Divina

Divina

miércoles, 11 de noviembre de 2015

After 2 Capítulo 15


Pau

—¡Esto está de vicio! —le grito a Kimberly bebiéndome lo poco que quedaba en mi vaso. Rebusco con la pajita entre los cubitos de hielo las últimas gotas del líquido afrutado.
Sonríe de oreja a oreja.

—¿Otra? —Tiene los ojos un poco rojos pero sigue la mar de compuesta, mientras que yo tengo la risa floja y la cabeza en las nubes.

Estoy borracha. Eso es lo que estoy.
Asiento con entusiasmo y, con los dedos en las rodillas, tamborileo al ritmo de la música.

—¿Te encuentras bien? —Trevor lo ve y se echa a reír.

—¡Sí! ¡Me encuentro de maravilla! —grito por encima de la música.

—¡Deberíamos bailar! —dice Kimberly.

—¡Yo no bailo! Quiero decir, que no sé bailar, y menos con esta música —contesto. Nunca he bailado como baila la gente del club y me aterra unirme a ellos. Pero el alcohol que fluye por mis venas me infunde valor—. A la porra. ¡Vamos a bailar! —exclamo.

Kimberly sonríe, se vuelve hacia Christian y le da un pico que dura más de lo normal. Luego se levanta del sofá en un abrir y cerrar de ojos y me conduce a la pista de baile. Cuando pasamos junto a la barandilla, miro abajo, donde hay dos plantas llenas de gente bailando. Están tan absortos que me asusta y me atrae a la vez.

Cómo no, Kimberly se mueve como una experta, así que cierro los ojos e intento dejar que la música controle mi cuerpo. Me siento incómoda pero quiero caerle bien a Kim, es lo único que tengo.

Después de bailar no sé cuántas canciones y dos copas más, todo empieza a darme vueltas. Me excuso para ir al baño, sujetándome el bolso mientras me abro paso entre cuerpos sudorosos. Noto que mi móvil empieza a vibrar. Lo saco del bolso. Es mi madre; paso de contestar. Estoy demasiado borracha para poder hablar con ella. Cuando llego a la cola del baño, reviso el buzón y frunzo el ceño al ver que no hay ningún mensaje de Pedro.

«¿Y si lo llamo, a ver qué hace?»

No. No puedo hacer eso. Sería irresponsable y mañana lo lamentaría.

Las luces que rebotan en las paredes empiezan a marearme mientras espero. Intento concentrarme en la pantalla del móvil, esperando a que se me pase. Cuando la puerta de uno de los baños se abre al fin, entro de un salto y me inclino sobre la taza del váter, esperando a que mi cuerpo decida si va a vomitar o no. Detesto sentirme así. Si Pedro estuviera aquí, me traería agua y se ofrecería a sujetarme el pelo. «No, no lo haría.» Debería llamarlo.

Cuando parece que finalmente no voy a devolver, salgo del cubículo en dirección a los lavabos. Toco un par de botones del móvil, lo sujeto con el hombro y la mejilla y cojo una toalla de papel del dispensador. La pongo debajo del grifo para humedecerla pero no sale agua hasta que la paso por el sensor. Odio los grifos automáticos. Se me ha corrido un poco el maquillaje y parezco otra persona. Llevo el pelo alborotado y tengo los ojos inyectados en sangre. Cuelgo al tercer timbre y dejo el móvil en el borde del lavabo.

«¿Por qué demonios no lo coge?», me pregunto. Entonces el teléfono empieza a vibrar y casi se cae dentro del agua, cosa que hace que me eche a reír a carcajadas. No sé por qué me hace tanta gracia. El nombre de Pedro aparece en la pantalla y la toco con los dedos húmedos.

¿Pero? —pregunto.

«¿Pero?» Ay, madre, he bebido demasiado.

La voz de Pedro suena rara y como sin aliento al otro lado.

—¿Pau? ¿Va todo bien? ¿Me has llamado?

En serio, tiene una voz celestial.

—No sé, ¿te sale mi nombre en la pantalla? De ser así, es probable que haya sido yo —digo sin parar de reír.

—¿Has bebido? —pregunta en tono serio.

Tal vez —digo con voz aguda, y lanzo la toalla de papel al cubo de la basura.

