Pau
—¿Estás bien? —me pregunta Pedro cuando por fin se van.
—Sí..., estoy bien —contesto.
—¿Qué te ha dicho?
—Nada..., quiere que la perdone. —Me encojo de hombros y nos dirigimos a la
zona de tránsito.
Necesito procesar todo lo que Steph me ha dicho antes de comentárselo a Pedro.
Debió de asistir a una de sus fiestas antes de ir a Seattle, y Molly estaba
allí. Casi resulta gracioso que me dijera que se acostó con ella la noche en
que, en realidad, la rechazó. Casi. La culpabilidad que siento por haber besado
a aquel extraño en un club mientras Pedro estaba quitándose de encima a Molly
no tarda en ser mucho mayor que la ironía de la situación o el peso que me he
quitado de encima.
—¿Pau? — Pedro deja de andar y agita una mano delante de mi cara—. ¿Qué
pasa?
—Nada. Estaba pensando en qué le compro a tu padre. —Se me da muy mal
mentir, y mi respuesta sale más atropellada de lo que me gustaría—. ¿Le gustan
los deportes? Creo que sí. Recuerdo que estuvisteis viendo juntos el partido de
fútbol americano.
Pedro me mira un instante y luego dice:
—Los Packers, le gusta el equipo de los Packers.
Estoy segura de que quiere hacerme más preguntas sobre la conversación con
Steph, pero se contiene.
Vamos a una tienda de deportes y los dos estamos muy callados. Pedro escoge
un par de cosas para su padre. No me deja pagar, así que cojo un llavero que
había cerca de la caja registradora y lo pago sólo para fastidiarlo. Pone los
ojos en blanco y le saco la lengua.
—Eres consciente de que te has equivocado de equipo, ¿verdad? —dice cuando
salimos de la tienda.
—¿Qué? —Saco el pequeño obsequio de la bolsa.
—Es de los Giants, no de los Packers —se burla Pedro.
—En fin... —digo volviendo a guardar el llavero—. Menos mal que nadie sabrá
que los regalos buenos son los tuyos.
—¿Hemos terminado? —lloriquea.
—No, me falta Landon.
—Ah, sí. Dijo que quería probar un pintalabios nuevo. ¿Era en tono coral?
Me pongo en jarras y me planto delante de Pedro.
—¡No te metas con él! A lo mejor debería comprarte a ti el pintalabios, ya
que sabes exactamente el tono y todo —lo riño.
Me gusta discutir en broma con Pedro, es mucho mejor que cuando vamos
directos a las yugulares.
Pone los ojos en blanco pero sonríe antes de hablar.
—Cómprale entradas para el hockey. Eso es fácil y no muy caro.
—Buena idea.
—Lo sé —admite—. Qué pena que no tenga ni un amigo con el que ir.
—Yo puedo ir con él.
El modo en que Pedro se burla de Landon me hace gracia porque no tiene nada
que ver con cómo se burlaba de él antes. Ahora ya no lo hace con malicia.
—También quiero comprar un regalo para tu madre —le digo. Me lanza una
mirada divertida, sexi e inofensiva.
—¿Por qué?
—Porque es Navidad.
—Cómprale un jersey —dice, y señala una tienda de ropa para ancianas.
La miro un momento y digo:
—Se me da fatal esto de comprar regalos. ¿Tú qué le has comprado?
Lo que me regaló por mi cumpleaños era tan perfecto que imagino que a su
madre le ha comprado un detalle igual de acertado.
Se encoge de hombros.
—Una pulsera y una bufanda.
—¿Una pulsera? —pregunto arrastrándolo hacia las profundidades del centro
comercial.
—No, quería decir un collar. Es un collar muy sencillo en el que pone
«Mamá» o alguna gilipollez parecida.
—Qué bonito —digo mientras volvemos a entrar en Macy’s. Miro alrededor y me
animo un poco —. Creo que aquí encontraré algo... Le gustan los chándales.
—¡No, por favor! ¡Más chándales no! Es lo que lleva todos los días.
Sonrío al ver su expresión de contrariedad.
—Razón de más para comprarle uno nuevo.
