Pedro
Estampo el puño contra el maletero de mi coche y grito para soltar parte de
mi rabia.
¿Cómo ha podido pasar? ¿Cómo es que la he tirado al suelo? Zed sabía que
iba a acabar así en cuanto se bajó de la camioneta, y he vuelto a partirle la
cara. Conozco a Pau, se compadecerá de él y se culpará a sí misma de la zurra
que le he dado a ese cretino y luego creerá que le debe algo.
—¡Mierda! —grito aún más alto.
—¿Por qué gritas? —Christian aparece en el sendero nevado. Lo miro y pongo
los ojos en blanco.
—Por nada.
La única persona a la que querré en la vida acaba de irse con la persona a
la que más detesto en el mundo entero.
Vance me mira con asombro.
—Algo te pasa —contraataca, y le da un buen trago a su copa.
—Ahora mismo no me apetece desnudarte mi alma —le suelto.
—Qué coincidencia: a mí tampoco. Sólo intento averiguar por qué hay un
capullo gritando en la entrada de mi casa —dice con una sonrisa en los labios.
Casi me echo a reír. Casi.
—Que te den —le espeto.
—¿No ha aceptado tus disculpas?
—¿Quién ha dicho que me haya disculpado o que tenga que hacerlo?
—Eres como eres y, además, eres un hombre... —Me saluda con la copa y se
bebe el resto de su contenido—. Los hombres siempre tenemos que disculparnos
primero. Así son las cosas.
Dejo escapar un largo suspiro y le digo:
—Ya, bueno, ella no quiere mis disculpas.
—Todas las mujeres quieren una.
No puedo dejar de imaginármela acudiendo a Zed en busca de consuelo.
—La mía, no... Ella, no.
—Vale, vale, vale —dice Christian bajando las manos—. ¿Vienes adentro?
—No... Paso. —Me sacudo la nieve del pelo y me lo aparto de la frente.
—Ken... tu padre, y Karen están a punto de irse.
—¿Y eso a mí qué coño me importa? —le contesto, y suelta una carcajada.
—Tu lenguaje nunca deja de sorprenderme.
Le sonrío.
—¿Qué dices? Si sueltas aún más tacos que yo.
—Precisamente.
Me pasa el brazo por los hombros y, para mi sorpresa, dejo que me lleve
adentro.
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