Pau
Pedro levanta la mano para ayudarme a bajar, cosa que me sorprende bastante.
Por su manera de mirarme con el ceño fruncido y con aire suplicante durante todo el rato que he estado bailando, pensaba que iba a chillarme. O algo peor. En realidad esperaba que se subiera y me arrastrara fuera de la barra y que después empezara a pegarse con todos los clientes.
—¿Lo ves? ¡Nadie se ha dado cuenta de que bailas como el culo! —Riley se ríe y yo me siento en la fría barra.
—¡Ha sido divertidísimo! —exclamo y, una vez más, la música se detiene.
Me río y salto de la barra. Pedro me envuelve con su brazo de manera protectora hasta que estoy lo bastante estable de pie como para que se aparte.
—¡Deberías subir a la próxima! —le digo a Pedro al oído, y él niega con la cabeza.
—No —dice con rotundidad.
—No pongas morritos, estás muy feo. —Alargo la mano y le toco los labios.
No está feo; de hecho, es bastante mono el modo en que sobresale su labio inferior. Sus ojos brillan al sentir mi contacto y mi pulso se acelera. Estoy empezando a notar el subidón de adrenalina después de haber bailado en la barra, algo que jamás en mi vida pensé que haría. Por muy divertido que haya sido, sé que jamás volveré a hacerlo. Pedro se sienta en el taburete y yo me quedo de pie entre él y Riley, al lado de mi asiento vacío.
—Te encanta. —Sonríe, todavía con mis dedos en sus labios.
—¿Tu boca? —digo con una sonrisa pícara.
Niega con la cabeza. Está de buen humor, pero muy serio al mismo tiempo, y resulta embriagador.
Él es embriagador, y yo ya estoy bastante embriagada de por sí. Esto va a ser interesante.
—No, cabrearme. Te encanta cabrearme —dice con tono seco.
—No. Es que tú te cabreas con demasiada facilidad.
—Estabas bailando en una barra delante de una sala llena de gente. —Su cara está a escasos centímetros de la mía, y su aliento es una estimulante mezcla de menta y whisky—. Sabías perfectamente que eso me iba a cabrear, Pau. Tienes suerte de que no te haya bajado a la fuerza, te haya colocado sobre mi hombro y te haya sacado de este lugar.
—¿Sobre tu hombro, no sobre tus rodillas? —bromeo, y lo miro directamente a los ojos, lo que lo desarma.
—¿Qu... qué? —tartamudea.
Me echo a reír antes de volverme hacia Riley.
—No dejes que te engañe. Le ha encantado —me susurra ella, y asiento.
Siento una tensión en el estómago ante la idea de Pedro observándome, pero mi mente intenta controlar mis sucios pensamientos. Debería estar furiosa. Debería fingir que no está, o gritarle otra vez por sabotear lo de Seattle, o por las dolorosas palabras que me ha dicho, pero es casi imposible cabrearme estando así de borracha.
Me permito fingir que nada de eso ha sucedido, al menos por ahora, y me imagino que Pedro y yo somos una pareja normal que ha salido con una amiga a tomar una copa. Sin mentiras, sin peleas dramáticas, sólo diversión y baile.
—¡Todavía no me creo que haya hecho eso! —les digo a ambos.
—Yo tampoco —refunfuña Pedro.
—No voy a volver a hacerlo, os lo aseguro. —Me paso la mano por la frente. Estoy sudando y hace calor en este pequeño bar. El aire está cargado y necesito respirar.
—¿Qué te pasa? —pregunta.
—Nada. Hace calor. —Me abanico con la mano y él asiente una vez.
—Pues vámonos antes de que te desmayes.
—No, quiero quedarme más rato. Me lo bien pasando estoy... Digo..., me lo estoy pasando bien.
—Ni siquiera puedes formar una frase coherente.
—¿Y qué? Igual no es necesario que lo haga. Relájate o lárgate.
—Estás... —empieza, pero le tapo la boca con la mano.
