Me despierto con los suaves ronquidos de Pedro, que tiene los labios en mi
oreja. Tengo la espalda pegada a su pecho y él me rodea la cintura con las piernas.
Los recuerdos de anoche me hacen sonreír antes de que el pánico sofoque la euforia.
¿Sentirá lo mismo el día después? ¿O me torturará y se mofará de mí por
haberme ofrecido a él anoche? Me vuelvo lentamente para mirarlo, para examinar
sus rasgos perfectos mientras su sempiterno ceño fruncido permanece relajado
por el sueño. Le paso el dedo índice por el aro de la ceja, luego por el
cardenal de la mejilla. Tiene mejor el labio y los nudillos porque anoche al
final me dejó que se los limpiara bien.
Abre los ojos cuando mis labios acarician los suyos con avidez.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.
No logro descifrar su tono y eso me pone nerviosa.
—Perdona..., sólo estaba... —No sé qué decir. No sé de qué humor se habrá
despertado después de que anoche nos quedáramos dormidos el uno en brazos del
otro.
—No pares —susurra, y vuelve a cerrar los ojos.
Me quita un peso de encima y sonrío antes de dibujar de nuevo la forma de
sus labios carnosos, con cuidado de no tocarle la herida.
—¿Qué planes tienes para hoy? — pregunta unos minutos más tarde abriendo
otra vez los ojos.
—Voy a ayudar a Karen con el invernadero —le digo mientras se incorpora.
—¿En serio?
Seguro que se ha enfadado. No le gusta Karen, a pesar de que es una de las
personas más dulces que he conocido.
—Sí —musito.
—Bueno, imagino que no tengo que preocuparme de si vas a gustarle o no a mi
familia. Creo que les caes mejor que yo. —Se ríe, me acaricia la mejilla con la
yema del pulgar y me estremezco—. El problema es que si sigo viniendo por aquí
mi padre va a pensar que empiezo a aceptarlo —dice con tono de broma pero una
mirada muy seria.
—A lo mejor tu padre y tú podríais pasar un rato juntos mientras Karen y yo
estamos en el jardín —sugiero.
—Ni hablar —protesta—. Regresaré a mi casa, a mi verdadera casa, y esperaré
a que vuelvas.
—Me gustaría que te quedaras. Tal vez tarde, el invernadero va a necesitar
bastante trabajo.
Parece que no sabe qué decir. Me resulta muy tierno que no quiera estar
lejos de mí mucho tiempo.
—No sé, Pau... Además, no creo que mi padre quiera pasar un rato conmigo —murmura.
—Pues claro que quiere. ¿Cuándo fue la última vez que estuvisteis los dos
solos en la misma habitación?
Se encoge de hombros.
—No lo sé... Hace años. No sé si es buena idea —dice pasándose las manos
por el pelo.
—Si estás incómodo, siempre puedes hacernos compañía a Karen y a mí —le
aseguro.
La verdad es que me asombra que esté pensando en pasar un rato con su
padre.
—Vale... Pero sólo lo hago porque la idea de dejarte... aunque sólo sean
unas horas... —Se detiene. Sé que no se le da bien expresar sus sentimientos,
por eso aguardo en silencio, dándole tiempo para encontrar las palabras—.
Bueno, digamos que es peor que pasar un rato con el cretino de mi padre.
Sonrío a pesar de lo que acaba de llamar a Ken. El padre que Pedro recuerda
de cuando era niño no es el mismo hombre que está ahora aquí, y espero que Pedro
se dé cuenta algún día. Me levanto de la cama y me acuerdo de que no tengo ropa
que ponerme, ni cepillo de dientes ni nada.
—Tengo que ir a mi habitación a coger algunas cosas —le digo, y se pone
tenso.
—¿Por qué?
—Porque aquí no tengo ropa y necesito cepillarme los dientes —digo. Cuando
lo miro, su boca sonríe pero no sus ojos—. ¿Qué ocurre?
Miedo me da.
—Nada... ¿Cuánto vas a tardar?
—Pensaba que ibas a acompañarme.
