Pau
Me duele el pecho al ver a Christian levantar a Kimberly del suelo en un
abrazo de lo más amoroso. Me alegro por ella, de corazón. Sin embargo, por
mucho que me alegre por ambos, me resulta muy duro estar aquí viendo cómo
alguien consigue lo que yo quería. Sé que no les robaría ni una pizca de
felicidad, pero me cuesta mirar cómo él le planta un beso en las mejillas y le
pone un anillo de diamantes maravilloso en el dedo.
Me levanto y espero que nadie se percate de mi ausencia. Llego al salón antes
de convertirme en un mar de lágrimas. Sabía que iba a pasar, sabía que me iba a
desmoronar. Si él no estuviera cerca sería más soportable, pero es demasiado
surrealista y doloroso tenerlo aquí.
Está aquí para torturarme, es eso. ¿Qué hace aquí si no? Viene y no me
habla. No tiene ni pies ni cabeza: lleva once días evitándome y de repente
aparece aquí, como yo me imaginaba. No debería haber venido. Si al menos me
hubiera traído el coche, podría largarme ahora mismo... Pero Zed no me recogerá
hasta...
Zed.
Zed va a venir a buscarme a las ocho. Miro el reloj de pared. Ya son las
siete y media. Como Pedro lo vea, lo va a matar.
O puede que no, puede que le importe un pimiento.
Encuentro el baño, entro y cierro la puerta. Tardo un momento en darme
cuenta de que para encender la luz hay que pulsar un panel táctil que hay en la
pared. Esta casa es demasiado moderna para mí.
Ha sido muy humillante que se me haya caído la copa de vino. Pedro parece
indiferente, como si no le afectara lo más mínimo mi presencia ni lo raro que
se me hace tenerlo cerca. ¿Le habrá sido duro? ¿Se habrá pasado días enteros en
la cama sin poder parar de llorar? Yo sí. No tengo forma de saberlo, pero desde
luego no parece que tenga el corazón roto.
«Respira, Pau. Respira. Olvídate del puñal que llevas clavado en el pecho.»
Me seco los ojos y me miro al espejo. Por suerte, no se me ha corrido el
maquillaje y mi pelo sigue perfectamente rizado. Estoy algo sonrojada pero me
sienta bien, parece que estoy viva y todo.
Abro la puerta y veo a Trevor apoyado contra la pared con cara de
preocupación.
—¿Te encuentras bien? Te has ido a toda prisa. —Da un paso en mi dirección.
—Sí... Necesitaba aire fresco —miento.
Qué mentira más tonta, no tiene sentido buscar aire fresco en un cuarto de
baño.
Por suerte, Trevor es un caballero y no va a dejarme en evidencia. Pedro,
en cambio, no lo pensaría dos veces.
—Están sirviendo el postre. ¿Tienes hambre? —dice, y me acompaña de vuelta
con los demás.
—La verdad es que no, pero probaré un poco —contesto.
Respiro despacio y noto que me ayuda a calmarme. Estoy pensando en cómo
evitar que Zed y Pedro se vean cuando oigo la vocecita de Smith procedente de
una de las habitaciones que dejamos atrás.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta nada convencido.
—Porque yo lo sé todo —le contesta Pedro.
«¿ Pedro? ¿Qué está haciendo el niño?»
Me detengo y despacho a Trevor con un gesto de la mano.
—Trevor, ve tú delante. Yo... voy... voy a hablar con Smith.
Me mira inquisitivo.
—¿Estás segura? Puedo esperarte —se ofrece.
—No, no. Estoy bien —lo despido con educación.
Asiente con la cabeza y sigue andando. Soy libre para poder espiar, aunque
sé que está muy feo. Smith dice algo que no comprendo y Pedro le contesta:
—Ya te lo he dicho: yo lo sé todo.
Parece tan tranquilo como de costumbre.
Me apoyo en la pared de enfrente y Smith pregunta:
—¿Se va a morir?
—No, hombre. ¿Por qué siempre piensas que todo el mundo se va a morir?
—No lo sé —responde el pequeño.
—Pues no es verdad. No todo el mundo se muere.
—Y ¿quién se muere?
—No todo el mundo.
—Pero ¿quién, Pedro? —insiste Smith.
—La gente, la gente mala, supongo. Y los ancianos. Y los enfermos y, a
veces, la gente que está triste.
—¿Como tu chica guapa?
Se me acelera el pulso.
—¡No! Ella no se va a morir. No está triste —dice Pedro, y me tapo la boca
con la mano.
—Ya...
—De veras que no. Es feliz y no va a morirse. Y Kimberly tampoco.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque, como ya te he dicho, yo lo sé todo.
Su tono de voz ha cambiado desde que Smith me ha mencionado.
El chiquillo se ríe muy a gusto.
—No es verdad. No lo sabes todo.
—¿Te encuentras mejor o vas a seguir llorando? —le pregunta Pedro.
—No me provoques.
—Perdona. ¿Ya no vas a llorar más?
—No.
—Bien.
—Bien.
—No me hagas burla. Es de mala educación —le dice Pedro.
