Me doy una ducha rápida y me cambio de ropa a pesar de que voy a ensuciarme
en el invernadero con Karen. Pedro me espera pacientemente, curioseando mi
cajón de la ropa interior para entretenerse. Cuando he terminado, me dice que
coja ropa para pasar otra noche con él y eso me hace sonreír. Pasaría con él
todas las noches, si pudiera.
En el trayecto de vuelta, le pregunto:
—¿Quieres que vayamos a recoger tu coche y lo llevemos a casa de tu padre?
—No, no hace falta. Estaré bien siempre y cuando dejes de serpentear por la
carretera.
—¿Perdona? Soy una conductora de primera —digo a la defensiva.
Hace un gesto de burla pero no dice nada.
—¿Cómo es que te decidiste a comprarte un coche?
—Por las prácticas, y porque no quería tener que coger el autobús o
depender de que otros me llevaran a todas partes.
—Ah... ¿Fuiste tú sola? —pregunta mirando por la ventanilla.
—Sí... ¿Por?
—Simple curiosidad —miente.
—Estaba sola. Ese día fue horrible para mí —le digo, y él se encoge en el
asiento.
—¿Cuántas veces has quedado con Zed?
«¿A cuento de qué viene eso ahora?»
—Dos veces: salimos a cenar y a ver una película y a la hoguera. No tienes
nada de qué preocuparte.
—¿Sólo te ha besado una vez?
«Uy...»
—Sí, sólo una vez. Además de... la que viste. ¿Podemos cambiar de tema?
¿Acaso te pregunto yo por Molly? —salto.
—Vale, vale. No nos peleemos. Creo que nunca habíamos pasado tanto tiempo
sin sacarnos los ojos, a ver si no lo estropeamos —dice, y me coge la mano.
Dibuja pequeños círculos con el pulgar sobre mi piel.
—Está bien —asiento, aunque todavía estoy un poco molesta. El recuerdo de
Molly en su regazo me pone mala.
—Vamos, Pau... No te pongas de morros. —Se echa a reír y me hace
cosquillas.
No puedo evitar una risita nerviosa.
—¡No me distraigas, que estoy conduciendo!
—Es probable que éste sea el único momento en que no vas a dejar que te toque.
—Ya te digo. No te lo creas tanto.
Nuestras risas se mezclan en el coche y es un sonido adorable. Pone la mano
en mi muslo y lo acaricia arriba y abajo con sus largos dedos.
—¿Estás segura? —Su voz áspera me hace cosquillas en la piel. Mi cuerpo
responde a él al instante. Se me acelera el pulso. Trago saliva y asiento.
Suspira y retira la mano —. Sé que no es verdad... Pero prefiero que no te
salgas de la carretera. Tendré que esperar a follarte con los dedos.
Le lanzo una mirada aplastante, roja como un tomate.
—¡Pedro!
—Perdona, nena.
Sonríe y levanta las manos poniendo cara de inocente. Luego mira por la
ventanilla. Me encanta que me llame nena. Noah y yo pensábamos que todos esos
apelativos cariñosos que usa la gente eran demasiado juveniles para nosotros
pero, viniendo de Pedro, la sangre me hierve en las venas.
Cuando llegamos de vuelta a casa de sus padres, Ken y Karen están
esperándonos en el jardín. Él parece un pez fuera del agua, con vaqueros y una
camiseta de la WCU. Nunca lo he visto con ropa informal y, vestido así, tiene
un aire a Pedro. Nos saludan con una sonrisa que Pedro intenta devolverles,
aunque se lo ve incómodo, se revuelve y se mete las manos en los bolsillos.
—Cuando quieras —le dice su padre.
Parece estar tan incómodo como él, aunque más bien son nervios.
Pedro no parece muy entusiasmado. Me mira y yo asiento con la cabeza para
decirle que adelante. Me sorprende haberme convertido de repente en la persona
que le infunde seguridad.
Parece que nuestra dinámica ha cambiado drásticamente, y eso me hace más
feliz de lo que había imaginado.
—Estaremos en el invernadero, sólo tenéis que traernos la tierra —dice
Karen, y le da a Ken un breve beso en la mejilla.
Pedro mira a otra parte y por un segundo pienso que también va a besarme,
pero no.
Sigo a Karen al invernadero y, nada más entrar, ahogo una exclamación. Es
inmenso, mucho más grande de lo que parece desde fuera, y no bromeaba al decir
que hay que darle un buen empujón. Está prácticamente vacío.
Con un gesto teatral, se lleva las manos a las caderas y dice alegremente:
—Es un proyecto muy ambicioso, pero creo que lo conseguiremos.
—Yo también lo creo —digo.
Pedro y Ken entran cargando dos sacos de tierra cada uno. Guardan silencio
y los dejan donde Karen les dice. Luego se marchan otra vez. Veinte sacos de
tierra y cientos de semillas de flores y verduras más tarde, se podría decir
que la cosa promete.
No me he dado ni cuenta de que el sol ha empezado a desaparecer tras el
horizonte. Llevo varias horas sin ver a Pedro. Espero que Ken y él sigan con
vida.
—Creo que por hoy ya hemos hecho bastante —dice Karen secándose el sudor de
la frente. Las dos vamos de tierra hasta las orejas.
—Sí. Será mejor que vaya a ver qué tal le va a Pedro —comento, y ella se
echa a reír.
—Significa mucho para nosotros, sobre todo para Ken, que Pedro venga más
por casa. Sé que te lo debemos a ti. ¿Habéis arreglado vuestras diferencias?
—Creo que sí... Más o menos. —Se me escapa una risa nerviosa—. Seguimos
siendo muy diferentes.
Si ella supiera...
Me dedica una sonrisa comprensiva.
—Bueno, a veces eso es justo lo que necesitamos. Y los retos son
interesantes.
—Desde luego, es todo un reto.
Las dos nos echamos a reír y me da un abrazo.
—Jovencita, has hecho por nosotros más de lo que imaginas.
Noto que se me llenan los ojos de lágrimas y asiento.
—Espero que no le importe que me haya quedado a dormir tan a menudo. Pedro
me ha pedido que me quede aquí también esta noche.
—Por supuesto que no. Sois adultos y confío en que estéis tomando precauciones.
«Joder.»
Sé que me estoy poniendo más roja que los bulbos que acabamos de plantar.
—Pues... es que no... Yo no... — tartamudeo.
¿Por qué le estoy contando esto a la futura madrastra de Pedro?
—Ah —dice ella igual de avergonzada —. Vayamos adentro.
La sigo hacia la casa. Nos quitamos los zapatos antes de entrar. En el
salón, veo a Pedro en el borde del sofá. Ken está sentado en un sillón. Los
ojos de Pedro no tardan en dar con los míos y su mirada se torna de alivio.
—Prepararé algo de cenar mientras te aseas —dice Karen.
Pedro se levanta y se acerca. Parece muy contento de no tener que seguir en
la misma habitación que su padre.
—Bajo enseguida —digo siguiendo a Pedro escaleras arriba.
»¿Qué tal ha ido? —pregunto cuando entramos en su habitación.
En vez de responder, me coge de la coleta y me besa. Andamos hacia atrás y
nos pegamos a la puerta, su cuerpo contra el mío.
—Te echaba de menos.
Me derrito.
—¿De verdad?
—Sí. Acabo de pasar horas, incómodo y en silencio, con mi padre y luego
hemos tenido que hacer un par de comentarios irrelevantes aquí y allá. Necesito
distraerme.
Me pasa la lengua por el labio inferior y me deja sin aire en los pulmones.
Esto es distinto. Se agradece, y es ardiente, pero muy muy distinto.
Sus manos viajan por mi vientre y se detienen en el primer botón de mis
vaqueros.
—Pedro, tengo que ducharme. Voy llena de tierra —digo entre risas.
Me lame la mejilla.
—Me gustas así: dulce y sucia.
Me regala la sonrisa de los hoyuelos, pero lo aparto y cojo mi bolsa de
aseo antes de salir hacia el cuarto de baño. Tengo la respiración entrecortada
y estoy un poco desorientada, por eso no entiendo lo que sucede cuando intento
cerrar la puerta del cuarto de baño y ésta se queda entornada.
Hasta que miro hacia abajo y veo la bota de Pedro.
—¿Puedo hacerte compañía? —sonríe, y entra en el baño sin esperar
respuesta.
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