Pau
Decido llevar el pelo liso, por probar algo diferente. Pero cuando acabo de
peinarme, me veo rara, así que termino rizándomelo como de costumbre. Estoy
tardando demasiado en arreglarme, y seguro que ya casi es hora de marcharnos.
Puede que esté invirtiendo más tiempo de lo habitual porque en el fondo estoy
nerviosa y tengo miedo de cómo saldrán las cosas.
Espero que Pedro se comporte de la mejor manera que sabe, o al menos que lo
intente.
Opto por un maquillaje ligero y me pongo sólo un poco de base, lápiz negro
y rímel. Iba a ponerme sombra también, pero he tenido que borrarme la raya del
párpado superior tres veces hasta que por fin he conseguido hacérmela bien.
—¡¿Estás viva?! —grita Pedro desde el otro lado de la puerta.
—Sí, ya casi estoy —respondo, y me cepillo los dientes una vez más.
—Voy a darme una ducha rápida, pero después tenemos que irnos si quieres
llegar allí a tiempo — me informa cuando abro la puerta.
—Vale, vale, me vestiré mientras te duchas.
Desaparece en el baño. Me dirijo al armario y cojo el vestido verde bosque
sin mangas que compré para ponérmelo hoy. La tela verde oscuro es gruesa, y el
escote, alto. El lazo que cubre mi cintura es mucho más grande de lo que
parecía cuando me lo probé el otro día, pero voy a llevar una rebeca encima de
todos modos. Cojo mi pulsera de charms de la cómoda y siento mariposas en el
estómago cuando releo la perfecta inscripción.
No sé qué zapatos ponerme; si me pongo tacones, pareceré demasiado
arreglada. Me decido por unos negros y planos, y me coloco la rebeca sobre el
vestido justo cuando Pedro abre la puerta con sólo una toalla alrededor de la
cintura.
«Vaya.» Por mucho tiempo que pase, sigo quedándome sin aliento al verlo.
Mientras observo su cuerpo semidesnudo me pregunto cómo es posible que antes no
me gustasen los tatuajes.
—Joder —dice observándome de arriba abajo.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —Miro hacia abajo para ver qué puede estar mal.
—Pareces... tremendamente inocente.
—Y ¿eso es bueno o malo? Es Navidad, no quiero parecer indecente.
De repente me siento insegura de mi elección.
—No, está bien —me asegura—. Está muy bien.
Su lengua serpentea por su labio inferior. Entonces lo capto, me pongo
colorada y aparto la vista antes de que iniciemos algo que no vamos a poder
terminar. Al menos, no por ahora.
—Gracias. ¿Tú qué vas a ponerte?
—Lo mismo de siempre.
Lo miro otra vez.
—Ah.
—No voy a arreglarme para ir a casa de mi padre.
—Ya... Y ¿por qué no te pones el jersey rojo que te regaló tu madre?
—sugiero, aunque sé que no lo hará.
Suelta una carcajada.
—Ni de coña.
Se dirige al armario, tira de los vaqueros que están en la percha y ésta
cae al suelo, aunque Pedro no suele reparar en esas cosas. Decido no decirle
nada. En lugar de hacerlo, me alejo del armario justo cuando él deja caer la
toalla.
—Estaré fuera con tu madre —me apresuro a decir, intentando obligarme a no
mirar su cuerpo.
—Como quieras —responde con una sonrisa de superioridad, y salgo de la
habitación.
Trish está en el salón, y luce un vestido rojo y unos tacones negros, algo
muy distinto del chándal que lleva habitualmente.
—¡Estás preciosa! —le digo.
—¿Seguro? ¿No es demasiado con el maquillaje y demás? —pregunta nerviosa—.
No es que me importe, pero no quiero que mi exmarido me vea con mal aspecto
después de todos estos años.
—Créeme, no tienes mal aspecto en absoluto —le aseguro, y consigo que
sonría un poco.