Entonces entran dos chicas borrachas, una de ellas trastabilla sola y todo el mundo se parte de risa.
Se meten tambaleantes en el cubículo más grande y yo vuelvo a concentrarme en la llamada.

¿Dónde estás? —pregunta Pedro de malas maneras.

Oye, cálmate. —Él siempre me está diciendo que me calme. Ahora me toca a mí.
Suspira.

—Pau... —Sé que está enfadado, pero estoy demasiado atontada para que me importe—. ¿Cuántas te has tomado?

—No sé... Puede que cinco. O seis. Creo —respondo apoyada en la pared. El frío de los azulejos atraviesa la fina tela de mi vestido, son una gozada contra mi piel sudada.

—¿Cinco o seis qué?

—Sexos en la playa... Nunca lo hemos probado... Habría sido divertido —digo con una sonrisa pícara.

Ojalá pudiera verle la cara de tonto. No de tonto..., de adonis. Pero ahora mismo lo de «cara de tonto» me suena mejor.

—Madre mía, estás como una cuba —dice, y adivino que se está pasando las manos por el pelo—. ¿Dónde estás?

Sé que es infantil, pero respondo:

—Lejos de ti.

—Eso ya lo sé. Ahora dime dónde estás. ¿Estás en un club? —ladra.

—Uy... Pareces el enanito gruñón —replico echándome a reír.

Sé que puede oír la música, por eso lo creo cuando me dice:

—No me será difícil encontrarte.

Me la suda.
Las palabras salen de mi boca antes de que pueda cerrarla:

—¿Por qué no me has llamado hoy?

—¿Qué? —inquiere. Está claro que no se esperaba la pregunta.

Hoy no has intentado llamarme. —Soy patética.

—Creía que no querías que te llamara.

—Y no quiero. Pero aun así...

—Vale, pues te llamo mañana —dice con calma.

—No cuelgues.

—No voy a colgar... Sólo quería decir que mañana te llamaré, aunque no me lo cojas —me explica, y mi corazón da un salto mortal.
Intento fingir desinterés.

—Vale.

«Pero ¿qué estoy haciendo?» —¿Vas a decirme dónde estás?

—No.

—¿Trevor está contigo? —pregunta muy serio.

—Sí, pero también están Kim y... Christian. —No sé por qué me estoy justificando.

—¿Ése era su plan? ¿Llevarte al congreso y emborracharte en un puto club? —inquiere levantando la voz—. Lo que tienes que hacer es volver al hotel. No estás acostumbrada a beber, y encima estás por ahí con Trevor...

Le cuelgo sin dejarlo acabar. Pero ¿quién se cree que es? Tiene suerte de que lo haya llamado, aunque sea borracha. Menudo aguafiestas.
Necesito otra copa.

Me vibra el móvil varias veces pero ignoro todas las llamadas. «Chúpate ésa, Pedro.» Encuentro el camino de vuelta a la zona vip y le pido otra copa a la camarera. —¿Te encuentras bien? —me pregunta Kimberly—. Pareces enfadada.

—¡Estoy bien!

Me bebo la copa en cuanto me la sirven. Pedro es un imbécil. Es culpa suya que no estemos juntos. ¡Y encima tiene el morro de gritarme cuando lo llamo! Podría estar aquí conmigo si no hubiera hecho lo que hizo. Pero tengo a Trevor, que es muy dulce y muy guapo.

—¿Qué? —pregunta él con una sonrisa cuando me pilla mirándolo. Me río y desvío la mirada.

—Nada.

Me termino otra copa y hablamos de lo interesante que será mañana. Me levanto y anuncio:

—¡Me voy a bailar!

Da la impresión de que Trevor quiere decir algo, tal vez quiera ofrecerse a acompañarme, pero se ruboriza y no abre la boca. Kimberly parece que ha tenido suficiente y me dice que me vaya con un gesto de la mano. Puedo ir yo sola, no me importa. Me abro paso hasta el centro de la pista de baile y empiezo a moverme. Seguro que estoy ridícula, pero sienta tan bien disfrutar de la música y olvidar todo lo demás, como el haber llamado a Pedro estando borracha...

