Pau
Me meto en el baño para desmaquillarme y recomponerme. El agua caliente
borra los rastros del día tan emocionante que he tenido, y la verdad es que
estoy contenta de haber vuelto. A pesar de todo lo que hemos pasado Pedro y
yo, me alegra saber que todavía tengo un lugar seguro en el que refugiarme con
él. Pedro es la única constante en mi vida. Recuerdo que me dijo eso una vez.
Me pregunto si lo sentía.
Y, aunque entonces no lo sintiera, estoy segura de que ahora sí que lo
siente. Ojalá me hablara más de sus sentimientos. Ayer, cuando se vino abajo,
fue la primera vez que lo vi expresar sus sentimientos con tanta fuerza. Sólo
quiero oír las palabras que hay detrás de las lágrimas.
Vuelvo al dormitorio y lo encuentro dejando mis maletas en el suelo.
—He salido a por tus cosas —me informa.
—Gracias. De verdad que espero no molestaros —le digo agachándome para
coger unos pantalones de chándal y una camiseta. No aguanto más este vestido.
—Quiero tenerte aquí; lo sabes, ¿verdad? —repone en voz baja. Me encojo de
hombros y frunce el ceño—. Deberías saberlo, Pau.
—Lo sé... Sólo que tu madre está aquí, y no os hace ninguna falta que
aparezca yo con mis dramas... —le explico.
—Mi madre se alegra de que estés aquí y yo también.
Me hincho como un pavo real pero cambio de tema.
—¿Tenéis planes para hoy?
—Creo que quería ir al centro comercial, pero podemos dejarlo para mañana.
—No, id si queréis. Yo puedo entretenerme sola.
No quiero que cancele sus planes con su madre, a la que llevaba tanto tiempo
sin ver. —No, de verdad que no me importa. No te conviene estar sola.
—Estoy bien.
—¿Es que no me has oído, Pau? —me ruge, y lo miro.
Parece haber olvidado que ya no puede decidir por mí. Nadie va a decidir
por mí nunca más.
Entonces, cambia de tono y rectifica:
—Perdona... Quédate aquí y yo iré de compras con mi madre.
—Mucho mejor —le digo mientras trato de no sonreír.
Pedro está siendo tan... amable, tan prudente estos días... Aunque no está
bien que me presione, ha sido agradable saber que sigue siendo Pedro.
Me dispongo a cambiarme de ropa y en cuanto me quito el vestido llama a la
puerta.
—¿Pau?
—¿Sí?
Tarda un segundo en decir:
—¿Seguirás aquí cuando volvamos?
Me río.
—Sí. No tengo otro sitio adonde ir.
—Vale. Si necesitas algo, llámame —añade con voz triste.
A los pocos minutos oigo cerrarse la puerta principal y salgo del
dormitorio. Debería haberme ido con ellos para no quedarme aquí con mis
pensamientos. Ya me siento bastante sola. Veo la tele durante una hora y me
aburro mortalmente. De vez en cuando el móvil vibra y aparece el nombre de mi
madre en la pantalla. Paso de ella, y desearía que Pedro hubiera regresado ya.
Cojo el libro electrónico y me pongo a leer para matar el rato, pero no puedo
dejar de mirar el reloj.
Quiero escribirle a Pedro y preguntarle cuánto van a tardar en volver,
pero finalmente decido que será mejor que me ponga a preparar la cena. Entro en
la cocina para decidir qué voy a cocinar: algo fácil pero que requiera tiempo.
Lasaña.
Dan las ocho, las ocho y media, y a las nueve ya estoy pensando otra vez en
escribirle.
«Pero ¿qué me pasa?» ¿Una pelea con mi madre y de repente no puedo vivir
sin Pedro ?
