Divina

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domingo, 22 de noviembre de 2015

After 2 Capítulo 90


Pedro

Cuando empieza a llorar se me hace mucho más difícil mantener la cara de póquer. No sé qué sucedería si le dijera que yo también lo he pasado fatal, que he sentido un dolor que tampoco sabía si iba a ser capaz de resistir. Creo que correría a mis brazos y me diría que no pasa nada. Estaba escuchándome mientras hablaba con Smith, lo sé. Está triste, como ha dicho el mocoso, pero ya me sé el final. Si me perdona, se me ocurrirá otra gilipollez con la que hacerle daño. Siempre ha sido así y no sé cómo evitarlo.

La única opción es darle la oportunidad de estar con alguien que le convenga mucho más que yo. Creo que en el fondo quiere a alguien más parecido a ella. Alguien sin piercings ni tatuajes. Alguien sin una infancia problemática que no sabe controlar sus emociones. Cree que me quiere, pero un día, cuando le haga algo peor de lo que le he hecho hasta ahora, se arrepentirá de haberme conocido.

Cuanto más la veo llorar bajo la nieve, más convencido estoy de que no le convengo.
Yo soy Tom y ella es Daisy. La dulce Daisy. Tom la corrompe y no vuelve a ser la misma. Si le suplico que me perdone, de rodillas, en el suelo nevado, será la Daisy odiosa para siempre, no quedará ni rastro de su inocencia y acabará odiándome y odiándose también a sí misma para siempre. Si Tom hubiera dejado a Daisy la primera vez que ella tuvo dudas, Daisy podría haber disfrutado de la vida con el hombre con quien estaba destinada a estar, un hombre que la habría tratado todo lo bien que ella merecía.

—No es asunto tuyo —le digo, y contemplo cómo mis palabras se le clavan en el alma.

Debería estar dentro con Trevor. O en su pueblo con Noah. No conmigo. No soy Darcy y ella se merece uno. No puedo cambiar por ella. Encontraré la manera de vivir sin ella y ella ha de encontrar el modo de vivir sin mí.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos, me dejas tirada como una colilla y no tienes ni la decencia de darme una explicación? —Llora.
Las luces de unos faros de coche aparecen entonces al final de la calle oscura, enmarcan su silueta y crean nuevas sombras en el suelo.

Quisiera gritarle: «¡Lo estoy haciendo por tu bien!». Pero no lo hago. Me encojo de hombros. Abre la boca, la cierra y una camioneta se detiene ante nosotros.

Esa camioneta...

—¿Qué pinta él aquí? —bramo.

—Recogerme —sentencia Pau con tanta determinación que la noticia me pone de rodillas.

—¿Por qué...? ¿Y el...? ¿Qué coño...? —Doy vueltas arriba y abajo.

He estado intentando alejarla de mí para que siga adelante con su vida y pueda estar con alguien como ella, no con el puto Zed. Tenía que ser Zed.

—¿Has... has estado viendo a ese desgraciado? —le digo con mirada asesina. Sé que estoy frenético, pero me importa una mierda.
Dejo atrás a Pau y me acerco a la camioneta.

—¡Sal del maldito coche! —grito.

Para mi sorpresa, Zed baja del vehículo y deja el motor en marcha. Es un capullo integral. 

—¿Te encuentras bien? —tiene los cojones de preguntarle.
Me planto en sus narices.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que estabas esperando el momento oportuno para ir a por ella! ¿Creías que no me iba a enterar?
La mira y ella lo mira a él.

«La madre que me parió, estos dos van en serio.» —¡Déjalo en paz, Pedro! —insiste Pau. Y exploto.
Con una mano cojo a Zed por el cuello de la chaqueta. Con la otra le atizo en la mandíbula. Pau grita pero es apenas un susurro que se tragan el viento y mi rabia.
Zed se tambalea y se lleva la mano a la mandíbula, pero rápidamente se estabiliza y viene a por mí. Tiene ganas de morir joven.

—¿Creías que no iba a enterarme? ¡Te dije que no te acercaras a ella!

Me abalanzo de nuevo sobre él, pero esta vez bloquea el golpe y se las apaña para devolverme el gancho en la mandíbula.

La ira se mezcla con la adrenalina que genera mi primera pelea desde hace semanas. Echaba de menos la sensación, la energía que corre por mis venas. Menudo subidón.

Le atizo en las costillas. Esta vez lo derribo y en cuestión de segundos estoy sentado encima de él, pegándole un puñetazo tras otro. He de reconocer que consigue hacerme encajar algún golpe, pero no va a poder conmigo.

—Yo estaba allí... Y tú no —me provoca.

—¡Para, Pedro! ¡Suéltalo! —Pau  me agarra del brazo y, en un acto reflejo, la empujo para que me suelte y la tiro al suelo.

Salgo de mi trance al instante y me vuelvo hacia ella, que retrocede a gatas en la nieve, se pone de pie y extiende los brazos para protegerse de mí.

«Pero ¿qué he hecho?»

—¡No te acerques a ella! —grita Zed a mi espalda.

En un abrir y cerrar de ojos está a su lado. Ella se lo queda mirando fijamente y ni siquiera se molesta en mirarme a mí.

—Pau..., no quería hacerlo. No sabía que eras tú, ¡te lo juro! Sabes que pierdo el control cuando me enfado... Lo siento, yo...

Mira en mi dirección, pero es como si no me viera.

—¿Podemos irnos, por favor? —pregunta con calma, y me da un vuelco el corazón... 
Hasta que me doy cuenta de que le está hablando a Zed. «Pero ¿cómo coño han acabado así?» 

—Desde luego.

Zed le pone la chaqueta sobre los hombros, le abre la puerta de la camioneta y la ayuda a subir.

—Pau... —la llamo otra vez, pero hace como que no me oye, se tapa la cara con las manos y solloza tan fuerte que le tiembla todo el cuerpo.

Señalo a Zed con un dedo y lo amenazo:

—Esto no ha acabado.

Asiente, abre la puerta y me mira.


—Yo creo que sí —dice, sonríe satisfecho de sí mismo y sube al vehículo.

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