Divina

Divina

jueves, 5 de noviembre de 2015

After Capítulo 82


Cuando llegamos a la residencia me desplomo sobre la cama. Sigo enfadada con Pedro, aunque no tanto como antes. No quiero que Jace me preste más atención que la justa y necesaria, pero conocerlo no ha servido sino para hacer que mi mente plantee más preguntas que sé que Pedro no quiere siquiera oír.

—De verdad que lo siento. No pretendía herir tus sentimientos —dice.

No lo miro porque sé que me ablandaré al instante. Debe saber que no voy a consentir que me haga cosas como ésta.

—¿Todavía... todavía quieres estar conmigo? —pregunta con voz temblorosa.

Cuando lo miro, veo su vulnerabilidad. Suspiro. Sé que no puedo seguir enfadada cuando hay tanta preocupación en sus ojos.

—Sí, claro que quiero estar contigo. Ven aquí —le digo dándole un par de golpecitos al colchón.

Mi fuerza de voluntad se desvanece con este hombre.

»¿Me consideras tu novia? —le pregunto cuando se sienta.

—Sí, aunque me parece un poco tonto llamarte así —dice.

—¿Tonto? —Me muerdo las uñas. Es un mal hábito del que tengo que deshacerme.

—Para mí significas mucho más que un calificativo adolescente.

Me coge la cara entre las manos. Su respuesta me conmueve del mejor modo posible. No puedo evitar sonreír como una idiota. Sus hombros se relajan al instante.

—No me gusta que no quieras que la gente sepa lo nuestro. ¿Cómo vamos a vivir juntos si ni siquiera eres capaz de hablarles de mí a tus amigos?

—No es eso. ¿Quieres que llame a Zed y se lo cuente ahora mismo? Si acaso, deberías sentirte tú avergonzada de mí. Sé cómo nos mira la gente cuando nos ve juntos —dice.

«Así que ha notado cómo nos miran.»

—Sólo nos miran porque somos distintos y el problema lo tienen ellos. Nunca me avergonzaría de ti. Nunca, Pedro.

—Me tenías preocupado. Creía que ibas a tirar la toalla conmigo.

—¿A tirar la toalla?

—Eres la única constante en mi vida, lo sabes, ¿verdad? No sé qué haría si me dejaras.

—No voy a dejarte a menos que me des motivos —le aseguro.

Sin embargo, no se me ocurre nada que me hiciera dejarlo. Estoy demasiado loca por él. Sólo de pensar en dejarlo me duele tanto el cuerpo que no puedo soportarlo. Sería mi fin. Lo quiero aunque discutamos a diario.

—No te los daré —dice. Aparta la mirada un segundo y luego nuestros ojos vuelven a encontrarse—. Me gusta quién soy cuando estoy contigo.
Aprieto la mejilla contra su mano.

—A mí también.

Lo quiero, lo quiero entero. En todas sus versiones. Sobre todo, me gusta en quién me he convertido a su lado. Nos hemos cambiado para mejor el uno al otro. De algún modo he conseguido que se abra y lo he hecho feliz, y él me ha enseñado a vivir y a no preocuparme hasta por el más nimio de los detalles.

—Sé que a veces te saco de quicio..., bueno, casi siempre, y Dios sabe que me vuelves loco — dice.

—¿Gracias?...

—Sólo digo que el hecho de que discutamos no significa que no debamos estar juntos. Todo el mundo se pelea. —Sonríe—. Lo que pasa es que nosotros reñimos más que el resto de la gente. Tú y yo somos muy diferentes, así que tenemos que aprender a entender al otro. Será más fácil con el tiempo —me asegura.
Le devuelvo la sonrisa y le paso los dedos por el pelo oscuro.

—Todavía no tenemos nada que ponernos para la boda —señalo.

—Uy, qué pena, me parece que no vamos a poder ir.

Pone la cara de preocupación más falsa que he visto en mi vida y me da un beso en la nariz.

—Qué más quisieras. Sólo estamos a martes. Tenemos toda la semana.

—O podríamos pasar del tema e irnos el fin de semana a Seattle —repone enarcando una ceja.

—¿Qué? —Me incorporo—. ¡No! Vamos a ir a la boda. Pero puedes llevarme a Seattle el fin de semana siguiente.

—No, la oferta sólo es válida por un tiempo limitado —me pincha, y me sienta en su regazo.

—Bien, pues entonces tendré que buscarme a alguien que me lleve a Seattle.
Aprieta los dientes y le acaricio con la punta de los dedos la barba que le cubre las mejillas y la mandíbula.

—No te atreverás. —No parece que vaya a poder contener la risa.

—Claro que me atreveré. Seattle es mi ciudad favorita.

—¿Tu ciudad favorita?

—Sí —aseguro—. La verdad es que nunca he estado en ningún otro sitio.

