Pau
Nos metemos en la autopista y Trevor y el señor Vance retoman lo que parece ser una conversación muy profunda sobre el precio por metro cuadrado de un edificio de nueva construcción en Seattle. Kimberly me da un codazo e imita su parloteo con la mano.
—Estos hombres son un rollo —dice—. Oye, Trevor me ha contado que el coche te está dando problemas.
—Sí, no sé qué le pasa —contesto tratando de quitarle importancia, lo cual me es más fácil gracias a la cálida sonrisa de Kimberly—. Ayer no arrancaba, así que he llamado a un mecánico, pero Pedro ya había hecho que vinieran a buscarlo.
Sonríe.
—No se da por vencido.
Suspiro.
—Eso parece. Ojalá me diera tiempo para procesarlo todo.
—¿Qué es lo que tienes que procesar? —pregunta.
Había olvidado que ella no sabe nada de la apuesta ni de mi humillación, y no quiero contárselo. Sólo sabe que Pedro y yo hemos roto.
—No sé, todo. Están pasando muchas cosas y todavía no tengo donde vivir. Siento que no se lo está tomando tan en serio como debería. Cree que puede hacer conmigo y con mi vida lo que quiera, que puede aparecer y disculparse y que se lo voy a perdonar todo, y las cosas no funcionan así, al menos ya no —resoplo.
—Bien por ti. Me alegro de que te hayas puesto en tu sitio —dice.
Y yo me alegro de que no me pida detalles.
—Gracias, yo también.
Estoy muy orgullosa de mí misma por haberle plantado cara a Pedro y por no haber cedido, aunque también me siento fatal por lo que le dije ayer. Sé que se lo tenía merecido, pero no puedo evitar pensar: «¿Y si de verdad le importo tanto como dice?».
No obstante, aunque en el fondo sea así, no creo que con eso baste para garantizar que no volverá a hacerme daño.
Porque ésa es su costumbre: hacerle daño a la gente.
Kimberly entonces cambia de tema y añade entusiasmada:
—Deberíamos salir esta noche después de la última charla. El domingo esos dos estarán reunidos toda la mañana y podremos ir de compras. Podemos salir esta noche y el sábado, ¿qué te parece?
—Y ¿adónde vamos a ir? —Me echo a reír—. Sólo tengo dieciocho años.
—Da igual. Christian conoce a mucha gente en Seattle. Si vas con él, entrarás en todas partes.
Me encanta cómo se le ilumina la cara cuando habla del señor Vance, y eso que lo tiene sentado al lado.
—Vale —digo—. Nunca he «salido». He estado en unas cuantas fiestas de la fraternidad, pero nunca he pisado un club ni nada parecido.
—Te lo pasarás bien, no te preocupes —me asegura—. Y tienes que ponerte ese vestido —añade con una carcajada.
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