Cuando me despierto, tardo unos momentos en darme cuenta de que sigo en el
sofá.
—¿ Pedro?
Me desenrosco de la manta y voy al dormitorio para ver si está allí. Está
vacío.
«¿Dónde diablos se habrá metido?»
Vuelvo a la sala de estar y cojo el móvil de detrás del sofá. No tengo
ningún mensaje y son las siete de la mañana. Lo llamo pero salta el buzón de
voz. Cuelgo. Corro a la cocina y pongo en marcha la cafetera antes de ir al
baño a darme una ducha. Es una suerte que me haya despertado a tiempo porque se
me olvidó poner la alarma. Nunca se me olvida poner la alarma.
—¿Dónde te has metido? —pregunto en voz alta metiéndome en la ducha.
Mientras me seco el pelo busco posibles explicaciones para su ausencia.
Anoche creía que simplemente se había liado con el trabajo porque tenía mucho
pendiente. También es posible que se haya encontrado con un conocido y haya
perdido la noción del tiempo. ¿En la biblioteca? Las bibliotecas cierran
temprano, y hasta los bares cierran por la noche. Lo más probable es que se
haya ido de fiesta. De algún modo sé que eso es lo que ha pasado, aunque a una
pequeña parte de mí le preocupa que haya tenido un accidente. No quiero ni
pensarlo. No obstante, busque la excusa o la explicación que busque, sé que
está haciendo algo que no debería. Todo iba muy bien ayer, ¿y ahora coge y se
larga y no aparece en toda la noche?
No estoy de humor para ponerme un vestido. Cojo una de mis viejas faldas
lápiz negras y una blusa rosa pálido.
El cielo está encapotado durante todo el trayecto y, para cuando llego a
Vance, estoy de un humor tan negro como los nubarrones. «¿Quién demonios se
cree que es para pasarse por ahí toda la noche sin avisarme siquiera?»
Kimberly levanta una ceja al verme pasar junto a la mesa de los donuts sin
coger uno, pero le dedico mi mejor sonrisa falsa y me meto en mi despacho. Me
paso la mañana ofuscada. Leo y releo las mismas páginas una y otra vez sin
comprender ni una palabra.
Llaman a la puerta y se me para el corazón. Deseo con todas mis fuerzas que
sea Pedro, a pesar de lo cabreada que estoy con él.
Es Kimberly.
—¿Te apetece que comamos juntas? — me pregunta con dulzura. Estoy a punto
de rechazar su ofrecimiento, pero quedarme aquí obsesionándome con el paradero de
mi novio no me va a ayudar en lo más mínimo.
—Claro. —Sonrío.
Doblamos la esquina y entramos en una especie de cantina mexicana. Estamos
temblando de frío, y Kimberly pide que nos den una mesa junto a una estufa. Es
una mesa pequeña pero está justo bajo uno de los calefactores, y ambas
levantamos las manos para que el aire tibio nos las caliente.
—Este tiempo no tiene clemencia — dice mi compañera, y se queja del frío y
de lo mucho que echa de menos el verano.
—Ya casi había olvidado el frío que hace en invierno —convengo. Las
estaciones se han fundido unas con otras y apenas me he dado cuenta de que se
estaba acabando el otoño.
—Bueno... ¿Cómo va todo con el chico malo? —me pregunta con una carcajada.
El camarero nos trae nachos y salsa y me rugen las tripas. No pienso volver
a saltarme mi donut matutino. —Pues...
Me planteo si debo contarle mi vida personal. No tengo muchas amigas. En
realidad, ninguna, excepto Steph, a la que ya no veo nunca. Kimberly es por lo
menos diez años mayor que yo, y es posible que entienda mejor cómo funciona la
mente masculina, cosa de la que yo no tengo ni idea.
Miro al techo, que está cubierto de luces en forma de botellín de cerveza.
Respiro hondo.
—La verdad es que en este momento no estoy muy segura de cómo van las cosas
—me sincero—. Ayer todo iba bien, pero anoche no vino a dormir. Era nuestra
segunda noche en el apartamento y no apareció por casa.
—Espera..., espera... Rebobina. A ver si lo entiendo: ¿estáis viviendo
juntos?
La he dejado boquiabierta.
—Sí... Desde hace pocos días. —Intento sonreír.
—Vale. ¿Y anoche no apareció por casa?
—No. Me dijo que tenía que trabajar y que se iba a la biblioteca, pero
luego no ha vuelto a casa.
—Y no le habrá pasado algo o habrá tenido un accidente, ¿no?