En cuanto lo digo, se relaja.
«Y ¿ahora qué le pasa?»
—Ah.
—¿No vas a decirme por qué estás tan raro? —pregunto poniéndome en jarras.
—No estoy... Sólo es que pensaba que ibas a volver a marcharte. A dejarme.
Lo dice con un hilo de voz, y es tan poco propio de él que me entran ganas
de darle un abrazo.
Sin embargo, me limito a hacerle un gesto para que se levante y él asiente
y se acerca hasta que lo tengo delante.
—No voy a ninguna parte. Sólo necesito mi ropa —le repito.
—Lo sé... Es que voy a tardar un poco en habituarme. Estoy acostumbrado a
que huyas de mí, no a que te vayas para volver luego.
—Y yo estoy acostumbrada a que me apartes, así que los dos vamos a tener
que adaptarnos.
Sonrío y apoyo la cabeza en su pecho. Es raro, pero me reconforta su
preocupación. Me aterraba que volviera a cambiar de opinión esta mañana, y es
agradable saber que sólo estaba asustado.
—Sí, eso parece. Te quiero —me dice, y me afecta igual que la primera vez,
y que la vigésima de anoche.
—Yo también te quiero —le digo, y él frunce el ceño.
—No digas también.
—¿Y eso por qué? —La duda ataca de nuevo. Me huelo que va a rechazarme otra
vez, aunque espero que no.
—No lo sé... Me hace sentir como si simplemente estuvieras siguiéndome la
corriente. —Baja la vista.
Recuerdo que anoche me prometí a mí misma que haría todo lo que estuviera
en mi mano para ayudarlo a superar su inseguridad.
—Te quiero —digo entonces, y levanta la cabeza.
Su mirada se suaviza y sus labios se aprietan contra los míos.
—Gracias —responde al apartarse.
Pongo los ojos en blanco. Está impecable con una camiseta blanca lisa y
unos vaqueros negros.
No se pone otra cosa: camiseta blanca y vaqueros negros todos los días.
Pero está perfecto, todos los días. No necesita seguir la última moda; su
estilo sencillo le va de maravilla. Yo me pongo lo que llevaba anoche y él coge
mi bolso. Bajamos la escalera.
Karen y Ken están en la sala de estar.
—He preparado el desayuno —dice ella la mar de contenta.
Me siento un tanto incómoda porque Karen y Ken saben que anoche volví a
dormir con Pedro.
No parece que les suponga ningún problema, y somos adultos, pero eso no
evita que me ruborice.
—Gracias. —Sonrío y ella me lanza una mirada de curiosidad. Sé que me hará
preguntas en el invernadero.
Voy a la cocina y Pedro me sigue. Nos llenamos los platos de comida y nos
sentamos a la mesa.
—¿Y Landon y Dakota? —le pregunto a Karen cuando entra en la cocina.
Dakota se va a quedar hecha un lío cuando me vea con Pedro después de
haberme visto anoche con Zed, pero procuro borrar los pensamientos negativos.
—Han ido a Seattle a pasar el día. ¿Sigue en pie lo del invernadero?
—Por supuesto. Sólo voy a pasarme por la residencia para cambiarme de ropa—le digo.
—¡Estupendo! Haré que Ken saque las bolsas de tierra del cobertizo.
—Si espera hasta que volvamos, tal vez Pedro podría ayudarlo... —sugiero, y
miro a Pedro.
—¿Tú también vas a echar una mano? —le pregunta Karen con una sonrisa
radiante.
¿Cómo es que no se da cuenta de que tiene mucha gente a quien le importa?
—Pues... sí. Iba a quedarme hoy por aquí... —balbucea—. Si te parece
bien...
—¡Claro que sí! ¡Ken! ¿Has oído eso? ¡Pedro va a pasar aquí el día!
Está tan contenta que no puedo evitar sonreír. Pedro pone los ojos en
blanco.
—Sé bueno —le susurro al oído, y él me dedica la sonrisa más falsa que he
visto en mi vida.
Luego me echo a reír y le doy un puntapié.
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