Siendo sincera, la verdad es que nunca he podido vivir sin Pedro y, aunque no me gusta admitirlo, sé que no estoy preparada para pasar el resto
de mi vida sin él. No voy a lanzarme a la piscina con él, pero estoy harta de
luchar conmigo misma. Por muy mal que se haya portado conmigo, soy mucho más
desgraciada sin él que cuando descubrí lo de la apuesta. Una parte de mí está
muy enfadada por ser tan débil, pero otra parte no puede negar lo resuelta que
me sentía cuando he vuelto hoy aquí. Todavía necesito tiempo para pensar, para
ver cómo se nos da lo de estar cerca. Sigo estando muy confusa.
Las nueve y cuarto. Sólo son las nueve y cuarto cuando termino de poner la
mesa y de recoger la cocina. Voy a mandarle un mensaje, sólo uno, un simple
«Hola, ¿qué tal vais?», para ver cómo están.
Está nevando, es normal que me preocupe por su seguridad.
En cuanto cojo el móvil se abre la puerta. Dejo el teléfono con disimulo al
verlos entrar.
—¿Qué tal os ha ido? —pregunto.
—¿Has preparado la cena? —pregunta él al mismo tiempo.
—Tú primero —decimos a la vez.
Y nos echamos a reír.
Levanto una mano y los informo:
—He hecho la cena, aunque si ya habéis cenado, tampoco pasa nada.
—¡Huele de maravilla! —dice Trish inspeccionando la mesa llena de comida.
Suelta las bolsas y se sienta—. Muchas gracias, querida Pau. El centro
comercial ha sido un horror, lleno de gente comprando los regalos de Nochebuena
a última hora. ¿Quién se espera a comprar los regalos dos días antes?
—¿Tú? —dice Pedro sirviéndose un vaso de agua.
—¡Chsss! —lo regaña Trish, y se lleva a la boca un palito de pan.
Pedro se sienta a la mesa al lado de su madre y yo me instalo enfrente.
Trish habla de lo horroroso que ha sido salir de compras y de cómo los guardias
de seguridad han derribado a un hombre que estaba intentando robar un vestido en Macy’s. Pedro asegura que
el vestido era para el hombre, pero Trish pone los ojos en blanco y sigue con
la película de terror. La cena que he preparado está especialmente rica, mucho
mejor que de costumbre, y en la fuente de lasaña casi no queda nada para cuando
los tres acabamos de comer. Yo he repetido. Es la última vez que no como nada
en todo el día.
—Hemos comprado un árbol —dice su madre de repente—. Uno pequeño, para que
podáis tenerlo aquí. ¡Es vuestra primera Navidad juntos! —Aplaude y me echo a
reír.
Pedro y yo nunca hemos hablado de comprar un árbol de Navidad, ni siquiera
antes de que todo se fuera a pique. La mudanza me tenía tan ocupada, y Pedro tan distraída, que casi ni me acordaba de que era Navidad. Ninguno de los dos
celebró Acción de Gracias, él por razones obvias y yo porque no quería pasar el
día en la iglesia a la que va mi madre, así que pedimos pizza y pasamos el rato
en mi cuarto.
—Os parece bien, ¿verdad? —pregunta Trish, y entonces caigo en la cuenta de
que no le he contestado.
—Por supuesto que sí —le digo mirando a Pedro , que tiene la vista fija en
su plato vacío.
Trish vuelve a monopolizar la conversación y se lo agradezco. Unos minutos
después, anuncia:
—Me encantaría quedarme un rato más con vosotros, pero necesito mi sueño
reparador.
Me da las gracias de nuevo por la cena y lleva su plato al fregadero. Nos
da las buenas noches y se inclina para besar a Pedro en la mejilla. Él
protesta y se aparta, así que ella apenas lo roza con los labios, pero parece
darse por satisfecha con el leve contacto. Luego me rodea los hombros con los
brazos y me da un beso en la coronilla. Pedro pone los ojos en blanco y le
pego un puntapié por debajo de la mesa. Una vez se ha ido, me levanto y guardo
lo poco que ha sobrado.
—Gracias por preparar la cena. No tenías por qué hacerlo —dice Pedro.
