Divina

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sábado, 28 de noviembre de 2015

After 3 Capítulo 9


Pedro

Richard, mi inesperado compañero de borrachera, ha ido al servicio por cuarta vez desde que hemos llegado. Empiezo a pensar que a Betsy, la camarera, le gusta un poco el tipo, cosa que me incomoda bastante.

—¿Otra? —pregunta.

Asiento para que la mujer fornida se vaya. Son las dos de la tarde, me he tomado cuatro copas. No sería tan terrible si no se hubiera tratado de cuatro whiskys a palo seco.
No puedo pensar con claridad y sigo cabreado. No sé qué o quién me cabrea más, así que he dejado de pensar y he decidido entregarme a un estado general de «que le den por culo al mundo».

—Aquí tienes. —La camarera desliza el vaso hacia mí y Richard se sienta en el taburete contiguo.

Creía que había pillado la importancia que tenía el taburete vacío entre nosotros. Me equivocaba. Se vuelve hacia mí y se acaricia el bigote. Es un sonido repulsivo.

—¿Me has pedido otra?

—Deberías afeitártelo —declaro ofreciéndole mi opinión de borracho.

—¿Te refieres a esto? —Vuelve a hacer la cosa esa con la mano.

—Sí, eso. No te queda bien —le digo.

—Me gusta, me mantiene abrigado. —Se echa a reír y yo doy un trago para no reírme también.

—¡Betsy! —grita. Ella asiente y retira el vaso vacío de la barra. Luego Richard me mira—. ¿Vas a contarme por qué estás emborrachándote?

—No. —Le doy vueltas a mi vaso y el hielo tintinea contra el cristal.

—Vale, sin preguntas. Sólo bebida —dice con alegría.

Ya casi no lo odio. Al menos, hasta que me imagino a una niña rubia de diez años escondiéndose en el invernadero. Tiene los ojos azules muy abiertos, casi aterrorizados... Y entonces aparece el niño rubio con la chaqueta de punto verde y se convierte en el héroe de la película.

—Una pregunta —insiste sacándome de mis ensoñaciones.

Respiro hondo y le doy un buen trago a mi bebida para no hacer una estupidez. Vamos, una estupidez aún más gorda que emborracharme con el padre alcohólico de mi novia. Esta familia y su manía de hacer preguntas.

—Una —le digo.

—¿De verdad te han expulsado hoy de la facultad?

Miro el letrero de neón de la cerveza Pabst y medito la pregunta, deseando no haberme tomado cuatro..., no, cinco copas.

—No, pero ella cree que sí —confieso. 

—Y ¿por qué lo cree?

«Maldito entrometido.»

—Porque yo se lo he dicho. —Me vuelvo hacia él y añado con mirada inexpresiva—: Se acabaron las confesiones por hoy.

—Como quieras. —Sonríe y levanta la copa para brindar conmigo, pero yo aparto la mía y meneo la cabeza.

Por cómo se ríe, sé que no esperaba que brindara con él y que le parezco muy divertido. A mí él, en cambio, me resulta muy molesto.

Una mujer de su misma edad aparece entonces a su lado y se sienta en el taburete vacío que hay al lado. Le pasa un delgado brazo por los hombros y lo saluda efusivamente. No me parece una sin techo, pero está claro que conoce a Richard. Seguro que él se pasa el día en este bar de mala muerte. Aprovecho que está distraído para ver si tengo algún mensaje de Pau. Nada.

Es un alivio, pero no me gusta que no haya intentado hablar conmigo. Es un alivio porque estoy borracho, pero no me gusta porque ya la añoro. Con cada copa de whisky que me echo al gaznate, la deseo más y más y el vacío de su ausencia se hace más grande.
«Joder, pero ¿qué me ha hecho?»

Es de lo más insistente, siempre buscándome las cosquillas. Es como si se sentara a pensar en nuevas maneras de sacarme de quicio. De hecho, es probable que lo haga. Seguro que se sienta en la cama con las piernas cruzadas y su estúpida agenda en el regazo, un bolígrafo entre los dientes, otro en la oreja, y anota cosas que hacer o que decir para volverme loco.

Llevamos cinco meses juntos, cinco meses. Es una eternidad, mucho más tiempo del que me creía capaz de estar con alguien. Es verdad que no hemos estado saliendo todo ese tiempo y que hemos pasado, más bien malgastado, meses por mi culpa por intentar mantenerme alejado de ella. La voz de Richard interrumpe entonces mis pensamientos.

—Te presento a Nancy.

Saludo con la cabeza a la mujer y bajo la vista hacia la madera oscura de la barra.

—Nancy, este joven tan educado es Pedro. Es el novio de Pauli —dice muy orgulloso.
¿Cómo es que está orgulloso de que salga con su hija?

