Dejo el libro y miro la hora en el móvil. Es pasada la medianoche. Debería
intentar dormir un poco.
Ya ha venido a pedirme que vaya a la cama con él, que no puede dormir sin
mí, pero no he dado mi brazo a torcer y lo he ignorado hasta que se ha
marchado.
Estoy quedándome dormida cuando oigo a Pedro gritar:
—¡No!
Me levanto del sofá de un brinco y corro al dormitorio. Está pataleando
debajo de la gruesa manta, bañado en sudor.
— Pedro, despierta —le digo en voz baja agarrándolo del hombro. Con la otra
mano le aparto un mechón empapado de la frente.
Abre los ojos. Son puro terror.
—Tranquilo... No pasa nada... Sólo era una pesadilla.
Hago lo que puedo para tranquilizarlo. Mis dedos juegan con su pelo y luego
le acaricio la mejilla. Está temblando. Me meto en la cama y lo abrazo por
detrás. Siento que se relaja cuando apoyo la cara en su piel pegajosa.
—Quédate conmigo, por favor — suplica. Suspiro y permanezco en silencio. Lo
abrazo con fuerza —. Gracias —susurra, y al cabo de unos minutos vuelve a
dormirse.
El agua no sale lo bastante caliente para relajar mis músculos tensos. Estoy
agotada por la falta de sueño de anoche y por la frustración de lidiar con Pedro.
Estaba dormido cuando me he metido en la ducha, y rezo para que siga durmiendo
hasta que me haya ido a las prácticas.
Por desgracia, nadie escucha mis plegarias. Pedro está levantado, junto a
la encimera de la cocina, cuando salgo del cuarto de baño.
—Estás preciosa —dice con calma.
Pongo los ojos en blanco y paso junto a él para servirme una taza de café
antes de salir.
—¿Ahora no me hablas?
—No, ahora mismo, no. Tengo que irme a trabajar y no tengo fuerzas para
esto —salto.
—Pero... Anoche viniste a la cama conmigo —protesta.
—Sí, sólo porque estabas gritando y temblando —replico—. Eso no significa
que te haya perdonado. Quiero una explicación, de todo. Todos los secretos, las
peleas... Incluso las pesadillas. O eso, o hemos terminado.
No sé cuál de los dos se ha quedado más sorprendido, si él o yo.
Gruñe y se pasa la mano por el pelo.
—Pau... No es tan sencillo.
—Sí, lo es. He confiado en ti lo suficiente como para renunciar a mi
relación con mi madre y venirme a vivir contigo tan pronto. Deberías confiar en
mí lo suficiente para contarme qué está pasando.
—No lo entenderías. Sé que no lo entenderías —dice.
—Inténtalo.
—No... No puedo —balbucea.
—Pues entonces no puedo seguir contigo. Lo siento, pero te he dado muchas
oportunidades y tú continúas... —empiezo a decir.
—No lo digas. No te atrevas a intentar dejarme. —Su tono es de enfado, pero
veo mucho dolor en sus ojos.
—Entonces dame respuestas. ¿Qué es eso que no crees que sea capaz de
entender? ¿Tus pesadillas? —inquiero.
—Dime que no vas a dejarme —me ruega.
Mantenerme en mis trece con Pedro es mucho más difícil de lo que imaginaba,
sobre todo cuando parece estar tan destrozado.
—He de irme, ya llego tarde —le digo, y me voy al dormitorio para vestirme
lo más rápido que pueda.
Una parte de mí se alegra de que no me haya seguido, pero la otra desearía
que lo hubiera hecho.
Sigue sentado en la cocina, sin camiseta, sujetando la taza de café con los
nudillos blancos y magullados, para cuando salgo por la puerta.
Por el camino voy rumiando todo lo que me ha dicho. ¿Qué será eso que no
voy a ser capaz de entender? Jamás lo juzgaría por lo que sea que le provoca
las pesadillas.
Espero que estuviera hablando de eso, pero no puedo ignorar la sensación de
que se me escapa algo, algo muy obvio.
