Divina

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jueves, 12 de noviembre de 2015

After 2 Capítulo 24


Pau

Cuando Pedro y yo entramos en el salón, su madre está sentada en el sofá y se ha recogido el pelo. Parece mucho más joven de lo que es y su aspecto es imponente.

—Deberíamos alquilar alguna película. ¡Prepararé la cena! —exclama—. ¿Has echado de menos la comida de mamá, garbancito?

 Pedro pone los ojos en blanco y se encoge de hombros.

—Claro. Eres la mejor cocinera del mundo.
Esto no podría ser más incómodo.

—¡Oye! ¡Que tampoco se me da tan mal! —Se echa a reír—. Y, gracias a ese comentario, esta noche tú eres el chef.

Me revuelvo incómoda. No sé cómo comportarme con  Pedro ahora que no nos estamos peleando ni estamos juntos. Es un momento muy raro para ambos, aunque de repente me doy cuenta de que es propio de nuestra relación: Karen y Ken creían que estábamos saliendo mucho antes de que empezáramos a salir.

—Pau, ¿sabes cocinar? —pregunta Trish sacándome de mi ensimismamiento—. ¿O de eso se encarga  Pedro?

—Lo hacemos entre los dos. Aunque, más que cocinar, preparamos cosas —contesto.

—Me alegro de que estés cuidando a mi chico, y el apartamento es muy bonito. Sospecho que la que limpia es Pau.

No estoy cuidando de su chico porque eso es lo que se pierde por haberme hecho daño de esa manera.

—Sí... Él es un guarro —respondo.

 Pedro me mira con una leve sonrisa jugando en sus labios.

—No soy un guarro... Ella es demasiado limpia.

Pongo los ojos en blanco.

—Es un guarro —exclamamos Trish y yo al unísono.

—¿Vamos a ver una película u os vais a pasar la noche metiéndoos conmigo? —inquiere  Pedro con un mohín.

Me siento en el sofá para no tener que tomar la incómoda decisión de dónde me acomodo. Sé que  Pedro nos está mirando al sofá y a mí, preguntándose qué hacer. Al cabo de un momento toma asiento a mi lado y noto el calor de su cercanía.

—¿Qué os apetece ver? —pregunta su madre.

—Me da igual —dice él.

—Elige tú. —Intento suavizar su respuesta.

Ella sonríe y elige 50 primeras citas, una película que estoy segura de que  Pedro debe de odiar. Al instante, él gruñe y empieza:

—¡Esa película es más vieja que la tos!

—Chsss —le digo, y resopla pero deja de protestar.

Lo pillo mirándome varias veces mientras Trish y yo reímos y suspiramos con la película. Me lo estoy pasando bien y, durante unos breves instantes, casi me olvido de todo lo que ha ocurrido entre  Pedro y yo. Me cuesta no recostarme sobre él, no acariciarle la mano o apartarle el pelo que le cae en la frente.

—Tengo hambre —masculla cuando acaba la película.

—Mi vuelo ha sido muy largo. ¿Por qué no cocináis Pauy tú? —sonríe Trish.

—Le estás sacando mucho partido a lo del vuelo, ¿sabes? —replica  Pedro.

Trish asiente y esboza una media sonrisa que le he visto un par de veces a su hijo.

—Cocino yo —me ofrezco, y me levanto.

Entro en la cocina y me apoyo en la encimera. Me cojo al borde del mármol con más fuerza de la necesaria, intentando recobrar el aliento. No sé cuánto tiempo más podré seguir haciendo esto, fingir que  Pedro no lo ha estropeado todo, fingir que lo quiero.

 «Lo quiero, desgraciadamente estoy enamorada de él.» El problema no es que no sienta nada por este chico egoísta y temperamental. El problema es que le he dado ya muchas oportunidades, que he mirado hacia otro lado para no ver las cosas tan horribles que hace y dice. Pero esto es demasiado.

 Pedro, sé un caballero y échale una mano —oigo decir a Trish, y corro al congelador, a fingir que no estaba teniendo un pequeño ataque de nervios.

