Divina

Divina

lunes, 9 de noviembre de 2015

After 2 Capítulo 1


Pau

—Tardó más de un mes —sollozo mientras Zed termina de contarme cómo empezó lo de la apuesta.

Se me revuelve el estómago y cierro los ojos en busca de alivio.

—Lo sé. No paraba de salirnos con excusas y de pedir más tiempo, y rebajó la cantidad que iba a percibir. Era muy raro. Todos pensamos que estaba obsesionado con ganar, con demostrar algo o vete tú a saber, pero ahora lo entiendo. —Zed hace una pausa y estudia mi expresión—. No hablaba de otra cosa. El día que te invité a ver una película se le fue la olla. Después de llevarte a casa me cantó las cuarenta y me dijo que me alejara de ti. Pero me lo tomé a broma porque pensaba que estaba borracho.

—¿Os contó... os contó lo del arroyo? ¿Y todo... lo demás? —Contengo la respiración. La lástima que veo en sus ojos es toda la respuesta que necesito—. Dios mío. —Me tapo la cara con las manos.

—Nos lo contó todo... Con pelos y señales... —dice en voz baja.
Permanezco en silencio y apago el móvil. No ha dejado de vibrar desde que salí del bar. No tiene ningún derecho a llamarme.

—¿Dónde está tu nueva residencia? —pregunta Zed. Estamos cerca del campus.

—No vivo en una residencia. Pedro y yo... —Apenas si puedo terminar la frase—. Me convenció para que me fuera a vivir con él hace una semana.

—No. —Zed alucina.

—Sí. Es un... Es un... —tartamudeo, incapaz de encontrar la palabra adecuada para su crueldad.

—No sabía que hubiera llegado tan lejos. Creía que después de enseñarnos..., ya sabes, la prueba... volvería a la normalidad, a liarse con una distinta cada noche. Pero desapareció. 
Apenas le hemos visto el pelo, excepto la otra noche, cuando vino a los muelles a intentar convencernos a Jace y a mí de que no te contásemos nada. Le ofreció a Jace un montón de dinero para que mantuviera la boca cerrada.

—¿Dinero? —digo.

Pedro no podría ser más rastrero. La cabina de la camioneta de Zed se hace más pequeña con cada repugnante revelación.

—Sí. Jace se limitó a reírse, claro está, y le dijo a Pedro que no iba a contarte nada.

—¿Y tú? —pregunto recordando los nudillos magullados de Pedro y la cara nueva de Zed.

—No exactamente... Le dije que, si no te lo contaba él pronto, lo haría yo. Salta a la vista que no le gustó la idea —dice señalando su cara—. Por si te hace sentir mejor, creo que le importas de verdad.

—No le importo y, aunque le importara, lo mismo da —replico apoyando la cabeza en la ventanilla.

Pedro ha compartido con sus amigos cada beso y cada caricia, todos los momentos que hemos pasado juntos. Mis momentos más íntimos. Los únicos momentos de intimidad de mi vida resulta que no lo han sido.

—¿Quieres que vayamos a mi casa? No va con segundas ni nada por el estilo. Puedes dormir en el sofá hasta que... decidas qué vas a hacer —me ofrece.

—No. No, gracias. ¿Puedo usar tu móvil? Me gustaría llamar a Landon.

Zed señala con un gesto de la cabeza hacia su móvil, que está sobre el salpicadero, y por un momento me pregunto cómo habrían sido las cosas si no hubiera rechazado a Zed por Pedro después de la hoguera. Nunca habría cometido todos estos errores.

Landon responde al segundo timbre y, tal y como esperaba, me dice que vaya a su casa. No le he contado lo que ha pasado, pero él es así de amable. Le doy a Zed la dirección de Landon y permanece en silencio mientras atravesamos la ciudad.

—Va a venir a buscarme por no haberte llevado con él —me dice.

—Te pediría disculpas por haberte metido en esto..., pero lo cierto es que os lo habéis buscado — replico con sinceridad.

Zed me da un poco de pena porque creo que sus intenciones eran más nobles que las de Pedro, pero mis heridas están demasiado recientes como para poder pensar en eso ahora mismo.