Me siento culpable y estoy tensa todo el día, pero Kimberly me manda
enlaces a un montón de vídeos tronchantes de YouTube y se me pasa el mal humor.
Al mediodía, ya casi se me han olvidado mis problemas domésticos.
Pedro me manda un mensaje mientras Kimberly y yo nos comemos una madalena
de una cesta que alguien le ha enviado a Christian Vance.
Siento mucho todo lo ocurrido. Ven a casa cuando salgas de trabajar, por
favor.
—¿Es él? —pregunta mi compañera.
—Sí... Debería plantarle cara, pero me siento fatal. Sé que tengo razón,
pero deberías haber visto cómo estaba esta mañana.
—Me alegro. Espero que aprenda la lección. ¿Te ha contado dónde estuvo? —pregunta.
—No, ése es el problema —rezongo, y me como otra madalena.
Entonces recibo otro mensaje:
Pau, contéstame, por
favor. Te quiero.
—Anda, contéstale al pobre —sonríe Kimberly.
Asiento y le respondo:
Iré a casa.
¿Por qué me cuesta tanto mantenerme en mis trece con él? El señor Vance nos
da a todos permiso para irnos pasadas las tres, así que decido parar en un
salón de belleza para que me corten el pelo y me hagan la manicura para mañana.
Espero que Pedro y yo podamos arreglar las cosas antes de la boda, porque lo
último que quiero es llevar a un Pedro cabreado a la boda de su padre.
Para cuando llego a casa son casi las seis, y tengo infinidad de mensajes
suyos que no pienso leer. Respiro hondo antes de abrir la puerta, preparándome
para lo que me espera. O acabamos a gritos, y uno de los dos se larga, o lo
hablamos y lo solucionamos. Pedro está dando vueltas de un lado para otro por
el suelo de hormigón cuando entro. Alza la vista hacia mí en cuanto cruzo el
umbral. Parece muy aliviado.
—Creía que no ibas a volver —dice acercándose a mí.
—Y ¿adónde iba a ir? —respondo, y lo dejo atrás de camino al dormitorio.
—Yo... Te he hecho la cena —dice.
Está irreconocible. El pelo le cae por la frente, no lo lleva peinado hacia
arriba y hacia atrás como siempre. Lleva una sudadera gris con capucha y unos
pantalones de chándal negros, y parece nervioso, preocupado y casi...
¿asustado?
—¿Y eso... por qué? —No puedo evitar preguntarlo.
Me pongo mi ropa de estar por casa y a Pedro se le cae el alma a los pies
al ver que no me pongo la camiseta que ha dejado preparada para mí.
—Porque soy un imbécil —contesta.
—Sí, eso es verdad —asiento yendo a la cocina.
La cena tiene un aspecto mucho más apetecible del que imaginaba, y eso que
no sé muy bien lo que es. Pasta con pollo, creo.
—Es pollo a la florentina —dice como si me leyera el pensamiento.
—Mmm.
—No tienes por qué... —dice con un hilo de voz.
Esto no se parece en nada a lo de siempre y, por primera vez desde que lo
conozco, siento que soy yo la que tiene la sartén por el mango.
—No, si tiene muy buen aspecto — repongo—. Sólo es que me ha sorprendido.
Pruebo un bocado. Sabe mucho mejor de lo que parece.
—Me gusta tu pelo —dice.
Me acuerdo de la última vez que me corté el pelo y Pedro fue la única
persona que lo notó.
—Necesito respuestas —le recuerdo.
Respira hondo.
—Lo sé, y te las voy a dar.
Pruebo otro bocado para ocultar lo satisfecha que estoy conmigo misma por
no haber cedido esta vez.
—Primero, quiero que sepas que nadie, y quiero decir nadie salvo mi madre y
mi padre, lo saben —dice rascándose las costras de los nudillos.
Asiento y me llevo otro bocado a la boca.
—Vale... Allá va —dice nervioso antes de continuar—. Una noche, cuando yo
tenía unos siete años, mi padre estaba en el bar que había enfrente de casa.
