Divina

Divina

domingo, 8 de noviembre de 2015

After Capítulo 94


—¿Dónde está Landon? —le pregunto a Pedro cuando volvemos a sentarnos.
Le da un mordisco a un cruasán.

—No lo sé.

—¿No has dicho que me estaba buscando?

—Te estaba buscando, pero ahora no sé dónde está.

Pedro, no hables con la boca llena —dice su abuela apareciendo por detrás.

Noto que Pedro respira hondo antes de volverse.

—Lo siento —masculla.

—Quería hablar de nuevo contigo antes de marcharme. Sólo Dios sabe cuándo volveré a verte. ¿Le reservarás un baile a tu abuela? — Es una pregunta adorable, pero Pedro niega con la cabeza—. ¿Por qué no? —pregunta ella con una sonrisa.

Ahora me doy cuenta de que Pedro parece incómodo en su presencia. Hay cierta tensión entre ellos, pero no sé a qué se debe.

—Voy a traerle algo de beber a Pau —miente, y se levanta de la mesa.
Su abuela se ríe nerviosa.

—Menuda pieza, ¿verdad?
No sé muy bien qué contestar a eso. De entrada quiero defenderlo, pero creo que lo dice de broma. A continuación, se vuelve hacia mí y pregunta:

—¿Sigue bebiendo?

—¿Qué?... No —balbuceo. Me ha pillado con la guardia baja—. Bueno, de vez en cuando — aclaro cuando lo veo acercarse con dos copas llenas de un líquido rosado.

Me da una y me la llevo a los labios. Huele dulce y, con el primer sorbo, noto que tiene burbujas que me hacen cosquillas en la nariz. Sabe igual que huele: dulce.

—Champán —me informa Pedro, y le doy las gracias.

—¡Pau! —exclama Karen justo antes de abrazarme. Se ha quitado el traje de novia y lleva puesto un vestido blanco cruzado que le llega a las rodillas, pero está igual de guapa que antes—. ¡No sabéis cuánto me alegro de que hayáis venido! ¿Os ha gustado? — pregunta.

Karen es la única persona que conozco que pregunta a los invitados si les ha gustado la boda. Es más buena que el pan.

—Ha sido precioso, una maravilla. — Sonrío.

Pedro me pone la mano en la cintura para que me apoye en él. Siento que está incomodísimo atrapado entre Karen y su abuela, y encima ahora Ken se une a la fiesta.

—Gracias por haber venido —le dice a Pedro, y le ofrece la mano para que se la estreche.
Él la acepta y le da a su padre un buen apretón. Ken levanta el brazo para abrazar a su hijo, pero se contiene. Aun así, se nota que está feliz y emocionado.

—Pau, cielo, estás muy guapa. —Me abraza y pregunta—: ¿Lo estáis pasando bien?

No puedo evitar sentirme un poco incómoda con él ahora que sé un poco mejor cómo era en el pasado.

—Sí. Es increíble lo bien que lo han organizado todo.

Pedro se esfuerza por decirle algo bonito a su padre. Le masajeo la espalda con movimientos circulares para que se relaje un poco.
La abuela de Pedro tose y mira a Ken.

—No sabía que habíais vuelto a hablaros.
Él se pasa la mano por la nuca. Ahora ya sé de dónde lo ha sacado Pedro.

—Sí. Mejor lo hablamos en otro momento, mamá —dice Ken, y ella asiente.
Bebo otro sorbo de mi copa e intento no pensar que estoy bebiendo delante de las personas mayores, delante del rector de mi universidad, sin tener edad legal para hacerlo.

Un camarero con chaleco negro se acerca con una bandeja de champán y, cuando Ken coge una copa, pongo cara de terror, pero se la da a su esposa y me relajo. Qué alegría que haya dejado de beber.

—¿Quieres otra? —me pregunta Pedro, y yo miro a Karen.

—Adelante. Estás en una boda —me dice.

—Sí. —Sonrío, y Pedro se aleja para traerme otra.

Hablamos un minuto de la boda y de las flores y, cuando Pedro regresa sólo con una copa,
Karen se preocupa y le pregunta:

—¿No te gusta el champán?

—Sí, claro. Éste está muy bueno, pero ya me he tomado una copa y me toca conducir a mí — responde, y Karen lo mira con sus ojos marrones cargados de adoración.
A continuación se vuelve hacia mí.

—¿Tienes tiempo esta semana? He comprado semillas nuevas para el invernadero.