—Shhh..., cállate por una vez. Divirtámonos. —Uso la otra mano para tocarle el muslo de nuevo, y esta vez le doy un apretón.
—Vale —dice contra mi palma.
Le suelto la boca, pero mantengo la mano a unos centímetros de distancia para tapársela de nuevo si es necesario.
—Pero nada de bailar en la barra otra vez —dice, negociando tranquilamente.
—Vale. Y nada de poner morritos ni de fruncir el ceño —le espeto. Sonríe.
—Vale.
—Deja de decir «vale» —le digo con una sonrisa.
Asiente.
—Vale.
—Eres exasperador.
—¿Exasperador? ¿Qué diría tu profesor de literatura ante esa clase de vocabulario? —Los ojos de Pedro son de un verde jade intenso y están cargados de humor y enrojecidos por el alcohol.
—A veces eres muy gracioso. —Me apoyo contra él.
Me rodea la cintura con el brazo y me coloca entre sus piernas.
—¿A veces? —Me besa el pelo y yo me relajo en sus brazos.
—Sí, sólo a veces.
Se ríe y no me suelta. Y creo que no quiero que lo haga. Sé que debería, pero no quiero. Está borracho, y travieso, y el alcohol en mi organismo hace que pierda el sentido común... como siempre.
—Mirad qué bien os estáis llevando. —Riley nos señala con ambas manos como si nos estuviese mostrando a alguien.
—Esta chica es exasperante —resopla Pedro.
—Parecéis gemelos. —Me río, y él sacude la cabeza.
—¡Últimos pedidos! —grita mi nueva amiga desde detrás de la barra.
Durante la última hora me he enterado de que se llama Cami, de que tiene casi cincuenta años y de que su primer nieto acaba de nacer en diciembre. Me ha mostrado algunas fotos que tiene impresas, como cualquier abuela orgullosa, y yo las he alabado y le he dicho que es un niño precioso. Pedro apenas ha mirado las imágenes y se ha dedicado a farfullar algo sobre un trol, así que me he apresurado a quitárselas de las manos antes de que la mujer lo oyera.
Me balanceo de un lado a otro.
—Una copa más y me caigo redonda.
—¡No sé cómo no has perdido ya el conocimiento! —exclama Riley con evidente admiración.
Yo sí: Pedro me ha estado robando las copas cuando las tenía a la mitad para acabárselas él.
—Tú has bebido más que ninguno, probabbblemente másh que él —digo arrastrando las palabras y señalando al hombre que está inconsciente al otro extremo de la barra—. Ojalá Lillian hubiese podido venir con nosotros —digo, y Pedro arruga la nariz.
—Creía que la odiabas —repone, y Riley me mira al instante.
—No la odio —lo corrijo—. No me gustaba porque estabas intentando darme celos saliendo con ella.
Riley se pone tensa y mira a Pedro.
—¿Qué?
«Mierda.»
—Continúa, querida —insiste ella.
Estoy atrapada y borracha, y no tengo ni idea de qué narices decir. No quiero que se enfade, eso seguro.
—No es nada —le dice Pedro, y levanta la mano—. He sido un capullo y no le he dicho a Pau que era lesbiana. Eso ya lo sabes.
Riley relaja los hombros.
—Ah, vale.
«Joder, es igualita que él.»
—No ha pasado nada, así que relájate —le dice.
—Estoy relajada, créeme —contesta ella tranquilamente, y acerca su taburete ligeramente al mío—. Unos pocos celos no tienen nada de malo, ¿verdad? —Riley me mira con un brillo en su ebria mirada —. ¿Alguna vez has besado a una chica, Pau?
—¿Qué? —exclamo dramáticamente con el vello de punta.
—Riley, ¿qué cojones...? —empieza Pedro, pero se detiene.
—Es sólo una pregunta. ¿Has besado a alguna chica?
—No.
—¿Alguna vez te lo has planteado?