Vemos varios modelos. Pedro toca la tela de uno y les echo un buen vistazo
a sus nudillos y a las costras que los recubren y vuelvo a pensar en lo que me
ha contado Steph.
No tardo en encontrar un chándal verde menta que creo que le gustará y
vamos a la caja. Por el camino, me siento valiente, en parte porque ahora sé
que es verdad que no se acostó con Molly mientras yo estaba en Seattle.
Cuando llega nuestro turno, dejo el chándal sobre el mostrador, me vuelvo
hacia Pedro y digo:
—Tenemos que hablar, esta noche.
La cajera nos mira a uno y a otro confusa. Quiero decirle que es de mala
educación quedarse mirando a la gente, pero Pedro me contesta antes de que haya
podido reunir el valor suficiente:
—¿Hablar?
—Sí... —digo observando cómo la cajera quita la alarma de la prenda—.
Después de poner el árbol que tu madre nos compró ayer.
—Y ¿de qué quieres hablar?
Me vuelvo para mirarlo.
—De todo —digo.
Parece aterrorizado, y las implicaciones de esa palabra resuenan en el
aire. Cuando la cajera pasa el lector del código de barras por la etiqueta del
chándal, el pitido rompe el silencio y Pedro musita:
—Voy a por el coche.
Mientras observo a la cajera meter el chándal de Trish en una bolsa, me
digo: «El año que viene me aseguraré de comprar unos regalos fabulosos para
compensar lo cutres que son este año». Pero después pienso: «¿El año que viene?
¿Quién dice que el año que viene estaré con él?».
Ninguno de los dos abre la boca durante el trayecto de vuelta al
apartamento. Yo estoy ocupada intentando organizar mis ideas y todo lo que
quiero decir, y él... Bueno, me da la sensación de que está haciendo lo mismo.
Cuando llegamos, cojo las bolsas y corro bajo la lluvia helada hacia el
vestíbulo. Prefiero la nieve, sin duda.
Subimos al ascensor y oigo que me ruge el estómago.
—Tengo hambre —le digo a Pedro cuando me mira la tripa.
—Ah. —Parece como si tuviera un comentario sarcástico en la punta de la
lengua pero decide guardárselo.
El hambre va a peor cuando entramos en el apartamento y el olor a ajo se
apodera de mis sentidos.
Se me hace la boca agua.
—¡He preparado la cena! —anuncia Trish—. ¿Qué tal por el centro comercial?
Pedro me quita las bolsas de las manos y desaparece en el dormitorio.
—No ha ido mal —respondo—. No había tanta gente como me temía.
—Mejor. ¿Te apetece que pongamos el árbol? No creo que Pedro nos ayude con
eso. —Sonríe—. Detesta todo lo que es divertido. Pero podemos hacerlo nosotras
dos, ¿quieres?
Me echo a reír.
—Claro que sí.
—Come algo primero —ordena Pedro cuando entra en la cocina dando grandes
zancadas.
Le lanzo una mirada enfurecida y sigo charlando con su madre. Después de
poner el árbol con ella me espera la temida charla con Pedro, y no tengo
ninguna prisa. Además, necesito por lo menos media hora para coger fuerzas y
poder decir todo lo que quiero. Tener una conversación como ésta con su madre
en casa no es lo más acertado, pero no puedo esperar más. Hay que dejar las
cosas claras de una vez por todas. Se me está acabando la paciencia: no podemos
seguir mucho más tiempo en esta fase rara.
—¿Tienes hambre, Pau? —me pregunta Trish.
—La verdad es que sí —le digo sin hacer caso del plomo de su hijo.
Mientras Trish me sirve un plato de pollo asado con espinacas y ajo, me
siento a la mesa y me concentro en lo bien que huele. Me lo pone delante y casi
se me saltan las lágrimas al ver que sabe mejor de lo que huele.
— Pedro, ¿podrías sacar las piezas del árbol de la caja? —dice entonces
ella—. Eso nos facilitaría mucho la tarea.
—Claro —dice él.
Trish me sonríe.
—También he comprado adornos —explica.
