Pau
Pedro se ha ruborizado. Una sonrisa nerviosa le baila en los labios y lo
miro en silencio un minuto.
Luego prácticamente me planto en sus narices de un salto y estoy a punto de
tirarlo al suelo de las ganas que tengo de tener cerca a este loco salvaje. Es
lo bastante fuerte para impedir que nos comamos el suelo. Lo abrazo con todas
mis fuerzas y se atraganta, así que aflojo un poco la presión.
—¡Es... es absolutamente perfecto! —sollozo—. Gracias. Es un detalle
increíble.
Apoyo la frente en la suya y me acurruco en su regazo.
De inmediato, sin embargo, me apresuro a apartarme. Por un instante se me
había olvidado que no estamos solos.
—¡Lo siento! —me disculpo ante Trish, y vuelvo a mi sitio en el sofá.
Ella me sonríe con complicidad.
—No tienes por qué disculparte, cielo.
Pedro no dice nada. Sé que no quiere hablar del regalo delante de su madre,
así que cambio de tema. Su regalo es alucinante. No podría haber escogido una
cita más acertada de ninguna otra novela.
«No sé de qué están hechas las almas, pero la mía y la suya son una sola»...
Describe también lo que siento por él. Somos muy distintos, pero a la vez somos
iguales, del mismo modo que Catherine y Heathcliff. Sólo espero no compartir
también su destino. Prefiero pensar que hemos aprendido de sus errores y que no
permitiremos que nos suceda lo mismo que a ellos.
Me pongo la pulsera y muevo el brazo de un lado a otro, despacio, para ver
cómo se mueven los charms. Nunca me habían hecho un regalo como éste. Creía que
era imposible superar el libro electrónico, pero Pedro ha conseguido
sorprenderme con este brazalete. Noah siempre me regalaba lo mismo: perfume y
calcetines. Todos los años. Claro que yo también le regalaba colonia y
calcetines todos los años. Éramos así, nos iba la rutina y el aburrimiento.
Contemplo la pulsera unos segundos más antes de darme cuenta de que Pedro y
su madre me están mirando. Me levanto inmediatamente y empiezo a recoger los
papeles de regalo.
Con una carcajada, Trish pregunta:
—¿Y bien, señorita y caballero?, ¿qué planes tenemos para hoy?
—A mí me apetece echarme una siesta —contesta Pedro, y ella pone los ojos
en blanco.
—¿Una siesta? ¿Tan temprano? ¿Y en Navidad? —se burla.
—Por enésima vez: hoy no es Navidad —dice un poco borde. Luego sonríe.
—Eres un rollo —lo regaña Trish dándole un golpe en el brazo.
—De tal palo, tal astilla.
Se pelean de broma y me pierdo en mis pensamientos mientras recojo la
montaña de papel de regalo roto y arrugado y la tiro al contenedor metálico. Me
siento fatal por no haberle comprado nada a Pedro. Ojalá el centro comercial
estuviera abierto... No sé qué le compraría, pero cualquier cosa es mejor que
nada. Miro otra vez el brazalete y acaricio con el dedo el pequeño infinito. Es
increíble que me haya comprado un amuleto a juego con su tatuaje.
—¿Ya has terminado?
Doy un brinco al oír su voz y sentir su aliento en mi oreja. Me vuelvo y le
pego un cachete. —¡Me has asustado!
—Perdona, amor —dice entre risas.
El corazón se me sale del pecho cuando me llama «amor». No es propio de él.
Lo noto sonreír con la boca pegada a mi cuello y me rodea la cintura con los
brazos.
—¿Te apetece echarte una siesta conmigo?
Me vuelvo hacia él.
—No. Me quedo aquí con tu madre. Pero... —añado con una sonrisa— iré a
arroparte.
Prefiero no dormir la siesta a menos que esté demasiado agotada para hacer
nada, y me gustaría pasar un rato con su madre, o leer, o algo así.
Pedro pone cara de exasperación pero me conduce al dormitorio. Se quita la
camiseta y la tira al suelo. Mis ojos viajan por los paisajes de tinta de su
piel y me sonríe.
—¿De verdad te ha gustado la pulsera? —pregunta acercándose a la cama. Tira
los cojines al suelo y yo los recojo.
