Pau
Me despierto sudando. Pedro se abraza a mí como un oso, con la cabeza
descansando sobre mi estómago. Seguro que se le han dormido los brazos bajo mi
peso. Tenemos las piernas entrelazadas y está roncando un poco.
Respiro hondo y, con cuidado, muevo el brazo para apartarle el pelo de la
frente. Es como si hiciera años que no se lo toco, cuando en realidad sólo
llevo desde el sábado. En mi cabeza repaso el fin de semana en Seattle como si
estuviera viendo una película mientras continúo acariciándole la suave maraña
de pelo.
Abre los ojos y escondo la mano a toda velocidad.
—Perdona —digo avergonzada de que me haya pillado con las manos en la masa.
—No, si era muy agradable —repone con la voz ronca por el sueño.
Se despereza, me huele la piel un momento y se despega de mí demasiado
pronto. Desearía no haberle tocado el pelo para que siguiera durmiendo,
abrazado a mí.
—Hoy tengo trabajo. Me iré un rato a la ciudad —dice.
A continuación, saca unos vaqueros negros del armario, coge las botas y se
las pone rápidamente. Tengo la impresión de que está deseando largarse.
—Vale —asiento.
«¿Cómo que “vale”?» Pensaba que estaría contento de haber dormido conmigo y
de que nos hayamos abrazado por primera vez en varios días. Pensaba que
cambiaría algo, no todo, pero al menos vería que estaba mermando mi
resistencia, que me tenía un poco más cerca de volver a reconciliarme con él.
—Bueno... —dice, y le da vueltas al piercing de la ceja con dos dedos antes
de quitarse la camiseta blanca por la cabeza y sacar una negra del cajón.
Luego sale de la habitación sin añadir nada más y me deja hecha un lío. Me
esperaba muchas cosas, pero no que saliera huyendo. ¿Qué es ese trabajo tan
urgente que tiene que hacer hoy? Lee manuscritos, igual que yo, sólo que él
tiene libertad para hacerlo desde casa. ¿Por qué quiere ir a trabajar
precisamente hoy? El recuerdo de lo que Pedro estuvo haciendo la última vez
que «tenía que trabajar» me revuelve el estómago.
Lo oigo hablar unos instantes con su madre y luego la puerta principal que
se abre y se cierra. Me tumbo sobre las almohadas y pataleo en la cama como una
niña enfadada. Sin embargo, entonces oigo el canto de sirena de la cafeína, me
levanto de la cama y me voy a la cocina a tomarme un café.
—Buenos días, cielo —me saluda alegremente Trish cuando paso junto a ella.
—Buenos días. Gracias por haber hecho café —digo cogiendo la cafetera
caliente.
—Pedro me ha contado que tenía trabajo. —Por su tono, parece que me lo
está preguntando.
—Sí... Eso ha dicho —contesto, no muy segura de qué decir.
No obstante, ella no parece notarlo.
—Me alegro de que esté bien después de lo de anoche —sigue afirmando.
Parece preocupada.
—Sí, yo también. —Y entonces, sin pensar, añado—: No debería haberle hecho
dormir en el suelo.
Frunce el ceño con expresión inquisitiva.
—¿No tiene pesadillas cuando no duerme en el suelo? —pregunta con cautela.
—No. No las tiene cuando... —No termino la frase. Remuevo el café e intento
pensar en cómo salir de ésta.
—Cuando tú estás con él —acaba la frase por mí.
—Sí... Cuando estoy con él.
Me mira con esa mirada esperanzada que sólo tienen las madres cuando hablan
de sus hijos, o eso me han dicho.
—¿Quieres saber por qué las tiene? Sé que me va a odiar por contártelo,
pero creo que deberías saberlo.
—No, por favor, Trish. —Trago saliva. No quiero que ella me explique esa
historia—. Ya me lo ha contado él..., lo de aquella noche.
Trago saliva de nuevo cuando abre unos ojos como platos.
—¿Te lo ha contado? —dice con un grito quedo.
—Lo siento, no era mi intención soltarlo así. La otra noche pensaba que ya
lo sabías... —me disculpo, y le doy otro trago al café.