—No, creo que no. Tengo la impresión de que, si le hubiera pasado algo
terrible, lo sabría, como si nos uniera un vínculo invisible que me informara
de inmediato de que está herido.
—¿Y no te ha llamado?
—No. Ni tampoco me ha enviado ningún mensaje. —Frunzo el ceño.
—Yo le cortaba las pelotas. Es un comportamiento inaceptable —exclama ella.
En ese instante, el camarero se aproxima a nuestra mesa.
—Su comida estará lista dentro de un momento —dice, y me llena el vaso de agua.
Doy las gracias por su breve interrupción, así tengo la oportunidad de
pensar en las duras palabras de Kimberly.
Cuando se va, ella sigue y sigue, y me doy cuenta de que no me juzga, sino
que está de mi parte, y me siento mejor.
—Vamos, que tienes que dejarle claro que no puede comportarse así, de lo
contrario te lo hará una y otra vez. El problema de los hombres es que son
animales de costumbres y, si dejas que se acostumbre a hacer eso, te lo volverá
a hacer y no podrás impedírselo. Necesita saber desde el principio que no lo
vas a consentir. Tiene suerte de tenerte, y necesita aclararse las ideas.
Hay algo en sus palabras de aliento que me hace sentirme más segura.
Debería estar furiosa.
Debería cortarle las pelotas, como ha dicho Kimberly.
—Y ¿cómo hago eso? —pregunto, y se ríe.
—Cántale las cuarenta. A menos que tenga una excusa muy buena, que ya te
digo que se la está inventando mientras hablamos, le cantas las cuarenta en
cuanto entre por la puerta. Te mereces que te respete y, si no te respeta, o lo
obligas o lo mandas a tomar viento.
—Haces que parezca muy fácil. —Me río.
—De fácil no tiene nada. —Ella se ríe a su vez y luego se pone muy seria—.
Pero hay que hacerlo.
El resto de la comida lo paso escuchándola hablar de sus tiempos en la
universidad y de que ha tenido ya una larga lista de relaciones horribles. Su
melena corta y rubia se mueve hacia adelante y hacia atrás cada vez que menea
la cabeza, cosa que hace constantemente mientras habla. Me río tan a gusto que
tengo que enjugarme las lágrimas. La comida está deliciosa, y me alegro de
haber salido a comer con Kimberly en vez de quedarme toda mustia en mi
despacho.
De vuelta en la oficina, Trevor me ve desde la puerta del servicio y se me
acerca sonriente.
—Hola, Pau.
—Hola, ¿qué tal? —pregunto educadamente.
—Bien. Hace un frío que pela —dice, y asiento—. Hoy estás preciosa —añade
desviando la mirada. Tengo la impresión de que estaba pensando en voz alta.
Sonrío y le doy las gracias antes de que se meta en el baño avergonzado.
Para cuando es la hora de salir, no he conseguido dar palo al agua en todo
el día, así que me llevo el manuscrito a casa con la esperanza de compensar mi
falta de motivación de hoy.
No hay ni rastro del coche de Pedro en el aparcamiento. El cabreo reaparece
y lo llamo y lo maldigo en el buzón de voz.
Sorprendentemente, eso me hace sentir mejor. Me preparo una cena rápida y
las cosas para mañana.
No me puedo creer que falte tan poco para la boda. ¿Y si para entonces no
ha vuelto? Volverá, ¿verdad? Miro a mi alrededor. Por muy bonito que sea el
apartamento, parece haber perdido parte de su encanto en ausencia de Pedro.
De algún modo consigo adelantar bastante trabajo, y estoy a punto de
terminar cuando la puerta se abre. Pedro entra tambaleándose en la sala de
estar y sigue hacia el dormitorio sin mediar palabra.
Lo oigo quitarse las botas y maldecir, imagino que porque se ha caído.
Repaso lo que Kimberly me ha dicho durante la comida, ordeno mis ideas y doy
rienda suelta a mi cabreo.
—¡¿Dónde diablos te habías metido?! —grito al entrar en la habitación.
Pedro se ha quitado la camiseta y se está bajando los pantalones.
—Yo también me alegro de verte —dice arrastrando las palabras.
—¿Estás borracho? —La mandíbula me llega al suelo.
—Puede —contesta, y tira los pantalones al suelo.
Bufo, los recojo y se los lanzo a la cara.
—Tenemos un cesto de la ropa sucia para algo.
Le dirijo una mirada asesina y se ríe.
Se está riendo. Se está riendo de mí.