—Oye..., ¿te ayudo? —resuena su voz en la pequeña cocina.

—Vale... —contesto.

—¿Polos? —pregunta, y miro lo que tengo en las manos. Iba a coger el pollo, pero me he distraído.

—Sí, a todo el mundo le gustan los polos, ¿no? —digo, y sonríe y aparecen esos diabólicos hoyuelos.

«Puedo hacerlo. Puedo estar en la misma habitación que  Pedro. Puedo ser amable con él y podemos llevarnos bien.»

—Deberías hacer la pasta esa con pollo que preparaste para mí —le sugiero.
Me mira fijamente con sus ojos verdes.

—¿Eso es lo que te apetece comer?

—Sí, si no es mucho trabajo.

—No lo es.

—Hoy estás muy raro —susurro para que nuestra invitada no pueda oírnos.

—Qué va. —Se encoge de hombros y da un paso hacia mí.

Se me acelera el pulso al ver que se agacha, y cuando empiezo a apartarme coge la puerta del congelador y la abre.

«Pensaba que iba a besarme. Pero ¿a mí qué me pasa?»

Preparamos la cena casi en completo silencio, ninguno de los dos sabe qué decir. No le quito los ojos de encima a  Pedro, el modo en que sus largos dedos sostienen la base del cuchillo para trocear el pollo y las verduras, cómo se relame las comisuras de los labios cuando prueba la salsa. Sé que mirarlo así no me ayuda a ser imparcial, ni es sano, pero no puedo evitarlo.

—Voy a poner la mesa mientras le dices a tu madre que la cena está lista —digo cuando termina. —¿Qué? Ahora le pego un grito.

—No, eso es de mala educación. Ve y díselo.
Pone los ojos en blanco pero obedece. Regresa al instante, solo.

—Se ha dormido —me dice.
Lo he oído, pero aun así pregunto:

—¿Qué?

—Sí. Se ha quedado frita en el sofá. ¿La despierto?

—No... Ha tenido un día muy largo. Le guardaré la comida para cuando se despierte. Es tarde. 

—Son las ocho.

—Sí... Muy tarde.

—Supongo.

—Pero ¿qué te pasa? Sé que esto es muy incómodo, pero de todos modos estás muy raro —señalo sirviendo dos platos sin pensar.

—Gracias —dice agarrando uno antes de sentarse a la mesa.
Cojo un tenedor del cajón y decido comer de pie, junto a la encimera.

—¿No vas a contármelo? —insisto.

—¿Qué tengo que contarte? —Carga el tenedor y empieza a comer.

—Por qué estás tan... callado... y eres tan... amable. Es muy raro.

Se toma un momento para masticar y tragar antes de responder:

—Es que no quiero abrir el pico y meter la pata.

—Ah —digo. Es todo lo que se me ocurre. Esa respuesta no era la que me esperaba.
Le da la vuelta a la tortilla.

—Y ¿tú por qué estás siendo tan amable y estás tan rara?

—Porque tu madre está aquí y lo pasado pasado está, no puedo hacer nada para cambiarlo. No puedo estar enfadada toda la vida. —Me apoyo en la encimera con el codo.

—¿Eso qué significa?

—Nada. Sólo digo que quiero que nos tratemos con cortesía y dejemos de pelear. No cambia nada entre nosotros. —Me muerdo la lengua para no echarme a llorar.

En vez de responder,  Pedro se levanta y arroja el plato a la pila del fregadero. La porcelana se parte por la mitad con un sonoro crujido y doy un salto. Él ni siquiera pestañea. Se va al dormitorio sin echar la vista atrás.

Me dirijo al salón para comprobar que su impulsividad no ha despertado a su madre. Por suerte, sigue durmiendo. Tiene la boca entreabierta de tal modo que aún se parece más a su hijo.

Como siempre, me toca a mí recoger los platos rotos de  Pedro. Cargo el lavavajillas y guardo las sobras. Limpio la encimera. Estoy cansada, mentalmente agotada, pero tengo que ducharme antes de acostarme. ¿Dónde voy a dormir?  Pedro está en el dormitorio y Trish en el sofá. A lo mejor debería volver al motel.

