Pau
—Aún no me creo que hayáis venido los dos —me dice Trish.
Me ofrece una taza de café, negro, como a mí me gusta, y le sonrío por el detalle. Es una mujer hermosa de ojos brillantes y una sonrisa no menos luminosa, y va vestida con un chándal azul marino.
—¡Me alegro tanto de que al final hayamos podido! —exclamo.
Miro el reloj del horno, ya son las diez de la noche. El largo viaje y el cambio de horario me han dejado fuera de lugar.
—Y yo. Si no fuera por ti, sé que él no estaría aquí.
Pone la mano sobre la mía. Sin saber qué responder, sonrío. Se da cuenta de que me incomoda y cambia de tema:
—¿Qué tal el vuelo? ¿ Pedro se ha comportado?
Su risa es dulce, y no tengo el suficiente valor de decirle que su hijo ha sido un auténtico tirano desde el control de seguridad hasta la mitad del vuelo.
—Ha estado bien —contesto.
Bebo un sorbo del café humeante y entonces Pedro entra en la cocina. La casa es vieja y estrecha, demasiadas paredes delimitan el espacio por todas partes. La única decoración son cajas de mudanzas apiladas en las esquinas, pero me siento extrañamente cómoda y a gusto en la casa de la infancia de Pedro. Sé por su mirada cuando se inclina para pasar bajo el arco del pasillo que lleva a la cocina que él no se siente igual respecto a este sitio.
Estas paredes encierran demasiados recuerdos para él, y en ese instante mi impresión de la casa empieza a apagarse.
—¿Qué ha pasado con el papel pintado? —pregunta.
—Lo estaba quitando todo para pintar justo antes de la venta, pero los nuevos propietarios piensan echar la casa abajo de todas formas. Quieren construir una casa nueva en la parcela —explica su madre. Me gusta la idea de que la derriben.
—Bien, es una mierda de casa de todas formas —gruñe él, y me quita la taza de café para darle un sorbo—. ¿Estás cansada? —pregunta volviéndose hacia mí.
—Estoy bien —le aseguro. Me gusta el humor y la cálida compañía de Trish. Estoy cansada, pero ya habrá tiempo de sobra para dormir. Aún es bastante pronto.
—Yo duermo en casa de Mike, la de al lado —dice Trish—. He supuesto que no querrías quedarte allí.
—Está claro que no —responde Pedro. Le quito mi café, riñéndolo en silencio para que sea educado con su madre.
—Bueno —Trish ignora su comentario grosero—, mañana tengo planes para ella, así que espero que puedas distraerte con algo.
Me cuesta un momento darme cuenta de que habla de mí.
—¿Qué clase de planes? —replica Pedro, a quien no parece gustarle mucho la idea.
—Nada, cosas preboda. He reservado hora para las dos en el spa de la ciudad, y luego me encantaría que me acompañara a la última prueba del vestido de novia.
—Por supuesto —digo.
—¿Cuánto rato será eso? —pregunta Pedro al mismo tiempo.
—Sólo hasta después de comer, de verdad —le asegura Trish—, y sólo si quieres acompañarme, Pau. No tienes que venir si no quieres, pero he pensado que estaría bien pasar un rato juntas mientras estás aquí.
—Me encantaría. —Le sonrío.
Pedro no protesta, y me alegro porque habría perdido.
—¡Qué bien! —Ella sonríe a su vez—. Mi amiga Susan se unirá a nosotras para comer. Se muere de ganas de conocerte, lleva tanto tiempo oyendo hablar de ti que no se cree que existas, dice...
Pedro empieza a reír entre dientes sobre su café, interrumpiendo el parloteo emocionado de su madre.
—¿Susan Kingsley? —replica mirando a Trish, con los hombros tensos y la voz temblorosa.
—Sí..., bueno, ya no se apellida Kingsley, ha vuelto a casarse.
Ella le devuelve la mirada de una forma que me hace sentir que me he metido en una conversación privada en la que no se me quiere incluir. Pedro mira alternativamente a su madre y a la pared hasta que gira sobre los talones y nos deja solas en la cocina.
—Me voy a ir a la casa de al lado para acostarme. Si necesitas algo, dímelo. —Ha desaparecido por completo la emoción en su voz, suena agotada.
Se acerca y me da un beso rápido en la mejilla antes de abrir la puerta de atrás y salir.
Me quedo sola en la cocina unos minutos, acabándome el café, lo que no tiene sentido porque necesito irme a dormir, pero me lo acabo de todas formas y lavo la taza en la pila antes de subir la escalera para buscar a Pedro. El piso de arriba está vacío, hay restos de papel pintado en un lado del estrecho pasillo, y no puedo evitar comparar la impresionante casa de Ken con ésta; las diferencias son imposibles de ignorar.
—¿ Pedro? —lo llamo.
Todas las puertas están cerradas y no me gusta la idea de abrirlas sin saber qué hay al otro lado.
—Segunda puerta —me contesta.
Sigo su voz hasta la segunda puerta en el pasillo y la abro. La manija está pegajosa, y tengo que usar un pie para ayudarme a abrirla.
Cuando entro, Pedro está sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos. Me mira y me acerco a él.
—¿Qué te pasa? —le pregunto pasándole los dedos por el pelo alborotado.
—No tendría que haberte traído —dice pillándome por sorpresa.
—¿Por qué? —Me siento en la cama a su lado, dejando unos pocos centímetros entre nuestros cuerpos.
—Porque... —suspira— no debería. —Se tumba en la cama y descansa un brazo sobre la cara, con lo que no puedo interpretar su expresión.
— Pedro...
—Estoy cansado, Pau, acuéstate. —El brazo amortigua la voz, pero sé que ésta es su forma de terminar la conversación.
—¿No vas a cambiarte? —insisto, no quiero irme a la cama sin su camiseta.
—No. —Se coloca boca abajo y alarga el brazo para apagar la luz.
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