Pau
Pedro me ha decepcionado tanto que ni siquiera tengo fuerzas para discutir, y está demasiado cabreado conmigo para hablar sin gritarme. Su reacción no ha sido tan mala como esperaba, pero ¿cómo puede obligarme a elegir? Sabe lo importante que es Seattle para mí, y no parece tener ningún problema en hacerme renunciar a algo por él; eso es lo que más me duele. Siempre dice que no puede vivir sin mí, que no puede estar sin mí, sin embargo, me ha dado un ultimátum, y no es justo.
—Como se haya largado con nuestras cosas... —empieza a decir cuando llegamos a la puerta.
—Basta. —Espero que note lo cansada que estoy y que no insista.
—Yo he avisado.
Meto la llave en la cerradura y la hago girar. Por un momento me planteo la posibilidad de que Pedro esté en lo cierto. La verdad es que no conozco a ese hombre.
Cualquier paranoia desaparece en cuanto entramos. Mi padre está tirado sobre el reposabrazos del sofá, con la boca abierta y roncando a más no poder.
Sin decir una palabra, Pedro se mete en el dormitorio y yo voy a la cocina a por un vaso de agua. Necesito un minuto para pensar en mi siguiente movimiento. Lo último que me apetece es pelearme con Pedro, pero estoy harta de que sólo piense en sí mismo. Sé que ha cambiado mucho, que se ha esforzado mucho, pero le he dado una oportunidad detrás de otra y el resultado ha sido un ciclo infinito de ruptura-reconciliación que pondría enferma incluso a la mismísima Catherine Earnshaw. No sé cuánto tiempo más podré mantenerme a flote mientras lucho contra este tsunami al que llamamos relación. Cada vez que siento que he aprendido a navegar las aguas, vuelve a engullirme otro conflicto más con Pedro.
Pasados unos instantes, me levanto y voy a ver a mi padre. Sigue roncando y me resultaría divertido si no estuviera tan preocupada. Decido un plan de acción y me meto en el dormitorio.
Pedro está tumbado en la cama boca arriba, con los brazos debajo de la cabeza, mirando al techo. Estoy a punto de hablar cuando él rompe el silencio:
—Me han expulsado, por si te interesa.
Me vuelvo hacia él a toda velocidad, con el corazón desbocado.
—¿Cómo?
—Sí. Eso han hecho. —Se encoge de hombros.
—Lo siento mucho. Debería habértelo preguntado antes. —Estaba segura de que Ken conseguiría sacar a su hijo de ésta. Me da mucha pena.
—No pasa nada. Estabas muy ocupada con Zed y tus planes para irte a Seattle, ¿no te acuerdas?
Me siento en el borde de la cama, lo más lejos posible de él, y hago un esfuerzo por morderme la lengua. En vano.
—Estaba intentando averiguar qué pensaba hacer con los cargos en tu contra. Dice que
todavía... Me interrumpe enarcando las cejas con gesto de burla.
—Lo he oído. Estaba presente, ¿recuerdas?
— Pedro, ya estoy harta de tu actitud. Sé que estás enfadado, pero tienes que dejar de faltarme al respeto —digo muy despacio con la esperanza de hacerlo recapacitar. Por un momento parece perplejo, pero no tarda en recuperarse.
—¿Perdona?
Intento mantener la expresión más neutra y serena que puedo.
—Ya me has oído. Deja de hablarme así.
—Lo siento, me han echado de la facultad y a continuación te encuentro con él y descubro que vas a irte a vivir a Seattle. Creo que tengo derecho a estar un poco cabreado.
—Cierto, pero no tienes derecho a comportarte como un cabrón. Esperaba que pudiéramos hablarlo y resolverlo como adultos... por una vez.
—¿Eso qué quiere decir? —Se incorpora pero yo me mantengo lejos.
—Significa que, después de cinco meses de tira y afloja, creía que éramos capaces de resolver un problema sin que ninguno de los dos se marchara o se pusiera a romper cosas.
—¿Cinco meses? —La mandíbula le llega al suelo.
—Sí, cinco meses. —Desvío la mirada incómoda—. Es el tiempo que hace que nos conocemos.
—No me había dado cuenta de que hiciera tanto.
—Pues sí. —Toda una vida, en mi opinión.
—Parece que fue ayer...
—¿Supone un problema? ¿Acaso crees que llevamos saliendo demasiado tiempo? —Por fin me atrevo a mirarlo a esos ojazos verdes.
—No, Pau, sólo es que se me hace raro pensarlo, supongo. Nunca he tenido una relación de verdad, cinco meses me parece mucho tiempo.
—Bueno, pero no hemos estado saliendo todo el tiempo. En realidad, hemos pasado la mayor parte peleándonos o evitándonos —le recuerdo.
—¿Cuánto estuviste con Noah?
La pregunta me pilla por sorpresa. Hemos hablado alguna vez de mi relación con él, pero normalmente esas conversaciones duran menos de cinco minutos y terminan bruscamente por los celos de Pedro.
—Era mi mejor amigo desde que tengo uso de razón, pero empezamos a salir en el instituto. Creo que antes de eso ya estábamos saliendo, sólo que sin saberlo. —Lo observo con atención, esperando su reacción.
