En lo que parece un intento desesperado por estar aún más pegados mientras
nos besamos, Pedro me coge con una mano por la nuca. Siento cómo toda su ira y
su frustración se transforman en deseo y en cariño. Su boca está hambrienta y
sus besos son húmedos mientras camina hacia atrás sin separar nuestras bocas.
Me lleva a donde quiere con una mano en la cadera y la otra en mi nuca, pero tropiezo
con sus pies y trastabillo justo cuando sus piernas llegan al borde de la cama
y ambos caemos sobre ella. Intento arrebatarle el control, me encaramo a su torso
y me quito la sudadera y la camiseta de tirantes al mismo tiempo y me quedo en
sujetador de encaje. Se le dilatan las pupilas e intenta bajarme para que lo
bese, pero tengo otros planes.
Me llevo las manos a la espalda y con dedos atolondrados me desabrocho los
corchetes del sujetador antes de bajarme los tirantes por los hombros y dejarlo
caer en la cama, detrás de mí.
Pedro tiene las manos calientes y cubre con ellas mis pechos y los masajea
sin miramientos. Lo cojo de las muñecas, le aparto las manos y meneo la cabeza.
Él ladea la suya confuso. Entonces desciendo por su cuerpo y le desabrocho los
pantalones. Me ayuda a que se los baje hasta la rodilla, junto con el bóxer. De
inmediato mis dedos se cierran sobre su pene. Traga saliva y cuando lo miro
compruebo que tiene los ojos cerrados. Empiezo a acariciarlo a lo largo muy despacio
y, con mucho valor, me lo meto en la boca. Intento recordar las instrucciones
que me dio la última vez y repetir las cosas que me dijo que le gustaron.
—Joder..., Pau —jadea al tiempo que hunde las manos en mi pelo. Nunca había
estado callado tanto tiempo durante ninguna de nuestras sesiones de sexo y,
para mi asombro, echo de menos que me diga guarradas.
Me recoloco sin dejar de chupárselo y acabo entre sus rodillas.
Se incorpora y me observa.
—No sabes lo sexi que estás así, con mi polla en esa boca de sabelotodo que
tienes —dice, y me agarra del pelo con más fuerza.
Siento cómo aumenta la temperatura entre mis piernas y empiezo a chupar más
deprisa. Quiero oírlo gemir mi nombre. Trazo círculos con la lengua en la punta
y levanta las caderas para metérmelo hasta la garganta. Empiezan a llorarme los
ojos y me cuesta respirar, pero oírlo pronunciar mi nombre una y otra vez hace
que no sea tan terrible. Al cabo de pocos segundos, suelta mi pelo y me coge la
cara para que deje de moverme. El aroma metálico de sus nudillos ensangrentados
me inunda la nariz, pero no hago caso de mi instinto y no me aparto.
—Voy a correrme... —me dice—. Así que, si quieres... si quieres hacer algo
más antes, deberías dejar de chupármela.
No quiero hablar, ni que sepa que me muero porque me haga el amor. Me levanto,
me bajo los pantalones vaqueros y me los quito. Cuando empiezo a quitarme las
bragas, su mano me detiene.
—Quiero que te las dejes puestas... por ahora —ronronea. Asiento y trago
saliva. La anticipación me consume—. Ven aquí.
Se quita la camiseta, se recoloca en el borde de la cama y me atrae hacia
sí.
Nuestro ferviente intercambio inicial pierde ímpetu, y la tensión y el
enfado que había entre nosotros ha amainado. El pecho de Pedro sube y baja, y
tiene la mirada salvaje. La sensación de estar sentada en su regazo, con él
completamente desnudo y yo sólo con las bragas puestas, es maravillosa. Me
sujeta por la cintura con una mano que me mantiene en mi sitio mientras sus
labios acarician los míos de nuevo.
—Te quiero —susurra en mi boca mientras sus dedos apartan mis bragas a un
lado—. Te... quiero...
La intrusión me produce un placer inmediato. Mueve los dedos despacio,
demasiado despacio, y de manera instintiva meneo las caderas hacia adelante y
hacia atrás para acelerar el ritmo.
—Eso es, nena... Joder... Siempre estás a punto para recibirme —dice con
voz ronca, y yo continúo restregándome contra su mano.
Se me acelera la respiración y gimo con fuerza. Todavía me sorprende lo
rápido que mi cuerpo le responde. Sabe justo lo que tiene que decirme y hacerme.
—A partir de ahora vas a hacerme caso, ¿de acuerdo? —pregunta mordisqueándome
suavemente el cuello.
«¿Qué?»
