Divina

Divina

lunes, 9 de noviembre de 2015

After 2 Capítulo 3


Pau

El trayecto de vuelta al hogar de mi infancia es fácil y lo conozco bien; no necesito pensar mucho. Me obligo a gritarlo todo, tal cual, a gritar todo cuanto me permiten mis pulmones hasta que me duele la garganta, antes de llegar a la ciudad en la que nací. Me cuesta mucho más de lo que pensaba porque no tengo ganas de gritar. De lo que realmente tengo ganas es de llorar y de que se me trague la tierra. Daría cualquier cosa por retroceder en el tiempo hasta mi primer día en la universidad; habría seguido el consejo de mi madre y me habría cambiado de habitación. A ella le preocupaba que Steph fuera una mala influencia; ay, si nos hubiéramos dado cuenta de que el chico maleducado de pelo rizado iba a ser el problema. De que iba a cogerme, a marearme y a hacerme pedacitos para luego soplar y esparcirlos por el cielo y bajo las botas de sus amigos.

Sólo he estado a dos horas de casa todo este tiempo, pero con todo lo que ha pasado, parece como si hubiera estado mucho más lejos. No he vuelto aquí desde que empecé la universidad. Si no hubiera roto con Noah, habría vuelto a menudo. Me obligo a mantener la vista en la carretera cuando paso por delante de su casa.

Aparco en nuestra entrada y salto del coche. Pero cuando estoy delante de la puerta no sé si debo llamar o no. Se me hace raro llamar, pero no me encuentro cómoda entrando sin más. ¿Cómo pueden haber cambiado tanto las cosas desde que me fui a la universidad?
Finalmente decido entrar sin más y me encuentro a mi madre, de pie junto al sofá marrón de cuero, completamente maquillada, con un vestido y zapatos de tacón. Todo está igual que siempre: limpio y perfectamente ordenado. La única diferencia es que parece más pequeño, tal vez en comparación con la casa de Ken. Bueno, la verdad es que la casa de mis padres es pequeña y fea vista desde fuera, pero por dentro está muy bien decorada y mi madre siempre hizo lo imposible por esconder el caos de su matrimonio detrás de unas paredes bien pintadas, flores y atención a las líneas limpias. Una estrategia decorativa con la que continuó después de que mi padre nos dejara, creo que porque para entonces ya se había convertido en costumbre. Hace calor en la casa, y el familiar aroma de vainilla invade mis fosas nasales. Mi madre siempre ha estado obsesionada con los quemadores de aceites esenciales, y hay uno en cada habitación. Me quito los zapatos en la puerta; sé que no quiere restos de nieve en su suelo de madera recién encerado.

—¿Te apetece un café, Paula? —pregunta antes de darme un abrazo.

He heredado la adicción al café de mi madre, y esa pequeña conexión me dibuja una sonrisa en los labios.

—Sí, por favor.

La sigo a la cocina y me siento a la mesa sin saber muy bien cómo empezar la conversación.

—¿Vas a contarme lo que ha ocurrido? —pregunta sin reparos.

Respiro hondo y le doy un sorbo a mi café antes de responderle.

Pedro y yo hemos roto.
Su expresión es neutra.

—¿Por qué?

—Bueno, porque resultó no ser quien yo creía que era —digo.

Sujeto la taza de café con ambas manos para intentar no pensar en el dolor y prepararme para la contestación de mi madre.

—Y ¿quién creías que era?

—Alguien que me quería. —No estoy muy segura de quién creía que era Pedro, como persona, por sí mismo, más allá de eso.

—Y ¿ahora ya no lo crees?

—No, ahora sé que no significo para él lo que yo me pensaba.

—¿Por qué estás tan segura? —pregunta con sangre fría.

—Porque confiaba en él y me ha traicionado de un modo horripilante.

Sé que estoy omitiendo los detalles, pero sigo sintiendo la extraña necesidad de proteger a Pedro de los juicios de mi madre. Me regaño a mí misma por ser tan tonta, por pensar en él siquiera, cuando está claro que él no haría lo mismo por mí.

—¿No crees que deberías haber considerado esa posibilidad antes de haber decidido irte a vivir con él?

—Sí, lo sé. Adelante, dime lo tonta que soy, dime que ya me lo advertiste.

—Te lo advertí, te advertí que había tipos como él. Es mejor mantenerse bien lejos de hombres como él y como tu padre. Sólo me alegro de que todo haya terminado antes de empezar. La gente comete errores, Pau. —Bebe de su taza y deja una marca rosa de lápiz de labios en el borde—. Estoy segura de que te perdonará.

—¿Quién?

—Noah, ¿quién si no?

«Pero ¿es que no lo entiende?» Sólo necesito hablar con ella, que me consuele, no que me presione para que vuelva con Noah. Me pongo de pie, la miro y luego miro alrededor. «¿Lo dirá en serio? No puede ser que lo esté diciendo en serio.»

—¡Que las cosas no hayan funcionado con Pedro no significa que vaya a volver con Noah! — salto.

