Divina

Divina

viernes, 6 de noviembre de 2015

After Capítulo 86

A la mañana siguiente, bien temprano, vago por la habitación de Pedro cogiendo lo que necesito para ir a darme una ducha.

—Voy contigo —gruñe, pero me río.

—No, no vienes conmigo. ¿Eres consciente de que sólo son las seis? ¿Qué ha sido de tu regla de las siete y media? —le digo medio en broma cogiendo mi bolsa de aseo.

—Te acompaño.

Me encanta su voz ronca por las mañanas.

—¿Adónde? ¿Al cuarto de baño? — resoplo, y se arrastra fuera de la cama —. Soy una mujer hecha y derecha, puedo cruzar el pasillo yo sola.

—Ya veo el caso que me haces.

Pone los ojos en blanco pero sé que le ha hecho gracia.

—Vale, papíto, llévame al baño — protesto en tono de burla. No tengo intención de hacerle caso, pero decido seguirle la corriente por ahora.

Pedro arquea las cejas y sonríe.

—No vuelvas a llamarme así o volveré a meterte en la cama.

Me guiña el ojo y me apresuro a salir de la habitación antes de caer en la tentación.
Viene detrás de mí y se sienta en la taza del váter mientras me ducho.

—Vas a tener que llevarte mi coche — dice, cosa que me sorprende lo indecible—. Ya buscaré yo a alguien que me lleve al campus y allí cogeré el tuyo para ir al apartamento.

No pensé en nada de eso anoche, cosa que aún me sorprende más. Normalmente lo tengo todo planeado.

—¿Vas a dejarme conducir tu coche? — La mandíbula me llega al suelo.

—Sí. Aunque como le hagas un arañazo más te vale que no te encuentre —dice.
Parte de mí sabe que lo dice medio en serio, pero me río y contesto:

—¡Lo que me preocupa es que me destroces mi coche!

Intenta abrir la cortina pero la cierro con fuerza y lo oigo reír.

—Nena, piensa que a partir de mañana podrás ducharte todos los días en tu propio cuarto de baño —dice mientras me aclaro el champú de la cabeza.

—No creo que sea consciente hasta que de verdad estemos viviendo allí.

—Espera a verlo. Te va a encantar — asegura.

—¿Le has contado a alguien que vas a alquilar un apartamento? —pregunto, aunque ya sé la respuesta.

—No, ¿por qué tienen que saberlo?

—No tienen por qué. Sólo era curiosidad.

El grifo chirría cuando lo cierro. Pedro sostiene una toalla y, cuando salgo de la ducha, me envuelve con ella el cuerpo empapado.

—Te conozco, sé que crees que les estoy ocultando a mis amigos que vamos a irnos a vivir juntos —dice.

No anda desencaminado.

—Bueno, es que me parece muy raro que vayas a mudarte y que nadie lo sepa —replico.

—No es por ti, es porque no quiero aguantar rollos sobre abandonar la fraternidad. Pienso contárselo a todos, incluida Molly, una vez estemos instalados. —Sonríe y me pasa los brazos por los hombros.

—Quiero ser yo quien se lo cuente a Molly. —Me echo a reír y le devuelvo el abrazo.

—Hecho.

Tras múltiples intentos de quitarme a Pedro de encima mientras me arreglo, me pasa las llaves de su coche y me voy. En cuanto estoy en el coche, me vibra el móvil. Es un mensaje:

Ten cuidado. Te quiero. 

Lo tendré. 

Cuídame el coche

Te quiero. Bss.

Me muero por volver a verte. Quedamos a las cinco. Tu mierda de coche estará bien.

Sonrío para mis adentros en cuanto le envío la respuesta:

Cuidado con lo que dices, o es posible que choque contra un poste al aparcar el tuyo.

Deja de darme la tabarra y vete a trabajar antes de que baje y te arranque el vestido.

Por muy tentador que sea, dejo el móvil en el asiento del acompañante y arranco el coche. El motor ronronea al volver a la vida, nada que ver con el rugido del mío. Para ser un coche clásico, la conducción es mucho más suave que la de mi coche. Se nota que está muy bien cuidado. En cuanto entro en la autopista, suena el móvil.

No puedes estar ni veinte minutos sin mí, ¿eh? —me río al aparato.

—¿Pau? —dice una voz masculina. «Noah...»

Me aparto el teléfono del oído y miro el nombre en la pantalla para confirmarlo. Horror.

Ostras..., perdona... Creía que... — balbuceo.

Creías que era él... Lo sé —dice. Suena triste, no resentido.

Perdona. —No lo niego.

No pasa nada.

—¿Qué tal...? —No sé muy bien qué decir.

Ayer vi a tu madre.

—Ah.

El dolor en la voz de Noah y el recuerdo del odio que mi madre me demostró hacen que me duela el corazón.

—Sí... Está muy cabreada contigo.

—Lo sé... Amenazó con dejar de ayudarme a pagar la universidad.

—Se le pasará. Sólo está dolida.

¿Que está dolida? Me tomas el pelo, ¿no? —Resoplo. No es posible que la esté defendiendo.

No, no; sé que no lo ha enfocado bien, pero sólo está enfadada porque estás..., ya sabes..., con él. —El asco que siente es más que evidente.

Ya, pero no le corresponde a ella decirme con quién puedo o no estar. ¿Para eso me has llamado? ¿Para decirme que no debo seguir con él?

No, no, Pau. No es eso. Sólo quería ver si estabas bien. Nunca habíamos estado tanto tiempo sin hablarnos desde que teníamos diez años —dice. Me imagino perfectamente que tiene el ceño fruncido.

Ah... Perdóname por saltar así. Es que tengo muchas cosas entre manos ahora mismo, y pensaba que sólo me llamabas para...

Que no estemos juntos no significa que no vaya a estar ahí para ti —dice, y se me parte el corazón.

Lo echo de menos. No nuestra relación, sino a él, porque ha sido parte de mi vida desde que era pequeña y es difícil dejar todo eso atrás. Ha estado conmigo a las duras y a las maduras, y yo le he hecho daño y ni siquiera he sido capaz de llamarlo para darle explicaciones o pedirle perdón. Me siento fatal por cómo quedaron las cosas entre nosotros, y se me llenan los ojos de lágrimas.

Perdóname, Noah. Por todo —digo en voz baja. Suspiro.

Todo irá bien —me contesta también en voz baja. Pero entonces, como si necesitara cambiar de tema, dice—: He oído que estás haciendo prácticas.
Y así seguimos charlando hasta que llego a Vance.

Cuando cuelgo, me promete que hablará con mi madre sobre cómo se está comportando conmigo, y siento como si me hubieran quitado un gran peso de encima. Noah es el único que siempre se las apaña para calmarla cuando se pone insoportable.

El resto del día transcurre sin contratiempos. Me lo paso terminando el primer manuscrito y redactando notas para el señor Vance. Pedro y yo nos escribimos de vez en cuando para ver dónde y a qué hora quedamos, y mi jornada laboral termina sin darme cuenta.

Cuando llego a la dirección que me ha dado Pedro, me sorprende que esté justo entre el campus y la editorial. Sólo tardaría veinte minutos en coche en llegar si viviera aquí. Parece una idea abstracta, Pedro y yo viviendo juntos.

No veo mi coche cuando llego al aparcamiento. Llamo a Pedro y me salta el buzón de voz.

«¿Y si ha cambiado de opinión? Me lo habría dicho, ¿no?»

Empieza a entrarme el pánico pero justo en ese momento aparece Pedro y aparca el coche a mi lado. Bueno, parece mi coche, aunque está distinto. La pintura plateada está impecable, y se ve nuevo y reluciente.

—¿Qué le has hecho a mi coche? —digo en cuanto se baja.

—Yo también me alegro de verte. — Sonríe y me besa en la mejilla.

—Va en serio: ¿qué le has hecho? — Cruzo los brazos.

—Lo he llevado a pintar. Por Dios, podrías darme las gracias. —Pone los ojos en blanco.

Me muerdo la lengua sólo porque estamos donde estamos y venimos a lo que venimos. Además, el coche está estupendo. Lo único que no me gusta es que Pedro se gaste dinero en mí, y que te pinten el coche no es barato.

—Gracias. —Sonrío y entrelazo la mano con la suya.

—De nada. Ahora entremos. — Atravesamos juntos el aparcamiento—. Te sienta bien mi coche, sobre todo con ese vestido. No he podido dejar de pensar en él en todo el día. Ojalá me hubieras enviado las fotos desnuda que te he pedido —me dice, y le pego un codazo —. No te costaba nada.
Las clases habrían sido mucho más interesantes.

—¿Has ido a clase y todo? —digo sin poder parar de reír.
Se encoge de hombros y me abre la puerta del edificio.

—Ya hemos llegado.

Sonrío ante el gesto galante, tan poco propio de él, y entro. El vestíbulo no es para nada lo que esperaba. Es todo blanco: suelo blanco, paredes blancas y limpias, sillones blancos, sofás blancos, alfombras blancas y lámparas blancas en mesas transparentes. Es elegante pero intimida un poco. Un hombre bajo y calvo vestido de traje nos da la bienvenida y le estrecha la mano a Pedro. Parece nervioso. O puede que Pedro lo ponga nervioso.

—Tú debes de ser Paula. —Sonríe. Tiene los dientes tan blancos como las paredes.

—Pau —sonrío y lo corrijo mientras Pedro disimula una sonrisa.

—Encantado de conocerte. ¿Firmamos?

—No, quiere verlo primero —replica Pedro en tono cortante—. ¿Por qué iba a firmar sin haberlo visto?
El pobre hombre traga saliva y asiente.

—Faltaría más. Acompañadme —dice señalando el pasillo.

—Pórtate bien —le susurro a Pedro mientras los tres nos dirigimos hacia el ascensor.

—No. —Sonríe y me aprieta la mano.

Lo miro y su sonrisa llena de hoyuelos se hace más amplia. El hombre me habla de lo bonitas que son las vistas, y dice que éste es uno de los mejores edificios de apartamentos que hay en la zona y también de los más diversos. Asiento educadamente y Pedro permanece en silencio mientras bajamos del ascensor. 

Me sorprende el contraste entre el vestíbulo y el pasillo. Es como si estuviéramos en otro edificio... En otra época.

—Es aquí —dice el hombre abriendo la primera puerta—. En esta planta sólo hay cinco apartamentos, por lo que tendréis mucha intimidad.

Hace un gesto para que pasemos, pero aparta la vista cuando Pedro lo mira. No hay duda: Pedro lo intimida. No lo culpo, pero es divertido verlo.

Me oigo a mí misma ahogar una exclamación de sorpresa. El suelo es de hormigón impreso, a excepción de un enorme cuadrado de madera que imagino que será la sala de estar. Las paredes son de ladrillo, preciosas; antiguas y estropeadas, pero perfectas. Las ventanas son gigantes y el mobiliario es antiguo pero está limpio. Si pudiera diseñar el apartamento perfecto, diseñaría uno igual que éste. Es como un recuerdo del pasado pero absolutamente moderno.

Pedro me observa con atención mientras yo lo miro todo y entro en las otras habitaciones. La cocina es pequeña y tiene unos azulejos multicolores encima del fregadero que le dan un aire divertido y alternativo. Me gusta todo de este apartamento. El vestíbulo me tenía asustada y creía que iba a odiar este lugar. 

Pensé que iba a ser un apartamento recargado y carísimo, y me encanta que no lo sea. El baño es pequeño pero lo bastante grande para los dos, y el dormitorio es tan perfecto como el resto. Tres de las paredes son de ladrillo rojo antiguo, y la cuarta es una librería que va del suelo al techo. Tiene una escalera y todo, y no puedo evitar echarme a reír porque siempre imaginé que tendría un apartamento igual que éste cuando terminara la facultad. No pensé que lo encontraría tan pronto.

—Vamos a llenar la estantería. Yo tengo muchos libros —musita Pedro nervioso.

—Pues... yo... —empiezo a decir.

—No te gusta, ¿verdad? Pensé que te gustaría. Parecía perfecto para ti. ¡Joder! 
—exclama al tiempo que se pasa la mano por el pelo con el ceño fruncido.

—No... Yo...

—Venga, vámonos. Enséñenos otros — le dice Pedro al hombre.

—¡ Pedro! ¡Déjame acabar! Iba a decir que me encanta.

El hombre parece tan aliviado como él. Su ceño fruncido se transforma en una gran sonrisa.

—¿De verdad?

—Sí, me daba miedo que fuera un apartamento pijo y frío, pero es perfecto —le digo, y es la verdad.

—¡Lo sabía! Bueno, me tenías algo nervioso, pero en cuanto vi este sitio pensé en ti. Te imaginé ahí... —señala el banco adosado al ventanal—, leyendo un libro. Fue entonces cuando supe que quería que vivieras aquí conmigo.

Sonrío y siento mariposas en el estómago al oírlo decir eso en público, aunque sólo sea delante de un agente inmobiliario.

—¿Estamos listos para firmar? —dice el hombre incómodo.


Pedro me mira y yo asiento. No me puedo creer lo que vamos a hacer. Hago caso omiso de la vocecita que me recuerda que es demasiado pronto, que soy demasiado joven, y sigo a Pedro a la cocina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario