Pau
Cuando abro la puerta de mi despacho, Zed está de pie en el pasillo como el ángel de la muerte. Lleva puesta una sudadera de cuadros rojos y negros, vaqueros oscuros y zapatillas. Los moratones de la cara no han mejorado mucho, pero los que enmarcan sus ojos y su nariz se han aclarado, de morado intenso a azul verdoso.
—Hola, perdona que me presente así —dice.
—¿Ha ocurrido algo? —pregunto volviendo a mi mesa.
Se queda en el umbral un instante, incómodo, antes de entrar en el despacho.
—No. Bueno, he estado intentando hablar contigo desde ayer, pero no contestas a mis mensajes.
—Lo sé. Es que Pedro y yo ya tenemos bastantes problemas, no necesito añadir otro, y no quiere que vuelva a hablar contigo.
—¿Ahora lo dejas decidir con quién puedes y no puedes hablar?
Zed se sienta en la silla que hay al otro lado de mi mesa y yo me siento en mi sillón. Le da un aire más serio y oficial a nuestra conversación. No es incómodo, sólo demasiado formal.
Miro por la ventana antes de contestar:
—No, no es eso. Sé que es un poco insoportable y que no hace las cosas como debe, pero entiendo que no quiera que tú y yo seamos amigos. Yo tampoco querría que tuviera amigas por las que sintiera algo.
—¿Qué has dicho? —exclama Zed abriendo mucho los ojos.
«Mierda.»
—Nada, sólo quería decir...
La tensión puede cortarse con un cuchillo, y juraría que las paredes se me están cayendo encima.
¿Por qué habré dicho eso? No es que no sea verdad, pero no va a ayudarme en nada.
—¿Sientes algo por mí? —pregunta, al tiempo que sus ojos se iluminan con cada sílaba.
—No... Bueno, lo sentía. No lo sé —balbuceo, deseando poder darme de bofetadas por hablar sin pensar.
—Lo entenderé si no sientes nada por mí, pero no deberías tener que mentir.
—No miento. Sentía algo por ti. Puede que aún lo sienta, la verdad, pero no lo sé. Es todo muy confuso. Tú siempre dices lo correcto y siempre estás ahí para mí. Es lógico que sienta algo por ti, ya te he dicho que me importas, pero ambos sabemos que es una causa perdida.
—Y ¿eso por qué? —pregunta, y no sé cuántas veces más voy a poder rechazarlo antes de que entienda lo que intento decirle.
—Porque no tiene sentido. Nunca podré estar contigo. O con nadie. Sólo con él.
—Eso lo dices porque te tiene atrapada.
Intento olvidar lo mucho que me cabrea que Zed hable así de Pedro. Tiene derecho a guardarle rencor, pero no me gusta que insinúe que ni pincho ni corto en lo que respecta a mi relación con él.
—No, lo que digo es que lo quiero y, por mucho que no desee proclamar mi amor por él a los cuatro vientos delante de ti, sé que no me queda otra. No es mi intención confundirte más de lo que ya lo he hecho. Sé que no entiendes cómo sigo con él después de todo lo que ha pasado, pero lo quiero muchísimo, más que nada, y no me tiene atrapada. Soy yo a la que le apetece estar con él.
Es la verdad. Todo lo que le he dicho a Zed es la pura verdad. Tanto si Pedro se viene a Seattle como si no, podemos intentar que lo nuestro funcione. Siempre nos quedará Skype, y podemos vernos los fines de semana hasta que se vaya a Inglaterra. Con suerte, para entonces ya no querrá estar nunca lejos de mí.
Tal vez la distancia hará que me quiera aún más. Es posible que sea la clave para que acceda a acompañarme. Nuestra historia demuestra que no se nos da bien estar separados, a propósito o por accidente, y siempre acabamos juntos. Es difícil recordar un tiempo en el que mis días y mis noches no girasen a su alrededor. He intentado imaginarme la vida sin él, pero me resulta casi imposible.
