Divina

Divina

miércoles, 4 de noviembre de 2015

After Capítulo 79


Una hora más tarde, Pedro pregunta:

—¿Lista para levantarte?

—Sé que debería, pero es que no me apetece —le digo restregando la mejilla contra su pecho.

—No quiero meterte prisa, pero me estoy haciendo pis —contesta, y me echo a reír.

Me separo de él y me levanto de la cama.

—¡Ay...! —Se me ha escapado.

—¿Estás bien? —me pregunta por enésima vez. Extiende la mano para sujetarme y que no me caiga.

—Sí, sólo un poco dolorida.

Tuerzo el gesto al ver las sábanas. Las mira.

—Sí, habrá que tirarlas.

Saca las sábanas de la pequeña cama.

—Pero no aquí. Steph podría verlas.

—¿Dónde las tiro? —pregunta dando pequeños saltitos. Se ve que lleva un rato con la vejiga llena.

—No lo sé... ¿Podrías tirarlas a un contenedor cuando te vayas?

—¿Quién dice que vaya a irme? ¿Te acuestas conmigo y luego me echas?

Le parece muy divertido. Recoge el bóxer y los vaqueros del suelo y se los pone. 

Le paso la camiseta.

Le doy una palmada en el trasero.

—Ve a hacer pis y llévate las sábanas, por si acaso.

No sé por qué me importa tanto, pero lo último que necesito es a Steph haciéndome un tercer grado en busca de información sobre cómo he perdido la virginidad.

—Claro, porque nadie pensará que soy un pervertido o un loco peligroso si me ven metiendo en el coche unas sábanas ensangrentadas en mitad de la noche.

Le lanzo una mirada asesina. Hace una bola con las sábanas y se dirige hacia la puerta.

—Te quiero —dice antes de salir.

Ahora que se ha marchado tengo un momento para pensar. Me pregunto si mi aspecto reflejará lo bien que me siento, sosegada y a gusto. El recuerdo de Pedro encima de mí justo antes de penetrarme me corta la respiración. Ahora entiendo por qué la gente le da tanto bombo al sexo. Y yo me lo he estado perdiendo. No obstante, sé que mi primera vez no habría sido tan fantástica si no hubiera sido con él. Cuando me miro al espejo, la mandíbula me llega al suelo. 

Tengo el cutis resplandeciente y los labios hinchados. Me pellizco las mejillas y muevo los brazos. Se me ve distinta. Es un cambio imperceptible y no sé lo que es, pero me gusta. Me tomo un minuto para admirar las pequeñas marcas rojas en mi pecho. Ni siquiera recuerdo que me las haya hecho. Mi mente vuelve a Pedro haciéndome el amor, su boca ardiente y húmeda contra mi piel.

La puerta se abre y me saca de mis ensoñaciones. Me sobresalto.

—¿Contemplándote en el espejo? — comenta Pedro burlón.

Cierra la puerta.

—No... Yo... —No sé qué decir porque estoy en cueros delante del espejo, fantaseando con sus labios sobre mi piel.

—No tienes de qué avergonzarte, nena. Si yo tuviera ese cuerpo, también me miraría al espejo.

Me ruborizo.

—Creo que voy a ducharme —le digo mientras intento cubrirme como puedo con las manos.

No quiero quitarme su olor de la piel, pero todo lo demás sobra.

—Yo también —dice. Lo miro enarcando una ceja y Pedro levanta las manos con gesto inocente —. Lo sé, no podemos ducharnos juntos... Pero si vivieras conmigo sí que podríamos.

Algo ha cambiado en él, lo noto. Sonríe más a menudo y le brillan más los ojos. No sé si alguien más sería capaz de verlo, pero yo lo conozco mejor que nadie, a pesar de los muchos secretos que guarda y que planeo descubrir.

—¿Qué? —pregunta ladeando la cabeza.

—Nada. Te quiero —le digo.

Se ruboriza y sonríe de oreja a oreja, igual que yo. Parecemos dos quinceañeros embobados el uno con el otro. Me encanta.

Voy a coger el albornoz y se me acerca.

—¿Has pensado acerca de lo de vivir conmigo?

—Me lo pediste ayer. Sólo puedo tomar una decisión de vital importancia al día —Me río.

Se frota las sienes.

—Es que quiero firmar el contrato cuanto antes. Necesito salir de la dichosa fraternidad.

—¿Por qué no lo alquilas tú solo? — sugiero otra vez.

—Porque quiero que sea nuestro.

—¿Por qué?

—Porque quiero pasar contigo todo el tiempo que pueda. ¿Por qué te muestras tan reticente? ¿Es por el dinero? Yo correré con todos los gastos.

—De eso, nada —protesto—. Si accedo a vivir contigo, quiero contribuir. No quiero ser una mantenida.

No me puedo creer que de verdad estemos hablando de irnos a vivir juntos.

—Entonces ¿cuál es el problema?

