Divina

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domingo, 29 de noviembre de 2015

After 3 Capítulo 24


Pedro

Creía que no iban a irse nunca pero, en cuanto salen por la puerta, cojo a Pau y la tumbo en el sofá conmigo.

—¿No te apetecía ir? —me pregunta.

—Claro que no, ¿para qué coño iba a querer ir con ellos? Prefiero quedarme aquí contigo. A solas —digo, y le soplo en la nuca para apartarle el pelo. Se retuerce un poco por el pequeño escalofrío que le produce mi aliento en la piel—. ¿Te apetecía ir a escuchar a un montón de gente aburrida a más no poder hablando de chorradas sin parar? —le pregunto con los labios rozándole la mandíbula.

—No. —Incluso su respiración ya ha cambiado.

—¿Seguro? —quiero saber acariciándole el cuello con la nariz para que ladee la cabeza.

—No lo sé, a lo mejor es más divertido que esto —dice.

Me echo a reír pegado a su cuello y la beso donde mi aliento le pone la carne de gallina.

—Ni por asomo. Tenemos un jacuzzi en la habitación. ¿Lo has olvidado?

—Sí, pero no me sirve para nada porque no tengo bañador... —empieza a decir. Le chupo el cuello y me la imagino en bañador.

«Joder.»

—Ni falta que te hace —susurro.

Gira la cabeza y me mira como si estuviera loco.

—¡Claro que me hace falta! No voy a meterme en un jacuzzi sin nada puesto.

—¿Por qué no? —A mí me parece de lo más divertido.

—Porque tu familia está aquí con nosotros.

—No sé por qué siempre me pones la misma excusa... —Llevo la mano a su entrepierna y aprieto contra las costuras de sus vaqueros—. A veces, creo que te gusta.

—¿El qué? —pregunta casi jadeando.

—La posibilidad de que te pillen.

—Y ¿por qué iba a gustarle eso a nadie?

—Le gusta a mucha gente, es la emoción de que puedan pillarte, ¿entiendes?

Aplico más presión entre sus piernas e intenta cerrarlas. Se debate entre lo que quiere y lo que cree que no debe querer.

—No... No lo entiendo. Pero no me gusta —miente. Estoy casi seguro de que le gusta.

—Ya, ya...

—¡Que no me gusta! —protesta, defendiéndose, con las mejillas sonrosadas y los ojos muy abiertos de la vergüenza.

—No me gusta.

«No te lo crees ni tú, Pau.»

—Vale, pues no te gusta.

Levanto las manos en señal de derrota y gimotea porque ya no puede disfrutar con la caricia. Sabía que no lo admitiría nunca, pero valía la pena intentarlo.

—¿Vas a meterte conmigo en el jacuzzi? —le pregunto quitándole las manos de encima.

—Subiré contigo..., pero no voy a meterme.

—Como quieras.

Sonrío y me levanto. Sé que acabará dentro. Sólo necesita que insista más que con otras chicas. Ahora que lo pienso, nunca me he bañado en un jacuzzi con una chica, vestida o desnuda.

Me agarra la muñeca con su mano diminuta y me sigue al dormitorio que nos han asignado durante los próximos días.

El balcón comunica con lo que hizo que me pidiera esta habitación para nosotros. En cuanto vi el jacuzzi, supe que la quería dentro.
La cama tampoco está mal. Es pequeña pero, para como dormimos nosotros, nos sobra.

—Me encanta este lugar, hay mucha paz —dice Pau, y se sienta en la cama para descalzarse.

Abro las contraventanas y las ventanas del balcón.

—No está mal. —Si mi padre, su mujer y Landon no estuvieran aquí, estaría mucho mejor.

—No tengo nada que ponerme para ir mañana al restaurante del que hablaba antes tu padre. Me encojo de hombros para abrir el grifo del jacuzzi.

—Pues no vamos y punto.

—Pero yo quiero ir. Sólo es que, cuando hice la maleta, no sabía que íbamos a salir.

—Es culpa suya por no haberlo planeado mejor —digo, y estudio el manómetro para asegurarme de que funciona correctamente—. Podemos ir en vaqueros. No parece que nadie se arregle mucho aquí.

—No sé yo...

—Y si no quieres ir en vaqueros, podemos buscar una tienda en este pueblo de mala muerte en la que puedas comprarte otra cosa —le sugiero, y sonríe.

—¿Cómo es que estás de tan buen humor? —me pregunta con una ceja enarcada.
Meto un dedo en el agua. Ya casi está. Este cacharro es rápido.

—No sé... Estoy de buen humor y punto.

—¿Debería preocuparme? —pregunta, y sale al balcón a reunirse conmigo.

