Para cuando los dos estamos duchados y en la cama, son casi las cuatro de
la madrugada.
—Tengo que levantarme dentro de una hora —refunfuño contra su pecho.
—Llegarías puntual aunque durmieras hasta las siete y media —me recuerda.
No me apetece tener que arreglarme corriendo, pero necesito las horas de
sueño. Por suerte he dormido la siesta, a ver si eso me ayuda a no quedarme
dormida de pie durante mi primer día de verdad en Vance.
—Mmm... —musito contra su piel.
—Pondré la alarma.
Me escuecen los ojos por la falta de sueño mientras intento rizarme la
maraña de pelo. Me pinto los ojos con un lápiz marrón y me pongo mi nuevo
vestido rojo rubí. Tiene el escote cuadrado y lo bastante bajo para realzar mi
busto sin ser indecente. El dobladillo acaba justo en mis rodillas, y el cinturón
estrecho en la cintura crea la ilusión de que me he pasado horas arreglándome.
Sopeso si debo ponerme colorete o no pero, gracias a mi noche con Pedro, tengo
las mejillas sonrosadas. Me pongo los zapatos nuevos y me inspecciono delante
del espejo.
El vestido es muy favorecedor, y estoy más guapa de lo que
imaginaba. Miro de reojo a Pedro, que sigue envuelto en las mantas de mi minúscula
cama. Se le salen los pies del colchón y sonrío. Espero hasta el último minuto
para despertarlo. Me planteo si debo dejar que siga durmiendo, pero soy una
egoísta y quiero darle un beso de despedida.
—Tengo que irme —digo dándole pequeños empujones en el hombro.
—Te quiero —musita, y me ofrece los labios sin abrir los ojos.
—¿Vas a ir a clase? —le pregunto después de besarlo.
—No —contesta, y vuelve a dormirse.
Le doy un beso en el hombro y cojo mi chaqueta y mi bolso. Me muero por
volver a meterme en la cama con él.
«A lo mejor lo de vivir juntos no es mal plan. Al fin y al cabo, ya pasamos
casi todas las noches juntos.»
Me quito la idea de la cabeza. No es un buen plan, es demasiado pronto.
Demasiado pronto.
Aun así, me paso todo el trayecto imaginándome alquilando un apartamento
con Pedro, escogiendo las cortinas y pintando las paredes. Para cuando subo al
ascensor en Vance, ya hemos comprado la cortina de la ducha y la alfombrilla de
baño, pero cuando llego a la tercera planta un hombre joven con traje azul
marino entra en el ascensor y pierdo la concentración.
Miro al señor Vance, que se encoge de hombros.
—Tienes una hora para comer. ¡Una chica tiene que alimentarse! —Sonríe y se
despide de Pedro antes de desaparecer por el pasillo.
—Te he mandado varios mensajes de texto para asegurarme de que habías
llegado a la oficina, pero no me has contestado —me dice Pedro cuando subimos
al ascensor.
—No he mirado el teléfono en toda la mañana, estaba muy metida en una historia
—respondo cogiéndolo de la mano.
—Estás bien, ¿verdad? ¿Estamos bien? —pregunta mirándome fijamente.
—Claro, ¿por qué no íbamos a estarlo?
—No lo sé... Empezaba a preocuparme que no respondieras a mis mensajes.
Pensaba que... que te estabas arrepintiendo de lo de anoche. —Agacha la cabeza.
—¿Qué? Por supuesto que no. De verdad que no he mirado el móvil. No me
arrepiento de lo de anoche. Ni un poquito.
No puedo disimular la sonrisa que se me dibuja en la cara al recordarlo.
—Bien. Es un gran alivio —dice, y deja escapar un suspiro.
—¿Has venido hasta aquí porque pensabas que me había arrepentido? — le
pregunto. Es un poco extremo, pero muy halagador.
—Sí... Bueno, no sólo por eso. También quería invitarte a comer. —Sonríe y
se lleva mi mano a los labios.
Salimos del ascensor y luego a la calle.
Debería haber cogido la chaqueta. Tiemblo un poco y Pedro me mira.
—Tengo una chaqueta en el coche — dice—. Podemos ir a cogerla y luego a
Brio, está a la vuelta de la esquina y se come muy bien.
Caminamos hacia su coche y saca una cazadora negra de cuero del maletero.
Me hace gracia.
Creo que lleva toda la ropa en el maletero. Lleva sacando ropa de ahí
dentro desde que lo conozco.