Asiento con la cabeza y nos dirigimos al dormitorio.
—Como anoche dormiste tú en el suelo, hoy me toca a mí —me ofrezco, a pesar
de que sé que nunca me dejaría hacer eso.
—No, no es necesario. Tampoco se duerme tan mal —repone.
Me siento en la cama y Pedro saca las mantas del armario y las extiende en
el suelo. Le lanzo dos almohadas y me sonríe ligeramente antes de desabrocharse
los vaqueros.
«Debería mirar hacia otra parte.» No quiero, pero sé que debería
hacerlo. Se baja los vaqueros negros y saca los pies de las perneras. El modo en
que se mueven sus abdominales tatuados me hace imposible apartar la vista y me
recuerda lo mucho que me sigue atrayendo a pesar de mi enfado. El bóxer negro
se abraza a su piel, y Pedro levanta la cabeza y me mira. Su expresión es
dura, la mirada fija en mí, y eso me pone aún peor. Tiene una mandíbula tan
bien dibujada, tan fascinante... Y sigue sin dejar de mirarme.
—Perdona —le digo, y me obligo a volver la cabeza, roja de la humillación.
—No, es culpa mía. Es la costumbre. —Se encoge de hombros y saca unos
pantalones de algodón de la cómoda.
Miro a la pared hasta que dice:
—Buenas noches, Pau.
Y apaga la luz. Prácticamente puedo ver su sonrisa de satisfacción.
Me despierta un sonido agudo y me quedo mirando el techo. Apenas puedo
distinguir las aspas del ventilador moviéndose en la oscuridad.
Luego oigo a Pedro , su voz.
—¡No, por favor! —gimotea.
«Mierda. Tiene otra pesadilla.» Salto de la cama y me arrodillo junto a su
cuerpo tembloroso.
—¡No! —repite mucho más alto.
—¡Pedro ! ¡Pedro , despierta! —le digo al oído mientras lo sujeto por los
hombros.
Tiene la camiseta empapada de sudor y el rostro contorsionado. Abre los
ojos y se incorpora.
—Pau... —jadea estrechándome en sus brazos.
Le paso los dedos por el pelo y luego le acaricio la espalda, apenas un
roce por encima de la piel.
—Todo va bien —le repito una y otra vez, y él me abraza con más fuerza—.
Ven, vayamos a la cama.
Me levanto y, sin soltar mi camiseta, se mete en la cama conmigo.
—¿Te encuentras bien? —le pregunto en cuanto se acuesta.
Asiente y me pego a él.
—¿Te importaría traerme un vaso de agua? —dice.
—Claro que no. Ahora vuelvo.
Enciendo la lámpara de la mesilla de noche, me levanto de la cama e intento
no hacer ruido para no despertar a Trish. Sin embargo, cuando entro en la
cocina, ella ya está allí.
—¿Está bien? —pregunta.
—Sí, ya se le ha pasado. Voy a llevarle un vaso de agua —le digo llenando
uno con agua del grifo. Cuando me doy la vuelta, tira de mí, me abraza y me da
un beso en la mejilla.
—¿Mañana podríamos hablar? —me pregunta.
De repente estoy demasiado nerviosa para articular ni una palabra. Asiento
con la cabeza y ella me sonríe aunque, cuando me voy, solloza.
De vuelta en el dormitorio, Pedro pone cara de alivio al verme, me da las
gracias y acepta el vaso de agua. Se lo bebe de un trago mientras yo lo miro y
disfruto de volver a tenerlo en la cama. Sé que está inquieto, creo que por la
pesadilla, pero sé que en parte es por mí.
—Ven aquí —le digo.
Entonces veo cómo le cambia la expresión cuando acerca el cuerpo al mío, lo
rodeo con los brazos y apoyo la cabeza en su pecho. Me reconforta tanto como a
él. A pesar de todo lo que ha hecho, me siento en casa en brazos de este chico
con tantos defectos.
—No me sueltes, Pau—me susurra, y cierra los ojos.
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