—Lo sé —dice—. Si necesitas cualquier cosa, llámame —se ofrece, y yo asiento antes de bajar del coche.

El vaho sale de mi boca en bocanadas cálidas que se pierden en el aire gélido. Sin embargo, yo no siento el frío. No siento nada.
Landon es mi único amigo pero vive en casa del padre de Pedro. No se me escapa lo irónico de la situación.

—La que está cayendo —dice invitándome a entrar a toda prisa—. ¿Y tu abrigo? —me riñe medio en broma. Luego parpadea perplejo en cuanto la luz me da en la cara—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha hecho?

Examino la habitación, rezando para que Ken y Karen no estén abajo.

—¿Tanto se me nota? —Me seco las lágrimas.

Me da un abrazo y yo me seco los ojos otra vez. Ya no tengo fuerzas, ni físicas ni mentales, para sollozar. Estoy más allá, mucho más allá, de los sollozos.
Me trae un vaso de agua.

—Sube a tu habitación —me dice.

Consigo sonreír, pero un instinto perverso me lleva a la puerta del cuarto de Pedro cuando llego a lo alto de la escalera. En cuanto me doy cuenta, el dolor que amenaza con desgarrarme reaparece con mayor intensidad. Rápidamente, doy media vuelta y me meto en el cuarto que hay al otro lado del pasillo. Me asaltan los recuerdos de la noche en la que crucé el pasillo corriendo al oír a Pedro gritar en sueños. Me siento en la cama de «mi habitación», incómoda, sin saber qué hacer después.

Landon aparece a los pocos minutos. Se sienta a mi lado, lo bastante cerca para demostrarme que está preocupado y lo bastante lejos para ser respetuoso, como de costumbre.

—¿Quieres hablar de lo ocurrido? —me pregunta con amabilidad.

Asiento. A pesar de que repetir todo el culebrón duele aún más que haber descubierto el pastel, el hecho de contárselo a Landon es casi una liberación, y me consuela saber que al menos había una persona que no estaba al tanto de mi humillación.

Él me escucha inerte como una piedra, hasta tal punto que no sé qué está pensando. Quiero saber qué opina de su hermanastro. De mí. Aunque cuando termino, salta, cargado de energía furiosa.

—¡Pero ¿qué demonios le pasa a ese tío?! Es que no me lo puedo creer. Yo que pensaba que casi se estaba convirtiendo... en una buena persona... y va y hace... ¡esto! ¡Es de locos! No me puedo creer que te lo haya hecho precisamente a ti. ¿Por qué iba a jorobar lo único que tiene?

Tan pronto termina la frase, vuelve la cabeza alarmado.

Entonces yo también lo oigo. Alguien está subiendo por la escalera. No son unos pasos cualesquiera, sino pesadas botas que hacen crujir los peldaños de madera y avanzan a toda velocidad.

—Está aquí —decimos al unísono, y durante una fracción de segundo me planteo esconderme en el armario.
Landon me mira muy serio.

—¿Quieres verlo?
Niego frenética con la cabeza y él se levanta a cerrar la puerta al mismo tiempo que la voz de Pedro me atraviesa:

—¡Pau!

En cuanto Landon alarga el brazo, Pedro vuela por el pasillo y lo echa a un lado para entrar en la habitación. Se detiene en el centro y yo me levanto de la cama. Landon se queda ahí parado, patidifuso; no está acostumbrado a estas cosas.

—Pau suerte que estás aquí. —Suspira y se pasa las manos por el pelo.
Me duele el pecho de verlo, aparto la mirada y me concentro en la pared.

—Pau, nena. Escúchame, por favor. Tú sólo...

No digo nada y camino hacia él. Se le ilumina la mirada, esperanzado, y extiende el brazo para cogerme, pero yo sigo andando y lo dejo atrás. Con el rabillo del ojo veo cómo la esperanza desaparece de sus ojos. «Te lo mereces.»

—Háblame —me suplica.
Pero niego con la cabeza y me planto junto a Landon.

—No, ¡no voy a volver a hablarte nunca! —grito.

—No lo dices en serio...
Se acerca a nosotros.