—¿Cuál es el lugar más lejano que has visitado?

Apoyo la cabeza en su pecho y él se reclina contra la cabecera y me rodea con los brazos.

—Seattle. Nunca he salido de Washington.

—¿Nunca? —exclama.

—No, nunca.

—¿Por qué no?

—No lo sé. No podíamos permitírnoslo después de que mi padre nos abandonara. Mi madre siempre estaba trabajando y yo estaba tan ocupada estudiando para poder salir del pueblo que no pensaba en nada más, sólo en trabajar.

—¿Adónde te gustaría ir? —pregunta mientras sus dedos suben y bajan por mi brazo.

—Chawton. Quiero ver la granja de Jane Austen. O a París, me encantaría ver los sitios en los que se hospedó Hemingway cuando estuvo allí.

—Sabía que ibas a decir esos lugares. Yo podría llevarte —dice muy serio.

—De momento, empecemos con Seattle —replico, y me río como una adolescente.

—Lo digo en serio, Pau. Puedo llevarte a cualquier sitio que quieras visitar. Sobre todo a Inglaterra. Al fin y al cabo, me crie allí. Podrías conocer a mi madre y al resto de mi familia.

—Hum... —No tengo nada que decir.

Este chico es muy raro. Hace un rato me presenta a sus amigos como «una amiga», y ahora quiere llevarme a Inglaterra a conocer a su madre.

—De momento, empecemos por Seattle —me río.

—Vale, pero sé que te encantaría conducir por la campiña inglesa, ver la casa en la que creció Jane Austen...

No me puedo ni imaginar la reacción de mi madre si le dijera que voy a salir del país con Pedro. Probablemente me encerraría en el desván para siempre. No he vuelto a hablar con ella desde que se fue echando pestes de mi habitación después de haberme amenazado para obligarme a dejar de ver a Pedro. Quiero evitar esa discusión el mayor tiempo posible.

—¿Qué te pasa? —me pregunta pegando la cara a la mía.

—Nada, perdona. Estaba pensando en mi madre.

—Ah... Ya se le pasará, nena. —Parece estar muy convencido de lo que dice, pero yo la conozco muy bien.

—No lo creo. En fin, hablemos de otra cosa.

Empezamos a hablar de la boda, pero el móvil de Pedro comienza a vibrar en su bolsillo. Me aparto para que pueda sacarlo pero no mueve un dedo.

—Sea quien sea, que espere —dice, y eso me hace muy feliz.

—¿Nos quedaremos a dormir en casa de tu padre el sábado después de la boda? —pregunto.
Necesito dejar de pensar en mi madre.

—¿Es eso lo que quieres hacer?

—Sí, me gusta esa casa. Esta cama es enana. —Arrugo la nariz y se ríe.

—Podríamos quedarnos en mi casa más a menudo. ¿Por ejemplo esta noche?

—Tengo las prácticas por la mañana.

—¿Y? Te traes las cosas y te arreglas en un baño de verdad. Hace tiempo que no paso por mi habitación. Seguro que ya están intentando alquilarla —bromea—. ¿No quieres poder ducharte sin que haya otras treinta personas en el baño?

—Adjudicado. —Sonrío y me levanto de la cama.

Pedro me ayuda a preparar una bolsa con las cosas para mañana y empieza a hacerme ilusión ir a la fraternidad. Odiaba esa casa, sigo odiándola, pero la idea de poder ducharme en un cuarto de baño de verdad y la cama de matrimonio de Pedro son demasiado buenas como para dejarlas escapar. Saca de la cómoda el conjunto rojo de lencería y me lo pasa mientras asiente efusivamente.

Me ruborizo y lo guardo en la bolsa.

Meto una de mis faldas negras de toda la vida y una blusa blanca. Quiero estrenar la ropa nueva poco a poco.

—¿Sujetador rojo y blusa blanca? — apunta Pedro. Saco la blusa blanca y meto una azul.

—Deberías traerte más ropa, así la próxima vez no necesitarás coger tantas cosas —me sugiere.

Quiere que deje ropa en su casa. Me encanta que dé por hecho que vamos a pasar siempre la noche juntos.

—Imagino que sí —asiento, y cojo mi nuevo vestido blanco y un par de cosas más.

—¿Sabes cómo sería todo mucho más fácil? —me pregunta echándose la bolsa al hombro.

—¿Cómo? —Ya sé lo que va a decir.

—Yéndonos a vivir juntos. —Sonríe—. No tendríamos que decidir si dormimos en tu casa o en la mía, y no te haría falta hacer tanta maleta. Podrías ducharte a solas todos los días... Bueno, sola del todo tampoco. —Me guiña el ojo, juguetón. Y justo cuando creo que ha terminado, cuando llegamos a su coche y me abre la puerta, añade—: Podrías despertarte en tu cama y preparar café en nuestra cocina y arreglarte con calma, y luego nos veríamos todas las noches en nuestra propia casa. Sin rollos de fraternidad ni de residencia de estudiantes.