—No..., no... No me pidas disculpas. Es sólo que me cuesta creer que te lo
haya contado. Es evidente que sabes lo de las pesadillas, pero esto... Esto es
increíble. —Se seca los ojos con los dedos y sonríe de todo corazón.
—Espero que no te haya molestado —repito—. Siento mucho lo ocurrido.
No quiero husmear en los secretos de la familia, pero tampoco he tenido que
lidiar nunca con nada parecido.
—No me has molestado, Pau, querida —dice empezando a sollozar—. Me hace
muy feliz que te haya encontrado... Eran unas pesadillas tan horribles que se
pasaba la noche gritando. Intenté que fuera a terapia, pero ya conoces a Pedro. No les contaba nada. Nada. Ni siquiera abría la boca. Sólo se sentaba
en la consulta y se quedaba mirando la pared.
Dejo la taza en la encimera y la abrazo.
—No sé qué te hizo volver ayer, pero me alegro de que lo hicieras —añade
pegada a mi hombro.
—¿Qué?
Se aparta y me mira con ironía.
—Cariño, soy mayor pero no tonta. Sabía que pasaba algo entre vosotros. Vi
la cara de sorpresa que puso Pedro cuando llegamos al apartamento, y supe que
algo no iba bien cuando me dijo que no ibas a poder venir a Inglaterra.
Tenía la impresión de que Trish sospechaba algo, pero no sabía que podía
leernos como si fuéramos un libro abierto. Le doy un buen trago a mi café, que
se ha enfriado, y me paro a pensar.
Entonces, me coge del brazo con ternura.
—Estaba muy ilusionado... con que vinieras a Inglaterra y, de repente, hace
un par de días me dijo que no ibas a poder, que tenías que irte fuera. ¿Qué os
pasó?
Bebo otro sorbo y la miro a los ojos.
—Bueno...
No sé qué decirle, porque «Tu hijo me desvirgó para ganar una apuesta» no
me parece lo más apropiado en este momento.
—Me mintió —me limito a contestar. No quiero que se enfade con Pedro ni
contarle los detalles, pero tampoco quiero engañarla.
—¿Una mentira muy grande?
—Una mentira descomunal.
Me mira como si estuviera mirando una mina antipersona.
—Y ¿lo siente?
Se me hace raro hablar con Trish de esto. Ni siquiera la conozco, y es su
madre, así que siempre se pondrá de su parte pase lo que pase. Con delicadeza,
respondo:
—Sí... Creo que sí —y me bebo lo que queda de café.
—¿Te ha dicho que lo siente?
—Sí... Un par de veces.
—Y ¿te lo ha demostrado?
—Más o menos.
«¿Me lo ha demostrado?» Sé que el otro día se desmoronó y que está más
tranquilo que de costumbre, pero la verdad es que no me ha dicho lo que quiero
oír.
Trish me mira y por un momento me da miedo su respuesta pero, para mi
sorpresa, dice:
—Verás, yo soy su madre y tengo que aguantarlo, pero tú no. Si quiere que
lo perdones, tendrá que ganárselo. Tiene que demostrarte que no volverá a hacer
nunca nada parecido a lo que sea que te ha hecho, y me imagino que la mentira
tuvo que ser muy gorda para que te fueras de casa. Trata de recordar que no
suele estar en contacto con sus emociones. Es un chico, un hombre ya, que le
guarda mucho rencor al mundo.
Sé que parece una pregunta ridícula, la gente miente a todas horas, pero
las palabras se me escapan de la boca antes de que mi cerebro pueda
censurarlas.
—¿Perdonarías a alguien que te hubiera mentido? —digo.
—Todo depende de la mentira y del arrepentimiento que esa persona me
demostrara. Lo que sí te diré es que, cuando uno se permite creer demasiadas
mentiras, luego le resulta muy difícil volver a encontrar la verdad.
«¿Me está diciendo que no debería perdonarlo?» Tamborilea con los dedos
sobre la encimera.
—Sin embargo, conozco a mi hijo y noto lo mucho que ha cambiado desde la
última vez que lo vi. En los últimos meses ha cambiado muchísimo, Pau, no
sabes cuánto. Se ríe y sonríe a menudo. Ayer incluso charló conmigo. —Su
sonrisa es radiante, a pesar de que el tema es muy serio—. Sé que si te
perdiera volvería a ser como era antes, pero no quiero que te sientas obligada
a seguir con él sólo por eso.