Iba allí casi todas las noches y todo el mundo lo conocía, por eso era muy mala
idea cabrear a los parroquianos. Aquella noche fue precisamente eso lo que
hizo. Empezó una pelea con unos soldados que iban tan borrachos como él y
acabó rompiendo un botellín de cerveza en la cabeza de uno de ellos.
No tengo ni idea de adónde quiere ir a parar con esto, pero sé que acabará
mal.
—Sigue comiendo, por favor... —me suplica, y asiento e intento no mirarlo
fijamente mientras habla.
—Mi padre se fue del bar y los soldados cruzaron la calle y vinieron a casa
para darle su merecido por haberle destrozado la cara al tipo, imagino. El problema
es que mi padre no había vuelto a casa, como ellos creían, y mi madre estaba
durmiendo en el sofá, esperando a mi padre. — Sus ojos verdes encuentran los
míos—. Más o menos igual que tú anoche.
— Pedro... —suspiro, y le cojo la mano.
—Cuando encontraron a mi madre... — Se para y se queda mirando la pared
durante lo que se me antoja una eternidad—. Bajé la escalera al oírla chillar e
intenté quitárselos de encima. Tenía el camisón roto y no paraba de gritarme
que me marchara... Estaba intentando protegerme para que no viera lo que le
estaban haciendo, pero yo no podía marcharme, ¿sabes?
Parpadea para contener una lágrima y se me parte el corazón de pensar en el
niño de siete años que tuvo que presenciar cómo le ocurría algo tan espantoso a
su madre. Me siento en su regazo y escondo la cara en su cuello.
—Resumiendo, intenté defenderla pero no sirvió de nada. Para cuando mi
padre entró tambaleándose por la puerta, yo le había repartido una caja entera
de tiritas por todo el cuerpo, tratando de..., qué sé yo..., curarla o algo
así. Qué tonto, ¿verdad? —pregunta con la boca hundida en mi pelo.
Alzo la vista y frunce el ceño.
—No llores... —susurra, pero no puedo evitarlo. Nunca me imaginé que la
causa de sus pesadillas fuera tan horrible.
—Perdona que te haya hecho contármelo —sollozo.
—No..., nena, no pasa nada. Sienta bien contárselo a alguien —me asegura—.
Dentro de lo que cabe.
Me acaricia el pelo y se enrosca un mechón entre los dedos, enfrascado en
sus pensamientos.
—Después de aquello, yo sólo dormía abajo, en el sofá. Así, si alguien
entraba... me encontraría a mí primero. Luego empezaron las pesadillas... Y ahí
se quedaron. Fui a un par de terapeutas cuando mi padre se marchó, pero nada
funcionó hasta que te conocí. —Me dedica una débil sonrisa—. Perdona que pasara
toda la noche fuera. No quiero ser esa persona. No quiero ser como él —dice
abrazándome con fuerza.
Ahora que tengo unas cuantas piezas más del rompecabezas de Pedro, lo
entiendo un poco mejor. Mi humor acaba de cambiar drásticamente, igual que la
opinión que tenía de Ken. Sé que la gente cambia, y salta a la vista que ha
mejorado mucho con respecto al hombre que era, pero no puedo evitar que la
rabia bulla en mi interior. Pedro es como es por su padre, por su alcoholismo, por
su negligencia y por la terrible noche en que provocó que agredieran tan
brutalmente a su esposa y a su hijo, y encima no estuvo allí para protegerlos.
No tengo todas las respuestas que quería, pero sí mucho más de lo que esperaba.
—No volveré a hacerlo... Te lo juro... Por favor, sólo dime que no vas a
dejarme... —musita.
Toda la rabia y la indignación que sentía han desaparecido ya. Y como me
mira con cara de que necesita oírmelo
decir, se lo repito un par de veces:
—No voy a dejarte, Pedro. No voy a dejarte.
—Te quiero, Pau, más que a nada — dice enjugándome las lágrimas..
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llego el porque de sus pesadillas
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