Pau
Cuando llego al coche no me echo a llorar, como pensaba que iba a hacer. En vez de eso, me quedo sentada y miro por la ventanilla. La nieve se ha pegado al parabrisas, cobijándome en el interior. El viento aúlla en el exterior, recoge la nieve y la arrastra en remolinos, envolviéndome por completo. Cada copo que cubre el cristal forma una barrera entre la cruda realidad y mi coche.
No me puedo creer que Pedro haya aparecido en el apartamento justo mientras yo recogía mis cosas. Esperaba no tener que verlo. Aunque ha ayudado, no para aliviar el dolor, pero sí a la situación en general. Al menos ahora puedo intentar dejar atrás este desastroso momento de mi vida. Deseo creerlo y creerme que me quiere, pero estoy metida en esto por haberlo creído. Podría estar comportándose así sólo porque sabe que ya no tiene ningún control sobre mí. Aunque me quiera, ¿qué cambia eso? No cambiaría nada de lo que ha hecho, ni borraría todas las burlas ni lo mucho que ha fanfarroneado sobre las cosas que hemos hecho, ni las mentiras.
Ojalá pudiera pagar el apartamento yo sola; me quedaría y obligaría a Pedro a marcharse. No quiero volver a la residencia a compartir habitación y las duchas comunitarias. ¿Por qué tuvo que empezar todo con una mentira? De habernos conocido de otra manera, ahora mismo estaríamos los dos en el apartamento, riéndonos en el sofá o besándonos en el dormitorio, y no estaría yo sola en el coche sin tener adónde ir.
Arranco el motor, tengo las manos congeladas. ¿No podría haberme quedado en la calle en verano?
Vuelvo a sentirme como Catherine, sólo que no la Catherine de Cumbres borrascosas, sino la Catherine de La abadía de Northanger: estupefacta y obligada a emprender un largo viaje en solitario. Es cierto que no voy a recorrer más de cien kilómetros desde Northanger después de haber sido humillada y despedida pero, aun así, comprendo lo mal que se sentía. No consigo decidir quién sería Pedro en esta versión de la novela. Por un lado, es como Henry, listo y divertido, y sabe tanto de literatura como yo. Sin embargo, Henry es mucho más amable que Pedro, y en eso es en lo que Pedro se parece más a John, arrogante y maleducado.
Conduzco por la ciudad sin rumbo fijo y me doy cuenta de que las palabras de Pedro han producido en mí un impacto mayor del que me gustaría. El hecho de que me suplicara que me quedara casi lo recompone todo para volver a destrozarlo después. Estoy segura de que únicamente quería que me quedara para demostrar que era capaz de convencerme. Porque, desde luego, ni ha llamado ni me ha escrito desde que me he marchado de allí.
Me obligo a ir a la facultad y a hacer el último examen antes de las fiestas. Me siento muy distante durante la prueba, y me parece imposible que la gente del campus no sepa por lo que estoy pasando. Se ve que una sonrisa falsa y la charla intrascendente pueden esconder hasta el dolor más insoportable.
Llamo a mi madre para ver qué tal va lo de meterme en otra residencia. Sólo me dice «No ha habido suerte» y cuelga al instante. Sigo conduciendo sin saber adónde ir un rato más y de repente veo que estoy a una manzana de Vance y que son casi las cinco. No quiero aprovecharme de Landon pidiéndole que me deje pasar otra noche en casa de Ken. Sé que no le importaría, pero no es justo que meta a la familia de Hardin en esto, y la verdad es que esa casa me trae demasiados recuerdos. No podría soportarlo. Paso una calle tapizada de moteles y aparco en uno de los que tienen mejor aspecto. De repente caigo en la cuenta de que nunca he estado en un motel, pero tampoco tengo más opciones.
El hombre bajito detrás del mostrador parece amable. Me sonríe y me pide el carnet. Unos minutos después me entrega la tarjeta que abre la habitación y una hoja de papel con la clave de la conexión wifi. Conseguir habitación en un motel es mucho más fácil de lo que imaginaba; un poco caro, pero no quiero quedarme en uno barato y jugarme el cuello.
—Bajando por la acera a la izquierda —me indica con una sonrisa.
Le doy las gracias, salgo al gélido exterior y muevo el coche a la plaza más cercana a mi habitación para no tener que cargar las maletas muy lejos.