—Tú eres un maleducado.
—Igual que tú. ¿Estás seguro de que sólo tienes cinco años? —replica Pedro.
Es justo lo que siempre he querido preguntarle a ese niño. Smith es muy
maduro para su edad, pero imagino que, con todo lo que ha pasado, es normal.
—Seguro. ¿Jugamos? —le pregunta Smith.
—No.
—¿Por qué?
—¿Por qué haces tantas preguntas? Me recuerdas...
—¿Pau?
Me sobresalto al oír la voz de Kimberly y estoy a punto de soltar un grito.
Me pone la mano en el hombro para tranquilizarme.
—¡Perdona! ¿Has visto a Smith? Ha salido corriendo y Pedro ha ido detrás de
él. —Parece algo confusa pero conmovida por el gesto de Pedro.
—No —me apresuro a responder, y huyo por el pasillo para evitar la
humillación de que él me pille espiando. Sé que ha oído a Kimberly llamándome.
Cuando vuelvo al salón me acerco al pequeño grupo con el que Christian está
hablando, le doy las gracias por haberme invitado y lo felicito por su
compromiso. Kimberly aparece poco después, la abrazo y me despido también de
ella. Luego hago lo propio con Karen y Ken.
Miro el móvil: son las ocho menos diez. Pedro está ocupado con Smith y es
obvio que no tiene intención de hablar conmigo. Me parece bien. Es justo lo que
necesito, no que me venga con disculpas y que me diga que lo ha pasado fatal
sin mí. No necesito que me abrace y que me diga que encontraremos la manera de
solucionarlo, de arreglar todo lo que ha estropeado. No lo necesito.
Tampoco es que vaya a hacerlo, así que sería ridículo que lo necesitara.
Cuando no lo necesito duele menos.
Para cuando llego al final de la entrada de vehículos, estoy helada.
Debería haber cogido una chaqueta. Estamos a mediados de enero y acaba de
empezar a nevar. No sé en qué estaría pensando. Espero que Zed no tarde en
llegar.
El viento glacial es inmisericorde y me azota el pelo y el cuerpo hasta que
me echo a temblar. Me rodeo el cuerpo con los brazos para intentar conservar el
calor.
—¿Pau?
Levanto la vista y por un instante creo que el chico de negro que camina
hacia mí es producto de mi imaginación.
—¿Qué haces? —dice Pedro acercándose un poco más.
—Me voy.
—Ah... —Se pasa la mano por la nuca, como hace siempre. No digo nada—.
¿Cómo estás? —me pregunta, y yo no salgo de mi asombro.
—¿Cómo estoy? —inquiero volviéndome hacia él.
Intento mantener la calma y él me mira con cara de póquer.
—Sí... Quiero decir..., ¿estás bien?
«¿Miento o le digo la verdad?»
—¿Cómo estás tú? —le pregunto, con los dientes castañeteando a causa del
frío.
—Yo lo he preguntado primero —contesta.
No me imaginaba así nuestro primer encuentro. No sé muy bien qué creía que
iba a pasar, pero seguro que no era esto. Pensaba que me maldeciría y que nos
gritaríamos hasta quedar afónicos. No suponía que estaríamos en una salida para
vehículos cubierta de nieve, preguntándonos el uno al otro qué tal estamos. Los
farolillos que cuelgan de los árboles que bordean el sendero hacen que Pedro brille
como un ángel. Evidentemente es una ilusión.
—Estoy bien —miento.
Me mira de arriba abajo. Se me encoge el estómago y el corazón se me va a
salir del pecho. —Ya lo veo —dice su voz entre el viento.
—Y ¿tú cómo estás?
Quiero que diga que está fatal. Pero no lo hace.
—Igual. Bien.
Rápidamente le pregunto:
—¿Por qué no me has llamado? —A ver si así da señales de sentir algo.
—Pues... —Me mira, agacha la cabeza, se mira las manos y se las pasa por el
pelo salpicado de copos de nieve—. He estado ocupado.
Su respuesta es el toque de gracia, la maza que derrumba lo que quedaba de
mis defensas.
La rabia es más fuerte que el dolor aplastante que siento y amenaza con
apoderarse de mí en cualquier momento.
—¿«Ocupado»?
—Sí... He estado ocupado.
—Vaya...
—¿Qué quiere decir eso? —pregunta.
—¿Has estado ocupado? ¿Sabes por lo que he pasado estos últimos once días?
Han sido infernales y he sentido tal dolor que creía que no iba a ser capaz de
soportarlo. He estado esperando... ¡Esperando como una maldita imbécil! —grito.
—¡No tienes ni idea de lo que he estado haciendo! ¡Siempre crees que lo
sabes todo pero no te enteras de una mierda! —me grita, y yo echo a andar hacia
el final del sendero.
Le va a dar un ataque cuando vea quién viene a recogerme. ¿Dónde demonios
está Zed? Ya son las ocho y cinco.
—¡Pues dímelo! Dime que era más importante que luchar por mí, Pedro. —Me
enjugo las lágrimas y me suplico a mí misma que deje de llorar.
Estoy harta de llorar a todas horas.
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