—No. —«Sí.» Señalo el sillón de mimbre que hay junto al jacuzzi—. ¿Vas a sentarte aquí fuera conmigo mientras yo disfruto de un relajante baño de agua hirviendo?

Se echa a reír, dice que sí con la cabeza y se sienta. Observo esos ojos inocentes que me miran fijamente mientras me quito la camiseta y los pantalones. Me dejo el bóxer puesto, quiero que me lo quite ella.

—¿Seguro que no quieres entrar tú primero? —le pregunto metiendo una pierna.

«Joder, esto quema.» A los pocos segundos la quemazón desaparece y me reclino contra la pared de plástico.

—Seguro —dice, y mira los bosques que nos rodean.

—Aquí no nos ve nadie. ¿De verdad crees que te diría que te metieras desnuda si alguien pudiera verte? —le pregunto—. Ya sabes, con lo celoso que soy y todo eso.

—¿Y si vuelven? —pregunta en voz baja como si alguien pudiera oírla.

—Han dicho que tardarían un par de horas.

—Ya, pero...

—Creía que ibas a aprender a disfrutar un poco de la vida —tiento a mi preciosa chica.

—Eso hago.

—Estás sentada, de morros, en un sillón de mimbre, mientras yo disfruto de las vistas —comento.

—No estoy de morros —replica, y hace pucheros.

Le sonrío satisfecho sabiendo que eso le va a sentar mal.

—Vale —digo cerrando los ojos mientras ella aprieta los labios—. Estoy muy solo aquí dentro. Es posible que tenga que mimarme un poco.

—No tengo nada que ponerme.

—Déjà vu —puntualizo, recordando por segunda vez hoy nuestra excursión al arroyo.

—Yo...

—Métete de una vez —le ordeno sin abrir los ojos ni cambiar de tono. Lo digo como si fuera inevitable porque sé que lo es.

—Está bien. ¡Allá voy! —contesta intentando convencerse a sí misma de que está harta de mí y de que en realidad no le apetece meterse a pesar de que lo está deseando.

Ha sido más fácil de lo que imaginaba. Cuando abro los ojos, casi me atraganto. Se está quitando la camiseta y, cómo no, lleva el sujetador rojo.

—Quítate el sujetador —le digo.

Mira a un lado y a otro y meneo la cabeza. Lo único que se ve desde este balcón es el mar y los árboles.

—Quítatelo, nena —insisto, y asiente. Se baja los tirantes por los brazos.

No me cansaré nunca de ella. Da igual la de veces que la acaricie, que me la folle, que la bese, que la abrace... Nunca serán suficientes y siempre querré más. Ni siquiera es por el sexo, del que disfrutamos a menudo, es que soy el único que ha estado con ella y confía en mí lo suficiente para desnudarse en un puto balcón.

¿Cómo es que soy tan capullo? No quiero fastidiarla con esta chica.
Sus vaqueros se reúnen con la camiseta y el sujetador en la silla, perfectamente doblados, cómo no.

—Las bragas también —le recuerdo.

—No, tú llevas el bóxer puesto —contraataca, y se mete en el agua—. ¡Ay! —chilla sacando el pie y metiéndolo otra vez poco a poco. Una vez dentro, suspira. Su cuerpo se ha acostumbrado al agua caliente.

—Ven aquí. —Alargo el brazo para cogerla y sentarla en mi regazo.

Supongo que los incómodos asientos de plástico tienen su utilidad al fin y al cabo. Su cuerpo contra el mío, sumado a los chorros de agua, hace que quiera arrancarle las bragas de un tirón.

—En Seattle podríamos estar así todo el tiempo —dice, y me rodea el cuello con los brazos.

—¿Así, cómo?

Lo último que me apetece es hablar de la maldita Seattle. Si pudiera encontrar el modo de borrarla del mapa, lo haría.

—Como ahora. Solos tú y yo. Sin problemas con tus amigos, como Molly, sin malos rollos. Tú, yo y una nueva ciudad. Podríamos empezar de nuevo, Pedro, juntos.

—No es tan sencillo —le digo.

—Sí que lo es. No más Zed.

—Creía que habías venido a follarme, no a hablar de Zed —la provoco, y se tensa.

—Perdona, yo...

—Tranquila, era una broma. Bueno, la parte de Zed. —La recoloco para que se siente a horcajadas encima de mí, con su pecho desnudo contra el mío—. Lo eres todo para mí, lo sabes, ¿verdad? —Le repito la pregunta que le he hecho tantas veces.


No contesta. Apoya los codos en mis hombros, enrosca los dedos en mi pelo y me besa. 

Me tiene ganas. Lo sabía.

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