Pau
—¿Tienes planes para Navidad? —me pregunta Trevor.
Levanto un dedo para indicarle que espere un momento mientras saboreo este bocado de ravioli. La comida es excelente; no soy una experta, pero este restaurante por lo menos debe de ser de cinco tenedores.
—La verdad es que nada del otro mundo —contesto al cabo—. Voy a pasar la semana en casa de mi madre. ¿Y tú?
—Voy a trabajar como voluntario en un comedor social. La verdad es que no me gusta mucho volver a Ohio. Tengo allí tías y primos, pero desde que mi madre murió... Allí no hay nada para mí — me explica.
—Siento mucho lo de tu madre, Trevor. Aunque es todo un detalle que trabajes de voluntario.
Sonrío para mostrarle mi simpatía y me llevo a la boca el último trozo de ravioli. Me sabe tan bien como el primero, pero después de lo que me ha contado Trevor, disfruto menos con la comida a pesar de que aprecio la cena aún más. ¿No es raro?
Seguimos charlando y me pongo las botas con una tarta de chocolate sin harina bañada de caramelo. Más tarde, cuando la camarera trae la cuenta, él saca la cartera.
—No serás una de esas mujeres que insisten en pagar a medias, ¿verdad?
—Ja. —Me río—. Puede, si estuviéramos en un McDonald’s...
Trevor se ríe pero no dice nada. Pedro habría hecho algún comentario estúpido sobre cómo acabo de hacer retroceder el feminismo medio siglo.
Vuelve a caer una especie de aguanieve y Trevor me dice que espere en el restaurante mientras él busca un taxi. Es muy considerado. Al cabo de pocos minutos, me hace gestos al otro lado del cristal y salgo corriendo del restaurante para subir al coche.
—¿Cómo es que quieres trabajar en el mundo editorial? —me pregunta de camino al hotel.
—Me encanta leer, no hago otra cosa. Es lo único que me interesa, así que es la carrera perfecta. Algún día me encantaría ser escritora, pero por ahora disfruto mucho con lo que me permiten hacer en Vance —le digo.
Sonríe.
—A mí me pasa igual con la contabilidad. Tampoco me interesa nada más. Desde pequeño supe que acabaría trabajando con números.
Aborrezco las matemáticas, pero sonrío mientras él sigue hablando del tema.
—¿Te gusta leer? —pregunto cuando por fin se calla y el taxi se detiene delante del hotel.
—Sí, más o menos. Pero no leo ficción.
—Anda..., y ¿por qué no? —No puedo evitar preguntárselo.
Se encoge de hombros.
—No me va la ficción. —Sale del taxi y me ofrece la mano.
—¿Cómo es posible? —pregunto aceptándola y saliendo a mi vez—. La lectura es la mejor manera de escapar de las preocupaciones del día a día, de poder vivir cientos, incluso miles de vidas distintas. Lo que no es ficción no tiene ese poder, no te cambia del mismo modo que la ficción.
—¿La ficción te cambia?
—Sí, te cambia. Si no te afecta, aunque sólo sea un poco, es que no estás leyendo el libro adecuado. —Mientras atravesamos el vestíbulo contemplo los maravillosos cuadros que adornan las paredes—. Me gusta pensar que todas las novelas que he leído hasta ahora ya forman parte de mí, que me han hecho como soy, en cierto sentido.
—¡Eres muy apasionada! —dice riéndose.
—Sí... Supongo que sí —convengo.
Pedro estaría de acuerdo conmigo y podríamos seguir charlando de lo mismo durante horas, incluso días.
En el ascensor ninguno de los dos dice gran cosa y, cuando bajamos, Trevor camina un paso detrás de mí todo el pasillo. Estoy cansada y lista para irme a dormir, y eso que sólo son las nueve.
Él sonríe cuando llegamos a la puerta de mi habitación.
—Lo he pasado de maravilla esta noche. Gracias por cenar conmigo.
—Gracias a ti por haberme invitado. —Le devuelvo la sonrisa.
