Pedro
— Pedro —dice Pau con voz suave.
Gruño y saco el brazo de debajo de su cuerpo. Agarro la almohada y me cubro
el rostro con ella.
—No me voy a levantar aún.
—Es tarde y tenemos que arreglarnos.
Me quita la almohada de encima y la tira al suelo.
—Quédate en la cama conmigo —replico—. Cancelémoslo.
La agarro del brazo y Pau se pone de lado, acoplando su cuerpo al mío.
—No podemos cancelar la Navidad —dice riéndose, y pega los labios a mi
cuello.
Me acerco más a ella y presiono las caderas contra las suyas. Me aparta de
manera juguetona.
—No, de eso nada. —Me empuja el pecho con las manos para evitar que me
coloque encima de ella.
Se levanta de la cama y me deja solo. Se me pasa por la cabeza seguirla
hasta el baño, no para hacerle nada, sino por estar cerca de ella. Pero la cama
está demasiado calentita, así que decido no hacerlo. Todavía no puedo creerme
que siga aquí. Nunca deja de sorprenderme que me perdone y que me acepte como
soy.
Tenerla aquí en Navidad también será diferente. Nunca me habían importado
una mierda estas fiestas, pero ver cómo su rostro se ilumina al ver un estúpido
árbol con adornos excesivamente caros hace que toda la situación me resulte más
tolerable. Que mi madre se encuentre aquí tampoco está mal. Pau parece
adorarla, y mi madre está casi tan obsesionada con mi chica como yo.
«Mi chica.» Pau es mi chica otra vez, y voy a pasar la Navidad con ella, y
con mi desestructurada familia. Menuda diferencia con el año pasado, que me
pasé el día de Navidad borracho como una cuba.
Unos minutos después, me obligo a salir de la cama y me dirijo a la cocina.
Café. Necesito café.
—Feliz Navidad —dice mi madre cuando entro.
—Igualmente.
Paso por delante de ella y me acerco a la nevera.
—He hecho café —anuncia.
—Ya lo veo.
Cojo los frosties de Kellogg’s de encima de la nevera y me acerco a la
cafetera.
— Pedro, siento lo que dije ayer. Sé que te molestó que estuviera de acuerdo
con la madre de Pau, pero debes entender por qué lo hice.
El caso es que entiendo perfectamente por qué lo hizo, pero ella no es
quién para decirle a Pau que me deje. Después de todo por lo que hemos pasado,
necesitamos que alguien esté de nuestra parte. Es como si estuviéramos ella y
yo solos contra el mundo, y necesito que mi madre esté de nuestro lado.
—Es sólo que su sitio está conmigo, mamá. No en ninguna otra parte. Sólo
conmigo.
Cojo un trapo para limpiar el café que se ha derramado de mi taza. El
líquido marrón mancha la tela blanca y casi me parece oír a Pau regañándome por
haber usado el trapo que no tocaba.
—Lo sé, Pedro —dice mi madre—. Ahora lo veo. Lo siento.
—Yo también. Y siento comportarme como un capullo todo el tiempo. No es mi
intención.
Mis palabras parecen sorprenderla, y no se lo reprocho. Nunca me disculpo,
tenga o no motivos para hacerlo. Supongo que a eso me dedico, a comportarme
como un capullo y a no dar la cara jamás.
—Tranquilo, lo superaremos. Vamos a pasar una bonita Navidad en la preciosa
casa de tu padre. —Sonríe, y el sarcasmo es evidente en su voz.
—Sí, vamos a superarlo.
—Sí, hagámoslo. No quiero que el día de hoy se fastidie por todo lo que
pasó ayer. Ahora entiendo mejor toda la situación. Sé que la quieres, Pedro, y
sé que estás aprendiendo a ser un hombre mejor.
Ella te está enseñando, y eso me hace muy feliz.
Mi madre se lleva las manos al pecho y yo pongo los ojos en blanco.
—De verdad, me alegro mucho por ti —dice.
—Gracias. —Aparto la mirada—. Te quiero, mamá.
Se me hace raro pronunciar esas palabras, pero su expresión hace que valga
la pena. Sofoca un grito.
—¿Qué acabas de decir?
Las lágrimas inundan inmediatamente sus ojos al oír las palabras que nunca
le digo. No sé qué me ha llevado a pronunciarlas ahora, tal vez el saber que
sólo desea lo mejor para mí.
O quizá que esté aquí ahora y que haya desempeñado
un papel tan importante en la decisión de Pau de perdonarme. No lo sé, pero su
mirada hace que desee habérselo dicho antes. Ha pasado por muchas cosas, y ha
hecho todo lo posible por ser una buena madre para mí. Debería disfrutar del
sencillo placer de escuchar que su único hijo la quiere más de una vez en todos
estos años.
Estaba muy enfadado, aún lo estoy, pero no es culpa suya. Nunca lo ha sido.
—Que te quiero, mamá —repito algo avergonzado.
Tira de mí y me estrecha con fuerza entre sus brazos, con más fuerza de la
que suelo tolerar.
—Ay, Pedro, yo también te quiero. Te quiero muchísimo, hijo.
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