Pau
El lunes por la mañana llego a mi revisión media hora antes y tomo asiento en una de las sillas industriales de color azul de la sala de espera, que por cierto, no puedo evitar notar que está casi llena, con niños llorando y mujeres tosiendo por todas partes. Trato de calmarme hojeando una revista, pero la única disponible es una para nuevos padres, llena de anuncios de pañales y consejos «revolucionarios» sobre cómo dar el pecho.
—¿Chaves? ¿Paula Chaves? —Una mujer mayor alza los ojos de un portafolios y dice mi nombre.
Me pongo rápidamente en pie, esquivando a un bebé que gatea por el suelo con un camión de juguete en la mano. El camión rueda sobre mi zapato y él se ríe. Yo le sonrío y me gano una adorable sonrisa en respuesta.
—¿De cuánto estás? —me pregunta una mujer, la madre del bebé, supongo. Sus ojos se posan en mi estómago e instintivamente pongo una mano en él.
Se me escapa una carcajada incómoda.
—¡Oh! Yo no...
—¡Lo siento! —Se sonroja—. He supuesto que..., no es que parezcas... Sólo he pensado...
—El hecho de que ella esté tan incómoda como yo me hace sentir mejor. Preguntarle a una mujer de cuántas semanas está nunca puede acabar bien, sobre todo si la mujer no está embarazada. Se echa a reír—. Bueno, ahora ya sabes, para futuras referencias cuando tú misma seas madre..., ¡que el filtro desaparece!
No permito a mi mente imaginarlo siquiera. No tengo tiempo para pensar en el futuro y en el hecho de que, si quiero una vida con Pedro, nunca seré madre. Nunca tendré un bebé adorable pasando un camión de juguete sobre mi zapato, o trepando hasta mi regazo. Me vuelvo para mirarlo por última vez.
Sonrío educadamente y me acerco a la enfermera, que inmediatamente me da un botecito e instrucciones para ir al baño al final del pasillo y completar la prueba de embarazo. A pesar de tener la regla, estoy muy nerviosa. Pedro y yo hemos sido muy descuidados últimamente, y lo último que necesito es un embarazo sorpresa. Eso lo llevaría al límite.
Tener un bebé ahora también pondría patas arriba todo cuanto quiero hacer con mi vida.
Cuando le devuelvo el botecito lleno a la enfermera, ella me lleva a una habitación vacía y me pone un manguito para la tensión alrededor del brazo.
—Descruza las piernas, cariño —me indica con dulzura, y hago lo que me dice.
Tras tomarme la temperatura, la mujer desaparece, y unos cinco minutos más tarde oigo un golpe en la puerta y un hombre de mediana edad con el cabello canoso y aspecto distinguido entra en la sala. Se quita unas gruesas gafas y me tiende una mano.
—Doctor West. Es un placer conocerte, Paula —se presenta amablemente.
Yo esperaba una doctora, pero al menos éste parece agradable. Aunque desearía que fuera menos atractivo; eso haría las cosas menos incómodas para mí en esta ya de por sí incómoda experiencia.
El doctor West me hace un montón de preguntas, la mayoría de las cuales son absolutamente horribles. Tengo que contarle que Pedro y yo hemos tenido sexo sin protección, en más de una ocasión, y me obligo a mí misma a no romper contacto visual con él mientras lo hago. A mitad de esta embarazosa situación, la enfermera regresa y deja un papel sobre la mesa. El doctor West lo mira y yo contengo la respiración hasta que él habla.
—Bueno, no estás embarazada —me dice con una cálida sonrisa—. Así que ahora podemos empezar.
Y dejo escapar el aliento que no me había dado cuenta de que estaba reteniendo.
El doctor me explica muchas opciones, algunas de las cuales ni siquiera las había oído, antes de ponerme la inyección.
—Primero debo llevar a cabo un sencillo examen pélvico. ¿Te parece bien?
Asiento y me trago los nervios. No sé por qué me siento tan incómoda. Es sólo un doctor, y yo soy una mujer adulta. Debería haber pedido hora para cuando ya no tuviera la regla. Ni siquiera pensé que me harían una revisión cuando pedí cita. Sólo quería quitarme de encima a Pedro.
—Casi hemos acabado —anuncia el doctor West. El examen ha sido rápido y ni de cerca tan incómodo como creí que sería, lo que es una bendición.
De pronto, una profunda línea se forma en su frente.
—¿Te habían hecho antes un examen pélvico?
—No, creo que no —contesto en voz baja.
Sé que no me lo han hecho, pero la última parte de mi respuesta es un añadido nervioso. Mis ojos vuelan a la pantalla frente a él mientras el médico mueve la sonda ecográfica sobre la parte baja de mi estómago y a través de la pelvis.
—Hum... —murmura para sí.