—De verdad que he disfrutado mucho con tu compañía. Tenemos mucho en común. Me encantaría volver a verte. —Espera mi respuesta y luego puntualiza—: Fuera del trabajo.
—Claro, a mí también me gustaría —digo.
Da un paso hacia mí y me quedo helada. Me pone la mano en la cadera y se acerca.
—Creo... que no es el mejor momento —añado con voz aguda.
Se pone colorado como un tomate de la vergüenza y me siento muy culpable por haberlo rechazado.
—Lo comprendo. Será mejor que me vaya —dice—. Buenas noches, Pau—y se va.
En cuanto entro en mi habitación, dejo escapar un enorme suspiro. No me había percatado de que he estado reprimiéndolo toda la noche. Me quito los zapatos y me pregunto si debo desvestirme o tumbarme un rato. Estoy cansada, muy cansada. Decido tumbarme un rato y me quedo dormida en cuestión de minutos.
El día con Kimberly se me pasa volando y, más que comprar, compartimos cotilleos.
—¿Qué tal anoche? —pregunta.
La mujer que me está pintando las uñas levanta la cabeza para oírnos mejor, y le sonrío.
—Estuvo bien. Pedro y yo salimos a cenar —digo, y Kimberly pone cara de perplejidad.
—¿Pedro?
—Trevor. Quería decir Trevor. —Si no me estuvieran pintando las uñas, me daría de bofetadas.
Terminan de hacernos la manicura y buscamos unos grandes almacenes. Miramos un montón de zapatos y encuentro muchas cosas que me gustan, pero nada que me apetezca comprarme. Kimberly compra varias blusas y camisetas con tal entusiasmo que no hace falta que me diga que le encanta ir de compras.
Pasamos junto a la sección de caballeros y escoge una camisa azul marino.
—Creo que también le voy a comprar una camisa a Christian. Es divertido, porque odia que me gaste dinero en él.
—Pero ¿a él... no... no le sobra? —pregunto. Espero no parecer una entrometida.
—Ya te digo. Le sale por las orejas. Pero me gusta pagar mi parte cuando salimos. No estoy con él por su dinero —dice con orgullo.
Me alegro de haber conocido a Kimberly. Ella y Landon son mis únicos amigos ahora mismo. Y nunca he tenido muchas amigas, así que esto es nuevo para mí.
A pesar de eso, me alegro cuando Christian envía su coche a recogernos. Me lo he pasado genial en Seattle, pero también ha sido un fin de semana horrible. Duermo todo el trayecto de vuelta a casa y pido que me dejen en el motel. Para mi sorpresa, mi coche me está esperando. Aparcado donde lo dejé.
Pago dos noches más y le escribo a mi madre para decirle que no me encuentro bien y que creo que es una intoxicación alimentaria. No me contesta. Enciendo el televisor y me pongo el pijama. No dan nada, nada que valga la pena, y la verdad es que prefiero leer.
Cojo las llaves del coche y salgo a buscar mi maleta.
Cuando abro la puerta del coche veo una cosa negra. ¿Un lector de libros electrónicos? Lo cojo y leo el pequeño pósit que lleva pegado en la parte superior:
«Feliz cumpleaños, Pedro», dice.
El corazón parece que me va a explotar y luego me da un vuelco. Nunca me han gustado estos aparatos, prefiero un libro de verdad, palpar el papel. Pero, tras el congreso, he cambiado ligeramente de opinión. Además, así me será más fácil llevar conmigo los manuscritos del trabajo sin tener que malgastar papel imprimiéndolos.
Aun así, cojo el ejemplar de Cumbres borrascosas de Pedro de la guantera y vuelvo a mi habitación. Cuando enciendo el aparato primero sonrío y luego me echo a llorar. En la pantalla de inicio hay una pestaña en la que pone «Pau». La toco con el dedo y aparece una larga lista que contiene todas las novelas de las que Pedro y yo hemos hablado, discutido e incluso aquellas de las que nos hemos reído.
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