Pau
Once días. Han pasado once días desde la última vez que supe de Pedro, y no
ha sido nada fácil.
Sin embargo, la compañía de Zed ha sido de gran ayuda.
Hoy es la cena en casa de Christian, y he estado todo el día temiendo que
ver las caras de siempre me recuerde a Pedro y que de un plumazo se desmoronen
los muros que he levantado. Basta una pequeña grieta para que deje de estar
protegida.
Finalmente, cuando es la hora de salir, respiro profundamente e inspecciono
mi aspecto una vez más en el espejo. Me he peinado como siempre: con el pelo
suelto y rizos suaves, pero el maquillaje es más oscuro que de costumbre. Me
pongo la pulsera que Pedro me regaló en la muñeca; aunque sé que no debería
llevarla, me siento desnuda sin ella. Se ha convertido en una parte tan
importante de mí... El vestido me sienta aún mejor que ayer, y me alegro de
haber recuperado los kilos que perdí en los primeros días de ayuno.
«I just want it back the way it was before. And I just
want to see you back at my front door... » («Sólo quiero que vuelva a ser como antes.
Sólo quiero volver a verte en mi puerta...»), suena la música mientras cojo la
cartera de mano. En el siguiente compás, me quito los auriculares y los meto
dentro.
Me reúno con Karen y Ken abajo, los dos van muy elegantes. Ella lleva un
vestido largo con un estampado azul y blanco y él traje y corbata.
—Estáis estupendos —le digo a Karen, y se pone colorada.
—Gracias, cielo, tú también —responde sonriéndome de oreja a oreja.
Es muy dulce. Cuando tenga que dejarlos voy a echarlos muchísimo de menos.
—Estaba pensando que esta semana podríamos trabajar un rato en el
invernadero. ¿Qué te parece? —me pregunta mientras andamos hacia el coche.
Mis tacones repiquetean sobre el hormigón del garaje.
—Me encantaría —le contesto, y me subo al asiento trasero de su Volvo.
—Esto va a ser muy divertido. Hacía tiempo que no íbamos a una fiesta como
ésta. —Karen coge la mano de Ken y se la pone en el regazo mientras él maniobra
para sacar el coche.
No envidio lo mucho que se quieren; me recuerdan que las personas pueden
ser buenas y cariñosas.
—Landon llegará muy tarde de Nueva York. Lo recogeré a las dos de la
madrugada —dice Karen con entusiasmo.
—Qué ganas tengo de verlo —contesto.
Y es cierto... He echado de menos a mi mejor amigo, sus sabias palabras y
su cálida sonrisa.
La casa de Christian Vance es tal cual la imaginaba. De un estilo muy
moderno, con la estructura casi transparente. Parece que sólo las vigas y los
cristales la sujetan a la colina. En el interior, cada elemento de la decoración está pensado para combinarse orgánicamente en un
conjunto perfecto. Es impresionante, y me recuerda a un museo en el sentido de
que nada de lo que contiene ha sido tocado antes.
Kimberly nos saluda en la puerta principal.
—Muchísimas gracias por venir —dice, y me da un abrazo.
—Gracias a ti por invitarnos. —Ken le estrecha la mano a Christian—.
Enhorabuena por la mudanza.
Me quedo sin aliento al ver el agua a través de las ventanas de atrás.
Ahora entiendo por qué casi toda la estructura es de cristal: la casa se
asienta junto a un gran lago. El agua en el exterior parece no tener fin, y la
puesta de sol, que se refleja en el lago, es tan apabullante que me ciega. El
hecho de que la casa esté sobre una colina y que el jardín haga pendiente te
hace creer que estás flotando sobre las aguas.
—Ya está aquí todo el mundo. —Kimberly nos lleva al salón, que, como el
resto de la casa, es perfecto.
