Pau
—El embarcadero se menea un poco, pero aguanta. Tengo que buscar a alguien que lo arregle... — musita Ken mientras lo seguimos hacia el lugar donde tiene amarrado el barco.
El jardín trasero da directamente al agua y las vistas son increíbles. Las olas chocan contra las rocas de la orilla e, instintivamente, me escondo detrás de Pedro.
—¿Qué te pasa? —me pregunta en voz baja.
—Nada. Estoy un poco nerviosa.
Se vuelve para verme bien y mete las manos en los bolsillos traseros de mis vaqueros.
—Sólo es agua, nena. No te pasará nada.
Sonríe, pero no sé si se está burlando de mí o si lo dice en serio. Sin embargo, cuando me roza la mejilla con los labios, disipa todas mis dudas.
—Se me había olvidado que no te gusta el agua —dice atrayéndome hacia sí.
—Me gusta el agua... de las piscinas.
—¿Y los arroyos? —pregunta socarrón.
Sonrío al recordarlo.
—Sólo un arroyo en concreto.
Aquel día también estaba muy nerviosa. Pedro tuvo que sobornarme para que entrara en el agua. Me prometió que respondería a una de mis infinitas preguntas a cambio de que me metiera en el agua con él. Parece que fue hace mucho, siglos, en realidad, pero los secretos siguen siendo el tema central de nuestro presente.
Pedro me coge de la mano y seguimos a su familia por el muelle, hacia la imponente embarcación que nos espera al final del camino. No sé nada de barcos, pero creo que es un barco pontón gigante. Sé que no es un yate, pero es más grande que los pesqueros que he visto.
—Es enorme —le susurro a Pedro.
—Calla, no hables de mi polla delante de mi familia —se burla.
Me encanta cuando está gracioso pero gruñón. Su sonrisa es contagiosa. El embarcadero cruje bajo mis pies y me aprieto contra Pedro asustada.
—Andad con cuidado —dice Ken trepando por una escalera que une el barco al muelle.
Pedro me pasa la mano por la espalda mientras me ayuda a subir. Intento obligarme a imaginar que sólo es una escalera de un parque infantil, que no está unida a un barco gigante. Las manos de Pedro me reconfortan y son lo único que impide que eche a correr por el muelle destartalado, me meta en la cabaña y me esconda debajo de la cama.
Ken nos ayuda a subir a cubierta y, una vez a bordo, puedo apreciar lo bonito que es el
barco. Está decorado con madera blanca y cuero de color caramelo. La zona para sentarse es muy grande y cómoda, cabemos todos de sobra.
A continuación, Ken intenta ayudar a Pedro a subir, pero su hijo lo rechaza. Cuando está en cubierta, echa un vistazo y sólo dice:
—Está bien saber que tu barco es más grande y más bonito que la casa de mi madre.
A Ken se le borra la sonrisa de orgullo de la cara.
— Pedro —susurro tirándole de la mano.
—Perdona —resopla.
Ken suspira pero parece aceptar la disculpa de su hijo antes de dirigirse a la otra punta de la embarcación.
—¿Estás bien? —Se apoya en mí.
—Sí, pero pórtate bien, por favor. Ya tengo náuseas.
—Me portaré bien, y ya me he disculpado. —Toma asiento en uno de los sofás y yo lo sigo.
Landon coge la bolsa de la compra y se agacha para sacar latas de refrescos y unos aperitivos. Miro más allá del barco, al mar. Es precioso y el sol baila en la superficie.
—Te quiero —me susurra Pedro al oído.
El motor del barco cobra vida con un zumbido y me apretujo contra él.
—Te quiero —le digo sin dejar de mirar el agua.
—Si nos adentramos lo suficiente es posible que veamos delfines y, si tenemos suerte, ¡incluso alguna ballena! —grita Ken.
—Una ballena volcaría este barco en un periquete —comenta Pedro, y trago saliva sólo de pensarlo —. Mierda. Perdóname —se disculpa.
Cuanto más nos alejamos de la orilla, más me tranquilizo. Es raro. Pensé que pasaría justo lo contrario, pero estar tan lejos de tierra firme me hace sentir cierta serenidad.
—¿Soléis ver muchos delfines? —le pregunto a Karen, que se está bebiendo un refresco.