—¿Estáis listas? —pregunta Pedro cuando se reúne con nosotras en el salón.
Todavía lleva el pelo mojado, pero de algún modo sigue teniendo un aspecto
perfecto. Va todo de negro, incluidas las Converse que llevaba en Seattle y que
tanto me gustan.
Su madre no parece reparar en su oscura vestimenta, probablemente porque
sigue centrada en su propia apariencia. Cuando entramos en el ascensor, Pedro mira
a Trish por primera vez y pregunta:
—¿Por qué vas tan elegante?
Ella se ruboriza un poco.
—Es fiesta, ¿por qué no iba a arreglarme?
—Es un poco raro...
Lo interrumpo antes de que diga algo que le fastidie el día a su madre.
—Está guapísima, Pedro —aseguro—. Y yo voy tan arreglada como ella.
Durante el trayecto, todos guardamos silencio, incluida Trish. Es evidente
que está nerviosa, y ¿quién no iba a estarlo? Yo también lo estaría. De hecho,
por motivos diferentes, cuanto más nos acercamos a casa de Ken, más nerviosa me
pongo. Sólo quiero que el día transcurra en paz. Cuando por fin llegamos y
aparcamos el coche, oigo que Trish sofoca un grito.
—¿Ésta es su casa?
—Sí. Ya te dije que era grande —dice Pedro apagando el motor.
—No pensé que fuera tan grande —responde ella en voz baja.
Pedro sale del vehículo y le abre la puerta a su madre, que sigue ahí
sentada con la boca abierta. Yo también salgo y, mientras ascendemos los
escalones que nos llevan a la enorme vivienda, veo la aprensión en su rostro.
Lo cojo de la mano para intentar tranquilizarlo, y él me mira con una sonrisa
leve pero evidente. No llama al timbre, sino que abre la puerta y entra.
Karen está de pie en el salón con una radiante sonrisa de bienvenida, tan
contagiosa que hace que me sienta un poco mejor. Pedro recorre el vestíbulo
primero, con su madre a su lado y yo detrás, cogiéndolo todavía de la mano.
—Gracias a todos por venir —dice Karen mientras se acerca a Trish, ya que
da por hecho que Pedro no va a molestarse en presentarlas—. Hola, Trish, soy
Karen —la saluda al tiempo que le tiende la mano—. Me alegro de conocerte. Te
agradezco mucho que hayas venido.
Karen parece completamente relajada, pero la conozco y sé que en el fondo
no lo está.
—Hola, Karen, encantada de conocerte también —responde Trish, y le estrecha
la mano.
En ese preciso momento, Ken entra en la habitación, nos ve y, después de mirarnos
dos veces, se detiene de repente y mira a su exmujer. Me inclino hacia Pedro;
espero que Landon le haya dicho a Ken que íbamos a venir.
—Hola, Ken —dice Trish en un tono más elevado de lo habitual.
—Trish... Vaya..., hola —tartamudea él.
Trish, a quien sospecho satisfecha tras ver su reacción, asiente una vez
con la cabeza y dice:
—Estás... distinto.
He intentado imaginar el aspecto que tendría Ken años atrás, con los ojos
probablemente rojos por el alcohol, la frente sudorosa y el rostro pálido, pero
no soy capaz.
—Sí..., tú también —responde él.
Empiezo a marearme debido a la incómoda tensión, de modo que me siento
inmensamente aliviada cuando, de repente, Karen exclama:
—¡Landon! —Y él se une a nosotros.
Claramente, Karen también se siente aliviada al ver a su ojito derecho, y
su aspecto es muy apropiado para la ocasión; lleva unos pantalones azules y una
camisa blanca de vestir con una corbata negra.
—Estás muy guapa —me adula, y me da un abrazo.
Pedro me agarra la mano con más fuerza, pero yo consigo liberarla y también
abrazo a Landon.
