Divina

Divina

viernes, 13 de noviembre de 2015

After 2 Capítulo 34



Pau

Abro la boca y Pedro no desaprovecha la oportunidad de meterme la lengua. El metal del piercing de su labio inferior está frío, y paso la lengua por la suave superficie. Es un sabor que me resulta familiar y me pone a cien, como siempre. Por mucho que me resista, lo necesito. Necesito tenerlo cerca, necesito que me consuele, que me rete, que me haga enfadar, que me bese y que me quiera. Enrosco los dedos en su pelo y tiro de los suaves mechones cuando me estrecha entre sus brazos con más fuerza. Ha dicho todo cuanto necesitaba oír, y me siento mejor con mi insensata decisión de permitirle que vuelva a mi vida..., aunque la verdad es que nunca ha dejado de formar parte de ella. Sé que debería haber aguantado más, que debería haberlo torturado y haberlo hecho esperar igual que él me torturó con sus mentiras. Pero no puedo. No es como en las películas. Es la vida real, mi vida, y a mi vida le falta algo sin él. Mi vida es insoportable sin él. Este chico tatuado, maleducado y enfadado con el mundo se me ha metido en la piel, en el corazón, y sé que, por mucho que lo intente, no conseguiré librarme de él.

Su lengua me acaricia el labio inferior y me muero de la vergüenza cuando se me escapa un gemido gutural. Me aparto. Estamos sin aliento, me arde la piel y él tiene las mejillas encendidas.

—Gracias por darme otra oportunidad —jadea estrechándome contra su pecho.

—Lo dices como si hubiera tenido elección —replico.

—La tienes —dice frunciendo el ceño.

—Lo sé —miento.

Lo cierto es que no he tenido elección desde que lo conocí. Estoy loca por él desde la primera vez que nos besamos.

—¿Y ahora qué? —pregunto.

—Lo que tú decidas. Yo sé lo que quiero.

—Quiero que volvamos a estar como antes de... como antes de todo lo que pasó.
Pedro asiente.

—Eso quiero yo también, nena. Te lo compensaré, te lo prometo.

Cada vez que Pedro me llama «nena» siento mariposas en el estómago. Su voz ronca, el acento británico y la delicadeza que hay detrás de su tono son una combinación irresistible.

—Por favor, no hagas que me arrepienta —le suplico, y me coge la cara entre las manos de nuevo.

—No lo haré. Ya lo verás —me promete y me besa otra vez.

Sé que tenemos muchas cosas que solucionar, pero estoy tranquila, decidida y segura de haber hecho lo correcto. Me preocupa la reacción de todo el mundo, sobre todo la de mi madre, aunque ya me ocuparé de eso llegado el momento. El hecho de que no vaya a pasar la Navidad con ella por primera vez en dieciocho años para poder estar con Pedro y que hayamos decidido volver a estar juntos no hará más que empeorar las cosas con ella, pero la verdad es que me da igual. Bueno, me importa, pero no puedo seguir bregando con cada decisión que tomo y es imposible tenerla contenta, así que he dejado de intentarlo.

Apoyo la cabeza en el pecho de Pedro y él me coge la coleta y la retuerce entre los dedos. Me alegro de haber terminado de envolver los regalos. Ya ha sido bastante estresante tener que comprarlos a última hora.

«Mierda. No le he comprado nada a Pedro.» ¿Me habrá comprado él algún regalo? No creo, pero ahora que volvemos a estar juntos... O que estamos juntos por primera vez... Me preocupa que me haya comprado algo y que se sienta mal cuando vea que yo no tengo regalo para él. ¿Qué podría regalarle?

—¿Qué te pasa? —pregunta levantándome la barbilla.

—Nada...

—No habrás... —empieza a decir, despacio y dubitativo—. No habrás... cambiado de opinión.

—No..., no. Sólo es que... no te he comprado ningún regalo —confieso.
Sonríe y me mira.

—¿Estás preocupada porque no me has comprado nada? —Se echa a reír—. Pau, de verdad, me lo has dado todo. Es absurdo que te preocupes por un simple regalo de Navidad.

Aun así, me siento culpable, aunque me encanta la convicción con la que lo dice.

—¿Estás seguro? —pregunto.

—Del todo. —Vuelve a reírse.

—Te compraré un superregalo de cumpleaños —digo, y vuelve a acariciarme el labio inferior con el dedo.

Entreabro la boca y espero a que me bese de nuevo, pero sus labios se posan en mi nariz y luego en mi frente. Es un gesto sorprendentemente dulce.

—No celebro mi cumpleaños —explica.

—Lo sé..., yo tampoco celebro el mío. —Es de lo poco que tenemos en común.

—¿ Pedro? —Se oye la voz de Trish mientras llama con cuidado a la puerta. Él gruñe y pone los ojos en blanco y yo me bajo de su regazo.
Lo miro algo ofendida.

—No te vas a morir por tratarla un poco mejor... Lleva mucho tiempo sin verte.

—No la trato mal —dice. Y sé que de verdad lo cree.