—Y ¿por qué no? Pau, deberías dar las gracias de que esté dispuesto a darte una segunda oportunidad.

—¿Qué? ¿Por qué no puedes dejarlo correr? Ahora mismo no necesito estar con nadie, y menos aún con Noah. —Quiero arrancarme el pelo a mechones. O arrancárselo a ella.

—¿Qué significa eso de «y menos aún con Noah»? ¿Cómo puedes decir algo así de él? Se ha portado contigo de maravilla desde que erais críos.
Suspiro y vuelvo a sentarme.

—Lo sé, mamá, y Noah me importa mucho, sólo que no de esa manera.

—No sabes lo que dices. —Se levanta y tira su café por el desagüe—. El amor no siempre es lo más importante, Paula. Lo importante es la estabilidad y la seguridad.

—Sólo tengo dieciocho años —le digo.
No quiero pensar en estar con alguien sin amarlo, sólo por la estabilidad. Quiero conseguir por mí
misma seguridad y estabilidad. Quiero a alguien a quien amar y que me ame.

—Casi diecinueve, y si no llevas cuidado ahora luego nadie te querrá. Ahora ve a retocarte el maquillaje porque Noah llegará en cualquier momento —anuncia mi madre, y sale de la cocina.

No sé por qué he venido aquí en busca de consuelo. Me habría ido mejor si me hubiera quedado todo el día durmiendo en el coche.

Tal y como ha dicho, Noah llega cinco minutos después, aunque yo no me he molestado en arreglarme. Cuando lo veo entrar en la pequeña cocina me siento caer mucho más bajo de lo que he caído hasta ahora, cosa que no creía que fuera posible.
Me sonríe con su perfecta y cálida sonrisa.

—Hola —saluda.

—Hola, Noah.

Se acerca y me levanto para darle un abrazo. Su cuerpo emana calor y su sudadera huele muy bien, tal como yo lo recordaba.

—Tu madre me ha llamado —dice.

—Lo sé. —Intento sonreír—. Perdona que siga metiéndote en esto. No entiendo cuál es su problema.

—Yo sí: quiere que seas feliz —dice defendiéndola.

—Noah... —le advierto.

—Lo que pasa es que no sabe qué te hace realmente feliz. Quiere que sea yo, a pesar de que no es así. —Se encoge de hombros.

—Perdona.

—Pau, deja de pedirme perdón. Sólo quería asegurarme de que estabas bien —me confirma, y me da otro abrazo.

—No lo estoy —confieso.

—Lo sé. ¿Quieres hablar de ello?

—No lo sé... ¿Seguro que no te importa? —No quiero hacerle daño otra vez hablándole del chico por el que lo dejé.

—Sí, seguro —dice, y se sirve un vaso de agua antes de sentarse a la mesa frente a mí.

—Vale... —repongo, y básicamente se lo cuento todo.

Me reservo los detalles sexuales, porque eso es privado.
Bueno, en mi caso, no, pero para mí lo son. Sigo sin poder creerme que Pedro les contara a sus amigos todo lo que hacíamos... Eso es lo peor. Aún peor que haberles enseñado las sábanas es el hecho de que, después de decirme que me quería, y de hacer el amor, pudiera dar media vuelta y burlarse de lo que había pasado entre nosotros delante de todo el mundo.

—Sabía que iba a hacerte daño pero no me imaginaba hasta qué punto —dice Noah. Es evidente que está muy enfadado. Me resulta raro verlo exteriorizar así las emociones, dado que normalmente es muy tranquilo y muy callado—. Eres demasiado buena para él, Pau. Ese tipo es escoria.

—No me puedo creer lo tonta que he sido. Lo dejé todo por él. Pero lo peor del mundo es amar a alguien que no te quiere.

Noah coge el vaso y le da vueltas entre las manos.

—Qué me vas a contar —dice con dulzura.

Quiero abofetearme por lo que acabo de decir, por habérselo dicho a él. Abro la boca pero me corta
antes de que pueda disculparme.

—No pasa nada —replica, y alarga el brazo para acariciarme la mano con el pulgar.
Jo, ojalá estuviera enamorada de Noah. Con él sería mucho más feliz y él nunca sería capaz de hacerme nada parecido a lo que me ha hecho Pedro.

Noah me pone al día de todo lo que me he perdido, que no es mucho. Va a ir a estudiar a San Francisco en vez de a la WCU, cosa que le agradezco un montón. Al menos, ha salido algo bueno del daño que le he hecho: le ha dado el empujoncito que necesitaba para salir de Washington. Me habla de lo que ha estado investigando sobre California y, para cuando se marcha, ya ha anochecido y caigo en la cuenta de que mi madre se ha quedado en su cuarto todo el rato que ha durado la visita.