—¡Pauli tiene novio! ¿La has traído? Me encantaría conocerla al fin —exclama la mujer
—. ¡Richard me ha hablado mucho de ella!

—No ha venido —mascullo.

—Qué pena. ¿Qué tal su fiesta de cumpleaños? Fue el fin de semana pasado, ¿verdad?

«¿Qué?»

Richard me suplica con la mirada que le siga la corriente, es evidente que la tiene engañada.

—Sí, estuvo bien —contesta por mí antes de terminarse la copa.

—Qué bien —dice Nancy señalando la entrada—. ¡Mira, ahí está!

Mis ojos vuelan hacia la puerta y por un instante creo que está hablando de Pau, cosa que no tiene sentido. No la conoce. Una rubia delgaducha se acerca a nosotros desde la otra punta del bar. Este puñetero garito se está llenando demasiado.
Levanto el vaso vacío.

—Otra.

La camarera pone los ojos en blanco y susurra «Gilipollas», pero me sirve otra.

—Te presento a mi hija, Shannon —dice Nancy.

Shannon me mira de arriba abajo. Lleva tanto rímel que parece que lleve arañas pegadas a los párpados.

—Shannon, te presento a Pedro —dice Richard, pero no muevo un dedo para saludarla.

Hace muchos meses es probable que le hubiera prestado un mínimo de atención a esta chica tan desesperada. Es posible que le hubiera permitido chupármela en el baño asqueroso de este bar. Pero ahora sólo quiero que deje de mirarme.

—A menos que te la quites, no creo que puedas enseñar más —le digo refiriéndome al modo ridículo en que le da tirones al bajo de su camiseta para lucir el escaso canalillo que Dios le ha dado.

—¿Perdona? —resopla llevándose las manos a las estrechas caderas.

—Ya me has oído.

—Vale, vale. Haya paz —dice Richard levantando las manos.

Y, con eso, Nancy y el pendón de su hija se van a buscar una mesa.

—De nada —le digo, pero él menea la cabeza.

—Eres un cabrón desagradable. —Y, sin darme tiempo a reaccionar, añade—: Como a mí me gustan.

Tres copas más tarde, apenas si me tengo en el taburete. Richard, que es un profesional de la bebida, parece tener el mismo problema y se inclina peligrosamente hacia mí.

—Así que cuando me soltaron al día siguiente... ¡tuve que caminar cinco kilómetros! Y encima bajo la lluvia...

Sigue y sigue contándome la última vez que lo arrestaron. Yo sigo bebiendo y fingiendo que no se dirige a mí.

—Si tengo que guardarte el secreto, al menos deberías contarme por qué le has dicho a Pauli que te han expulsado —dice al fin.

Ya sabía yo que iba a esperar a tenerme como una cuba antes de volver a sacar el tema. —Así es más fácil —confieso.

—¿Cómo es eso?

—Porque quiero que se venga conmigo a Inglaterra y no le entusiasma la idea.

—No lo entiendo. —Me pellizca la nariz.

—Tu hija quiere dejarme y no puedo consentirlo.

—Por eso le has dicho que te han echado de la universidad, para que se vaya a Inglaterra contigo. 

—Básicamente.

Mira su copa y luego a mí.

—Menuda estupidez.

—Lo sé. —Y dicho en voz alta aún suena más ridículo pero, a veces, en mi cabeza demente, tiene sentido—. Además, ¿quién eres tú para darme consejos? —le suelto.

—Nadie. Sólo digo que, si sigues así, acabarás como yo.

Quiero decirle que cierre el pico y se meta en sus asuntos, pero cuando levanto la vista vuelvo a ver ese parecido que he notado cuando nos hemos sentado a la barra. Mierda.

—No se lo digas —le recuerdo.

—No lo haré. —Se vuelve hacia Betsy—. Otra ronda.

Ella le sonríe y nos prepara las bebidas. No creo que pueda tomarme otra. —Yo ya me he tomado la última. Ahora mismo tienes tres ojos —le digo. Se encoge de hombros.

—Así salgo a más.

«Soy un novio penoso», pienso para mis adentros mientras me pregunto qué estará haciendo Pauli, quiero decir Pau, en este momento.

—Soy un padre penoso —dice Richard.

Estoy demasiado borracho para comprender la diferencia entre pensar y hablar, así que no sé si lo que ha dicho es pura coincidencia o si yo he pensado en voz alta...

—Levanta —dice una voz áspera a la izquierda de Richard.

Es un hombre bajito y arisco con una barba aún más tupida que la de mi compañero de borrachera. 

—No hay más taburetes, amigo —le contesta Richard lentamente.

—Pues por eso, levanta —amenaza el hombre.

«Mierda, ahora, no. No, por favor.»

—No vamos a levantarnos —le digo al tipejo para que se vaya.


Entonces el hombre comete el error de agarrar a Richard del cuello de la camisa y tirar para ponerlo en pie.

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