—No lo sé... Apenas nos conocemos. Siempre he pensado que no me iría a vivir con alguien hasta que estuviéramos casados... —le explico.

Ésa no es la única razón. Mi madre es una razón de peso, y también el miedo a tener que depender de alguien. Incluso de Pedro. Eso fue lo que hizo ella. 

Dependía de mi padre y de sus ingresos hasta que nos dejó y entonces se refugió en la posibilidad remota de que volviera. Siempre pensó que volvería a buscarnos, pero nunca lo hizo.

—¿Casados? Tienes una forma de pensar muy anticuada, Pau. —Se echa a reír y se sienta en la silla.

—¿Qué tiene de malo el matrimonio? — pregunto—. No entre nosotros, sino en general —añado.

Se encoge de hombros.

—Nada, sólo que no es para mí.

Esto se ha puesto muy serio. No quiero hablar de matrimonio con Pedro, pero me preocupa que diga que no es para él. No he pensado en casarme con él, es demasiado pronto. Faltan años para eso.

Pero me gustaría tener esa opción, y quiero estar casada cuando cumpla los veinticinco y tener al menos dos hijos. Tengo planeado todo mi futuro.

«Lo tenías planeado», me recuerda mi subconsciente. Lo tenía todo planeado hasta que conocí a Pedro. Ahora mi futuro cambia constantemente.

—Eso te preocupa, ¿no? —pregunta leyéndome otra vez el pensamiento.
Que hayamos hecho el amor nos ha unido, en cuerpo y alma, con un cordón invisible. Que mis planes hayan cambiado es para bien..., o eso creo.

—No. —Intento ocultar la emoción en mi voz, pero no lo consigo—. Sólo es que nunca había oído a nadie proclamar con tanta seguridad que no quiere casarse. Creía que eso era lo que todo el mundo quería, que es lo más importante en la vida.

—No exactamente. Yo creo que la gente sólo quiere ser feliz. Piensa en Catherine y mira lo que el matrimonio supuso para ella y para Heathcliff.

Me encanta que hablemos el mismo lenguaje narrativo. Nadie más podría hablarme de ese modo, que es el que yo entiendo mejor.

—Porque no se casaron el uno con el otro, ése fue el problema —digo con una carcajada.

Pienso en la época en que mi relación con Pedro guardaba un parecido tremendo con la de Catherine y Heathcliff.

—¿Rochester y Jane? —sugiere. Me sorprende que Pedro mencione Jane Eyre.

—Es una broma, ¿verdad? Él era frío y reservado. Además, le pidió a Jane que se casara con él sin decirle que ya estaba casado con una loca que tenía encerrada en el desván. No me estás dando argumentos válidos.

—Lo sé. Sólo es que me encanta oírte hablar sobre héroes literarios. —Se aparta el pelo de la frente y, en un momento de infantilismo, le saco la lengua—. Entonces ¿lo que me estás diciendo es que quieres casarte conmigo? Te prometo que no tengo a ninguna esposa loca escondida en casa.

Se acerca a mí. Ya, ya sé que no tiene esposa, pero me oculta un montón de cosas, y eso es lo que me preocupa.
El corazón se me sale del pecho cuando lo tengo delante.

—¿Qué? —digo—. No, claro que no.
Sólo hablaba del matrimonio en general, no de nosotros en concreto.

Estoy desnuda y hablando con Pedro sobre el matrimonio. ¿Qué está pasando en mi vida?

—Entonces ¿no quieres casarte conmigo?

—No. Bueno, no lo sé. ¿Por qué estamos hablando de matrimonio?

Escondo la cara en su pecho y noto que se ríe, divertido.

—Era sólo por saberlo. Pero ahora que me has planteado un argumento válido tendré que reconsiderar mi postura en contra del matrimonio. Podrías hacer un hombre decente de mí.

Parece que lo dice en serio, pero me está tomando el pelo, o eso creo. Estoy empezando a preguntarme si se le ha ido la pinza cuando suelta una carcajada y me besa en la sien.

—¿Podemos hablar de otra cosa? — refunfuño.

Perder la virginidad y hablar de matrimonio en un mismo día es demasiado para mi cerebro melindroso.

—Claro. Pero no voy a cambiar de opinión sobre el apartamento. Tienes hasta mañana para pensarlo —dice—. No voy a esperar eternamente.

—Qué tierno. —Pongo los ojos en blanco y se levanta para abrazarme.

—Ya me conoces, soy don Romántico. —Me da un beso en la frente—. Ahora vamos a ducharnos, que de tenerte desnuda me están entrando ganas de tirarte en la cama y volver a follarte como un loco.

Meneo la cabeza y salgo de entre sus brazos; luego me pongo el albornoz.

—¿Te apetece? —digo cambiando de tema y señalando mi bolsa de aseo para que venga a ducharse.

—No sabes cuánto, pero me temo que por ahora tendré que conformarme con una ducha.


Me guiña el ojo y acepto el brazo que me ofrece; luego caminamos juntos por el pasillo.

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