Salgo al jardín de atrás y acabo en el invernadero en el que pasé casi toda mi infancia. Contemplo mi reflejo en el cristal y miro hacia el interior de la pequeña estructura. Las plantas y las flores están muertas y está todo hecho un desastre. Muy apropiado.
Tengo tantas cosas que hacer, tanto en lo que pensar... He de encontrar un lugar donde vivir y el modo de recoger todas mis cosas del apartamento de Pedro. He pensado seriamente en no ir a buscarlas, pero no puedo. Toda mi ropa está allí y, lo que es más importante, también mis libros de texto.

Me llevo la mano al bolsillo, enciendo el móvil y a los pocos segundos tengo el correo lleno y aparece el símbolo del buzón de voz. Paso del buzón de voz y echo un vistazo rápido a los mensajes, pero sólo al remitente. Todos son de Pedro excepto uno.

Kimberly me ha escrito:

Christian me ha dicho que te quedes en casa mañana. Todo el mundo se irá al mediodía porque hay que pintar la primera planta, así que no vengas a la oficina. Avísame si necesitas algo. Bss.

Qué alivio, mañana tengo el día libre. Me encantan mis prácticas, pero estoy empezando a pensar que debería cambiarme de universidad o incluso marcharme de Washington. El campus no es lo bastante grande para poder evitar a Pedro 
y a todos sus amigos, y no quiero que me recuerde constantemente lo que tuve con él. Bueno, lo que creía tener con él.

Para cuando entro de nuevo en casa no siento ni las manos ni la cara a causa del frío. Mi madre está sentada en una silla, leyendo una revista.

—¿Puedo quedarme a dormir? —le pregunto.
Me mira un instante.

—Sí. Mañana veremos cómo te metemos otra vez en una residencia —dice, y sigue leyendo su revista.

Imagino que no va a decirme nada más esta noche. Subo a mi antigua habitación, que está tal y como la dejé. No ha cambiado nada. Ni siquiera me molesto en desmaquillarme. Me cuesta, pero me obligo a dormir y sueño con los tiempos en los que mi vida era mucho mejor. Antes de conocer a Pedro.

Suena el móvil en plena noche y me despierta. Paso de él y me pregunto si Pedro será capaz de dormir.

A la mañana siguiente, todo cuanto mi madre me dice antes de irse a trabajar es que llamará a la facultad y los obligará a aceptarme de vuelta en la residencia, en un edificio distinto del de antes. Me marcho con la intención de ir al campus, pero luego decido pasar por el apartamento. Cojo la salida a la carretera que lleva hasta allí y conduzco todo lo deprisa que puedo para llegar antes de poder cambiar de opinión.

Busco el coche de Pedro en el parking. Dos veces. Cuando me aseguro de que no está, aparco en la nieve, cerca de la entrada. Llego al vestíbulo con los bajos de los vaqueros empapados y estoy congelada. Trato de pensar en cualquier cosa menos en Pedro pero me resulta imposible.

Pedro debía de odiarme de verdad para haber llegado a esos extremos con tal de destrozarme la vida y luego hacer que me mudara a un apartamento lejos de todas las personas que conozco. Debe de sentirse muy orgulloso de sí mismo por hacerme sufrir así.

Me peleo con las llaves antes de abrir la puerta de nuestro apartamento y me entra el pánico, de modo que casi me caigo al suelo.

«¿Cuándo va a parar esto? ¿Se volverá más soportable?»

Entro directamente en el dormitorio y saco mis maletas del armario. Meto toda mi ropa en ellas sin ningún cuidado. Mis ojos se posan en la mesilla de noche, donde hay un pequeño portarretratos. Es la foto que nos hicimos Pedro y yo, la mar de sonrientes, antes de la boda de Ken.

Qué pena que fuera todo una farsa. La agarro estirándome por encima de la cama y la arrojo con rabia al suelo de hormigón. El cristal se hace añicos. Paso entonces por encima de la cama, recojo la foto del suelo y la rompo en pedazos lo más pequeños que puedo. No me doy cuenta de que estoy sollozando hasta que no puedo respirar.

Cojo mis libros, los meto en una caja vacía y, de forma instintiva, me guardo también la copia de Cumbres borrascosas de Pedro. No creo que la eche de menos y, la verdad, me la debe después de todo lo que me ha arrebatado.

Me duele la garganta, así que voy a la cocina y me pongo un vaso de agua. Me siento a la mesa unos minutos y finjo que nada de esto ha pasado. Me imagino que, en vez de tener que enfrentarme yo sola a los días venideros, Pedro está a punto de volver a casa después de clase y me sonreirá y me dirá que me quiere y que me ha echado de menos durante todo el día. Que me sentará en la encimera y me besará con deseo y amor...

De repente, el ruido de los goznes de la puerta me saca de mi ridícula ensoñación. Me pongo en pie de un brinco cuando veo aparecer a Pedro. Él no me ve porque está mirando hacia atrás.
A una morena con un vestido negro de punto.

—Es aquí... —empieza a decir, y se calla en cuanto ve mis maletas en el suelo.

Me quedo helada cuando sus ojos recorren el apartamento y la cocina. Los abre como platos al verme.


—¿Pau? —dice como si no estuviera seguro de que fuera real.

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