dicho nada sobre las clases que va a perderse hoy. Me alegro, no necesito otra pelea.

—Estás siendo muy egoísta —me acusa.

No se lo discuto porque sé que tiene razón. Pero le digo:

—Ya, pues algunos pensarían que también es muy egoísta no decirle a alguien en qué fecha tienes pensado abandonarlo. ¿Dónde vas a vivir? ¿Ya tienes piso?

—No, pensaba buscar uno mañana. El miércoles nos vamos de viaje con tu familia.

Tardo un momento en darme cuenta de a quién se refiere.

—¿Nos vamos?

—Dijiste que irías...

—Estoy intentando recuperarme de la mierda de Seattle, Pau. —Sé que me estoy comportando como un mamón, pero esto es un asco—. Y no olvidemos que has llamado a Zed —recalco.

Pau permanece en silencio mientras conduzco. Tengo que mirarla un millar de veces para asegurarme de que no se ha dormido.

—¿Ahora no me hablas? —le pregunto cuando llegamos al aparcamiento de nuestro... de mi apartamento.

—No sé qué decir —contesta en voz baja, derrotada.

Aparco y entonces me acuerdo.

«Mierda.»

—Tu padre sigue aquí, ¿no?

—No tiene otro sitio adonde ir... —responde sin mirarme.

Salimos del coche y le digo:

—Cuando lleguemos a casa le preguntaré dónde quiere que lo deje.

—No, ya lo llevo yo —musita.


Aunque mi chica camina a mi lado, parece estar a muchos kilómetros de mí.

1 comentario:

  1. empezó con todo esta parte, se va volver loca la vieja cuando sepa del padre, viajara Pau?

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