Pau
Contemplo el rostro familiar de este extraño y me
invaden los recuerdos.
Yo solía sentarme aquí a cepillarle la melena a mi
Barbie rubia. A menudo deseaba ser la muñeca: ella lo tenía todo. Era guapa,
siempre iba arreglada, siempre era quien tenía que ser.
«Sus padres deben de
estar muy orgullosos de ella», pensaba yo. Allá donde estuviera, seguro que su
padre era el presidente de una gran compañía y viajaba por todo el mundo
mientras su madre cuidaba de sus hijos.
El padre de Barbie nunca llegaba a casa
tambaleándose y chillando. No le gritaba a la madre de Barbie tan alto que
tenía que ir a esconderse al invernadero para escapar de los ruidos y de los
platos que se hacían añicos contra el suelo. Y si, por casualidad, los padres
de Barbie reñían, ella siempre tenía a Ken, el novio rubio perfecto, para
consolarla... hasta en el invernadero.
Barbie era perfecta, por eso tenía una vida perfecta
y unos padres perfectos.
Tengo delante a mi padre, que me abandonó hace nueve
años. Está sucio y demacrado, nada que ver con como debería ser. Nada que ver
con mis recuerdos. Me mira, una sonrisa se dibuja en su cara y me asalta otro
recuerdo.
La noche que mi padre nos abandonó... La expresión
pétrea de mi madre. No lloró. Se quedó allí pasmada, esperando a que él saliera
por la puerta. Esa noche la cambió, después de aquello dejó de ser la madre
cariñosa que era. Se volvió dura y distante, infeliz.
Pero ella se quedó y él no.
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