—¡Los tienes cuadrados, Pedro! Te pasas toda la noche y casi todo el día
por ahí sin molestarte siquiera en llamarme y luego apareces tambaleándote,
borracho como una cuba. ¡¿Y encima te ríes de mí?! —le grito.
—Deja de chillar. Tengo un dolor de cabeza espantoso —protesta, y se echa
en la cama.
—¿Te parece divertido? ¿Es otro de tus jueguecitos? Si no pensabas tomarte
nuestra relación en serio, ¿por qué me pediste que me viniera a vivir contigo?
—No quiero hablar de eso ahora. Estás exagerando. Ven a la cama y deja que
te haga feliz.
Tiene los ojos inyectados en sangre de tanto que ha bebido. Extiende los
brazos hacia mí con una sonrisa estúpida de borracho que estropea sus facciones
perfectas.
—No, Pedro —digo muy seria—. No es broma: no puedes pasarte la noche por
ahí sin darme al menos una explicación.
—Por Dios, ¿quieres calmarte de una puta vez? No eres mi madre. Deja de
pelear conmigo y ven a la cama —repite.
—Largo —salto.
—¿Perdona? —Se incorpora. Ahora sí que me presta atención.
—Ya me has oído. No voy a ser la chica que se queda en casa aguardando toda
la noche a que vuelva su novio. Esperaba que al menos tuvieras una buena excusa.
¡Pero es que ni siquiera has intentado inventarte una! No pienso callarme esta
vez, Pedro. Siempre te perdono con demasiada facilidad. Esta vez, no. O te
explicas, o te largas. —Me cruzo de brazos; estoy orgullosa de mí misma por no
haber cedido.
—No sé si se te ha olvidado que el que paga las facturas soy yo, así que si
alguien tiene que largarse, eres tú —me dice tan pancho.
Le miro las manos. Las tiene apoyadas en las rodillas, los nudillos
magullados y cubiertos de sangre seca.
Todavía estoy intentando pensar en una respuesta cuando le pregunto:
—¿Has vuelto a meterte en una pelea?
—Y ¿eso qué importa?
—¡Me importa, Pedro! Es importante. ¿Es eso lo que has estado haciendo toda
la noche? ¿Pelearte con alguien? No tenías que ir a trabajar, ¿verdad? ¿O acaso
tu trabajo consiste en apalear gente?
—¿Qué? No, ése no es mi trabajo. Ya sabes cuál es mi trabajo. Estuve
trabajando y luego me distraje —dice pasándose la mano por la cara.
—¿Con qué?
—Con nada. Jesús —gruñe—. Siempre me estás buscando las cosquillas.
—¿Que siempre te estoy buscando las cosquillas? Y ¿qué esperabas? ¿Qué
creías que iba a pasar cuando has entrado aquí dando tumbos después de
desaparecer toda la noche y todo el día? Necesito respuestas, Pedro. Estoy
harta de que no me digas nada. —Me ignora y se pone una camiseta limpia —. He
estado preocupada por ti durante todo el día. Al menos podrías haberme llamado.
Me he pasado el día hecha una pena mientras tú andabas por ahí bebiendo y
haciendo sólo Dios sabe qué.
Estás interfiriendo con mis prácticas, y eso no puede ser.
—¿Tus prácticas? ¿Esas que te consiguió mi padre? —me suelta.
—Esto es increíble.
—Es la verdad. —Se encoge de hombros.
¿Cómo es posible que ésta sea la misma persona que hace unos días me
susurraba lo mucho que me quería al oído pensando que estaba dormida?
—No voy a contestar a eso porque sé que es justo lo que quieres. Quieres
pelea y yo no voy a dártela. —Cojo una de mis camisetas y salgo de la
habitación. Antes de cerrar, me vuelvo y le digo —: Pero que te quede bien
claro: si no empiezas a comportarte, a partir de ya, yo me voy.
Me acuesto en el sofá y doy las gracias por estar en otra habitación. Dejo
que se me escapen unas pocas lágrimas antes de enjugarme la cara y coger el
ejemplar antiguo de Cumbres borrascosas de Pedro. Por mucho que me muera de
ganas de volver al dormitorio y obligarlo a que me lo explique todo, dónde ha
estado, con quién y por qué se ha metido en una pelea y con quién, me fuerzo a permanecer
en el sofá porque sé que eso es lo que más puede fastidiarle.
Aunque ni la mitad de lo mucho que me fastidia a mí el control que tiene
sobre ciertos aspectos de mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario