Pau
—No me puedo creer que te hayas buscado un motel —dice pasándose la mano por el pelo.
—Ya..., yo tampoco.
—Puedes quedarte en el apartamento. Yo me quedaré en la fraternidad o donde sea.
—No. —De eso, ni hablar.
—Por favor, no te pongas así. —Se pasa las manos por la frente.
—¿Que no me ponga así? ¿Me lo dices en serio? ¡Ni siquiera sé por qué te dirijo la palabra!
—¿Quieres tranquilizarte? Ahora dime, ¿qué le pasa a tu coche? Y ¿qué hace ese pavo en el motel?
—No sé qué le pasa a mi coche —gruño.
No voy a decirle nada sobre Trevor, no es asunto suyo.
—Le echaré un vistazo.
—No, llamaré a un mecánico. Ahora vete.
—Voy a seguirte al motel —dice señalando la carretera con la cabeza.
—¿Quieres dejarlo de una vez? —bramo, y Pedro pone los ojos en blanco—. ¿Es otro de tus jueguecitos? ¿Quieres ver hasta dónde puedes llegar?
Da un paso atrás, como si le hubiera dado un empujón. El coche de Trevor sigue en el aparcamiento, esperándome.
—No, no es eso. ¿Cómo puedes pensar así después de todo lo que he hecho?
—Lo pienso precisamente por todo lo que has hecho —digo a punto de echarme a reír por la elección de sus palabras.
—Sólo quiero hablar contigo. Sé que podemos arreglarlo —insiste. Ha jugado de tal manera conmigo desde el principio que ya no sé qué es real y qué no—. Sé que tú también me echas de menos —añade apoyándose en su coche.
Me quedo de piedra. Es un arrogante.
—¿Es eso lo que quieres oír? ¿Que te echo de menos? Pues claro que te echo de menos. Pero ¿sabes qué? Que no es a ti a quien extraño, sino a la persona que creía que eras, no a la persona que sé que eres en realidad. ¡De ti no quiero saber nada, Pedro! —le grito.
—¡Siempre has sabido quién era! ¡He sido yo todo el tiempo y lo sabes! —grita a su vez.
¿Por qué no podemos hablar sin chillarnos? Porque me saca de mis casillas, por eso.
—No, no lo sé —replico—. Si hubiera sabido que... —Me callo antes de confesar que quiero perdonarlo. Lo que quiero hacer y lo que sé que debería hacer son cosas muy distintas.
—¿Qué? —pregunta. Evidentemente tenía que intentar obligarme a terminar la frase.
—Nada. Vete.
—Pau, no sabes lo mal que lo he pasado estos días. No puedo dormir, no puedo pensar sin ti. Necesito saber que existe la posibilidad de que volvamos...
No lo dejo acabar.
—¿Lo mal que lo has pasado? —¿Cómo puede ser tan egoísta?—. Y ¿cómo crees que lo he pasado yo, Pedro? ¡Imagínate lo que se siente cuando tu vida se desmorona en cuestión de horas! ¡Imagínate lo que se siente al estar tan enamorado de alguien que lo dejas todo por esa persona para descubrir que todo fue un simple juego, una apuesta! ¿Cómo te crees que sienta eso? —Doy un paso hacia él manoteando—. ¿Cómo crees que me siento por haber arruinado mi relación con mi madre por alguien a quien no le importo una mierda? ¿Qué crees que se siente al tener que dormir en un motel? ¿Cómo crees que me siento mientras intento salir adelante cuando tú no dejas de aparecer por todas partes? ¿Es que no sabes dejarlo estar?
No dice nada, así que continúo echándole la bronca. Una parte de mí sabe que estoy siendo demasiado dura con él, pero me ha traicionado de la peor manera posible y se lo merece.
—¡No me vengas con que te resulta muy duro porque es todo culpa tuya! —prosigo—. ¡Lo has estropeado todo! Eso es lo que haces siempre. Y ¿sabes qué? No me das ninguna pena... Bueno, en realidad, sí. Me das pena porque nunca serás feliz. Estarás solo toda tu vida y por eso me das pena. Yo seguiré adelante, encontraré un buen hombre que me trate como tú deberías haberlo hecho y nos casaremos y tendremos hijos. Yo seré feliz.
Estoy sin aliento después de mi largo monólogo, y Pedro me mira con los ojos rojos y la boca abierta.
—Y ¿sabes qué es lo peor? Que me lo advertiste. Me dijiste que ibas a acabar conmigo y yo no te escuché.
Intento controlar las lágrimas desesperadamente pero no puedo. Caen implacables por mis mejillas, se me corre el rímel y me pican los ojos.
—Yo... Perdóname. Ya me voy —dice en voz baja.
Parece totalmente abatido, tal y como yo quería verlo, pero no me produce la satisfacción que esperaba sentir.
Si me hubiera dicho la verdad, quizá habría sido capaz de perdonarlo al principio, incluso después de habernos acostado, pero en vez de eso me lo ocultó y le ofreció a la gente dinero a cambio de su silencio e intentó atraparme haciéndome firmar el contrato de alquiler. Mi primera vez es algo que nunca olvidaré, y Pedro me la ha fastidiado.
Corro al coche de Trevor y me meto dentro. La calefacción está puesta y el aire caliente me golpea la cara y se mezcla con mis lágrimas. Él no dice nada mientras me lleva al motel, cosa que agradezco.
Para cuando se pone el sol me obligo a darme una ducha, demasiado caliente. La expresión de Pedro mientras se alejaba de mí y se metía en su coche se me ha quedado grabada en la mente. La veo cada vez que cierro los ojos.
El móvil no ha sonado ni una vez desde que salí del aparcamiento de Vance. Me había hecho la ilusión, tonta e ingenua, de que podía funcionar. De que a pesar de nuestras diferencias y de su pronto..., bueno, del pronto de ambos..., podríamos hacer que funcionara. No sé muy bien cómo consigo obligarme a dormir, pero me duermo.
A la mañana siguiente estoy un poco nerviosa por emprender mi primer viaje de negocios y me entra el pánico. Además, se me ha olvidado llamar para que me arreglen el coche.
Busco el mecánico más cercano y llamo. Probablemente me tocará pagar más para que me guarden el coche durante el fin de semana pero, ahora mismo, ésa es la menor de mis preocupaciones. No se lo menciono al amable señor que me contesta al otro lado, con la esperanza de que no se acuerden de cobrarme el extra.
Me rizo el pelo y me maquillo más que de costumbre. Elijo un vestido azul marino que aún no he estrenado. Lo compré porque sabía que a Pedro le encantaría cómo la tela fina abraza mis curvas. El vestido en sí no es nada atrevido: el bajo me llega al comienzo de las pantorrillas y la manga es semilarga, pero me sienta muy bien.
Odio que todo me recuerde a él. Me planto ante el espejo y me imagino cómo me estaría mirando si me viera con este vestido, cómo se le dilatarían las pupilas y se relamería y se mordería el labio mientras yo me atuso el pelo por última vez.
Llaman a la puerta y vuelvo al mundo real.
—¿La señorita Chaves? —pregunta un hombre con mono azul de mecánico cuando abro la puerta.
—Soy yo —digo abriendo el bolso para sacar las llaves—. Aquí tiene, es el Corolla blanco —le digo entregándoselas.
Mira atrás.
—¿El Corolla blanco? —pregunta confuso.
Salgo de la habitación y veo que mi coche... no está.
—Pero ¿qué...? Espere, voy a llamar a recepción para preguntar si han hecho que la grúa se lleve mi coche por haberlo dejado aparcado ahí todo el día.
Qué forma más estupenda de empezar el día.
—Hola, soy Pau Chaves, de la habitación treinta y seis —digo cuando me cogen el teléfono—. Creo que ayer llamaron a la grúa para que se llevara mi coche... —Estoy intentando ser amable, pero la verdad es que esto es muy frustrante.
—No, no hemos llamado a la grúa —contesta el recepcionista.
La cabeza me da vueltas.
—Bueno, pues deben de haberme robado el coche...
Como me lo hayan robado me han jodido pero bien. Ya casi es hora de marcharme. —No, esta mañana ha venido un amigo suyo y se lo ha llevado —añade el hombre.
—¿Un amigo mío?
—Sí, un chico lleno de... tatuajes y todo eso —dice en voz baja, como si Pedro pudiera oírlo.
—¿Qué? —Lo he entendido perfectamente, pero no sé qué otra cosa decir.
—Sí, ha venido con un remolque, hará unas horas —dice—. Perdone, creía que lo sabía...
—Gracias —gruño, y cuelgo. Me vuelvo hacia el hombre vestido de azul y le digo—: Lo siento muchísimo. Por lo visto, alguien se ha llevado mi coche a otro mecánico. No lo sabía. Perdone que le haya hecho perder el tiempo.
Sonríe y me asegura que no pasa nada.
Después de la pelea de ayer con Pedro, se me había ido de la cabeza que necesito que alguien me lleve al trabajo. Llamo a Trevor y me dice que ya le ha pedido al señor Vance y a Kimberly que pasen a recogerme de camino a la oficina. Le doy las gracias, cuelgo y abro las cortinas. Un coche negro aparca entonces delante de mi habitación, la ventanilla comienza a bajar y veo el pelo rubio de Kimberly.
—¡Buenos días, venimos a rescatarte! —anuncia con una carcajada en cuanto abro la puerta.
Trevor, amable e inteligente, ha pensado en todo.
El conductor sale del coche y se lleva la mano a la gorra para saludarme. Coge mi bolsa y la mete en el maletero. Cuando abre la puerta trasera, veo que hay dos asientos enfrentados. En uno de ellos está Kimberly, dando palmaditas en el cuero, invitándome a sentarme con ella. En el otro están sentados el señor Vance y Trevor, que me miran con expresión divertida.
—¿Lista para tu escapada de fin de semana? —me pregunta Trevor con una amplia sonrisa.
—Más de lo que te imaginas —contesto subiendo al coche.
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