Cada vez que dice nuestro siento mariposas en el estómago. Cuanto más lo pienso, mejor suena.
Me aterra estar yendo demasiado deprisa con Pedro. No sé si me va a explotar en la cara.
Conducimos hacia la casa, me pone la mano en el muslo y vuelve a decirme:

—No le des tantas vueltas.

Su móvil vibra de nuevo pero lo ignora. Esta vez no puedo evitar pensar por qué no lo coge, pero procuro no hacerlo.

—¿De qué tienes miedo? —me pregunta al ver que no digo nada.

—No lo sé. ¿Y si las prácticas se tuercen y no puedo permitírmelo? ¿Y si nos va mal?

Frunce el ceño pero se recupera rápido.

—Nena, ya te he dicho que el alquiler corre de mi cuenta. Ha sido idea mía y yo gano más que tú.
Así que dame el gusto.

—Me da igual lo que ganes. No me gusta la idea de que tú lo pagues todo.

—Vale, pues paga tú la tele por cable. —Se ríe muy satisfecho.

—La tele por cable y la compra — negocio. No sé si estoy hablando hipotéticamente o no.

—Trato hecho. La compra... Suena bien, ¿verdad? Podrías tener la cena preparada todas las noches para cuando yo vuelva a casa.

—¿Cómo dices? Más bien será al revés. —Me echo a reír.

—¿Podríamos turnarnos?

—Trato hecho.

—Entonces ¿te vas a venir a vivir conmigo? —Creo que nunca había visto una sonrisa como ésa en su cara perfecta.

—Yo no he dicho eso, sólo estaba...

—Sabes que siempre cuidaré de ti, ¿verdad? Siempre —me promete.
Quiero decirle que no deseo que me cuide. Que prefiero ganarme las cosas y pagar mi parte de los gastos, pero tengo la impresión de que no está hablando sólo de dinero.

—Me da miedo que sea demasiado bueno para ser verdad —confieso.
Hasta ahora no se lo había dicho a Pedro, porque lo cierto es que tampoco quería reconocérmelo a mí misma.

Me sorprende al decir:

—A mí también.

—¿De verdad? —Es un gran alivio saber que siente lo mismo.

—Sí, es algo en lo que pienso a menudo. Eres demasiado buena para mí y vivo con el miedo a que te des cuenta y la esperanza de que no lo hagas —dice sin apartar la vista de la carretera.

—Eso no va a pasar —le aseguro.
No responde.

—Está bien —rompo el silencio.

—¿El qué?

—Está bien, me iré a vivir contigo. — Sonrío.

Deja escapar un suspiro tan profundo que parece que lleve horas conteniendo la respiración.

—¿De verdad? —Aparecen los hoyuelos, menea la cabeza y me regala una sonrisa.

—Sí.

—No sabes lo mucho que eso significa para mí, Paula. —Me coge la mano y la estrecha.

Gira para entrar en su calle y mi cabeza se acelera. Vamos a hacerlo, nos vamos a ir a vivir juntos. Pedro y yo. Solos. Todo el tiempo. En nuestra casa. Nuestra cama. Nuestro todo. Me da un miedo atroz, pero el entusiasmo puede más que los nervios, al menos de momento.

—No me llames Paula o cambiaré de opinión —bromeo.

—Dijiste que sólo la familia y los amigos pueden llamarte así. Creo que me lo he ganado.

¿Cómo es que se acuerda de eso? Creo que lo dije nada más conocerlo. Sonrío.

—En eso tienes razón. Llámame como quieras.

—Ay, nena, yo no diría eso si fuera tú. Tengo preparada una larga lista de guarradas que me encantaría llamarte.

Su sonrisa es de lo más descarada y, para ser sincera, me muero por oír sus cochinadas. Aun así, me contengo, no pregunto y junto las piernas. Creo que lo ha notado porque sonríe de oreja a oreja.

Justo cuando se me ocurre una frase sobre lo pervertido que es, me quedo sin palabras. Al acercarnos a la fraternidad vemos que el jardín está lleno de gente y en la calle no caben más coches.

—Mierda, no sabía que hubiera una fiesta esta noche. Si estamos a martes. ¿Ves? Éstos son los rollos a los que...

—No pasa nada. Podemos meternos directamente en tu habitación —lo interrumpo para intentar aplacar su ira.

—Vale —suspira.

Entramos en la casa. No cabe un alfiler. Pedro y yo vamos derechos a la escalera y, cuando empiezo a pensar que lo hemos conseguido sin tropezarnos con nadie, veo una mata de pelo rubio de color arena en lo alto de la escalera.

Jace.

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