—Por supuesto que sí. Estoy libre todos los días a partir de las cuatro.
La abuela nos mira a Karen y a mí, asombrada y feliz.

—¿Cuánto hace que salís juntos? —nos pregunta entonces.

—Unos meses —le responde Pedro con calma.

En ocasiones se me olvida que fuera de nuestro grupo, bueno, del grupo de amigos de Pedro, nadie sabe que nos odiábamos a muerte hasta hace sólo dos meses.

—Entonces ¿no voy a ser bisabuela pronto? —se ríe, y Pedro se pone rojo como un tomate.

—No, no. Acabamos de irnos a vivir juntos —replica, y Karen y yo escupimos el champán de vuelta a nuestras copas.

—¿Estáis viviendo juntos? —exclama Ken.

No esperaba que Pedro fuera a contárselo hoy. Diantre, ni siquiera estaba segura de que fuera a contárselo alguna vez, dado que él es como es. Estoy un poco sorprendida y avergonzada por mi reacción pero, sobre todo, estoy contenta de que no tenga ningún problema en decirlo.

—Sí, nos hemos trasladado a Artisan hace unos días —explica.

—Vaya, es un sitio muy bonito, y está más cerca de las prácticas de Pau — añade Ken.

—Sí —dice Pedro, intentando valorar cómo se han quedado todos después de soltar la bomba.

—Me alegro mucho por vosotros, hijo. —Ken le pone la mano en el hombro a su hijo y lo observo con expresión neutra—. Nunca me imaginé que te vería tan feliz... y en paz.

—Gracias —dice Pedro. ¡Y sonríe!

—¿Podría ir a visitaros algún día? — pregunta Ken.
Karen baja la vista y le advierte:

—Ken...

Todavía se acuerda de la última vez que fue demasiado lejos con Pedro. Y yo también.

—Pues... sí..., podrías —contesta Pedro, y nos deja a todos de piedra.

—¿De verdad? —inquiere Ken, y él asiente—. Vale, ya nos diréis cuándo os va bien. —Se le han humedecido un poco los ojos.
Empieza la música y Karen coge a su marido del brazo.

—Nos reclaman. Muchas gracias por haber venido —dice, y me besa en la mejilla—. No sabes lo mucho que has hecho por nuestra familia, ni te lo imaginas —me susurra al oído antes de alejarse con lágrimas en los ojos.

—¡Es la hora del primer baile! ¡Que vivan los novios! —Se oye por los altavoces.
La abuela de Pedro también se marcha a ver el primer baile de los recién casados.

—Les has alegrado el día —le digo a Pedro y le planto un beso en la mejilla.

—Vayamos arriba —me dice.

—¿Qué? —Estoy un poco aturdida por las dos copas de champán que me acabo de beber.

—Arriba —me repite, y una corriente eléctrica me recorre la espalda.

—¿Ahora? —digo riéndome.

—Ahora.

—Pero hay mucha gente...

No me contesta. Me coge de la mano y me saca de la carpa. Cuando llegamos a la casa, me sirve otra copa de champán e intento que no se me derrame mientras subo a toda velocidad la escalera para seguirle el ritmo.

—¿Qué pasa? —pregunto una vez ha cerrado con pestillo la puerta de su dormitorio.

—Te necesito —me dice, y se quita la chaqueta.

—¿Te encuentras bien? —pregunto con el corazón desbocado.

—Sí, pero necesito distraerme —gruñe.

Da un paso hacia mí, me quita la copa y la deja encima de la cómoda. Da otro paso, me coge por las muñecas y me levanta los brazos.

Yo encantada de distraerlo de la sobrecarga emocional que ha supuesto ver a su abuela por primera vez en años, la boda de su padre y el haber accedido a que su padre y su nueva esposa vengan a vernos a nuestro apartamento. Es demasiado para Pedro en tan poco tiempo.

En vez de preguntarle nada o insistir más, lo cojo del cuello de la camisa y pego las caderas a las suyas. Ya la tiene dura como una piedra. Con un gruñido, me suelta las muñecas y lo peino con los dedos. Su boca cubre la mía y su lengua está caliente y dulce, como el champán. En un segundo está metiéndose la mano en el bolsillo y sacando un envoltorio metálico.

—Tienes que tomar anticonceptivos para que pueda dejar de usar esto. Quiero poder sentirte de verdad —dice con voz ronca mientras me muerde el labio inferior y lo chupa con gesto seductor. No puedo desearlo más.