—No creo que te dé la oportunidad de pensar en lo que quieres o en lo que de verdad te conviene — dice Zed con convicción, aunque le tiembla la voz—. Sólo se preocupa de sí mismo.
—En eso te equivocas. Sé que tenéis vuestras diferencias...
—No, no sabes de lo que hablas —se apresura a decir—. Si lo supieras...
—Me quiere y yo lo quiero —lo interrumpo—. Siento haberte metido en esto. Lo siento muchísimo, nunca quise hacerte daño.
Frunce el ceño.
—Siempre dices lo mismo y siempre salgo perdiendo.
Odio la confrontación más que nada en el mundo, sobre todo cuando implica hacerle daño a alguien que me importa, pero Zed tiene que escuchar estas cosas para que podamos... Ni siquiera sé cómo llamarlo. ¿Poner fin a la situación? ¿Al malentendido? ¿No era nuestro momento?
Lo miro con la esperanza de que comprenda que estoy siendo sincera.
—No era mi intención y te pido perdón.
—No tienes que pedirme perdón. Lo sabía antes de decidir venir aquí. Me dejaste muy claro lo que sentías en el edificio de administración.
—Entonces ¿por qué has venido? —pregunto con ternura.
—Para hablar contigo. —Mira a un lado y a otro y luego a mí—. Olvídalo, la verdad es que no sé por qué he venido. —Suspira.
—¿Seguro? Hace unos minutos parecías muy decidido.
—No, como tú dices, no tiene sentido. Perdona que haya venido.
—No pasa nada, no hace falta que te disculpes —le aseguro.
«No paramos de decir eso», pienso.
Señala las cajas del suelo.
—Entonces ¿te vas?
—Sí, estaba a punto de irme.
De verdad que la tensión se puede cortar con un cuchillo y parece que ninguno de los dos sabe qué decir. Zed mira por la ventana al cielo gris y yo miro la moqueta.
Al final, se levanta y habla, aunque con tanta tristeza que apenas entiendo lo que dice.
—Será mejor que me marche. Perdóname por haber venido. Buena suerte en Seattle, Pau.
Yo también me levanto.
—Perdóname, por todo. Ojalá las cosas hubieran sido de otra manera.
—Ya. No sabes cuánto me habría gustado —dice, y se aleja de la silla.
Me duele en el alma verlo así. Siempre se ha portado bien conmigo, y lo único que he hecho ha sido darle falsas esperanzas y rechazarlo.
—¿Ya has decidido si vas a presentar cargos?
Sé que no es el momento de preguntárselo, pero no creo que vuelva a verlo o a saber de él.
—No voy a presentarlos. Es parte del pasado. No tiene sentido prolongarlo. Además, te dije que si me decías que no querías volver a verme los retiraría, ¿no?
De repente siento que si Zed me mira de un modo concreto voy a echarme a llorar.
—Sí —respondo en voz baja.
Me siento como Estella en Grandes esperanzas, jugando con los sentimientos de Pip. Tengo a mi Pip aquí mismo, con sus ojos de color caramelo fijos en los míos. Este papel no me gusta.
—De verdad que lo siento, por todo. Ojalá pudiéramos ser amigos —digo.
—Yo también, pero no te está permitido tener amigos.
Suspira, se pasa los dedos por el labio inferior y se pellizca en el centro.
Decido no hacer comentarios: no se trata de lo que me está permitido. Aunque tomo nota mental de que tengo que hablar con Har Pedro din de cómo nos ven los demás y asegurarme de que entiende que me molesta mucho que su actitud haga que piensen así de mí.
Como si estuviera escrito, suena el teléfono de mi despacho y pone fin al silencio entre Zed y yo. Levanto un dedo en su dirección para indicarle que no se marche y lo cojo.
—Pau. —Es la voz de Pedro.
«Mierda.»
—¿Sí? —digo con voz temblorosa.
—¿Estás bien?
—Sí.
—No lo parece —dice.
«¿Cómo es que me conoce tan bien?»
—Estoy bien —le aseguro—. Sólo un tanto distraída.
