A la mañana siguiente, bien temprano, vago por la habitación de Pedro cogiendo
lo que necesito para ir a darme una ducha.
—Voy contigo —gruñe, pero me río.
—No, no vienes conmigo. ¿Eres consciente de que sólo son las seis? ¿Qué ha
sido de tu regla de las siete y media? —le digo medio en broma cogiendo mi
bolsa de aseo.
—Te acompaño.
Me encanta su voz ronca por las mañanas.
—¿Adónde? ¿Al cuarto de baño? — resoplo, y se arrastra fuera de la cama —.
Soy una mujer hecha y derecha, puedo cruzar el pasillo yo sola.
—Ya veo el caso que me haces.
Pone los ojos en blanco pero sé que le ha hecho gracia.
—Vale, papíto, llévame al baño — protesto en tono de burla. No tengo
intención de hacerle caso, pero decido seguirle la corriente por ahora.
Pedro arquea las cejas y sonríe.
—No vuelvas a llamarme así o volveré a meterte en la cama.
Me guiña el ojo y me apresuro a salir de la habitación antes de caer en la
tentación.
Viene detrás de mí y se sienta en la taza del váter mientras me ducho.
—Vas a tener que llevarte mi coche — dice, cosa que me sorprende lo
indecible—. Ya buscaré yo a alguien que me lleve al campus y allí cogeré el
tuyo para ir al apartamento.
No pensé en nada de eso anoche, cosa que aún me sorprende más. Normalmente
lo tengo todo planeado.
—¿Vas a dejarme conducir tu coche? — La mandíbula me llega al suelo.
—Sí. Aunque como le hagas un arañazo más te vale que no te encuentre —dice.
Parte de mí sabe que lo dice medio en serio, pero me río y contesto:
—¡Lo que me preocupa es que me destroces mi coche!
Intenta abrir la cortina pero la cierro con fuerza y lo oigo reír.
—Nena, piensa que a partir de mañana podrás ducharte todos los días en tu
propio cuarto de baño —dice mientras me aclaro el champú de la cabeza.
—No creo que sea consciente hasta que de verdad estemos viviendo allí.
—Espera a verlo. Te va a encantar — asegura.
—¿Le has contado a alguien que vas a alquilar un apartamento? —pregunto,
aunque ya sé la respuesta.
—No, ¿por qué tienen que saberlo?
—No tienen por qué. Sólo era curiosidad.
El grifo chirría cuando lo cierro. Pedro sostiene una toalla y, cuando
salgo de la ducha, me envuelve con ella el cuerpo empapado.
—Te conozco, sé que crees que les estoy ocultando a mis amigos que vamos a
irnos a vivir juntos —dice.
No anda desencaminado.
—Bueno, es que me parece muy raro que vayas a mudarte y que nadie lo sepa —replico.
—No es por ti, es porque no quiero aguantar rollos sobre abandonar la
fraternidad. Pienso contárselo a todos, incluida Molly, una vez estemos
instalados. —Sonríe y me pasa los brazos por los hombros.
—Quiero ser yo quien se lo cuente a Molly. —Me echo a reír y le devuelvo el
abrazo.
—Hecho.
Tras múltiples intentos de quitarme a Pedro de encima mientras me arreglo,
me pasa las llaves de su coche y me voy. En cuanto estoy en el coche, me vibra
el móvil. Es un mensaje:
Ten cuidado. Te quiero.
Lo tendré.
Cuídame el coche
Te quiero. Bss.
Me muero por volver a
verte. Quedamos a las cinco. Tu mierda de coche estará bien.
Sonrío para mis adentros en cuanto le envío la respuesta:
Cuidado con lo que
dices, o es posible que choque contra un poste al aparcar el tuyo.
Deja de darme la tabarra
y vete a trabajar antes de que baje y te arranque el vestido.
Por muy tentador que sea, dejo el móvil en el asiento del acompañante y
arranco el coche. El motor ronronea al volver a la vida, nada que ver con el
rugido del mío. Para ser un coche clásico, la conducción es mucho más suave que
la de mi coche. Se nota que está muy bien cuidado. En cuanto entro en la
autopista, suena el móvil.
—No puedes estar ni veinte minutos
sin mí, ¿eh? —me río al aparato.
—¿Pau? —dice una voz masculina.
«Noah...»
Me aparto el teléfono del oído y miro el nombre en la pantalla para
confirmarlo. Horror.
—Ostras..., perdona... Creía que...
— balbuceo.
—Creías que era él... Lo sé
—dice. Suena triste, no resentido.
—Perdona. —No lo niego.
—No pasa nada.
—¿Qué tal...? —No sé muy bien qué decir.
—Ayer vi a tu madre.
—Ah.
El dolor en la voz de Noah y el recuerdo del odio que mi madre me demostró
hacen que me duela el corazón.
—Sí... Está muy cabreada
contigo.
—Lo sé... Amenazó con
dejar de ayudarme a pagar la universidad.
—Se le pasará. Sólo está
dolida.
—¿Que está dolida? Me tomas el pelo,
¿no? —Resoplo. No es posible que la esté defendiendo.
—No, no; sé que no lo ha enfocado
bien, pero sólo está enfadada porque estás..., ya sabes..., con él. —El
asco que siente es más que evidente.
—Ya, pero no le corresponde a ella
decirme con quién puedo o no estar. ¿Para eso me has llamado? ¿Para decirme que
no debo seguir con él?
—No, no, Pau. No es eso. Sólo quería ver
si estabas bien. Nunca habíamos estado tanto tiempo sin hablarnos desde que
teníamos diez años —dice. Me imagino perfectamente que tiene el ceño
fruncido.
—Ah... Perdóname por saltar así. Es
que tengo muchas cosas entre manos ahora mismo, y pensaba que sólo me llamabas
para...
—Que no estemos juntos no significa
que no vaya a estar ahí para ti —dice, y se me parte el corazón.
Lo echo de menos. No nuestra relación, sino a él, porque ha sido parte de
mi vida desde que era pequeña y es difícil dejar todo eso atrás. Ha estado
conmigo a las duras y a las maduras, y yo le he hecho daño y ni siquiera he
sido capaz de llamarlo para darle explicaciones o pedirle perdón. Me siento
fatal por cómo quedaron las cosas entre nosotros, y se me llenan los ojos de
lágrimas.
—Perdóname, Noah. Por todo —digo
en voz baja. Suspiro.
—Todo irá bien —me contesta
también en voz baja. Pero entonces, como si necesitara cambiar de tema, dice—: He oído que estás haciendo prácticas.
Y así seguimos charlando hasta que llego a Vance.
Cuando cuelgo, me promete que hablará con mi madre sobre cómo se está
comportando conmigo, y siento como si me hubieran quitado un gran peso de
encima. Noah es el único que siempre se las apaña para calmarla cuando se pone
insoportable.
El resto del día transcurre sin contratiempos. Me lo paso terminando el
primer manuscrito y redactando notas para el señor Vance. Pedro y yo nos
escribimos de vez en cuando para ver dónde y a qué hora quedamos, y mi jornada
laboral termina sin darme cuenta.
Cuando llego a la dirección que me ha dado Pedro, me sorprende que esté
justo entre el campus y la editorial. Sólo tardaría veinte minutos en coche en
llegar si viviera aquí. Parece una idea abstracta, Pedro y yo viviendo juntos.
No veo mi coche cuando llego al aparcamiento. Llamo a Pedro y me salta el
buzón de voz.
«¿Y si ha cambiado de opinión? Me lo habría dicho, ¿no?»
Empieza a entrarme el pánico pero justo en ese momento aparece Pedro y
aparca el coche a mi lado. Bueno, parece mi coche, aunque está distinto. La
pintura plateada está impecable, y se ve nuevo y reluciente.
—¿Qué le has hecho a mi coche? —digo en cuanto se baja.
—Yo también me alegro de verte. — Sonríe y me besa en la mejilla.
—Va en serio: ¿qué le has hecho? — Cruzo los brazos.
—Lo he llevado a pintar. Por Dios, podrías darme las gracias. —Pone los
ojos en blanco.
Me muerdo la lengua sólo porque estamos donde estamos y venimos a lo que
venimos. Además, el coche está estupendo. Lo único que no me gusta es que Pedro
se gaste dinero en mí, y que te pinten el coche no es barato.
—Gracias. —Sonrío y entrelazo la mano con la suya.
—De nada. Ahora entremos. — Atravesamos juntos el aparcamiento—. Te sienta
bien mi coche, sobre todo con ese vestido. No he podido dejar de pensar en él
en todo el día. Ojalá me hubieras enviado las fotos desnuda que te he pedido
—me dice, y le pego un codazo —. No te costaba nada.
Las clases habrían sido mucho más interesantes.
—¿Has ido a clase y todo? —digo sin poder parar de reír.
Se encoge de hombros y me abre la puerta del edificio.
—Ya hemos llegado.
Sonrío ante el gesto galante, tan poco propio de él, y entro. El vestíbulo
no es para nada lo que esperaba. Es todo blanco: suelo blanco, paredes blancas
y limpias, sillones blancos, sofás blancos, alfombras blancas y lámparas
blancas en mesas transparentes. Es elegante pero intimida un poco. Un hombre
bajo y calvo vestido de traje nos da la bienvenida y le estrecha la mano a Pedro.
Parece nervioso. O puede que Pedro lo ponga nervioso.
—Tú debes de ser Paula. —Sonríe. Tiene los dientes tan blancos como las
paredes.
—Pau —sonrío y lo corrijo mientras Pedro disimula una sonrisa.
—Encantado de conocerte. ¿Firmamos?
—No, quiere verlo primero —replica Pedro en tono cortante—. ¿Por qué iba a
firmar sin haberlo visto?
El pobre hombre traga saliva y asiente.
—Faltaría más. Acompañadme —dice señalando el pasillo.
—Pórtate bien —le susurro a Pedro mientras los tres nos dirigimos hacia el
ascensor.
—No. —Sonríe y me aprieta la mano.
Lo miro y su sonrisa llena de hoyuelos se hace más amplia. El hombre me
habla de lo bonitas que son las vistas, y dice que éste es uno de los mejores
edificios de apartamentos que hay en la zona y también de los más diversos.
Asiento educadamente y Pedro permanece en silencio mientras bajamos del
ascensor.
Me sorprende el contraste entre el vestíbulo y el pasillo. Es como si
estuviéramos en otro edificio... En otra época.
—Es aquí —dice el hombre abriendo la primera puerta—. En esta planta sólo
hay cinco apartamentos, por lo que tendréis mucha intimidad.
Hace un gesto para que pasemos, pero aparta la vista cuando Pedro lo mira.
No hay duda: Pedro lo intimida. No lo culpo, pero es divertido verlo.
Me oigo a mí misma ahogar una exclamación de sorpresa. El suelo es de
hormigón impreso, a excepción de un enorme cuadrado de madera que imagino que
será la sala de estar. Las paredes son de ladrillo, preciosas; antiguas y
estropeadas, pero perfectas. Las ventanas son gigantes y el mobiliario es
antiguo pero está limpio. Si pudiera diseñar el apartamento perfecto, diseñaría
uno igual que éste. Es como un recuerdo del pasado pero absolutamente moderno.
Pedro me observa con atención mientras yo lo miro todo y entro en las otras
habitaciones. La cocina es pequeña y tiene unos azulejos multicolores encima del
fregadero que le dan un aire divertido y alternativo. Me gusta todo de este
apartamento. El vestíbulo me tenía asustada y creía que iba a odiar este lugar.
Pensé que iba a ser un apartamento recargado y carísimo, y me encanta que no lo
sea. El baño es pequeño pero lo bastante grande para los dos, y el dormitorio
es tan perfecto como el resto. Tres de las paredes son de ladrillo rojo
antiguo, y la cuarta es una librería que va del suelo al techo. Tiene una
escalera y todo, y no puedo evitar echarme a reír porque siempre imaginé que tendría
un apartamento igual que éste cuando terminara la facultad. No pensé que lo
encontraría tan pronto.
—Vamos a llenar la estantería. Yo tengo muchos libros —musita Pedro nervioso.
—Pues... yo... —empiezo a decir.
—No te gusta, ¿verdad? Pensé que te gustaría. Parecía perfecto para ti. ¡Joder!
—exclama al tiempo que se pasa la mano por el pelo con el ceño fruncido.
—No... Yo...
—Venga, vámonos. Enséñenos otros — le dice Pedro al hombre.
—¡ Pedro! ¡Déjame acabar! Iba a decir que me encanta.
El hombre parece tan aliviado como él. Su ceño fruncido se transforma en
una gran sonrisa.
—¿De verdad?
—Sí, me daba miedo que fuera un apartamento pijo y frío, pero es perfecto —le
digo, y es la verdad.
—¡Lo sabía! Bueno, me tenías algo nervioso, pero en cuanto vi este sitio
pensé en ti. Te imaginé ahí... —señala el banco adosado al ventanal—, leyendo
un libro. Fue entonces cuando supe que quería que vivieras aquí conmigo.
Sonrío y siento mariposas en el estómago al oírlo decir eso en público,
aunque sólo sea delante de un agente inmobiliario.
—¿Estamos listos para firmar? —dice el hombre incómodo.
Pedro me mira y yo asiento. No me puedo creer lo que vamos a hacer. Hago
caso omiso de la vocecita que me recuerda que es demasiado pronto, que soy
demasiado joven, y sigo a Pedro a la cocina.
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