Pau
La cabeza de Pedro me pesa en el estómago. Mi móvil vibra en la mesilla de
noche y me despierta. Lo hago a un lado con todo el cuidado del mundo y cojo el
maldito aparato. En la pantalla brilla el nombre de mi madre y gruño antes de
contestar.
—¿Paula? —dice severa al otro
lado.
—Sí.
—¿Dónde estás? ¿A qué
hora vas a llegar? —inquiere.
—No voy a ir, mamá.
—Es Nochebuena, Pau. Sé
que estás enfadada por lo de tu padre, pero necesito que pases la Navidad
conmigo. No deberías estar sola en un motel.
Me siento un poco culpable por no pasar las vacaciones con mi madre. No es
la mujer más agradable del mundo, pero soy todo lo que tiene. Aun así, le digo:
—No voy a ir hasta allí,
mamá. Está nevando y no quiero estar en casa.
Pedro se mueve y levanta la cabeza. Justo cuando voy a decir que no emita
ni un suspiro, abre la boca.
—¿Qué pasa? —dice, y oigo el grito ahogado de mi madre.
—¡Paula Chaves! ¿Es que
te has vuelto loca? —grita.
—Mamá, no quiero
discutirlo ahora mismo.
—¡Es él, no me mientas!
¡Reconozco su voz!
Vaya asco de despertar. Me quito a Pedro de encima, cubro mi cuerpo desnudo
con la manta y me siento.
—Voy a colgar, mamá.
—No te atrevas a
colgar...
Pero me atrevo. Y luego pongo el móvil en silencio. Sabía que tenía que
enterarse más tarde o más temprano, pero habría preferido que fuera más bien
tarde.
—Vale, pues ya sabe que hemos vuelto... a estar juntos. Te ha oído y está
hecha una furia —digo, y le enseño el móvil para que vea que mi madre ha
llamado dos veces en menos de un minuto.
Se acurruca a mi espalda.
—Habría acabado enterándose de todos modos, mejor que haya sido así.
—Pues no. Podría habérselo contado yo en vez de haberlo descubierto ella
sola porque te ha oído por el teléfono.
Se encoge de hombros.
—Lo mismo da: se habría cabreado igual.
—Aun así. —Me molesta un poco que Pedro reaccione de ese modo. Sé que mi
madre le importa un bledo, pero al fin y al cabo es mi madre y no quería que se
enterara de ese modo—. No te costaría nada ser un poco más amable.
Asiente y dice:
—Perdona.
Esperaba que se pusiera borde. Qué agradable sorpresa.
A continuación sonríe y me atrae hacia sí.
—¿Y si te preparo el desayuno, Daisy?
—¿Daisy? —inquiero con una ceja enarcada.
—Es pronto y no estoy muy fino con las citas literarias, pero estás
gruñona... Así que te he llamado Daisy.
—Daisy Buchanan no era gruñona, y yo tampoco —refunfuño, aunque no puedo
evitar sonreír.
Suelta una carcajada.
—Lo eres, y ¿cómo sabes a qué Daisy me refiero?
—No hay muchas y te conozco bien.
—¿Ah, sí?
—Sí, y que sepas que no me siento ofendida —lo pincho.
—Ya, ya..., señora Bennet —contraataca.
—Como has dicho «señora», imagino que te refieres a la madre, no a
Elizabeth, y que intentas decir que soy insufrible. Pero como no estás muy
fino, ¿a lo mejor querías decir que soy encantadora? No hay quien te entienda.
—Le sonrío.
—Está bien, está bien... Joder. —Se ríe—. A uno se le ocurre hacer un
chiste malo y lo mandan al paredón.
Mi cabreo inicial se disuelve mientras seguimos con nuestro duelo verbal y
me levanto de la cama. Pedro dice que podemos quedarnos en pijama porque no
vamos a salir de casa. Se me hace raro. En casa de mi madre tendría que ponerme
la ropa de los domingos.
—Ponte mi camiseta —dice señalando la que tiramos anoche al suelo.