—Intenta ser un poco más amable con ella, hazlo por mí. —Parpadeo como una vampiresa y él menea la cabeza.

—Eres un demonio —me espeta.

Su madre vuelve a llamar.

—¿ Pedro?

—¡Voy! —dice, y se baja de la cama de un salto.

Cuando abre la puerta, veo que su madre parece terriblemente aburrida.

—¿Os apetece ver una película? —pregunta.

Pedro se vuelve hacia mí y enarca una ceja cuando digo:

—Sí —y me levanto de la cama.

—¡Fantástico! —sonríe ella y despeina a su hijo.

—Voy a cambiarme —dice Pedro echándonos del cuarto con un gesto de la mano.
Trish me tiende la mano.

—Ven, Pau. Vamos a preparar algo para picar.

Sigo a su madre a la cocina. Será mejor que no vea a Pedro cambiándose de ropa. Quiero ir poco a poco. Despacio. No sé si eso es posible con él. Me pregunto si debería decirle a Trish que he decidido perdonar a su hijo, o al menos intentarlo.

—¿Galletas? —sugiere.

Asiento y abro los armarios de la cocina.

—¿De mantequilla de cacahuete? —le pregunto cogiendo la harina.
Trish enarca las cejas impresionada.

—¿Sabes hacerlas? Yo suelo comprar la masa lista para hornear, pero mucho mejor si sabes hacerlas caseras.

—No soy una gran cocinera, pero Karen me ha enseñado a preparar una receta fácil de galletas de mantequilla de cacahuete.

—¿Karen? —pregunta, y se me cae el alma a los pies.
No quería mencionar a Karen. Lo último que pretendo es incomodar a Trish. Me vuelvo para encender el horno y esconder mi vergüenza.

—¿La conoces? —dice.

No sé interpretar su tono de voz, así que me ando con pies de plomo.

—Sí... Su hijo, Landon, es mi amigo..., mi mejor amigo.
Trish me pasa unos cuencos y una cuchara y pregunta intentando parecer neutral:

—Ah... Y ¿cómo es?

Enraso la harina en la cuchara de medir y la echo en un cuenco grande tratando que nuestras miradas no se encuentren. No quiero contestar. No me apetece mentir, pero no sé cómo se siente con respecto a Ken y a su nueva esposa.

—Puedes contármelo —insiste.

—Es encantadora —confieso.
Asiente.

—Me lo imaginaba.

—No ha sido mi intención mencionarla. Se me ha escapado —me disculpo.
Me pasa la mantequilla.

—No te preocupes, cielo. No le deseo nada malo a esa mujer, nada en absoluto, aunque por supuesto me encantaría oír que es más fea que un trol. —Se echa a reír y me siento muy aliviada—. Pero me alegro de que el padre de Pedro sea feliz. Sólo querría que mi hijo olvidara todo el rencor que siente hacia él.

—Lo ha... —empiezo a decir, pero cierro el pico en cuanto Pedro entra en la cocina.

—¿Qué decías? —me pregunta Trish.

Miro a uno y a otra. No me corresponde a mí decírselo si Pedro no lo ha hecho.

—¿De qué estáis hablando, pareja? —pregunta Pedro.

—De tu padre —responde Trish, y él palidece. Por su expresión, sé que no tenía intención de contarle la relación incipiente con su padre.

—No sabía que... —intento explicarle, pero levanta la mano para que me calle.
Odio lo mucho que le gusta guardar su intimidad. Imagino que tendré que vivir con ello.

—Tranquila, Pau. He estado... pasando algo de tiempo con él —dice Pedro rojo como un tomate.

Sin pensar, me pongo a su lado. Esperaba que se enfadara conmigo y que le mintiera a su madre, pero me alegro de haberme equivocado.

—¿En serio? —pregunta ella muy sorprendida.

—Sí... Perdona, mamá. Ni me acerqué a él hasta hace un par de meses. Me emborraché y le destrocé el salón..., pero luego pasé un par de noches en su casa y fuimos a su boda.

—¿Has vuelto a beber? —inquiere Trish, y los ojos empiezan a llenársele de lágrimas—. Pedro, por favor, dime que no has vuelto a beber.

—No, mamá. Sólo fue en un par de ocasiones. Nada que ver con lo de antes —le promete.
¿«Lo de antes»? Sé que solía beber demasiado pero, por la reacción de su madre, es mucho peor de lo que me había dado a entender.

—¿Estás enfadada conmigo por haber ido a verlo? —pregunta Pedro, y le pongo la mano en la cintura para reconfortarlo.

—Ay, hijo. Nunca me enfadaría contigo por relacionarte con tu padre. Estoy sorprendida, eso es todo. Podrías habérmelo dicho. —Parpadea un par de veces para contener las lágrimas—. Llevo mucho tiempo deseando que olvides el resentimiento que le tienes. Fue una época horrible de nuestras vidas, pero sobrevivimos y la dejamos atrás. Tu padre no es el hombre que era y yo tampoco soy la misma mujer.

—Eso no cambia nada —dice él en voz baja.