—No, no me siento obligada. Sólo es que no sé qué pensar.
Desearía poder contarle toda la historia para que pudiera darme su sincera
opinión. Ojalá mi madre fuera tan comprensiva como parece serlo Trish.
—Bueno, eso es lo difícil —repone—. Tienes que decidirlo tú. Tómate tu
tiempo y haz que se lo gane. A mi hijo todo le resulta muy fácil, desde siempre. Tal vez en parte
sea ése su problema: siempre consigue lo que quiere.
Me echo a reír porque no podría ser más cierto.
—Ésa es una gran verdad.
Suspiro y abro la alacena para coger una caja de cereales, pero Trish
interrumpe mis planes.
—¿Y si nos vestimos y salimos a desayunar y a hacer cosas de chicas? Me
vendría bien cortarme el pelo —se ríe y agita la melena castaña adelante y
atrás.
Tiene un sentido del humor parecido al de su hijo, aunque él no lo
demuestra a menudo. El de Pedro es más obsceno, aunque veo de quién lo ha
heredado.
—Genial. Voy a ducharme —digo guardando los cereales.
—¿A ducharte? ¡Está nevando y nos van a lavar el pelo! Yo iba a salir así.
—Señala el chándal negro que lleva puesto—. ¡Ponte unos vaqueros y vámonos!
Si fuera a salir con mi madre, las cosas serían muy distintas. Tendría que
llevar la ropa planchada, el pelo rizado y el maquillaje perfecto... Aunque
sólo fuéramos a hacer la compra a la tienda de la esquina.
Sonrío.
—Muy bien.
En el dormitorio, saco unos vaqueros y una sudadera del armario y me recojo
el pelo en la coronilla con una goma. Me pongo mis Toms, entro en el baño y me
lavo la cara y los dientes. Cuando me reúno con Trish en el salón, está lista y
esperando junto a la puerta.
—Debería dejarle una nota a Pedro—digo.
Pero ella sonríe y me empuja hacia la puerta.
—El chico estará bien.
Después de pasar el resto de la mañana y parte de la tarde con Trish, estoy
mucho más relajada. Es amable, divertida, y sabe escuchar. Mantiene la
conversación alegre y me hace reír casi todo el rato. Nos arreglan el pelo a
las dos y ella se corta el flequillo. Me reta a que me lo corte yo también,
pero lo rechazo con una sonrisa. Sin embargo, dejo que me convenza para que me
compre un vestido negro para Navidad, a pesar de que no tengo ni idea de qué
voy a hacer ese día. No quiero estropeársela a Pedro y a su madre, y tampoco he comprado regalos ni nada. Creo que aceptaré la invitación de Landon y pasaré el
día en su casa. Ahora que no estamos juntos, pasar el día de Navidad con Pedro me parece demasiado. Nos encontramos en esta fase extraña: no estamos juntos
pero, hasta esta mañana, sentía que nos estábamos acercando.
Para cuando regresamos al apartamento, veo el coche de Pedro en el parking
y yo empiezo a ponerme nerviosa. Subimos a casa y nos lo encontramos sentado en
el sofá, con el regazo y la mesita auxiliar llenos de papeles. Tiene un
bolígrafo entre los dientes y parece muy concentrado en su tarea. Sospecho que
está trabajando, aunque sólo lo he visto trabajar un par de veces desde que lo
conozco.
—¡Hola, hijo! —lo saluda Trish con voz alegre.
—Hola —responde él sin entusiasmo.
—¿Nos has echado de menos? —bromea Trish, y él pone los ojos en blanco
antes de recoger las hojas sueltas y meterlas en un archivador.
—Estaré en el dormitorio —bufa levantándose del sofá.
Miro a Trish y me encojo de hombros. Luego sigo a Pedro a la habitación.
—¿Adónde habéis ido? —pregunta dejando el archivador en la cómoda. Una de
las hojas se cae y vuelve a embutirla dentro.
Me siento en la cama con las piernas cruzadas.