Borracha o no, siento la vergüenza que asciende por mis mejillas.
—Pues...
—Estar con una chica es mucho mejor, la verdad. Son más suaves. —Acaricia mi brazo—. Y saben qué es lo que quieres exactamente... y dónde lo quieres.
Pedro le aparta la mano de mi piel.
—Ya basta —gruñe, y yo retiro el brazo.
Riley se echa a reír de manera descontrolada.
—¡Lo siento, lo siento! No he podido evitarlo. Ha empezado él. —Señala a Pedro con la cabeza entre carcajada y carcajada, y entonces para de reírse y lo mira con una amplia sonrisa—. Ya te he advertido antes que tengas cuidadito conmigo.
Exhalo, tremendamente aliviada de que sólo estuviera intentando provocar a Pedro. Una risita escapa de mi boca y él parece avergonzado, cabreado y... ¿tal vez un poco cachondo?
—Paga tú, ya que te crees tan graciosa —dice, y le coloca la larga cuenta de papel delante.
Riley pone los ojos en blanco, se lleva la mano al bolsillo trasero, saca una tarjeta y la deja encima de la barra. Cami cobra rápidamente y se dirige a atender al hombre inconsciente del otro extremo.
Cuando llegamos a la puerta, Riley anuncia:
—Bueno, hemos cerrado el bar. Lil se va a cabrear.
Pedro me sujeta la puerta para que pase. Casi se la cierra en la cara a Riley, pero yo la detengo y le lanzo una mirada asesina. Él se ríe y se encoge de hombros como si no hubiese hecho nada malo, y yo no puedo evitar sonreír. Es un capullo, pero es mi capullo.
«¿No?»
No tengo nada por seguro, pero lo que sí sé es que no quiero pensar en eso mientras regresamos a la cabaña a las dos de la mañana.
—¿Seguirá dormida? —le pregunto a Riley.
—Eso espero.
Yo también espero que todos en nuestra cabaña estén dormidos. Lo último que quiero es que Ken o Karen estén despiertos cuando entremos tambaleándonos por la puerta.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que te eche la bronca o algo? —la provoca Pedro.
—No..., bueno, sí. No quiero que se cabree. Bastante delicadas están ya las cosas.
—¿Por qué? —pregunto con curiosidad.
—No importa —dice Pedro quitándole importancia y dejando a Riley sumida en sus pensamientos.
Recorremos el resto del trayecto en silencio. Cuento los pasos y me río de vez en cuando al recordar mi baile sobre la barra.
Cuando llegamos a la cabaña de Max, Riley vacila antes de despedirse.
—Ha sido... un placer conoceros —afirma.
No puedo evitar echarme a reír al ver la manera tan graciosa que tiene de arrugar la cara, como si las palabras le supiesen agrias.
Sonrío.
—Lo mismo digo; lo hemos pasado genial. —Me planteo abrazarla por un instante, pero eso sería incómodo, y tengo la sensación de que a Pedro no le haría ninguna gracia.
—Adiós —se limita a decir él sin detenerse.
Cuando casi hemos llegado a nuestra cabaña, de repente me doy cuenta de lo cansada que estoy y me alegro tremendamente de estar ya cerca. Me duelen los pies, y la tela dura de este incómodo vestido seguro que me ha arañado la piel.
—Me duelen los pies —protesto.
—Ven aquí, yo te llevo —se ofrece Pedro.
«¿Qué?» Me entra la risita.
Él sonríe inseguro.
—¿Por qué me miras así?
—Acabas de ofrecerte a llevarme en brazos.
—¿Y?
—No es típico de ti, eso es todo. —Me encojo de hombros y él se acerca, me coge del brazo y de la pierna y me eleva en el aire.
—Haría cualquier cosa por ti, Pau. No debería sorprenderte que te lleve a cuestas por un puto sendero.
No digo nada, sólo me río. Muy alto. Es una risa histérica que hace que me convulsione. Me tapo la boca para detenerla, pero no ayuda.