—No. Sólo los vimos una vez. ¡Pero no nos damos por vencidos!
—Hace un tiempo increíble. Es como si estuviéramos en junio —dice Landon quitándose la camiseta.
—¿Intentando conseguir el bronceado perfecto? —le pregunto al ver lo pálido que tiene el torso.
—¿O ensayando para representar el papel de un espectro? —añade Pedro.
Landon pone los ojos en blanco y pasa del comentario.
—Sí, aunque en la ciudad no creo que me haga falta.
—Si el agua no está helada, podríamos darnos un baño cerca de la orilla —dice Karen.
—Mejor en verano —le recuerdo, y ella asiente feliz.
—Al menos tenemos jacuzzi en la cabaña —señala Ken.
Disfruto del momento. Levanto la vista y observo a Pedro, que está muy callado, con la mirada perdida a lo lejos.
—¡Mirad! ¡Ahí! —dice Ken señalando detrás de nosotros.
Ambos nos volvemos rápidamente y tardamos un momento en ver lo que nos indica. Es una manada de delfines que surca las aguas. No están cerca del barco, pero sí lo suficiente para que podamos ver cómo se mueven en sincronía entre las olas.
—¡Es nuestro día de suerte! —ríe Karen.
El viento me echa el pelo sobre la cara y por un momento no veo nada. Pedro me lo aparta y me lo coloca detrás de la oreja. Son ese tipo de pequeños detalles, cómo encuentra la manera de tocarme sin pensar, los que hacen que sienta mariposas en el estómago.
—Ha sido alucinante —le digo cuando desaparecen los delfines.
—Sí, la verdad es que sí —responde sorprendido.
Después de dos horas hablando de barcos, de los veranos en este maravilloso punto de la cota, de deportes y de una breve mención a Seattle que Pedro ha censurado en el acto, Ken nos lleva de vuelta a la orilla.
—No ha sido tan terrible, ¿no crees? —preguntamos Pedro y yo a la vez.
—La verdad es que no. —Se ríe y me ayuda a bajar la escalera que lleva al muelle.
El sol le ha marcado las mejillas y el puente de la nariz y tiene el pelo enmarañado por el viento. Es tan adorable que me lo comería.
Caminamos todos juntos por el jardín trasero y sólo puedo pensar en lo mucho que quiero que dure la paz de estar en el agua.
Cuando entramos en la cabaña, Karen anuncia:
—Voy a preparar la comida. Imagino que todos tenemos hambre —y desaparece en la cocina. Los demás nos quedamos de pie, contentos y en silencio.
Al rato, Pedro le pregunta a su padre:
—¿Qué más hay por aquí?
—Pues hay un restaurante en la ciudad, teníamos pensado ir a cenar todos allí mañana. Hay un cine antiguo, una biblioteca...
—Qué coñazo, ¿no? —dice Pedro. Es un comentario borde pero lo dice en tono de broma.
—Es un lugar muy agradable, dale una oportunidad —replica Ken, que no parece haberse ofendido lo más mínimo.
Los cuatro nos metemos en la cocina y esperamos a que Karen prepare una bandeja de bocadillos y fruta. Pedro, que hoy está muy cariñoso, deja la mano en mi cadera.
Creo que este sitio le sienta bien.
Después de comer ayudo a Karen a recoger la cocina y a preparar limonada mientras Landon y Pedro discuten sobre lo abominable que es la literatura contemporánea. No puedo evitar echarme a reír cuando Landon menciona Harry Potter. Pedro se embarca en un soliloquio de cinco minutos para explicarle por qué jamás se leerá la saga, y Landon intenta convencerlo desesperadamente de que tiene que hacerlo.
La limonada desaparece en cuanto termino de prepararla y Ken nos dice:
—Karen y yo nos vamos un par de horas a la cabaña de un amigo que está a dos casas de aquí. Si os apetece venir...
Pedro me mira desde la otra punta de la habitación y espera mi respuesta. Al final, dice:
—Yo paso —sin quitarme la vista de encima.
Landon nos mira a Pedro y a mí.
—Yo os acompaño —dice sin más, aunque juraría que lo he visto mirar a Pedro con una sonrisa de satisfacción antes de levantarse para marcharse con Ken y su madre.
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