—No, no cambia nada, pero a veces uno tiene que elegir olvidar, seguir adelante. Me hace muy muy feliz que hayas estado viéndolo. Te hará bien. La razón por la que te envié aquí..., bueno, una de las razones, fue para que lo perdonaras.

—No lo he perdonado.

—Pues deberías —dice ella con sinceridad—. Yo lo he hecho.

Pedro se apoya sobre los codos en la encimera y deja caer la cabeza mientras le acaricio la espalda con la mano. Al notar el gesto, Trish me sonríe como diciéndome que lo ha pillado. La admiro más que nunca. Es tan fuerte y cariñosa pese a lo poco afectuoso que es su hijo... Ojalá tuviera a alguien en su vida, igual que Ken tiene a Karen.
Pedro debe de estar pensando exactamente lo mismo porque deja caer la cabeza y dice:

—Pero él vive en una mansión y conduce coches caros. Tiene una nueva esposa... y tú estás sola.

—Me dan igual su casa y su dinero —le asegura ella. Luego sonríe—. Y ¿qué te hace pensar que estoy sola?

—¿Qué? —Levanta la cabeza sorprendido.

—¡No te asombres tanto! Soy un buen partido, hijo.

—¿Estás saliendo con alguien? ¿Con quién?

—Con Mike. —Se ruboriza, y me encanta.
La mandíbula de Pedro llega al suelo.

—¿Con Mike? ¿El vecino?

—Sí, con el vecino. Es un hombre muy bueno, Pedro. —Se echa a reír y me mira con complicidad —. Y me resulta muy cómodo tenerlo justo al lado.
Pedro hace oídos sordos a eso último.

—¿Desde cuándo? ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Desde hace un par de meses. No es nada serio..., por ahora. Además, no creo que seas quién para darme consejos amorosos —se burla ella.

—Pero ¿Mike? Es un poco...

—No hables mal de él. Todavía estás en edad de recibir una azotaina —lo regaña Trish con una sonrisa juguetona.

Pedro levanta los brazos en señal de derrota. —Vale, vale...

Está mucho más relajado que esta mañana. La tensión entre nosotros casi ha desaparecido y me hace muy feliz verlo bromear con su madre.
A continuación, Trish anuncia muy contenta:

—¡Perfecto! Voy a escoger la película. No vengáis sin las galletas.

Sonríe y nos deja solos en la cocina.
Me acerco al cuenco de los ingredientes y termino de mezclar la masa. Me chupo el dedo y Pedro, siempre de gran ayuda, apunta:

—No creo que eso sea muy higiénico.

Meto el dedo en el cuenco, rebaño la masa pegajosa y me acerco a él.

—Prueba.

Intento transferir la masa a su mano pero se lleva mi dedo a la boca y lo chupa. Ahogo un gemido y trato de convencerme de que sólo es su forma de limpiarme la masa de galleta... a pesar de cómo me está mirando..., a pesar de cómo me pasa la lengua por el dedo. A pesar de que la temperatura en la cocina haya subido trescientos grados y a pesar de que el corazón me lata tan fuerte que se me va a salir del pecho.

—Ya basta —digo sacando el dedo de su boca.

Me lanza una sonrisa maliciosa.

—Tendrá que esperar.

El plato de galletas desaparece durante los primeros diez minutos de película. He de confesar que me siento orgullosa de haber aprendido a hacer galletas. Trish me alaba mucho, y Pedro se come la mitad, cosa que me sirve como cumplido.

—¿Es malo que estas galletas sean lo que más me ha gustado de Estados Unidos hasta la fecha? — dice llevándose la última a la boca.

—Sí, una pena —se burla Pedro, y yo me río por lo bajo.

—Vas a tener que hacerlas todos los días hasta que me vaya, Pau.

—Por mí, perfecto. —Sonrío y me acurruco contra Pedro. Me rodea la cintura con el brazo y doblo las piernas para poder estar más cerca de él.

Trish se queda dormida casi al final de la película, pero Pedro baja el volumen del televisor para que podamos terminar de verla sin despertarla. Para entonces estoy llorando a moco tendido. Es una de las películas más tristes que he visto. No sé cómo Trish ha podido quedarse dormida.

—Ha sido espantoso. Muy bonita pero muy triste —sollozo.

—Es culpa de mi madre. Yo quería ver una comedia y no sé cómo hemos acabado viendo La milla verde. Ya te lo advertí.

Sube la mano de mi cintura a mis hombros, me estrecha contra su pecho y me da un beso en la frente.

—Podemos poner «Friends» cuando estemos en el dormitorio para que te olvides de que al final se mue...

—¡ Pedro, no me lo recuerdes! —protesto.

No obstante, se echa a reír antes de levantarse del sofá y tirar de mi brazo para que yo haga lo mismo. Una vez en la habitación, Pedro enciende la lámpara de la mesilla de noche y el televisor.


Cierra la puerta y vuelve junto a mí con esos ojos verdes brillantes y esos hoyuelos malévolos y me estremezco.

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