—¿De qué te ríes? —pregunta con gesto serio e intimidante.
—No lo sé..., me ha hecho gracia —repongo.
Llegamos al porche y él me mueve un poco para poder girar el pomo de la puerta.
—¿Te hace gracia que diga que haría cualquier cosa por ti?
—Harías cualquier cosa... excepto ir a Seattle, casarte conmigo, o tener hijos conmigo. —Incluso en mi estado de embriaguez, lo irónico del comentario no me ha pasado desapercibido.
—No empieces. Estamos demasiado borrachos como para mantener esta conversación ahora.
—Vaaaya —digo en tono infantil, sabiendo que tiene razón.
Pedro sacude la cabeza y sube por la escalera. Me aferro a su cuello, y él me sonríe a pesar de su seco comportamiento.
—No me sueltes —susurro, y él me suelta sólo lo suficiente como para que me deslice por su torso. Me vuelvo, rodeo su cintura con las piernas y dejo escapar un pequeño aullido mientras me aferro a su cuerpo.
—Shhh. Si quisiera soltarte, lo haría desde lo alto —me amenaza.
Hago todo lo posible por parecer asustada. Una sonrisa malévola se dibuja en su rostro y yo me inclino hacia arriba, saco la lengua y le toco la punta de la nariz con ella.
Culpo al whisky.
Una luz se enciende entonces al final del pasillo y Pedro corre hacia la habitación que compartimos.
—Los has despertado —dice dejándome sobre la cama.
Me agacho para quitarme los zapatos, me froto los doloridos tobillos y dejo caer el terrible calzado al suelo.
—Es culpa tuya —replico, y paso por su lado para abrir el cajón de la cómoda y buscar algo que ponerme para dormir—. Este vestido me está matando —protesto mientras me llevo la mano atrás para desabrocharme la cremallera. Era mucho más fácil hacerlo cuando estaba sobria.
—Espera. — Pedro se coloca detrás de mí y me aparta la mano—. Pero ¿qué cojones...?
—¿Qué ocurre?
Me pasa los dedos por la piel y se me eriza el vello.
—Tienes la piel roja, como si el vestido te hubiese dejado marcas. —Toca un punto debajo de mi omóplato y desciende la tela por mi espalda hasta que cae al suelo.
—Era muy incómodo —refunfuño.
—Ya lo veo. —Me mira con ojos hambrientos—. Nada debería marcarte, excepto yo.
Trago saliva. Está borracho, y juguetón, y sus ojos oscuros delatan exactamente lo que está pensando.
—Ven aquí.
Recorre el pequeño espacio que nos separa y se coloca delante de mí. Está totalmente vestido, y yo me he quedado en ropa interior.
Niego con la cabeza.
—No... —Sé que tengo que decirle algo, pero no recuerdo el qué. Apenas recuerdo mi nombre cuando me mira de esa manera.
—Sí —responde él, y retrocedo.
—No voy a hacerlo contigo.
Me coge del brazo y me agarra del pelo con la otra mano, tirando de él con suavidad para obligarme a mirarlo a la cara. Su aliento me golpea el rostro y sus labios están sólo a unos milímetros de los míos.
—Y ¿eso por qué? —pregunta.
—Porque... —Mi mente busca una respuesta mientras mi subconsciente suplica que me arranque el resto de mi ropa—. Estoy enfadada contigo.
—¿Y? Yo también estoy enfadado contigo. —Sus labios acarician mi piel y recorren mi mandíbula. Me tiemblan las piernas y no puedo pensar con claridad. Enarco una ceja y digo:
—Y ¿eso por qué? Yo no he hecho nada. —Tenso el estómago cuando sus manos se desplazan a mi trasero, masajeándolo y apretándolo lentamente.