—¡Eres un cerdo! —protesto. Dejo los cojines sobre el arcón y la camiseta
de Pedro en la cómoda antes de coger mi libro electrónico y tumbarme en la cama
con él—. Y la respuesta es sí: me encanta la pulsera. Es un detalle precioso, Pedro.
¿Por qué no me has dicho que el regalo era tuyo?
Tira de mí y me coloca la cabeza en su pecho.
—Porque sabía que ya te sentías bastante mal por no haberme comprado nada
—dice, y se echa a reír—. Y que al ver mi maravilloso regalo te sentirías aún
peor.
—Vaya, eres tan humilde... —bromeo.
—Además, cuando lo encargué, no sabía si ibas a volver a dirigirme la
palabra —confiesa.
—Sabías que volvería.
—No, la verdad es que no. Esta vez se te veía distinta.
—¿Y eso?
—No sabría decirte. No era como el centenar de veces que has dicho que no
querías nada conmigo. —Me aparta un mechón rebelde de la frente con el pulgar.
Me concentro en el subir y bajar de su pecho.
—Bueno... Yo lo sabía. Quiero decir que no quería admitirlo, pero sabía que
volvería contigo. Siempre lo hago.
—No te daré motivos para que vuelvas a dejarme.
—Eso espero —le digo, y le beso la palma de la mano—. Y yo a ti tampoco.
No digo nada más porque, por ahora, no hay nada más que decir. Tiene sueño
y no quiero que siga repitiendo que voy a dejarlo. A los pocos minutos está
frito. Desde que Pedro me ha llamado Daisy esta mañana me han entrado ganas de
releer El gran Gatsby, así que busco en la biblioteca de mi libro electrónico
para ver si Pedro me lo ha descargado. No podía faltar. Justo cuando me
dispongo a reunirme con su madre, oigo una voz furibunda de mujer.
—¡Disculpe!
«Mi madre.» Dejo el libro electrónico a los pies de la cama y me levanto.
«¿Qué demonios está haciendo aquí?»
—¡No tiene usted derecho a entrar ahí! —le grita Trish.
Trish. Mi madre. Pedro. El apartamento. Mierda. Esto no va a acabar bien.
La puerta del dormitorio se abre de par en par y aparece mi madre, con
aspecto sofisticado pero amenazador, con un vestido rojo y unos zapatos negros
de tacón. Lleva el pelo rizado y recogido en lo alto de la coronilla y un tono
de carmín demasiado brillante para mis ojos.
—¿Cómo es posible que hayas vuelto aquí? ¡Después de todo lo ocurrido!
—grita.
—Mamá... —empiezo a decir mientras se vuelve hacia Trish.
—Y ¿usted quién demonios es? —pregunta acercándose demasiado a Trish.
—Soy su madre —dice ella señalando a Pedro.
Él gruñe medio dormido y abre los ojos.
—Pero ¿qué coño pasa? —Es lo primero que sale de su boca cuando ve al
diablo vestido de carmesí.
Mi madre se vuelve hacia mí.
—Vámonos, Pau.
—Yo no voy a ningún lado. ¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunto.
Resopla y se lleva las manos a las caderas.
—Ya te lo he dicho: eres mi única hija y no voy a quedarme sentada de
brazos cruzados viendo cómo arruinas tu vida por este... gilipollas.
Sus palabras son gasolina bajo mi piel, y de inmediato salgo en su defensa.
—¡No hables así de él! —le grito.
—Ese gilipollas es mi hijo, señora —dice Trish con cara de pocos amigos.
Por muy divertida que sea, es una mujer dispuesta a lanzarse a los leones por
su hijo.
—Ya, pues su hijo está destrozando y corrompiendo a mi hija —contraataca mi
madre.
—Vosotras dos, fuera —dice Pedro levantándose de la cama.
Mi madre menea la cabeza y le sonríe con toda la dentadura.
—Paula, recoge tus cosas. Ahora.
Que me dé órdenes me sienta fatal.
—¿Qué parte de «yo no voy a ningún lado» no has entendido? Te di la
oportunidad de pasar las fiestas conmigo pero fuiste demasiado orgullosa para
permitírmelo. —Sé que no debería hablarle así, pero no puedo evitarlo.