La chaqueta abriga mucho y huele a Pedro. Me va enorme y tengo que
arremangármela.
—Gracias. —Le doy un beso en la mandíbula.
—Te queda muy bien, como un guante.
Me coge de la mano y andamos por la acera. Los hombres y las mujeres
vestidos de traje nos miran sin disimulo. A veces se me olvida lo distintos que
parecemos vistos desde fuera. Somos polos opuestos en casi todo pero, no sé
cómo, nos va bien así.
Brio es un restaurante italiano pequeño y pintoresco. El suelo está
cubierto de azulejos multicolores y el techo es un mural del cielo con
querubines regordetes y sonrientes que esperan junto a unas puertas blancas y
un par de ángeles, uno blanco y uno negro, abrazándose. El ángel blanco está
intentando llevar al negro al otro lado.
—¿Pau? —dice Pedro tirándome de la manga.
—Voy —musito, y vamos hacia nuestra mesa, que está al fondo.
Pedro se sienta en la silla que hay a mi lado, no en la de enfrente, y
apoya los codos sobre la mesa. Pide para los dos, pero no me importa porque él
ya ha comido antes aquí.
—¿Sois muy amigos el señor Vance y tú? —pregunto.
—Yo no diría tanto. Pero nos conocemos bastante. —Se encoge de hombros.
—Parece que os lleváis muy bien. Me gusta verte así.
Se le dibuja una pequeña sonrisa en los labios y me acaricia el muslo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Me gusta verte feliz.
Siento que no me lo está contando todo sobre su relación con el señor Vance
pero, por ahora, voy a dejarlo estar.
—Soy feliz. Más feliz de lo que creía que iba a serlo... nunca —añade.
—¿Qué mosca te ha picado? ¡Te estás ablandando! —bromeo, y se ríe.
—Si quieres puedo volcar unas cuantas mesas y romper un par de narices para
refrescarte la memoria —replica, y choco el hombro contra el suyo.
—No, gracias. —Me río como una adolescente.
Nos sirven la comida y le doy las gracias al camarero. Tiene todo muy buena
pinta y me paro a disfrutar de los aromas antes de dar el primer bocado. Pedro
ha pedido para los dos una especie de raviolis que están deliciosos.
—Está rico, ¿eh? —comenta muy satisfecho.
Se llena la boca. Asiento y hago lo propio.
Cuando terminamos, nos peleamos por la cuenta, pero al final gana él.
—Ya me lo pagarás luego —dice guiñándome un ojo cuando el camarero no mira.
Volvemos a la editorial y Pedro entra conmigo.
—¿Vas a subir? —le pregunto.
—Sí. Quiero ver tu despacho. Te prometo que luego me iré.
—Trato hecho.
Nos metemos en el ascensor; cuando llegamos a la última planta le devuelvo
su cazadora. Se la pone y se me hace la boca agua al ver lo bien que le sienta
el cuero.
—Anda, hola otra vez —me saluda el chico de traje azul marino mientras
caminamos por el pasillo.
—Hola otra vez. —Sonrío.
Mira a Pedro, que se presenta.
—Encantado de conocerte. Me llamo Trevor, trabajo en contabilidad. — Saluda
con la mano—. En fin, ya nos veremos.
Y se marcha.
Entramos en mi oficina, Pedro me coge de la muñeca y me vuelve para mirarme
a la cara.
—¿Qué coño ha sido eso? —me espeta.
«¿Está de broma?» Miro mi muñeca, que me sujeta con fuerza, y deduzco que
no. No me hace daño pero tampoco me deja moverme.
—¿Qué?
—Ese tío.
—¿Qué pasa con él? Lo he conocido esta mañana en el ascensor.
Recupero mi muñeca de un tirón.
—No parecía que os acabarais de conocer. Estabais flirteando en mi cara.
No puedo evitarlo. Suelto una carcajada que más bien parece un ladrido.
—¿Qué? Estás mal de la cabeza si crees que eso era flirtear. Estaba siendo educada,
igual que él. ¿Por qué iba a flirtear con él?
Intento no subir la voz, no me conviene montar una escena.
—Y ¿por qué no? Era majo y rollo pijo... Llevaba traje y todo —dice Pedro.
Me doy cuenta de que está más dolido que enfadado. Mi instinto me dice que
le diga cuatro cosas y lo mande a paseo, pero decido adoptar una estrategia
distinta, igual que cuando se puso a romper cosas en casa de su padre.
—¿Eso crees? ¿Que quiero a alguien como él, no como tú? —le pregunto con un
tono de voz suave.