—Dime que vas a hacerme caso o no dejaré que te corras.
«Está de broma.»
— Pedro... —le suplico intentando moverme más deprisa.
Me detiene.
—Vale... Vale... Pero, por favor... —le suplico, y sonríe satisfecho.
Quiero abofetearlo por hacerme esto. Está usando mi momento de mayor
vulnerabilidad en mi contra, pero no consigo encontrar ni un ápice de enfado;
ahora mismo sólo lo quiero a él. Soy demasiado consciente del roce de su piel
desnuda. Mis bragas son lo único que se interpone entre nosotros.
—Por favor —repito.
Asiente.
—Buena chica —me susurra al oído, y ayuda a que mis caderas intensifiquen
el ritmo mientras su dedos se deslizan dentro y fuera de mí.
En un abrir y cerrar de ojos, me tiene justo ahí. Pedro me susurra
guarradas al oído, palabras desconocidas que me alientan a seguir de un modo
que no puedo describir. Son de lo más atrevidas pero me encantan, y tengo que
agarrarme a sus brazos para no caerme de la cama cuando me deshago con sus
caricias.
—Abre los ojos. Quiero ver lo que sólo yo puedo hacerte —me ordena, y hago
lo que puedo por mantenerlos abiertos mientras el orgasmo se apodera de mí.
Luego dejo caer la cabeza sobre su pecho y le paso los brazos por debajo de
las axilas para abrazarlo con fuerza mientras intento recobrar el aliento.
—No puedo creer que hayas intentado... —empiezo a decir, pero me hace
callar acariciándome con la lengua el labio inferior.
Suelto bocanadas irregulares de aire, todavía estoy tratando de recuperarme
del torbellino. Bajo la mano y se la cojo. Hace una mueca, me muerde el labio y
me lo chupa con delicadeza. Decido adoptar una de las tácticas del manual de
sexo de Pedro Alfonso y aprieto un poco.
—Pide perdón y te daré lo que quieres —le susurro al oído con voz
seductora.
—¿Qué? —La cara que se le ha quedado no tiene precio.
—Ya me has oído.
Intento poner cara de póquer mientras lo masturbo con una mano y me deslizo
los dedos por encima de las bragas empapadas con la otra.
Gime mientras lo restriego contra mí.
—Lo siento —balbucea con las mejillas encarnadas—. Déjame follarte..., por
favor —suplica.
Yo me echo a reír, aunque se me cortan las carcajadas cuando saca un
preservativo de la mesilla de noche. No pierde un segundo en ponérselo y volver
a besarme.
—No sé si estás lista para hacerlo en esta postura, encima de mí. Si es
demasiado, avisa. ¿Vale, nena?
De repente vuelve a ser el Pedro dulce y cariñoso.
—Vale —respondo.
Me levanta un poco y siento el roce del condón y luego cómo me va llenando
a medida que me baja.
—Hostia —digo cerrando los ojos.
—¿Estás bien?
—Sí..., sólo es... diferente — tartamudeo.
Duele. No tanto como la otra vez, pero sigue siendo extraño y desagradable.
Sin abrir los ojos, muevo un poco las caderas para tratar de aliviar la
presión.
—¿Diferente en el buen o en el mal sentido? —dice con la voz ronca y la
vena de la frente hinchada.
—Calla..., no hables más —contesto moviéndome de nuevo.
Gime y se disculpa. Me promete que me va a dar un minuto para que me
acostumbre. No tengo ni idea de cuánto tiempo pasa hasta que muevo otra vez las
caderas. Cuanto más me muevo, menos desagradable me resulta y, en un momento
dado, Pedro me rodea con los brazos y me estrecha contra sí mientras empieza a
moverse y a hacer chocar sus caderas con las mías. Mucho mejor ahora que me
abraza y nos movemos juntos. Tengo una de las manos apoyada en su pecho para
sostenerme y se me están cansando las piernas. Intento ignorar las protestas de
mis músculos y sigo montándolo como una amazona.
Trato de mantener los ojos
abiertos para ver a Pedro. Una gota de sudor desciende por su frente. Verlo
así, mordiéndose el labio inferior y mirándome tan fijamente que noto cómo sus
ojos me queman la piel, es la sensación más alucinante del mundo.
—Lo eres todo para mí. No puedo perderte —dice mientras mis labios se
deslizan por su cuello y su hombro. Tiene la piel salada, húmeda y perfecta—.
Estoy a punto, nena. Me falta un pelo. Lo estás haciendo muy bien, nena —gime,
y me acaricia la espalda mientras yo intento coger velocidad.
Entrelaza los dedos con los míos y me derrito con ese gesto tan íntimo. Me
encanta cómo me alienta, me encanta todo en él.
Se me tensa el vientre cuando Pedro me agarra de la nuca con una mano.
Sigue susurrando lo mucho que le importo y su cuerpo se torna de acero. Lo
observo, consumida por sus palabras y por el modo en que me roza el clítoris
con el pulgar y me hace estallar en un instante. Nuestros gemidos y nuestros
cuerpos se entrelazan cuando los dos terminamos. Él se deja caer hacia atrás en
la cama y me tumba consigo. Cuando vuelvo en mí, apenas lo noto deshacerse del
condón. —Me alegro de que hayas venido a buscarme cuando he bajado la escalera
—digo al fin tras un silencio largo pero placentero. Tengo la cabeza apoyada en
su pecho y oigo cómo se calma el latir desbocado de su corazón.
—Yo también —responde—. No iba a hacerlo, pero no he podido evitarlo.
Siento haberte dicho que te fueras. A veces soy un poco capullo. Levanto la
cabeza y lo miro.
—¿A veces? —Sonrío.
Levanta una de las manos que tiene en mi cintura y me pellizca la nariz. Me
río.
—No he oído que te quejaras de nada hace cinco minutos —recalca.
Meneo la cabeza y la dejo caer otra vez en su piel bañada en sudor. Con los
dedos, dibujo el contorno del tatuaje en forma de corazón que lleva en el
hombro y veo que se le pone la carne de gallina. No se me escapa que el corazón
está pintado con tinta negra como la noche.
—Eso es porque se te da mejor eso que salir con alguien —lo pincho.
—No voy a discutírtelo.
Se ríe y me aparta el pelo de la cara. Me encanta cuando me acaricia la
mejilla, es de lo que más me gusta. Sus dedos son ásperos pero, de algún modo,
muy suaves en contacto con mi piel.
—¿Qué es lo que ha pasado entre Dan y tú? Quiero decir antes de esta noche
— pregunto.
Probablemente no debería, pero tengo que saberlo.
—¿Qué? ¿Quién te ha dicho que haya pasado nada entre Dan y yo? —inquiere al
tiempo que me levanta la barbilla para verme la cara.
—Jace. Sólo que no me ha contado qué exactamente. Sólo ha dicho que se veía
venir. ¿A qué se refería?
—A una mierda del año pasado. No es nada de lo que tengas que preocuparte,
te lo prometo — dice y sonríe, pero sus ojos no.
Será mejor que lo deje estar. Estoy contenta de que hayamos hablado del
problema, por una vez, y que empecemos a llevar mejor lo de la comunicación.
—¿Quedamos mañana cuando termines en Vance? No quiero que nos quiten el
apartamento.
—No tenemos muebles —le recuerdo.
—Está amueblado. Pero podemos añadir cosas o quitarlas cuando ya estemos
viviendo allí.
—¿Cuánto cuesta? —pregunto, aunque sé que no quiero oír la respuesta. Debe
de ser carísimo si viene amueblado.
—No te preocupes de eso. Tú sólo piensa en el recibo de la tele por cable.
—Sonríe y me besa en la frente—. ¿Qué me dices? ¿Te sigue gustando la idea?
—Y la compra —añado, y él frunce el ceño—. Pero sí, me gusta la idea.
—¿Vas a decírselo a tu madre?
—No lo sé. En algún momento se lo tendré que contar, aunque ya sé cuál será
su respuesta. Creo que primero debería dejar que se acostumbre a la idea de que
estamos saliendo. Somos muy jóvenes y, si se entera de que ya nos vamos a ir a
vivir juntos, acabará con una camisa de fuerza.
Se me escapa una carcajada a pesar del dolor que siento en el pecho. Ojalá
las cosas con mi madre no fueran tan complicadas y pudiera alegrarse por mí. No
obstante, sé que eso no es posible.
—Siento que estéis así. Sé que es culpa mía, pero soy demasiado egoísta
para alejarme de ti.
—No es culpa tuya. Es que mi madre es... como es —le digo, y lo beso en el
pecho.
—Tienes que dormir, nena. Mañana tienes que madrugar y ya es casi
medianoche.
—¿Medianoche? Creía que era mucho más tarde —digo separándome de él y
acostándome en la cama.
—Bueno, es que si no estuvieras tan prieta habría aguantado un poco más —
me susurra al oído.
—¡Buenas noches! —gruño muerta de la vergüenza.
Se echa a reír y me besa en la nuca antes de apagar la luz.
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