Subo un poco la calefacción y apago las luces del salón. Entro en el dormitorio a coger el pijama.  Pedro está sentado en el borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la cara entre las manos. No levanta la vista, así que cojo unos pantalones cortos, unas bragas y una camiseta de mi maleta antes de salir de la habitación. Cuando estoy en la puerta oigo algo que parece un sollozo ahogado.

«¿ Pedro está llorando?»

No puede ser. No es posible.
Pero, por si acaso, no puedo salir de la habitación. Vuelvo a la cama y me pongo delante de él.

—¿ Pedro? —digo en voz baja intentando apartarle las manos de la cara. Se resiste y tiro con más fuerza—. Mírame —le suplico.

Me quedo sin aire en los pulmones cuando lo hace. Tiene los ojos rojos y las mejillas bañadas en lágrimas. Intento cogerle las manos pero me aparta.

—Vete, Pau—dice.

Esa canción ya me la sé.

—No —repongo arrodillándome entre sus piernas.

Se limpia los ojos con el dorso de la mano.

—Esto ha sido una pésima idea. Por la mañana se lo contaré todo a mi madre.

—No es necesario. —Le caen unas cuantas lágrimas más, pero ya no es el llanto estremecedor de antes.

—Lo es. Tenerte tan cerca y tan lejos me está matando. Es el peor castigo imaginable. No es que no me lo merezca... Pero es demasiado —solloza—. Hasta para mí.

Respira hondo.

—Cuando accediste a quedarte pensé... que a lo mejor... que a lo mejor todavía te importaba igual que tú a mí. Pero lo veo, Pau, veo cómo me miras ahora. Veo el daño que te he hecho. Veo cómo has cambiado por mi culpa. Sé que me lo he buscado, pero aun así me mata ver cómo te me escurres entre los dedos. —Las lágrimas fluyen ahora mucho más rápido y caen en su camiseta negra.

Quiero decirle algo, cualquier cosa, para que pare. Para que deje de sufrir.
Pero ¿dónde estaba él cuando yo me pasaba las noches llorando?

—¿Quieres que me vaya? —pregunto, y asiente.

Me duele su rechazo, incluso ahora. Sé que no debería estar aquí, que no deberíamos hacer esto, pero necesito más. Necesito más tiempo con él. Incluso estos momentos peligrosos y dolorosos son mejor que nada. Ojalá no lo quisiera. Ojalá no lo hubiera conocido.

Pero lo conozco y lo quiero.

—Vale. —Trago saliva y me pongo de pie.

Me coge por la muñeca para detenerme.

—Perdóname. Por todo. Por haberte hecho daño, por todo —dice con tono de despedida.

Por mucho que me resista, en el fondo sé que no estoy preparada para que se rinda. Por otra parte, tampoco estoy lista para perdonarlo. Llevo días confusa las veinticuatro horas, pero lo de hoy no tiene nombre.

—No... —empiezo a decir, pero me interrumpo.

—¿Qué?

—No quiero irme —digo tan bajito que no estoy segura de que me haya oído.

—¿Qué? —me pregunta otra vez.

—No quiero irme. Sé que debería, pero no quiero. Al menos, no esta noche.

Juro que, tras decir eso, puedo ver cómo los pedazos de este hombre destrozado se juntan uno a uno hasta que vuelve a estar de una pieza. Es precioso, pero también aterrador.

—¿Eso qué significa?

—No lo sé, pero tampoco estoy preparada para averiguarlo —digo con la esperanza de poder descifrar este sentimiento hablando.

 Pedro me mira perplejo, como si no hubiera estado llorando. Como un robot, se limpia la cara con la camiseta y dice:

—Vale. Tú dormirás aquí y yo en el suelo.


Coge dos almohadas y una manta de la cama y no puedo evitar pensar que puede, puede, que fueran lágrimas de cocodrilo. Pero sé que no es así. Lo sé.

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