Lo oigo respirar entre dientes cuando le bajo los pantalones y el bóxer hasta la rodilla. Me sube la mano por el muslo, agarra el elástico de las bragas y me las baja. Me apoyo en sus brazos para poder quitármelas, con bastante torpeza. Se ríe y me besa en el cuello. Me aprieta las caderas con las manos, me levanta y enrosca mis piernas alrededor de su cintura.

Me agarro el escote del vestido para intentar bajármelo, pero Pedro me suplica al oído:

—Déjatelo puesto. Es un vestido muy sexi... Sexi a la vez que virginal... Joder... Me muero por follarte. Eres preciosa.

Me levanta un poco más en el aire y luego me baja hasta que lo tengo dentro. Mi espalda está apoyada contra la pared y Pedro empieza a subirme y a bajarme. Lo hace con un fervor y una desesperación que nunca había visto en él. Es como si yo fuera de hielo y él de fuego. Somos completamente distintos e iguales a la vez.

—¿Está... bien... así? —pregunta a trompicones mientras me abraza con fuerza para que no me caiga.

—Sí —gimo.

La sensación de que me lo esté haciendo así, contra la pared, con mis piernas en su cintura, es muy intensa y celestial.

—Bésame —suplica.

Deslizo la lengua por sus labios hasta que abre la boca y me deja adentrarme en ella. Le tiro del pelo y hago lo que puedo para besarlo mientras él entra y sale de mí más y más rápido. Nuestros cuerpos se mueven a toda velocidad, pero nuestro beso es lento e íntimo.

—No me canso de follarte, Pau. Joder... Te quiero —dice en mi boca mientras yo jadeo y gimo y siento esa presión en mi vientre cada vez más intensa.
Gruñe un par de veces y yo grito.

Estamos a punto de corrernos los dos.

—Relájate, nena —me dice, y le hago caso.

Sus labios siguen pegados a los míos, ahogando los gemidos de mi clímax. Entonces se tensa y estalla en el condón. Jadea y deja caer la cabeza en mi pecho, abrazado a mí unos segundos más antes de levantarme, salir de mí y dejarme de pie en el suelo.

Ladeo la cabeza contra la puerta y recupero el aliento mientras él le hace un nudo al preservativo, lo coloca en su envoltorio y se lo guarda en el bolsillo antes de volver a subirse los pantalones.

—Recuérdame que lo tire en cuanto bajemos —dice con una carcajada, y yo me río como una tonta—. Gracias —añade, y me besa en la mejilla—. No por lo que acabamos de hacer, sino por todo.

—No me des las gracias, Pedro. Tú haces por mí tanto como yo por ti. —Lo miro a los ojos verdes y brillantes—. Incluso más.

—Qué va —dice meneando la cabeza y cogiéndome de la mano—. Volvamos abajo antes de que alguien venga a buscarnos.

—¿Qué tal estoy? —pregunto peinándome con los dedos y secándome bajo los ojos.

—Recién follada —bromea, y pongo los ojos en blanco—. Estás guapísima.

—Tú también —le digo.

En la carpa casi todo el mundo está bailando, y parece que nadie se ha percatado de nuestra ausencia.
Nos sentamos y empieza otra canción. Es Never Let Me Go, de Florence and the Machine.

—¿Te apetece bailar? —le pregunto a Pedro, aunque sé lo que me va a decir.

—No, yo no bailo —dice mirando por encima de mi hombro—. A menos que tú quieras hacerlo —añade.

Me sorprende su ofrecimiento y me emociona que se haya prestado a bailar conmigo. Me tiende la mano pero en realidad soy yo la que nos conduce a la pista de baile, que parece un tablero de ajedrez. Lo llevo a toda prisa, no sea que cambie de opinión. Nos quedamos al fondo, a una distancia prudencial de la multitud.

—No sé lo que hay que hacer —dice echándose a reír.

—Yo te enseño.

Le pongo las manos en mis caderas. Me pisa un par de veces pero lo pilla deprisa. Ni en un millón de años me habría imaginado que estaría bailando con Pedro en la boda de su padre.

—Vaya canción más rara para una boda, ¿no? —me dice al oído entre risas.

—No, la verdad es que es perfecta — repongo con la cabeza apoyada en su pecho.