—¡No me toques! —grito cuando me coge del brazo.
Landon se interpone entre nosotros y le apoya a su hermanastro la mano en el hombro.

Pedro, será mejor que te vayas.

Él aprieta los dientes y nos mira a uno y a otro.

—Landon, será mejor que te quites de en medio —le advierte.

Pero Landon no se mueve, y conozco a Pedro lo suficiente para saber que está sopesando sus opciones, si vale la pena o no pegarle un puñetazo delante de mí.
Finalmente parece decidir que no y respira hondo.

—Por favor..., danos un minuto —dice intentando mantener la calma.

Landon me mira y mis ojos le suplican que no lo haga. Le da la espalda a Pedro.

—No quiere hablar contigo.

—¡No me digas lo que quiere! —le grita Pedro, y estrella el puño contra la pared.
El yeso se abolla y se agrieta.

Pego un brinco y me echo a llorar de nuevo. «Ahora no, ahora no», me repito en silencio intentando controlar mis emociones.

—¡ Pedro, vete! —grita Landon justo cuando Ken y Karen aparecen en la puerta.
«Ay, no. No debería haber venido.»

—¿Qué demonios pasa aquí? —pregunta Ken.

Pedro dice nada. Karen me mira comprensiva y Ken repite la pregunta.
Pedro le lanza entonces una mirada asesina.

—¡Estoy intentando hablar con Pau y Landon se empeña en meterse donde no lo llaman!
Ken mira a Landon y luego a mí.

—¿Qué has hecho, Pedro? —Su tono de voz ha cambiado. Ha pasado de la preocupación al... ¿enfado? No sé muy bien cómo definirlo.

—¡Nada! ¡Joder! — Pedro da un manotazo al aire.

—Lo ha fastidiado todo, eso es lo que ha hecho, y ahora Pau no tiene adónde ir —aclara Landon.

Quiero hablar, sólo que no tengo ni idea de qué decir.

—Sí que tiene adónde ir. Puede ir a casa, que es donde debe estar. Conmigo —replica Pedro.

Pedro ha estado jugando con Pau todo el tiempo. ¡Le ha hecho algo horrible! —explota Landon.

Karen ahoga un grito y viene hacia mí.
Quiero desaparecer. Nunca me he sentido más expuesta e insignificante. No quería que Ken y Karen se enterasen..., aunque tampoco importa mucho porque no creo que quieran volver a verme después de esta noche.

—¿Tú quieres irte con él? —me pregunta Ken frenando mi barrena mental.
Niego débilmente con la cabeza.

—No pienso irme sin ti —salta Pedro.
Da un paso hacia mí, pero retrocedo.

—Creo que es hora de que te vayas, Pedro —dice Ken para mi sorpresa.

—¿Perdona? —La cara de su hijo adquiere un tono de rojo que sólo puedo describir como rabioso —. Puedes considerarte afortunado de que venga a tu casa... ¿Cómo te atreves a echarme?

—Me ha hecho muy feliz ver crecer nuestra relación, hijo, pero esta noche es mejor que te vayas.
Pedro da manotazos en el aire.

—Menuda mierda; ¡¿a ti qué te importa ella?! —grita.
Ken me mira y luego mira a su hijo.

—No sé lo que le has hecho, pero espero que haya valido la pena porque has perdido lo único bueno que tenías en la vida —dice agachando la cabeza.

No sé si lo han dejado pasmado las palabras de Ken o si su enfado ha alcanzado el punto máximo y luego se ha disipado como una tormenta, pero lo cierto es que Pedro se queda muy quieto, me mira un instante y sale de la habitación. Nadie se mueve mientras lo oímos bajar la escalera a buen ritmo.

El portazo retumba en la casa en silencio. Miro a Ken y sollozo:

—Lo siento. Ya me voy. No era mi intención que ocurriera nada de esto.

—No, quédate todo el tiempo que necesites. Aquí siempre eres bienvenida —dice, y Karen y él me abrazan.

Entonces ella me coge de la mano y me la estrecha. Ken me mira cansado y exasperado.


—Pau, quiero a Pedro —asegura—, pero creo que los dos sabemos que, sin ti, no hay nada que nos una.

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