—El espectáculo que has dado en el bar era suficiente como para mandarme a un sanatorio, por no hablar del hecho de que te has paseado por todo el pueblo con ese puto camarero; me has faltado al respeto delante de todos al quedarte con él. —Su tono es amenazador, pero sus labios son suaves mientras recorren mi cuello—. Me muero por tenerte desde que estábamos en ese bar de mierda. Después de verte bailar así quería llevarte al baño y follarte contra la pared. —Se pega contra mí para que sienta lo dura que la tiene.
Por mucho que lo deseo, no puedo permitir que me culpe de todo.
—Tú... —Cierro los ojos y disfruto de la sensación de sus manos y sus labios sobre mi cuerpo—. Has sido tú el que... —No soy capaz de pensar, y mucho menos de formar una frase—. Para.
Lo agarro de las manos para que deje de sobarme.
Su mirada se llena de decepción y deja caer las manos a los costados.
—¿No me deseas?
—Claro que sí. Siempre te deseo. Pero... se supone que estoy enfadada.
—Puedes seguir estándolo mañana —dice con una sonrisa malévola.
—Eso es lo que hago siempre, y tengo que...
—Shhh...
Me tapa la boca con sus labios y me besa con fuerza. Abro los míos y, aprovechando mi momento de flaqueza, me agarra de nuevo del pelo, hunde la lengua en mi boca y pega mi cuerpo al suyo todo lo posible.
—Tócame —me ruega intentando cogerme las manos.
No hace falta que me lo diga dos veces; quiero tocarlo, y él necesita que le infunda seguridad. Así es como solucionamos las cosas y, por muy estúpido que parezca, no es la sensación que tengo cuando me besa de esta manera y me ruega que le ponga las manos encima.
Me peleo con los botones de su camisa y él gruñe de impaciencia. Agarra los dos lados, tira y arranca todos los botones.
—Me gustaba esa camisa —digo pegada a su boca, y él sonríe con los labios contra los míos.
—Yo la odiaba.
Deslizo la tela por sus hombros y dejo que la prenda caiga al suelo. Acaricia mi lengua con la suya lentamente, y el beso, intenso pero increíblemente dulce, hace que me derrita en sus brazos. Siento la ira y la frustración que se esconde tras sus labios, pero está haciendo un gran esfuerzo por ocultarlas.
Siempre está ocultando cosas.
—Sé que vas a dejarme pronto —dice deslizando los labios por mi cuello de nuevo.
—¿Qué? —Me aparto un poco, sorprendida y confundida ante sus palabras.
Me duele el corazón al oírlo. El alcohol me hace más sensible a sus sentimientos. Lo quiero. Lo quiero muchísimo. Pero hace que me sienta tan débil y vulnerable... En cuanto me permito pensar que está preocupado, o triste, o afligido de alguna manera, es como si todos mis sentimientos desaparecieran y me centrara en él, y no en mí o en cómo me siento.
—Te quiero mucho —susurra, y acaricia suavemente mis labios con el pulgar.
Su pecho y su torso sobresaliendo de sus vaqueros negros son una imagen divina, y sé que estoy completamente a su merced.
— Pedro, ¿qué...?
—Ya hablaremos después. Ahora quiero sentirte.
Me guía hasta la cama e intento acallar a mi mente, que me grita que lo detenga y que no ceda. Pero no soy capaz. No soy lo bastante fuerte como para controlarme cuando sus manos callosas acarician mis muslos, los separan ligeramente y me tienta colando el dedo índice por el elástico de mis bragas.
—Ponte un condón —jadeo, y me mira con sus ojos inyectados en sangre.
—¿Y si no lo usamos? ¿Y si me corro dentro de ti? ¿Tú no te...?
Pero se detiene, y me alegro por ello. Creo que no estoy preparada para oír lo que sea que fuese a decir. Se aparta de mí, se levanta y se dirige a la maleta, que está en el suelo. Yo me tumbo mirando al techo, intentando ordenar mis ebrios pensamientos.