Para cuando termino de cenar, Pedro ha colocado las ramas en las ranuras
correspondientes y el árbol ya está montado.
—¿A que no ha sido tan terrible? —le dice su madre. Pedro coge la caja de
los adornos y ella se la quita de las manos—. Dame, te ayudaremos con eso.
Llena a reventar, me levanto de la mesa y pienso que nunca, jamás, me
habría imaginado que iba a adornar un árbol de Navidad en lo que era nuestro
apartamento, con Pedro y su madre. Disfruto mucho haciéndolo y, cuando
terminamos, aunque los adornos parecen estar puestos al azar, Trish está muy
satisfecha.
—¡Vamos a hacernos todos una foto! —sugiere.
—No me van las fotos —refunfuña Pedro.
—Vamos, Pedro, es Navidad.
Trish parpadea con coquetería y él pone los ojos en blanco por enésima vez
desde que llegó ella.
—Hoy, no —replica.
Sé que no es justo por mi parte, pero me da pena su madre, así que miro a Pedro
con ojitos tiernos y le digo:
—¿Sólo una?
—Vale, pesadas. Pero sólo una.
Se coloca de pie frente al árbol con Trish. Cojo el móvil para hacerles la
foto. Pedro apenas sonríe, pero la felicidad de Trish lo compensa. Me alegro de
que no sugiera que nos hagamos otra Pedro y yo. Necesitamos decidir qué vamos a
hacer antes de empezar a sacarnos fotos románticas con árboles de Navidad de
fondo.
Le pido a Trish su número de móvil y le envío una copia de la foto con Pedro,
quien vuelve a la cocina a servirse la cena.
—Voy a envolver los regalos antes de que se me haga más tarde —anuncio.
—Hasta mañana, cariño —dice Trish dándome un abrazo.
Me meto en el dormitorio y veo que Pedro ya ha preparado el papel de
regalo, los lazos, la cinta adhesiva y todo lo necesario. Me concentro en la
tarea para que podamos hablar cuanto antes. Quiero zanjar el asunto pero me da
miedo lo que pueda pasar. Sé que ya me he decidido, pero no estoy segura de estar
lista para admitirlo. Soy consciente de que es una tontería, pero no he hecho
más que tonterías desde que conocí a Pedro, y no siempre ha sido para mal.
Estoy terminando de escribir el nombre de Ken en la etiqueta de uno de los
regalos cuando él entra.
—¿Has terminado? —pregunta.
—Sí... Tengo que imprimir las entradas de Landon antes de que podamos
hablar. Ladea la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque necesito que me ayudes y no sueles ser muy colaborador cuando
discutimos.
—¿Cómo sabes que vamos a discutir?
—Porque es lo que hacemos siempre —digo medio riendo, y él asiente en
silencio.
—Sacaré la impresora del armario.
Enciendo el portátil. Veinte minutos después tenemos impresas y metidas en
una pequeña caja de regalo dos entradas para ver a los Seattle Thunderbirds.
—Vale... ¿Alguna otra cosa más antes de que podamos... hablar? —me
pregunta.
—No, creo que no —digo.
Nos sentamos en la cama, él apoyado en la cabecera, con sus largas piernas
estiradas, y yo a los pies con las piernas cruzadas. No sé por dónde empezar ni
qué decir.
—Bien... —comienza Pedro.
Esto es muy incómodo.
—Bien... —Empiezo a tirarme de las pielecitas de alrededor de las uñas—.
¿Qué te pasó con Jace?
—¿Te lo ha contado Steph?
—Sí, me lo ha contado.
—Ya, estaba hablando demasiado.
— Pedro, tienes que hablar conmigo o no vamos a ninguna parte.
Abre mucho los ojos indignado.
—Estoy hablando.
— Pedro...
—Vale, vale... —Deja escapar un suspiro de enfado—. Tenía planeado intentar
liarse contigo.
Se me revuelve el estómago sólo de pensarlo. Aunque, por lo que me ha
contado Steph, ése no fue el motivo de la pelea. ¿Me estará mintiendo otra vez?