Sé que no estamos bailando. Más bien estamos abrazándonos al ritmo de la música, pero a mí me vale. Nos quedamos así durante dos canciones enteras, que resultan ser de mis favoritas. You Found Me, de The Fray, hace que Pedro empiece a reírse a carcajadas y me estreche entre sus brazos. La siguiente, una canción pop de un grupo de chicos, hace que yo sonría y él ponga los ojos en blanco.

Mientras suena, Pedro me habla de su abuela. Sigue viviendo en Inglaterra pero él lleva sin verla ni hablar con ella desde que ella lo llamó para felicitarlo el día en que cumplió veinte años. Se puso de parte de su padre durante el divorcio y hasta encontró la manera de disculpar su alcoholismo; según ella, todo era culpa de la madre de Pedro, y eso a él le bastó para no volver a tener ganas de hablar con ella. Parece muy cómodo contándome todo esto, así que yo me callo y asiento de vez en cuando para que sepa que estoy escuchándolo.

Pedro hace un par de chistes sobre lo ñoñas y petardas que son todas las canciones y me río de él.

—¿Y si volvemos arriba? —bromea bajando la mano por mi espalda.

—Tal vez.

—Voy a tener que darte de beber champán más a menudo. —Vuelvo a colocarle las manos en mi cintura y me pone morritos. No puedo contener la risa—. La verdad es que me lo estoy pasando bastante bien —confiesa.

—Yo también. Gracias por haberme acompañado.

—No lo cambiaría por nada del mundo.

Sé que no se refiere a la boda, sino a estar conmigo en general. Estoy flotando en una nube.

—¿Me permite este baile? —pregunta Ken cuando empieza la siguiente canción.
Pedro frunce el ceño y nos mira primero a mí y luego a su padre.

—Sí, pero sólo una canción —rezonga.
Ken se ríe y repite las palabras de su hijo:

—Sólo una canción.

Pedro me suelta y Ken me coge. Me trago lo incómoda que me siento con él. Habla de cosas triviales mientras bailamos, y mi resentimiento casi desaparece mientras nos reímos de una pareja de borrachos que se tambalea junto a nosotros.

—¿Has visto eso? —dice luego Ken con una voz que es puro asombro.

Me vuelvo y veo a qué se refiere. Yo también me quedo pasmada al ver a Pedro bailando como puede con Karen. Ella se ríe cuando él le pisa los zapatos blancos y él sonríe avergonzado. Esta noche ha sido mucho mejor de lo que soñaba.

Al acabar la canción, Pedro vuelve a mí rápidamente, seguido de Karen. Les decimos a los felices recién casados que nos vamos a casa y nos abrazamos una vez más. Pedro está un poco menos tenso que antes. Alguien llama a Ken. Karen y él se despiden de nosotros y nos dan las gracias por enésima vez por haber venido a la boda y desaparecen entre los invitados.

—¡Los pies me están matando! —digo.

Es la primera vez que llevo zapato de tacón tanto tiempo seguido, y creo que voy a necesitar una semana para recuperarme.

—¿Te llevo en brazos? —se ofrece imitando mi tono de voz infantil.

—No —me río.

Cuando vamos a salir de la carpa nos encontramos con Trevor, el señor Vance y Kimberly. Ella me sonríe y me guiña el ojo después de darle un buen repaso a Pedro. Intento contener la risa y termino atragantándome.

—¿Me has reservado un baile? — bromea el señor Vance con Pedro.

—No, ninguno —dice él siguiéndole el juego.

—¿No es pronto para marcharse? — dice Trevor mirándome a mí.

—Ya llevamos aquí un buen rato — contesta Pedro alejándome de ellos—. Me alegro de haberte visto, Vance —añade sin dejar de andar mientras salimos de la carpa.

—Eso ha sido de muy mala educación —lo riño cuando llegamos al coche.

—Estaba flirteando contigo. Tengo derecho a ser todo lo maleducado que quiera.

—Trevor no estaba flirteando, sólo estaba siendo amable.
Pedro pone los ojos en blanco.

—Te desea, lo sé. No seas tan ingenua.

—Sé amable con él, por favor. Trabajamos en la misma empresa y no quiero problemas —digo con mucha calma. La noche ha sido maravillosa y no me gustaría que sus celos la estropeasen.

Pedro sonríe con malicia.

—Siempre puedo pedirle a Vance que lo despida.
Me parto de la risa con su salida.

—¡Estás loco!


—Sólo por ti —contesta, y arranca el motor.

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