«¿De verdad necesito ir a Seattle? ¿Es Seattle lo bastante importante para mí como para perder a Pedro?» El fuerte dolor que me atraviesa al pensarlo me resulta casi insoportable.
—No me lo puedo creer —dice desde el otro lado de la habitación.
Cuando me incorporo, veo que está mirando un trozo de papel que tiene en la mano.
—¿Qué puta mierda es esto? —inquiere mirándome a los ojos.
—¿El qué?
Miro abajo y veo que mi vestido se encuentra sobre el suelo de madera, junto a mis zapatos. Al principio estoy un poco confundida, pero entonces veo que mi sujetador también está ahí tirado. «Mierda.» Me levanto rápidamente e intento quitarle el papel de las manos.
—No te hagas la tonta. ¿Te has guardado su número? —dice con la boca abierta mientras sostiene el papel por encima de su cabeza para que no pueda recuperarlo.
—No es lo que piensas. Estaba enfadada y él...
—¡Y una mierda! —grita.
Ya estamos. Conozco esa mirada. Todavía recuerdo la primera vez que la vi. Estaba empujando la vitrina de casa de su padre con el rostro retorcido de esa manera por la ira.
— Pedro...
—Adelante, llámalo. Deja que te folle él, porque desde luego yo no quiero hacerlo.
—No saques las cosas de quicio —le ruego. Estoy demasiado borracha como para empezar una guerra a gritos con él.
—¿Que no saque las cosas de quicio? Acabo de encontrar el número de otro tío en tu sujetador — silba con los dientes y la mandíbula apretados con furia.
—No te hagas el inocente ahora —le digo mientras él se pasea de un lado a otro—. Si piensas gritarme, ahórrate la saliva. Estoy harta de pelearme contigo todos los días —añado, y suspiro con frustración.
Me señala con furia.
—¡Es por tu culpa! Tú eres la que no para de cabrearme. Es culpa tuya que me ponga de esta manera, ¡y lo sabes!
—¡No! No es verdad. —Me esfuerzo por hablar en voz baja—. No puedes culparme de todo. Ambos cometemos errores.
—No, tú cometes errores. Un montón de errores. Y ya estoy harto. —Se tira del pelo—. ¿Crees que quiero ser así? Joder, no, no quiero. ¡Es culpa tuya!
Me quedo callada.
—Adelante, llora —dice burlándose de mí.
—No pensaba llorar.
Abre unos ojos como platos.
—Vaya, qué sorpresa. —Me aplaude de la manera más denigrante posible.
Me echo a reír y se detiene.
—¿De qué te ríes? —Me mira por un segundo—. Contéstame.
Sacudo la cabeza.
—Eres un capullo. Un capullo integral.
—Y tú eres una zorra egoísta. ¿Alguna cosa más? —me espeta, y dejo de reírme bruscamente.
Me levanto de la cama sin decir ni una palabra ni derramar ni una lágrima. Saco una camiseta y unos pantalones cortos del cajón y me los pongo rápidamente mientras él me observa.
—¿Adónde crees que vas? —pregunta.
—Déjame en paz.
—No. Ven aquí. —Intenta agarrarme y siento unas ganas tremendas de darle una bofetada, pero sé que me detendrá.
—¡Quita! —Me suelto el brazo de un tirón—. Estoy harta. Estoy harta de estas peleas. Estoy harta y agotada, y no quiero seguir así. No me quieres. Sólo quieres poseerme, y no te lo voy a permitir. —Lo miro directamente a sus ojos brillantes y le digo—: Estás roto, Pedro, y yo no puedo arreglarte.
De repente se da cuenta de lo que me ha hecho, a mí y a sí mismo, y se coloca delante de mí sin emoción alguna. Con los hombros hundidos, y con los ojos ahora sin brillo, me mira, y al hacerlo por fin ve un reflejo tan carente de expresión como él. No tengo nada que decirle. Ya no le queda nada que romper dentro de mí, o de él, y por la palidez de su rostro, veo que finalmente se ha dado cuenta.
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