—A desayunar. Luego hemos ido a cortarnos el pelo y de compras.
—Ah.
—¿Y tú? —pregunto.
Se queda mirando al suelo.
—He ido a trabajar.
—Mañana es Nochebuena. No me lo trago —replico en un tono que indica que
estoy aprendiendo de Trish.
Pedro me lanza una mirada asesina.
—Me importa un pimiento que te lo tragues o no —dice en tono de burla
sentándose en la otra punta de la cama.
—¿Qué mosca te ha picado? —le espeto.
—Nada. A mí no me pasa nada.
Está a la defensiva, noto los muros que ha levantado para protegerse.
—Salta a la vista que te ocurre algo —insisto—. ¿Por qué te has marchado
esta mañana? Se pasa las manos por el pelo.
—Ya te lo he dicho.
—Mentirme no te va a ayudar en nada. Precisamente por eso estamos...
metidos en este follón —le recuerdo.
—¡Vale! ¿Quieres saber dónde he estado? ¡En casa de mi padre! —me grita, y
se levanta.
—¿En casa de tu padre? ¿Para qué?
—He estado hablando con Landon. —Se sienta en la silla.
Pongo los ojos en blanco.
—Lo del trabajo era más creíble.
—Si no me crees, llámalo.
—Vale, y ¿de qué has hablado con Landon?
—De ti, por supuesto.
—¿Qué pasa conmigo? —Levanto las manos para invitarlo a que se explique.
—Pues de todo. Para empezar, sé que no quieres estar aquí —replica
mirándome fijamente.
—Si no quisiera estar aquí, no estaría aquí.
—No tienes otro sitio adonde ir. Si lo tuvieras, no estarías aquí.
—¿Qué te hace estar tan seguro? Anoche dormimos en la misma cama.
—Sí, y sabes muy bien por qué. Si no hubiera tenido una pesadilla, no lo
habrías hecho. Sólo lo hiciste por eso, y ésa es la única razón por la que me
sigues hablando. Te doy pena.
Le tiemblan las manos y sus ojos se me clavan como dagas. Veo vergüenza
detrás de sus iris verdes.
—El porqué es lo de menos —digo negando con la cabeza.
No sé por qué siempre tiene que sacar ese tipo de conclusiones. ¿Por qué le
cuesta tanto aceptar que alguien lo quiera?
—¡Te da pena el pobre Pedro que tiene pesadillas y no puede dormir solo!
—exclama. Está levantando mucho la voz, y tenemos compañía.
—¡Deja de gritar de una vez! ¡Tu madre está detrás de esa puerta! —le
espeto.
—¿Eso es lo que habéis estado haciendo todo el día?, ¿hablar de mí? No me
hace falta que me tengas lástima, Pau.
—¡Por Dios, Pedro! ¡Eres de lo más frustrante! No hemos hablado de ti, no
como tú crees. Y, para que conste, no me das pena. Te quería en la cama
conmigo, con o sin pesadillas. Cruzo los brazos.
—Venga ya —me ladra.
—El problema no son mis sentimientos; el problema es cómo te sientes tú
respecto a ti mismo. Tienes que dejar de compadecerte de ti mismo, para empezar
—le digo con la misma dureza.
—No me compadezco de mí mismo.
—Pues a mí me parece que sí. Acabas de provocar una pelea sin motivo.
Deberíamos avanzar, no retroceder.
—¿Avanzar? —Me mira a los ojos.
—Sí... Quiero decir, tal vez. —Se me traba la lengua.
—¿Tal vez? —Sonríe.
Y de repente está más contento que unas pascuas, sonriendo como un niño en
Navidad. Hace un segundo estaba discutiendo conmigo, con las mejillas
encendidas. Por raro que parezca, a mí también se me ha pasado el enfado casi
del todo. El control que tiene sobre mí me aterra.
—Estás loco. Loco de atar —le digo.
Me regala una sonrisa de superioridad.
—Me gusta cómo te han dejado el pelo.
—Tienes que hacértelo mirar —lo pincho, y se ríe.
—No voy a discutírtelo —replica.
Y no puedo evitar echarme a reír con él... Puede que esté tan loca como él.
se puso buenísima, me encanta que se estén llevando genial
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