Pedro abre unos ojos enormes, perplejo. Sé que esperaba que estallara, pero
este cambio en la dinámica lo frena y tiene que pensar lo que va a decir a
continuación.
—Sí... Bueno, no lo sé. —Sus ojos encuentran los míos.
—Pues, como de costumbre, te equivocas. —Sonrío.
Necesito hablar con él de esto más tarde, pero ahora mismo tengo más ganas
de hacerle saber que no tiene de qué preocuparse que de corregirlo.
—Lamento que hayas pensado que estaba flirteando con él. No es así. Yo no
te haría eso —le aseguro.
Su mirada se suaviza y le acaricio la mejilla. ¿Cómo puede una persona ser
tan fuerte y tan frágil a la vez?
—Vale... —dice.
Me echo a reír y sigo acariciándole la mejilla. Me encanta pillarlo con la
guardia baja.
—¿Para qué lo quiero a él teniéndote a ti?
Parpadea y, al final, sonríe. Me alivia estar aprendiendo a desactivar la
bomba con patas que es Pedro.
—Te quiero —me dice, y sus labios buscan los míos—. Perdona que haya saltado
así.
—Acepto tus disculpas. ¿Qué te parece si te enseño mi despacho? —digo con
alegría.
—No te merezco —añade en voz baja, demasiado baja.
Decido hacer como que no lo he oído y mantengo mi actitud animosa.
—¿Qué opinas? —Sonrío de oreja a oreja.
Se echa a reír y presta mucha atención mientras le muestro cada detalle,
cada libro de la estantería y el marco vacío que hay en la mesa.
—Estaba pensando en poner una foto nuestra aquí —le digo.
No nos hemos hecho ninguna foto juntos, y no se me había ocurrido hasta que
coloqué el marco sobre la mesa. Pedro no parece de la clase de personas que
sonríen ante la cámara, ni siquiera ante la de un móvil.
—Las fotos no son lo mío —dice confirmando mis sospechas. Sin embargo,
cuando ve mi decepción, se esfuerza por añadir—: Quiero decir... que podríamos
hacernos una. Pero solo una.
—Luego lo pensamos. —Sonrío, y parece aliviado.
—Ahora hablemos de lo sexi que estás con ese vestido. Me está volviendo
loco —dice en un tono más grave de lo habitual al tiempo que se acerca a mí.
Mi cuerpo entra en calor al instante; sus palabras siempre tienen este
efecto en mí.
—Tienes suerte de que no abriera los ojos esta mañana —prosigue—. Si los
hubiera abierto... — recorre con la punta de los dedos el escote del vestido—,
no te habría dejado salir de la habitación.
Con la otra mano sube el bajo del vestido y me acaricia el muslo.
—Pedro... —le advierto. Mi voz me traiciona y parece más un gemido que otra
cosa.
—¿Qué, nena?... ¿No quieres que haga esto? —Me levanta del suelo y me
sienta en la mesa.
—Es... —Con sus labios en el cuello no puedo pensar. Hundo los dedos en su
pelo y me da pequeños mordiscos—. No podemos... Podría entrar alguien... o...
algo. —Se me traba la lengua y no consigo decir nada que tenga sentido.
Lleva ambas manos a mis muslos y me separa las piernas.
—La puerta tiene un pestillo por algo... —replica—. Quiero hacértelo aquí,
sobre la mesa. O puede que contra la ventana.
Su boca continúa bajando hacia mi pecho. Su propuesta es como una descarga
eléctrica. Sus dedos rozan el encaje de mis bragas y noto cómo cambia su
respiración.
—Me estás matando —gruñe mirando entre mis piernas para ver el conjunto de
encaje blanco que me compré ayer.
No me puedo creer que esté consintiendo esto, en mi mesa, en mi despacho
nuevo, el segundo día de prácticas. La idea me excita y me aterra a partes
iguales.
—Cierra la... —empiezo a decir, pero me interrumpe el timbre del teléfono.
Me sobresalto y contesto como puedo—: ¿Diga? Aquí Paula Chaves.
—Señorita Chaves Pau —corrige rápidamente Kimberly—. El señor Vance ha
terminado su trabajo por hoy y va de camino a tu despacho —dice con una pizca
de picardía en la voz.
Debe de haberse dado cuenta de lo irresistible que puede ser Pedro. Me
ruborizo y le doy las gracias antes de bajarme de la mesa.
se puso buenísima, me encanta el Pepe celoso
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