—¡¿Demasiado orgullosa? ¿Crees que por comprarte un par de vestidos de
putón y haber aprendido a maquillarte de repente sabes más que yo de la vida?!
—Aunque está gritando, parece que se esté riendo, como si mis elecciones fueran
un chiste—. Pues te equivocas. ¡Que te hayas entregado a esta... esta escoria
no te convierte en una mujer! No eres más que una mocosa. Una mocosa ingenua y
fácil de impresionar. Recoge tus cosas antes de que lo haga yo.
—No va a tocar ni un lápiz —le espeta Pedro —. No va a irse con usted. Se
va a quedar aquí conmigo, donde debe estar.
Mi madre se vuelve hacia él. La risa ha desaparecido.
—¿Donde debe estar? ¿Donde debía estar cuando la dejaste tirada en un
maldito motel después de todo lo que le hiciste? No eres digno de ella y no va
a quedarse aquí contigo.
—Señora, está usted hablando con dos personas adultas —interviene Trish—. Pau
es suficientemente responsable. Si lo que quiere es quedarse, usted no puede
hacer nada para...
Los ojos centelleantes de mi madre buscan los ojos impávidos de la madre de
Pedro. Esto es un desastre. Abro la boca para decir algo pero mi madre se me
adelanta.
—¿Cómo puede usted defender su comportamiento pecaminoso e indecente?
¡Deberían encerrarlo después de lo que le hizo a mi hija!
—Es evidente que ella ha decidido perdonarlo, y a usted no le queda otra
que aceptarlo —dice Trish sin despeinarse.
Está demasiado tranquila. Parece una serpiente, de esas que se deslizan
imperceptiblemente y nunca sabes cuándo van a atacar. Pero cuando lo hacen, es
el final. Mi madre es la presa y ahora mismo espero que la picadura de Trish
sea venenosa.
—¿Perdonarlo? Le robó su inocencia como parte de un juego, de una apuesta
con sus amigos. ¡Y luego fue a presumir de su hazaña ante ellos mientras ella
estaba aquí jugando a las casitas!
El grito quedo de Trish anula los demás sonidos, y durante un segundo sólo
se oye el silencio. Boquiabierta, mira a su hijo.
—¿Qué...?
—Ah, ¿no se lo habían contado? ¿Quiere decir que el muy embustero tenía
engañada incluso a su madre? Pobre mujer, no me extraña que lo estuviera
defendiendo —dice mi madre meneando la cabeza—. Su hijo se apostó con sus
amigos, por dinero, que desvirgaría a Pau. Incluso guardó la prueba y la
exhibió por todo el campus.
Estoy patidifusa. No dejo de mirar a nuestras madres porque tengo miedo de
mirar a Pedro. Por el cambio en su respiración, sé que pensaba que no le había
contado a mi madre los detalles de su traición. En cuanto a Trish, no quería
que supiera las cosas tan horribles que ha hecho su hijo. Era mi vergüenza, y
yo decidía si compartirla o no.
—¿La prueba? —dice Trish con la voz temblorosa.
—Sí, la prueba. ¡El preservativo! Ah, y las sábanas manchadas de sangre de
la virginidad robada de Pau. A saber en qué se habrá gastado el dinero, pero le
contó a todo el mundo hasta el último detalle de sus momentos de... intimidad.
Ahora dígame si debería obligar a mi hija a venir conmigo o no. —Mi madre
arquea una ceja inquisitiva y perfectamente depilada en dirección a Trish.
Lo noto en cuanto sucede. Siento el cambio en la habitación, en el flujo de
la energía. Trish se ha pasado al bando de mi madre. Intento desesperadamente
aferrarme al borde del precipicio que es Pedro, pero puedo verlo a la
perfección en la mirada de asco que le dirige a su hijo. Una mirada que dice
que esto no es nada nuevo. Es algo que ya ha tenido que usar contra su hijo,
como un recuerdo que vuelve en forma de expresión facial. Una mirada que deja
muy claro que se cree, una vez más, todo lo malo que le cuentan de su hijo.
—¡¿Cómo has podido, Pedro?! —grita—. Esperaba que hubieras cambiado...
Esperaba que hubieras dejado de hacerles esas cosas a las chicas..., a las
mujeres. ¿Acaso has olvidado lo que ocurrió la última vez?
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