A esto es a lo que me ha llevado ese chico desconsiderado y egoísta: a tener que hospedarme en un motel, sola, con todas mis cosas metidas en bolsas de mala manera. Soy la que no tiene a nadie a quien acudir en vez de la chica que siempre tenía un plan.
Cojo algunas de mis pertenencias, cierro el coche, que parece una caca junto al BMW que hay aparcado al lado. Cuando pienso que mi día no podía ir peor, se me cae una de las maletas en la acera cubierta de nieve. Toda mi ropa y un par de libros se desparraman sobre la nieve húmeda. Me apresuro a recogerlos con la mano que tengo libre, pero me da miedo ver qué libros son. No creo que pueda soportar ver mis más preciadas pertenencias estropeadas, hoy no.
—Permítame que la ayude —dice una voz masculina, y a mi lado aparece una mano en mi auxilio —. ¿Pau?
Levanto la vista aturdida y encuentro unos ojos azules que me miran con preocupación.
—¿Trevor? —digo, a pesar de que sé perfectamente que es él. Me enderezo y miro alrededor—. ¿Qué haces aquí?
—Yo podría preguntarte lo mismo. —Me sonríe.
—Bueno... es que... —Me muerdo el labio inferior.
Sin embargo, me ahorra tener que darle explicaciones.
—Mis cañerías se han vuelto locas, y heme aquí.
Se agacha y recoge algunas de mis cosas. Me pasa un ejemplar empapado de Cumbres borrascosas con una ceja enarcada. Luego me entrega un par de suéteres mojados y Orgullo y prejuicio, y dice con cara de pena:
—Éste está bastante perjudicado.
El universo me está gastando una broma pesada.
—Ya sabía yo que te gustaban los clásicos —me dice con una sonrisa amigable.
Me coge las maletas y le doy las gracias con un gesto de la cabeza antes de introducir la llave electrónica en la ranura y abrir la puerta. La habitación está helada y corro a poner la calefacción al máximo.
—Con lo que cobran, ya podrían ser menos tacaños con la electricidad —dice Trevor dejando las maletas en el suelo.
Sonrío y asiento. Cojo la ropa que ha caído en la nieve y la tiendo en la barra de la cortina de la ducha. Cuando vuelvo al dormitorio se hace un incómodo silencio con esta persona a la que apenas conozco, en esta habitación que no es mía.
—¿Está cerca de aquí tu apartamento? —pregunto intentando entablar conversación.
—Mi casa. Sí, está a poco más de un kilómetro. Me gusta vivir cerca del trabajo, así nunca llego tarde.
—Qué buena idea... —Parece propio de mí.
Trevor está muy distinto con ropa de calle. Siempre lo he visto con traje y corbata, pero ahora lleva unos vaqueros ajustados y un jersey rojo y el pelo revuelto, cuando normalmente lo lleva repeinado y engominado.
—Eso creo. ¿Has venido sola? —pregunta mirando al suelo. Le incomoda husmear.
—Sí, estoy sola. —Si supiera hasta qué punto...
—No quiero fisgonear, sólo lo pregunto porque a tu novio no parezco caerle bien. —Se ríe un poco y se aparta el pelo negro de la frente.
—Ah, a Pedro nadie le cae bien. No es nada personal. —Me muerdo las uñas—. Aunque no es mi novio.
—Perdona. Pensaba que lo era.
—Lo era..., más o menos.
«¿Lo fue?» Dijo que lo era, entre otras muchas cosas.
—Perdona, de verdad. No hago más que meter la pata. —Se ríe.
—No pasa nada. No me importa —le digo, y deshago el resto de mis maletas.
—¿Quieres que me vaya? No quiero molestar. —Se vuelve hacia la puerta, como para que vea que lo dice de verdad.
—No, no, quédate. Si quieres, claro está. No hace falta que te vayas —digo demasiado rápido.
«Pero ¿qué me pasa?»
—Decidido. Entonces me quedo —dice sentándose en la silla que hay junto al escritorio.
Busco un sitio en el que sentarme. Opto por hacerlo en el borde de la cama. Estoy suficientemente lejos de él. Vaya, la habitación es bastante grande.
—¿Te gusta trabajar en Vance? —me pregunta dibujando en la mesa con los dedos.
—Me encanta. Es mucho mejor de lo que imaginaba. En realidad, es el trabajo de mis sueños. Espero que me contraten cuando termine la universidad.
—Creo que Christian te ofrecerá un puesto bastante antes. Le gustas mucho. El manuscrito que le pasaste la semana pasada fue el único tema de conversación durante la comida del otro día. Dice que tienes buen ojo y, viniendo de él, es todo un cumplido.
—¿De verdad? ¿Eso dijo? —No puedo evitar sonreír. Me resulta extraño e incómodo hacerlo, pero reconfortante a la vez.
—Sí, ¿por qué si no iba a invitarte al congreso? Sólo vamos a ir los cuatro.
—¿Los cuatro? —pregunto.
—Sí. Christian, Kim, tú y yo.
—Ah, no sabía que Kimberly también fuera.
Espero que el señor Vance no se sintiera obligado a invitarme por mi relación con Pedro, el hijo de su mejor amigo.
—No podría sobrevivir todo el fin de semana sin ella —añade Trevor—. Por lo organizada que es, por supuesto.
Le sonrío.
—Ya veo. Y ¿tú por qué vas? —pregunto antes de darme una patada en el culo mentalmente—. Quiero decir, que cómo es que vas a ir si tú trabajas en contabilidad —intento aclarar.
—No, si lo entiendo, los bibliófilos como vosotros no necesitáis tener cerca a la calculadora humana. —Pone los ojos en blanco y me echo a reír con ganas—. Va a abrir una sucursal en Seattle en breve y vamos a reunirnos con un posible inversor. También vamos a buscar oficina y me necesita cerca para asegurarse de que conseguimos un buen trato, y Kimberly quiere ver el edificio para comprobar que encaja con nuestra forma de trabajar.
—¿También llevas temas inmobiliarios?
La habitación por fin se ha calentado, así que me quito los zapatos y me siento con las piernas cruzadas.
—No, para nada, pero se me dan bien los números —presume—. Lo pasaremos bien. Seattle es una ciudad muy bonita. ¿La conoces?
—Sí, es mi ciudad favorita. Aunque tampoco es que tenga muchas entre las que elegir...
—Yo tampoco. Soy de Ohio, así que no he visto muchas. Comparada con Ohio, Seattle parece Nueva York.
De repente siento verdadero interés en saber más sobre Trevor.
—Y ¿cómo es que viniste a Washington?
—Mi madre falleció durante mi último año de instituto y tenía que salir de allí. Hay tanto para ver... Justo antes de que muriera le prometí que no iba a pasar el resto de mi vida en el pueblucho de mala muerte en el que vivíamos. Cuando me admitieron en la WCU fue el mejor y el peor día de mi vida.
—¿Por qué el peor? —pregunto.
—Porque ella murió justo ese día. Irónico, ¿no te parece? —Me dedica una sonrisa lánguida. Es adorable cuando sólo la mitad de su boca sonríe.
—Lo siento mucho.
—No te preocupes. Era una de esas personas que no encajaban aquí, con todos los demás. Era demasiado buena, ¿sabes? Pudimos disfrutarla más tiempo del que merecíamos y no cambiaría nada —dice. Me regala una sonrisa completa y me señala—. Y ¿qué hay de ti? ¿Vas a quedarte aquí?
—No, siempre he querido mudarme a Seattle. Pero últimamente he pensado en irme incluso más lejos —confieso.
—Deberías. Deberías viajar y ver mundo. A una mujer como tú no se la debe encerrar entre cuatro paredes. —Seguro que nota que pongo cara rara porque añade rápidamente—: Perdona..., sólo quiero decir que podrías hacer mil cosas. Tienes mucho talento, se te nota.
No me ha molestado lo que ha dicho. Hay algo en el modo en que me ha llamado mujer que me hace feliz. Siempre me he sentido como una niña porque así es como me trata todo el mundo. Trevor es sólo un amigo, un nuevo amigo, pero me alegro de contar con su compañía en un día tan terrible.
—¿Has cenado? —pregunto.
—Aún no. Estaba pensando en pedir pizza para no tener que salir con este tiempo. —Se ríe.
—¿Compartimos una? —le ofrezco.
—Trato hecho —dice con la mirada más amable que he visto en mucho tiempo.
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