Sonrío, la recojo y me la pongo junto con unos pantalones de chándal. No
creo que Noah me haya visto nunca en chándal. Hace poco que empecé a
maquillarme, pero siempre he ido bien vestida. Me pregunto qué habría pensado
Noah si hubiera aparecido por su casa vestida así para pasar un rato con él.
Tiene gracia, siempre creí que me encontraba a gusto con Noah, creía que era yo
misma cuando estaba con él porque me conocía de toda la vida, cuando en
realidad no me conoce en absoluto. No conoce a la verdadera Pau. Con Pedro estoy
tan cómoda que hasta me atrevo a sacarla.
—¿Lista? —me pregunta.
Asiento y me recojo el pelo en un moño flojo. Apago el móvil y lo dejo
encima de la cómoda, luego salgo con Pedro al salón. Un delicioso aroma a café
inunda el apartamento. Trish está en la cocina, haciendo tortitas.
Sonríe y se vuelve hacia nosotros.
—¡Feliz Navidad!
—Aún no es Navidad —dice Pedro, y lo miro mal.
Pone los ojos en blanco y le sonríe a su madre. Me sirvo una taza de café y
le doy las gracias a Trish por preparar el desayuno. Pedro y yo nos sentamos a
la mesa mientras nos cuenta cómo su abuela le enseñó a preparar esta clase de
tortitas. Pedro la escucha con atención y hasta sonríe.
Empezamos a comer. Son las tortitas de arándanos más suculentas del mundo.
—¿Vamos a abrir hoy los regalos? —pregunta Trish—. Lo digo porque imagino
que mañana estarás en casa de tu madre.
No sé muy bien qué contestar, y empiezo a rebuscar las palabras.
—En realidad..., no... La verdad..., le he dicho a...
—Mañana va a ir a casa de papá. Se lo prometió a Landon, que no tiene más
amigos, así que no puede cancelarlo —interviene Pedro.
Le agradezco que me eche un cable, pero que diga que soy la única amiga que
tiene Landon es cruel... Puede que sea verdad, pero él también es mi único
amigo.
—Ah... No pasa nada, cariño. No temas decirme ese tipo de cosas. No tengo
nada en contra de que visites a Ken —dice Trish, y no sé si se dirige a mí o a Pedro.
Él niega con la cabeza.
—Yo no voy a ir. Le dije a Pau que tú y yo pasábamos.
Trish se queda con el tenedor en la boca.
—¿También me habían invitado a mí? —dice sorprendida a más no poder.
—Sí... Querían que vinierais los dos —le explico.
—¿Por qué? —pregunta.
—No... lo... sé —digo.
Es la pura verdad. Karen es muy amable y sé que quiere que su marido y Pedro
hagan las paces.
Ésa es la única explicación que se me ocurre.
—Ya les he dicho que no vamos a ir. No te preocupes, mamá.
Trish se saca por fin el tenedor de la boca y mastica pensativa.
—No, puede que debamos ir —dice al rato para mi sorpresa y la de Pedro.
—¿Por qué quieres ir allí? —le pregunta él con mala cara.
—No lo sé... La última vez que vi a tu padre fue hace casi diez años. Creo
que me debo a mí misma ver cómo le ha dado la vuelta a su vida. Además, sé que
no quieres pasar la Navidad sin Pau.
—Podría quedarme —digo.
No quiero cancelar lo de mañana pero tampoco quiero que Trish se sienta
obligada a ir.
—No, de verdad. Me parece bien. Deberíamos ir todos.
—¿Estás segura? —La preocupación de Pedro es evidente.
—Sí... No será tan terrible. —Sonríe—. Además, si Kathy es quien le ha
enseñado a Pau a preparar esas deliciosas galletas, imagínate el festín que nos
espera.
—Karen, mamá. Se llama Karen.
—Oye, que es la esposa de mi exmarido, con quien voy a pasar la Navidad.
Puedo llamarla como me plazca. —Suelta una carcajada y me río con ella.
—Avisaré a Landon de que vamos a ir todos —digo, y me levanto para ir a por
el móvil.
Nunca imaginé que pasaría la Navidad con Pedro y con su familia al
completo. Estos últimos meses no han sido para nada lo que esperaba.