Hablar de Noah hace que lo eche de menos, no en el sentido romántico, sino igual que uno extraña a un familiar cuando lleva mucho tiempo sin verlo.
—Ah. —Deja las manos en el regazo y me dan ganas de acercarme y cogérselas—. ¿Os peleabais a menudo?
—A veces. Nuestras peleas eran sobre qué película íbamos a ver o porque llegaba tarde a recogerme.
No levanta la vista.
—No eran como las nuestras, ¿no?
—No creo que nadie más tenga peleas como las nuestras. —Sonrío para intentar consolarlo.
—¿Qué más hacíais? Quiero decir, juntos —dice, y juraría que en la cama tengo sentado a un niño pequeño, con los ojos verdes y brillantes y las manos temblorosas.
Me encojo de hombros.
—No gran cosa, aparte de estudiar y de ver cientos de películas. Supongo que más bien éramos los mejores amigos del mundo.
—Tú lo querías —me recuerda ese niño.
—No como te quiero a ti —le digo, igual que se lo he dicho ya millones de veces.
—¿Habrías renunciado a Seattle por él? —Se tira de las pieles de alrededor de las uñas.
Cuando me mira, en sus ojos brilla la inseguridad.
Así que es por eso por lo que estamos hablando de Noah: la baja autoestima de Pedro ha vuelto a invadir sus pensamientos, a llevarlo a ese lugar en el que se compara con lo que cree, o con quien cree, que necesito.
—No.
—¿Por qué no?
Lo cojo de la mano para consolar al niño pequeño y preocupado.
—Porque no habría tenido que escoger. Él sabía que yo tenía planes y sueños y no me habría hecho elegir.
—Yo no tengo nada en Seattle —suspira.
—A mí..., me tienes a mí.
—No es suficiente.
Ah... Le doy la espalda.
—Sé que suena fatal, pero es la verdad. Allí no tengo nada y tú tendrás un nuevo trabajo y harás nuevos amigos...
—Tú también tendrás un nuevo empleo. Christian dijo que te daría trabajo... Y haremos nuevos amigos juntos.
—No quiero trabajar para él... Y los que tú escogerías para ser tus nuevos amigos seguro que no tienen nada que ver con la gente que me gustaría a mí. Todo sería muy distinto allí.
—Eso no lo sabes. Soy amiga de Steph.
—Sólo porque compartíais habitación. No quiero irme a vivir allí, Pau, y menos ahora que me han expulsado de la facultad. Para mí lo lógico sería volver a Inglaterra y terminar la universidad allí.
—La cuestión no es lo que tiene más lógica para ti.
—Teniendo en cuenta que has quedado con Zed a mis espaldas otra vez, creo que no estás en posición de decidir nada.
—¿En serio? Porque tú y yo ni siquiera hemos establecido si volvemos a estar juntos o no. Yo accedí a mudarme aquí otra vez y tú accediste a tratarme mejor. —Me levanto de la cama y empiezo a dar zancadas por el suelo de hormigón impreso—. Pero fuiste a pegarle a Zed una paliza a mis espaldas, por eso te han expulsado. Así que el que no está en posición de decidir nada eres tú.
—¡Me estabas ocultando cosas! —replica levantando la voz—. ¡Planeabas dejarme y ni siquiera me lo habías dicho!
—¡Lo sé! Y lo siento, pero en vez de discutir acerca de quién está más equivocado de los dos, ¿por qué no intentamos arreglarlo o llegar a algún tipo de compromiso?
—Tú... —Deja de hablar y se levanta de la cama—. Tú no...
—¿Qué? —insisto.
—No lo sé, no puedo ni pensar de lo cabreado que me tienes.
—Siento que te hayas enterado así. Aparte de eso, no sé qué otra cosa decir.
—Dime que no vas a irte.
—No voy a tomar una decisión ahora mismo. No tengo por qué hacerlo.
—Entonces ¿cuándo? No voy a quedarme esperando...
—Y ¿qué vas a hacer?, ¿marcharte? ¿Qué ha sido de aquello de no querer pasar ni un solo día sin mí?
—¿Lo dices en serio? ¿Vas a restregármelo ahora? ¿No crees que podrías haberme contado que ibas a irte a vivir a Seattle antes de que me hiciera un puto tatuaje por ti? Es que tiene tela... —Da un paso hacia mí, desafiante.
—¡Iba a decírtelo! —le aseguro.
—Pero no lo hiciste.
—¿Cuántas veces más vas a reprochármelo? Podemos pasarnos así todo el día, pero la verdad es que no tengo fuerzas. Paso.
—¿Pasas? ¿Pasas?... —Sonríe.
—Sí, yo paso.
Es la verdad. Paso de discutir con él por Seattle. Es agobiante y frustrante, y estoy hasta las narices. Saca una sudadera negra del armario y se la pone antes de calzarse las botas.
—¿Adónde vas? —exijo saber.
—A cualquier parte con tal de largarme de aquí —resopla.
— Pedro, no tienes por qué irte —le digo a su espalda cuando abre la puerta, pero no me hace ni caso.
Si mi padre no estuviera en la sala de estar, saldría detrás de él y lo obligaría a quedarse.
Pero, para ser sincera, ya estoy harta de ir detrás de él.
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