—Tú tampoco estás nada mal, Landon —le digo.
Pedro rodea entonces mi cintura con el brazo y tira de mí para recuperarme,
sosteniéndome más cerca que antes.
Landon pone los ojos en blanco y se vuelve hacia Trish.
—Hola, señora, soy Landon, el hijo de Karen. Me alegro de conocerla por
fin.
—Vaya, por favor, no me llames señora. —Trish se echa a reír—. Pero yo
también me alegro de conocerte. Pau me ha hablado mucho de ti.
Landon sonríe.
—Espero que cosas buenas.
—Principalmente —bromea ella.
El encanto de Landon parece disminuir la tensión del ambiente, y Karen
interviene:
—Llegáis justo a tiempo. ¡El ganso se servirá dentro de un par de minutos!
Ken nos dirige a todos al comedor y Karen desaparece en la cocina. No me
sorprende encontrar la mesa perfectamente dispuesta con su mejor vajilla de
porcelana, la cubertería de plata bruñida y unos elegantes servilleteros de
madera. Con unos platos de entremeses ordenadamente colocados. El plato
principal de ganso está rodeado de gruesas rodajas de naranja. Un puñado de
bayas rojas descansa sobre el cuerpo del ave. Todo es muy elegante, y el olor
hace que la boca se me haga agua. Delante de mí tengo un plato de patatas
asadas. El aroma a ajo y perejil inunda el aire, y me quedo admirando el
resto de la mesa. Un ornamento de flores descansa en el centro, y cada
elemento decorativo repite el tema de las naranjas y las bayas. Karen es
siempre una magnífica anfitriona.
—¿Queréis algo de beber? Tengo un vino tinto delicioso en la bodega —dice.
Veo cómo sus mejillas se sonrojan de inmediato al darse cuenta de lo que
acaba de preguntar. El alcohol es un tema delicado en este grupo.
Trish sonríe.
—Yo sí quiero, gracias.
Karen desaparece y el resto nos quedamos tan callados que, cuando saca el
corcho en la cocina, el sonido se oye tan fuerte que parece resonar en las
paredes que nos rodean. Cuando regresa con la botella abierta, me planteo
pedirle que me sirva una copa para ver si así se me pasa esta incómoda
sensación en el estómago, pero finalmente decido no hacerlo. Con la anfitriona
de vuelta, tomamos asiento. Ken preside la mesa, con Karen, Landon y Trish a un
lado y Pedro y yo al otro. Después de algunos cumplidos por la presentación,
nadie dice una palabra mientras se sirven comida en el plato.
Tras dar unos cuantos bocados, Landon establece contacto visual conmigo, y
veo que se debate entre hablar o no. Asiento ligeramente; no quiero tener que
interrumpir el silencio. Me llevo un tenedor con ganso a la boca y Pedro me
coloca la mano en el muslo.
Landon se limpia la boca con la servilleta y se vuelve hacia Trish.
—Bueno, ¿qué le ha parecido hasta ahora Estados Unidos, señora Zolezzi? ¿Es
la primera vez que viene?
Ella asiente un par de veces.
—Pues sí, es mi primera vez. Me gusta. No me gustaría vivir aquí, pero me
gusta. ¿Piensas quedarte en Washington cuando termines la universidad? —dice
entonces mirando a Ken como si le estuviese preguntando a él en lugar de a
Landon.
—Todavía no lo sé; mi novia se traslada a Nueva York el mes que viene, así
que dependerá de lo que ella quiera hacer.
Aunque sea egoísta por mi parte, espero que no se mude allí en breve.
—Bueno, yo estoy deseando que Pedro termine para que pueda volver a casa
—dice Trish, y yo dejo caer el cuchillo en el plato.
Todas las miradas se centran en mí, y sonrío a modo de disculpa antes de
recoger el cubierto.
—¿Vas a volver a Inglaterra cuando te gradúes? —le pregunta Landon a Pedro.