Cuando enciendo el teléfono veo que tengo tres mensajes en el buzón de voz,
todos de mi madre, seguro. No los escucho, sino que marco el número de Landon.
—Hola, Pau. ¡Feliz Nochebuena! —me
saluda, tan alegre como siempre. Me lo imagino sonriente.
—Feliz Nochebuena,
Landon.
—¡Gracias! Lo primero:
espero que no te hayas rajado.
—No, claro que no. Más bien al
contrario. Llamo para preguntarte si todavía queréis que Pedro y Trish vayan
también.
—¿De verdad? ¿Han aceptado?
—Sí...
—¿Eso significa que Pedro
y tú...?
—Sí... Ya sé que soy una
imbécil por...
—Yo no he dicho eso.
—Lo sé, pero seguro que
lo estás pensando...
—No. Mañana lo hablamos,
si quieres, pero no eres ninguna imbécil, Pau.
—Gracias —le digo de corazón.
Debe de ser la única persona que no tiene una opinión negativa al respecto.
—Le diré a mi madre que van a venir.
Se pondrá muy contenta —dice antes de colgar.
Para cuando regreso al salón, Trish y Pedro están sentados con sus regalos
en el regazo, y veo dos cajas sobre el sofá que imagino que son para mí.
—¡Yo primero! —dice Trish, y rasga el papel con dibujos de copos de nieve
de una de las cajas. Sonríe de oreja a oreja al ver el chándal que le he
comprado—. ¡Me encanta! ¿Cómo lo has sabido? — dice señalando el gris que lleva
puesto.
—No se me da muy bien comprar regalos —le digo.
Se ríe.
—No seas tonta. Es muy bonito —me asegura mientras abre la segunda caja.
Se toma un momento para ver lo que hay dentro, le da un abrazo a Pedro y
saca un collar que dice «Mamá», justo lo que él me había dicho. Parece que
también le gusta la bufanda gruesa que su hijo le ha comprado.
Me estoy arrepintiendo de no haberle comprado nada a Pedro. Sabía que tarde
o temprano volvería con él, y creo que él también lo sabía. No ha mencionado
que me haya comprado nada, y las dos cajas que tengo en el regazo tienen la
firma de Trish, qué alivio.
Pedro es el siguiente. Le dedica a su madre su mejor sonrisa falsa cuando
ve la ropa que le ha regalado. Hay un jersey rojo de manga larga. Intento
imaginarme a Pedro con otro color que no sea ni el blanco ni el negro, pero me
resulta imposible.
—Te toca —me dice.
Nerviosa, sonrío y le quito el lazo brillante a la caja del primer regalo.
A Trish se le da mejor elegir ropa de mujer que de hombre, como demuestra el
vestido amarillo claro que contiene la caja. Es corto y ligero, y me encanta.
—Muchas gracias. ¡Es precioso! —exclamo y le doy un abrazo.
Aprecio de corazón que se haya acordado de mí. Acaba de conocerme, pero me
trata con tanto cariño que es como si la conociera desde hace tiempo.
La segunda caja es mucho más pequeña, pero han usado tanta cinta adhesiva
para envolverla que me resulta casi imposible quitarle el papel. Cuando al fin
lo consigo, descubro un brazalete, una pulsera de charms. Nunca antes había
visto una igual. Trish es tan detallista como su hijo. La levanto y acaricio
con los dedos el cordón para poder ver bien los colgantes. Sólo hay tres, un
poco más grandes que la uña de mi pulgar. Dos son de peltre y el tercero es completamente
blanco..., ¿porcelana? El blanco es un infinito con los extremos en forma de
corazón. Como el tatuaje de la muñeca de Pedro. Lo miro a él y miro el tatuaje.
Se revuelve y vuelvo a mirar el brazalete. El segundo colgante es una nota
musical, y el tercero, un poco más grande que los otros dos, tiene forma de
libro. Cuando paso los dedos por encima, noto que tiene algo inscrito al dorso.
Dice:
«No sé de qué están
hechas las almas, pero la mía y la suya son una sola».
Alzo la vista en dirección a Pedro y me trago las lágrimas que amenazan con
formarse tras mis párpados. Esto no me lo ha comprado su madre.
Esto me lo ha comprado él.
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