Pedro
Después de observar a Pau un rato mientras duerme, la cojo en brazos y la llevo al dormitorio. Se abraza a mí y apoya la cabeza en mi pecho. La deposito en nuestra cama y la tapo con la manta. Le doy un tímido beso en la frente y cuando me doy la vuelta para
acostarme yo también, abre la boca.
—Zed —musita.
«¿Acaba de...?» La miro fijamente, intentando reproducir en mi mente los últimos tres segundos. No puede haber dicho...
—Zed. —Sonríe y se pone boca abajo.
«¿Por qué coño está diciendo su nombre?»
Una parte de mí quiere despertarla y preguntarle por qué lo ha llamado dos veces en sueños. El resto de mí, la parte tarada y paranoica, sabe lo que me dirá. Pau me dirá que no tengo por qué preocuparme, que sólo son amigos, que me quiere. Puede que sea cierto, pero acaba de decir su nombre.
Oír el nombre de ese capullo de su boca y el pánfilo de Landon, tan seguro de su futuro, me superan. Yo no tengo nada claro, no tanto como él, y Pau por lo visto tampoco tiene claro si va a seguir conmigo. De lo contrario, no estaría soñando con Zed.
Cojo papel y lápiz y le escribo una nota, la dejo en la cómoda y me adentro en la noche.
Giro el coche hacia la taberna de Canal Street. No quiero ir por si Nate y los demás siguen ahí, pero hay un sitio cerca al que solía ir a emborracharme. Me encantan el estado de Washington y los retrasados que nunca les piden el carnet a los universitarios.
La voz de Pau resuena en mi mente, me advierte de que no vuelva a beber después de lo de la última vez. Me la suda. Necesito un trago. A continuación oigo las voces de Landon y de Zed. ¿Por qué todo el mundo se cree que sus opiniones me importan un bledo?
No voy a mudarme a Seattle; Landon y su consejo de mierda pueden irse al carajo. Sólo porque él quiera seguir a su novia como un perrito faldero no significa que yo vaya a hacer lo mismo. Ya lo estoy viendo: recojo mis bártulos y me mudo a Seattle con ella, y dos meses después decide que está hasta la coronilla de mi mierda y me deja. En Seattle, estaremos en su mundo, no en el mío, y podría echarme de él con la misma facilidad con la que me permitió entrar.
Cuando llego al bar, la música no está alta y apenas hay gente. La rubia de detrás de la barra me mira sorprendida, interesada.
—Cuánto tiempo sin verte, Pedro. ¿Me has echado de menos? —Sonríe y se pasa la lengua por los labios carnosos, recordando las noches que hemos pasado juntos, seguro.
—Sí. Oye, ¿me pones una copa? —contesto.
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