En realidad no es mi estilo, me gusta más una decoración clásica, pero la
casa de Vance es realmente exquisita. Dos largas mesas rectangulares llenan el
espacio, decoradas con flores de colores y pequeños recipientes con velas
flotando en su interior junto a cada uno de los asientos. Elegante y colorido,
parece sacado de una revista. Kimberly se ha superado con esta fiesta.
Trevor se sienta a la mesa más cercana a la ventana, junto con otras caras
que me resultan familiares de la oficina, incluyendo a Crystal, del departamento
de marketing, y su futuro marido.
Smith está dos sitios más abajo, enfrascado en un videojuego en el móvil.
—Estás preciosa. —Trevor me sonríe y se levanta para saludar a Ken y a
Karen.
—Gracias. ¿Qué tal? —pregunto.
Su corbata es exactamente del mismo azul que sus ojos, que brillan
radiantes.
—¡Genial! Preparado para la gran mudanza.
—¡Me imagino! —contesto, pero lo que realmente pienso es: «Ojalá yo también
pudiera trasladarme a Seattle...».
—Trevor, qué alegría verte. —Ken le estrecha la mano y yo bajo la vista
cuando noto un ligero tirón en mi vestido.
—Hola, Smith, ¿cómo estás? —pregunto al pequeño de brillantes ojos verdes.
—Bien. —Se encoge de hombros. Entonces, en voz baja, pregunta—: ¿Dónde está
tu Pedro?
No sé qué decirle, y su forma de llamarlo «mi Pedro » remueve algo en mi
interior. Los muros de piedra están empezando a desquebrajarse y todavía no
hace ni diez minutos que estoy aquí.
—Está... —empiezo a decir—, no está aquí
ahora mismo.
—Pero va a venir, ¿no?
—No, lo siento. No creo que venga, cariño.
—Ah.
Es una mentira terrible, y cualquiera que conozca a Pedro lo sabría, pero
le digo al pequeño:
—Me dijo que te mandara recuerdos —y le revuelvo un poco el pelo. Por culpa
de Pedro, he tenido que engañar a un niño pequeño. Estupendo.
Smith sonríe poco convencido y se sienta otra vez a la mesa.
—Está bien. Me gusta tu Pedro.
«A mí también —quiero decirle—, pero no es mío.»
Durante los siguientes quince minutos, llegan veinte invitados más y
Christian enciende su sistema de sonido ultramoderno. Con sólo apretar un
botón, una suave melodía de piano inunda la estancia. Jóvenes camareros
uniformados desfilan alrededor de las mesas con bandejas de canapés y yo elijo
uno que parece un pedazo de pan cubierto de tomates y salsa.
—La oficina de Seattle es alucinante, deberíais verla —nos dice Christian a
un pequeño grupo de invitados—. Está casi encima del agua, es el doble de
grande que la de aquí. No me puedo creer que por fin me esté expandiendo.
Trato de parecer interesada mientras un camarero me ofrece una copa de vino
blanco. En verdad sí que me interesa, sólo es que estoy distraída. Me distrae
oír hablar de Pedro y la idea de Seattle. Me quedo mirando el agua y me imagino
a Pedro y a mí mudándonos a vivir juntos a un apartamento en medio del ajetreo
de una nueva ciudad, un sitio nuevo, con gente nueva. Haríamos nuevos amigos y
comenzaríamos una nueva vida juntos. Pedro trabajaría otra vez para Vance y
alardearía día y noche de que gana más dinero que yo, y tendría que pelearme
con él para que me permitiera pagar la factura de la luz.
—¿Pau?
La voz de Trevor me saca de mis ensoñaciones.
—Perdona... —tartamudeo, y me doy cuenta de que nos hemos quedado aparte y
que está acabando, o comenzando, una historia que no sabía que estaba
contándome.
—Como te decía, mi apartamento está cerca del nuevo edificio, en pleno
centro...
Deberías ver las vistas. —Sonríe—. Seattle es maravilloso,
especialmente de noche.
Sonrío y asiento. Seguro que lo son. Seguro, segurísimo, que lo son.
se puso buenísima, ay se viene el reencuentro
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