A media canción noto que hay alguien alto detrás de mí, cerca de mí. Me vuelvo. Es un chico muy mono, con vaqueros oscuros y camiseta blanca. Lleva el pelo muy corto y tiene una bonita sonrisa. No es Pedro, pero es que nadie es como Pedro.

«Deja de pensar en él», me recuerdo mientras el chico me coge por las caderas y me pregunta al oído:

—¿Puedo bailar contigo?

—Sí..., claro —contesto. Pero en realidad es el alcohol el que habla.

—Eres muy guapa —me dice, me da la vuelta y pone fin a los centímetros que nos separaban.

Se pega a mi espalda y cierro los ojos, intentando imaginarme que soy otra persona. Una mujer que baila con desconocidos en un club.

El ritmo de la segunda canción es más lento, más sensual, y mis caderas se mueven más despacio. Nos volvemos, estamos cara a cara. Se lleva mi mano a la boca y me acaricia la piel con los labios. Sus ojos encuentran los míos y de repente tengo su lengua en mi boca. Mi corazón grita para que lo aparte y el sabor desconocido casi me produce arcadas. Pero mi cerebro... mi cerebro me dice todo lo contrario: «Bésalo y olvídate de Pedro. Bésalo».

Así que ignoro el malestar que siento en el estómago. Cierro los ojos y entrelazo la lengua con la suya. He besado a más tíos en tres meses de universidad que en toda mi vida. Las manos del desconocido se deslizan a mi espalda y comienzan a descender.

—¿Y si nos vamos a mi casa? —dice cuando nuestras bocas se separan.

—¿Qué? —Lo he oído, pero espero que lo que acabo de decir borre su pregunta.

—Vayamos a mi casa —repite arrastrando las palabras.

—No creo que sea buena idea.

—Es una gran idea —repone echándose a reír.

Las luces multicolores son como un caleidoscopio en su cara, y hacen que parezca extraño y mucho más amenazador que antes.

—¿Qué te hace pensar que voy a ir a tu casa contigo? ¡No te conozco de nada! —grito.

—Porque te pongo y te encanta, guarrilla —dice como si fuera evidente y nada ofensivo.

Me preparo para cantarle las cuarenta o pegarle un rodillazo en la entrepierna, pero intento calmarme y pararme a pensar. Le he estado restregando el culo y lo he besado. Normal que quiera más. Pero ¿qué demonios me ocurre? Acabo de enrollarme con un desconocido en un club. No es propio de mí.

—Lo siento, pero no —digo echando a andar.

Cuando regreso junto al grupo, parece que Trevor está a punto de quedarse dormido en el sofá. No puedo evitar sonreír ante su adorabilidad.

¿Esa palabra existe? Oh, creo que he bebido demasiado.

Me siento y saco una botella de agua de la cubitera que hay encima de la mesa. —¿Lo has pasado bien? —me pregunta Kimberly.
Asiento.

—Sí, me lo he pasado genial —digo a pesar de lo ocurrido hace unos minutos.

—¿Nos vamos, cielo? Mañana tenemos que madrugar —le dice Christian a Kim.

—Sí. Cuando tú quieras —responde ella acariciándole el muslo.

Aparto la mirada y noto que me sonrojo.
Pincho a Trevor con el dedo.

—¿Vienes o prefieres quedarte aquí a dormir? —bromeo.
Se echa a reír y se endereza.

—Aún no lo he decidido. El sofá es muy cómodo y la música es muy relajante.

Christian llama al chófer, que dice que estará en la puerta dentro de cinco minutos. Nos levantamos y bajamos por la escalera de caracol que hay en uno de los laterales del club. En la barra del primer piso, Kimberly pide la última copa y yo me planteo tomarme otra mientras esperamos, pero finalmente decido que ya he bebido bastante. Una más y perderé el conocimiento. O vomitaré. No me apetece ni lo uno ni lo otro.

Christian recibe un mensaje de texto y vamos a la salida. Se agradece el aire fresco, aunque no es más que una suave brisa cuando subimos al coche.


Son casi las tres de la madrugada cuando regresamos al hotel. Estoy borracha y me muero de hambre. No dejo nada comestible en el minibar, tropiezo con la cama y me quedo tumbada. Ni siquiera me molesto en quitarme los zapatos.

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