Mi ansiedad crece. ¿Acaso el test estaba mal y sí que hay un bebé ahí, después de todo? Empieza a entrarme el pánico. Soy demasiado joven, ni siquiera he acabado la universidad, y Pedro y yo estamos en un momento muy inestable de nuestra...
—Me preocupa un poco el tamaño de tu cérvix —dice finalmente—. No es nada por lo que inquietarse ahora, pero me gustaría que volvieras para hacerte más pruebas.
—¿Nada de lo que inquietarse? —Tengo la boca seca y el estómago hecho un nudo. Las palmas de las manos me empiezan a sudar—. ¿Qué significa eso?
—Por ahora, nada..., pero no puedo estar seguro —responde en un tono nada tranquilizador. Me incorporo, bajándome la bata médica.
—Y ¿qué podría significar?
—Bueno... —El doctor West se sube las gruesas gafas hasta el puente de la nariz—. En el peor de los casos podríamos hablar de infertilidad, pero sin más pruebas no hay forma de saberlo. No veo ningún quiste, y ésa es una muy buena señal —añade señalando la pantalla.
Mi corazón cae sobre el frío suelo de azulejos.
—¿Cu... cuáles son las posibilidades? —pregunto. No puedo oír mi voz o mis pensamientos.
—No podría decirlo. Esto no es un diagnóstico. Lo que acabo de mencionarte es el peor escenario posible; por favor, no pierdas la calma hasta que hayamos hecho más pruebas. Hoy quiero administrarte la inyección, hacerte unos análisis de sangre y realizar un
seguimiento. —Tras un momento, añade—: ¿Te parece bien?
Asiento, incapaz de hablar. Acabo de oírlo decir que no es un diagnóstico, pero a mí me lo parece. Me siento fatal, el aleteo de mis nervios me sube por la columna a la primera mención de un problema. En la silenciosa habitación sólo se oye el latido constante de mi corazón. Estoy deprimiéndome, lo sé, pero no me importa.
—No debes preocuparte hasta que no tengamos los resultados de las pruebas. Seguro que no es nada —me dice un poco envarado, y abandona la sala dejándome sola ante esta cruel situación.
El doctor no está seguro, no hay nada confirmado; parecía bastante indiferente al respecto. Entonces ¿por qué no puedo librarme de esta ansiedad que me ahoga?
La enfermera, a la que, de repente, le ha salido su instinto de sobreprotección, me pone la inyección anticonceptiva mientras me habla de sus nietos y de su pasión por las galletas caseras. Yo permanezco en silencio, sólo hablo lo suficiente para parecer educada. Siento náuseas.
Me da una meticulosa charla sobre mi nuevo anticonceptivo, pasando por los pros y los contras que ya he oído de boca del doctor West. Estoy entusiasmada por no tener que preocuparme por el período nunca más, aunque lo del ligero incremento de peso me fastidia, pero supongo que es un cambio justo.
Me explica que, como ahora mismo tengo la regla, la inyección será inmediatamente efectiva, pero que espere tres días antes de tener sexo sin protección, sólo para estar seguros. Me recuerda que esto no me protegerá de las enfermedades de transmisión sexual, sólo del embarazo.
Tras buscar fecha para la tan temida cita de seguimiento, voy directamente al centro de la ciudad a hacerme la foto del pasaporte y acabar el papeleo. Por supuesto, el señor Vance ya lo ha pagado todo. Me encojo al pensar en la cantidad de dinero que todo el mundo a mi alrededor parece no tener problemas en invertir en mí.
Cada persona con la que me cruzo en la calle parece estar embarazada o llevar un niño en brazos. No debería haber presionado al doctor para que me diera más información, ahora voy a estar paranoica hasta mi próxima cita, que, por supuesto, no tendrá lugar hasta dentro de tres semanas. Tres semanas para volverme loca, tres semanas para obsesionarme con la posibilidad de no poder tener hijos. No sé por qué la perspectiva me resulta tan dolorosa; pensé que había llegado a aceptar la idea de no tener hijos. Aún no puedo hablar de esto con Pedro, no hasta estar segura. Aunque no es que esto vaya a afectar a sus planes.
Le envío un mensaje cuando regreso a mi coche, diciéndole que mi cita ha ido bien, y vuelvo a casa de Christian y Kimberly. Para cuando llego, me he autoconvencido de que pasaré la semana ignorando el tema. No hay razón para comerme la cabeza cuando el propio doctor West me ha asegurado que no hay por qué preocuparse hasta que no tenga las pruebas. El vacío en mi pecho dice lo contrario, pero tengo que ignorarlo y seguir adelante. Voy a ir a Inglaterra. Por primera vez en mi vida, voy a viajar más allá del estado de Washington, y no podría estar más entusiasmada. Nerviosa, pero entusiasmada.
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