—¿Y? —replico—. Sabes que eso no habría sucedido ni en un millón de años.
—Eso no cambia nada. Sólo de imaginármelo poniéndote las manos encima...
—Se estremece y continúa—: Además, él fue quien... Bueno, él y Molly. Los dos
planearon contártelo delante de todo el mundo. Jace no tenía derecho a
humillarte de ese modo. Lo estropeó todo.
El alivio momentáneo que siento ahora que la versión de Pedro encaja con la
de Steph se torna en enfado al comprobar que sigue creyendo que si yo no me
hubiera enterado de lo de la apuesta todo sería perfecto.
— Pedro, lo estropeaste todo tú solito —le recuerdo—. Ellos sólo me lo
contaron.
—Ya lo sé, Pau —dice molesto.
—¿De verdad? ¿Estás seguro? Porque no has dicho nada al respecto.
Encoge las piernas con un movimiento brusco.
—¿Cómo que no? ¡Si el otro día incluso me eché a llorar, joder!
Noto que le lanzo una mirada asesina.
—Para empezar, tienes que dejar de soltar tantos tacos cuando me hablas. Y,
para continuar, ésa ha sido la única ocasión en la que te he visto decir algo,
pero tampoco mucho.
—Lo intenté en Seattle, pero no querías hablar conmigo. Y has estado
pasando de mí, así que ¿cómo iba a decirte nada?
— Pedro, lo importante es que, si vamos a intentar superarlo, necesito que te
abras a mí, necesito saber exactamente cómo te sientes.
Me clava sus ojos verdes.
—Y ¿cuándo voy a poder oír cómo te sientes tú, Pau? Eres tan cerrada como
yo.
—¿Qué? No... No es verdad.
—¡Lo es! No me has dicho cómo te sientes con todo esto. Lo único que
repites sin cesar es que no quieres nada conmigo. —Agita los brazos en mi
dirección—. Sin embargo, aquí estás. No entiendo nada.
Necesito un momento para pensar en lo que ha dicho. Tengo la cabeza aturullada
de tantas cosas que he olvidado decirle...
—He estado hecha un lío.
—No leo el pensamiento, Pau. ¿Por qué estás hecha un lío?
Tengo un nudo en la garganta.
—Por esto. Por nosotros. No sé qué hacer. Ni con nosotros ni con tu
traición. —Acabamos de empezar a hablar y ya estoy al borde del llanto.
—Y ¿qué quieres hacer? —inquiere en un tono algo borde.
—No lo sé.
—Sí que lo sabes.
Me tiene calada.
Necesito oírlo decir un montón de cosas antes de poder estar segura de lo
que quiero hacer.
—¿Qué quieres que haga? —digo.
—Quiero que te quedes conmigo. Quiero que me perdones y me des otra
oportunidad. Sé que ya me has dado muchas pero, por favor, dame otra más. No
puedo vivir sin ti. Lo he intentado y sé que tú también. No vamos a encontrar a
nadie más. O nos reconciliamos, o acabaremos solos, y sé que tú también lo
sabes.
Tiene los ojos llorosos cuando acaba de hablar, y necesito secarme las
lágrimas.
—Me has hecho muchísimo daño, Pedro —digo.
—Lo sé, nena, lo sé. Daría lo que fuera por poder cambiar eso —asegura, y
se queda mirando la cama con una expresión extraña—. No es verdad. No cambiaría
nada. Bueno, te lo habría contado antes, eso sí —dice. Levanto la cabeza. Él
levanta la suya y me mira a los ojos—. No lo cambiaría porque, si no hubiera hecho
una cabronada como ésa, no habríamos acabado juntos. Nuestros destinos nunca se
habrían cruzado de verdad, no del modo que ha hecho que estemos tan unidos.
Aunque me ha destrozado la vida, sin la maldita y pérfida apuesta no habría
tenido ninguna vida que destruir. Seguro que ahora aún me odias más que antes,
pero querías oír la verdad.
Lo miro a través de sus ojos verdes. No sé qué decir.
Porque, cuando lo pienso, cuando lo pienso seriamente, sé que yo tampoco
cambiaría nada.
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