—Sí, por supuesto —responde él groseramente.
—Vaya —dice Landon mirándome a mí directamente.
Pedro y yo no hemos hablado sobre nuestros planes para después de la
universidad, pero jamás se me había pasado por la cabeza que quisiera volver a
Inglaterra. Tendremos que discutirlo más tarde, no delante de todo el mundo.
—Y ¿a ti, Ken..., te gusta Estados Unidos? ¿Piensas quedarte aquí de manera
permanente? — pregunta Trish.
—Sí, me encanta esto. Pienso quedarme, sin duda —asegura.
Trish sonríe y bebe un sorbo de vino.
—Tú odiabas Estados Unidos —repone.
—Tú lo has dicho. Lo odiaba —replica, y le ofrece una media sonrisa.
Karen y Pedro se revuelven incómodos en sus asientos, y yo me concentro en
masticar la patata que tengo en la boca.
—¿Alguien tiene algo de que hablar que no sea Estados Unidos? — Pedro pone los ojos en
blanco. Le propino un puntapié por debajo de la mesa, pero no se da por
aludido.
Karen interviene de inmediato.
—¿Qué tal el viaje a Seattle, Pau? —me pregunta.
Ya se lo he relatado, pero sé que sólo está intentando establecer
conversación, de modo que le cuento a todo el mundo lo de la conferencia y el
trabajo otra vez. Y así conseguimos superar la comida. Todo el mundo me hace
preguntas en un claro intento de permanecer en este tema seguro alejado de los
dardos de los excónyuges.
Cuando terminamos con el delicioso ganso y los entremeses, ayudo a Karen a
llevar los platos a la cocina. Parece distraída, de modo que no intento darle
conversación mientras recogemos la vajilla.
—¿Quieres otra copa de vino, Trish? —pregunta Karen cuando todos pasamos al
salón.
Pedro, Trish y yo nos sentamos en uno de los sofás, Landon se sienta en el
sillón, y Karen y Ken, en el otro sofá enfrente de nosotros. Es como si
estuviésemos formando equipos y Landon fuera el árbitro.
—Sí, por favor. La verdad es que tiene un sabor exquisito —responde Trish,
y ofrece la copa vacía para que Karen se la rellene.
—Gracias, lo compramos en Grecia este verano; fue un viaje mag... —Se
detiene en mitad de la frase. Tras una pausa, añade—: Un lugar muy bonito —y le
devuelve la copa a Trish. La madre de Pedro sonríe y la levanta ligeramente a
modo de brindis.
—Bueno, el vino es excelente.
Al principio no entiendo el momento incómodo, pero entonces me doy cuenta
de que Karen ha conseguido al Ken que Trish nunca tuvo. Viaja a Grecia y por
todo el mundo, tiene una casa enorme, coches nuevos y, lo que es más
importante, un marido cariñoso y sobrio. Admiro a Trish por ser tan fuerte y
por su capacidad para perdonar. Está haciendo un esfuerzo tremendo por ser
amable, especialmente dadas las circunstancias.
—¿Alguien más? Pau, ¿quieres una copa? —pregunta Karen mientras termina de
servirle una a Landon.
Me vuelvo hacia Trish y Pedro.
—Sólo una, para celebrar la fiesta —añade Karen.
Al final cedo.
—Sí, por favor —respondo.
Voy a necesitar más de una copa de vino si el día continúa siendo así de
incómodo.
Mientras me sirve, veo que Pedro asiente con la cabeza varias veces, y
entonces pregunta:
—¿Y tú, papá? ¿Quieres una copa de vino?
Todo el mundo lo mira con unos ojos como platos y la boca abierta. Yo le
doy un apretón en la mano en un intento de hacerlo callar, pero él continúa con
una sonrisa malévola:
—¿Qué? ¿No? Venga, seguro que quieres una. Sé que lo echas de menos.
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