—Ya. Oye, ¿qué quieres que haga con tu padre? He intentado escribirte, pero no me respondías.
Tengo cosas que hacer y no sé si dejarlo en el apartamento o qué.
Miro a Zed. Está junto a la ventana, sin mirarme.
—No lo sé. ¿No puedes llevártelo contigo? —Tengo el corazón a mil.
—Ni de broma.
—Pues que se quede en casa —digo deseando poner fin a la conversación.
Voy a contarle a Pedro que Zed ha venido a verme, pero no puedo ni imaginarme lo mucho que se cabrearía si supiera que lo tengo en mi despacho ahora mismo, y tampoco me apetece que lo sepa.
—Bien. Ya te encargarás tú de él cuando vuelvas.
—Vale. Te veo en casa...
Suena música en mi oficina y tardo un minuto en darme cuenta de que proviene del móvil de Zed. Se mete la mano en el bolsillo y lo silencia. Tarde. Pedro ya lo ha oído.
—¿Qué es eso? ¿De quién es ese móvil? —exige saber.
La sangre se me hiela en las venas y me tomo un momento para pensar. No debería asustarme tanto que Pedro sepa que Zed está aquí. No he hecho nada malo: ha venido y ya se va. Le molesta hasta que Trevor se pase por mi despacho, y eso que Trevor es un compañero de trabajo y tiene derecho a venir siempre que quiera.
—¿Es el puto Trevor?
—No, no es Trevor. Es Zed —le digo, y contengo la respiración.
Silencio. Miro la pantalla para asegurarme de que no ha colgado.
—¿ Pedro?
—Sí —dice, y suspira.
—¿Me has oído?
—Sí, Pau. Te he oído.
«¿Y? ¿Cómo es que no está dando berridos por teléfono o amenazando con matarlo?»
—Lo hablamos luego. Dile que se vaya, por favor —me pide con calma.
—Vale...
—Gracias. Te veo en casa —anuncia, y cuelga.
Cuelgo el auricular perpleja. Zed se vuelve entonces y dice:
—Perdona. Sé que te va a caer una buena.
—Qué va. No dirá nada —contesto. Sé que no es verdad pero suena bien.
La reacción de Pedro a la visita de Zed me ha pillado por sorpresa. No me esperaba que se lo tomara con tanta calma. Esperaba que me dijera que venía de camino. Ojalá no se le ocurra venir. Zed se dirige de nuevo hacia la puerta.
—En fin, me parece que debo irme.
—Gracias por venir, Zed. No creo que vuelva a verte antes de irme.
Se vuelve y la emoción brilla en sus ojos, pero desaparece antes de que pueda pensar qué emoción era.
—No puedo decir que haberte conocido no me haya complicado la vida, pero no me arrepiento. Volvería a pasar por toda esta mierda: las peleas con Pedro, los amigos que he perdido, por todo. Volvería a pasar por todo por ti —dice—. Aunque creo que es mi sino. Me es imposible conocer a una chica que ya no esté enamorada de otro.
Sus palabras siempre me llegan al alma. Es siempre muy sincero, y eso es algo que admiro mucho de él.
—Adiós, Pau —añade.
Es mucho más que un simple adiós entre amigos, pero no puedo darle importancia. Si me equivoco con mis palabras, o simplemente si le digo algo, volveré a darle falsas esperanzas.
—Adiós, Zed. —Medio sonrío y él da un paso hacia mí.
Por un momento me entra el pánico, creo que va a besarme, pero no lo hace. Me estrecha entre sus brazos y me da un fuerte pero breve abrazo antes de besarme en la frente. Se aparta al instante y coge el pomo de la puerta, casi como si fuera una muleta.
—Ten cuidado, ¿vale? —dice abriendo la puerta.
—Lo tendré. Seattle no está tan mal. —Sonrío. Estoy decidida, como si por fin hubiera puesto el punto final que él necesitaba.
Frunce el ceño y se vuelve para salir. Cierra la puerta y lo oigo decir:
—No hablaba de Seattle.
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